La Reforma y la iglesia protestante de hoy. Una visión más amplia y una contextualización

Juan stam

Hoy más que nunca la iglesia tiene que redescubrir su historia. Una iglesia sin historia es una iglesia sin identidad, sin claridad ni criterios, y cae fácilmente en el caos. Esa es la condición de gran parte del protestantismo latinoamericano en nuestros días. Por eso felicito a la iglesia metodista El Redentor por su costumbre anual de recordar, con gratitud a Dios, a nuestros abuelos espirituales, los reformadores.
Es importante recordar que la Reforma del siglo XVI fue multifacética. Además de la Reforma luterana y la Reforma calvinista, fue muy importante la Reforma radical anabautista, y hubo hasta una reforma católica, representada especialmente por el Concilio de Trento y la orden jesuita. La ubicación social de cada uno de estos movimientos fue distinta: Lutero se identificó con los príncipes alemanes y el incipiente nacionalismo; Calvino estaba más cerca de las ciudades suizas y una protoburguesía, mientras que los anabautistas se identificaban más con las clases pobres y el naciente proletariado. Pero todos miraban hacia el futuro, que vendría a llamarse “modernidad”, mientras que el Vaticano miraba más al pasado y se aliaba con el Sacro Imperio Romano y muchos aspectos del mundo medieval. Es significativa la repetición de la palabra “naciente”. Los reformadores eran los parteros del mundo moderno que nacía. Dos siglos después, el movimiento wesleyano aportó nuevas dimensiones muy importantes al protestantismo.
Vamos a conversar esta noche en torno a las consignas con que se suele resumir la teología de los reformadores, pero es importante recordar que su pensamiento era mucho más amplio y profundo que esas consignas. En Lutero, por ejemplo, encontramos un cierto anticipo del existencialismo, en el papel de la experiencia personal en su teología y en su rechazo de toda sistematización; él era “un teólogo irregular”. En Calvino es profunda la admiración por la gloria y la santidad de Dios, tanto que se le ha llamado “un hombre ebrio de Dios”. En los anabautistas se juntaban (y se juntan) la pasión por la justicia con el pacifismo. Pero en esta charla nos vamos a concentrar en las consignas que mejor resumen los denominadores comunes de la Reforma.

Sola scriptura
Son famosas las palabras de Lutero en Worms (1521): “Mi conciencia es cautiva de la Palabra de Dios. Si no se me demuestra por las escrituras y por razones claras (no acepto la autoridad de papas y concilios, pues se contradicen), no puedo ni quiero retractar nada, porque ir contra la conciencia es tan peligroso como errado.Que Dios me ayude, Amén”.
En esta histórica declaración de Lutero queda claro que la sola scriptura no significa que conocemos solo la Biblia, o que todo lo demás no importa. ¿Quién podría entender el éxodo sin saber algo de Egipto, o el exilio de los judíos sin saber algo de Asiria y Babilonia? Un famoso fundamentalista, R.A. Torrey, dijo sabiamente: “Quien conoce solo la Biblia, no conoce la Biblia”. Por eso, Lutero apela a las escrituras, pero también a “razones claras” y a la conciencia. Después, una correlación similar iba a ampliarse en el “cuadrilátero wesleyano” (escritura, tradición, razón, experiencia).
La Reforma colocó la Palabra de Dios, en sus varias modalidades, como la máxima autoridad normativa, por encima de papas y concilios. Eso implicó, a su vez, la interpretación seria y crítica de las escrituras, desde los textos originales, lo que transformó conceptos como jaris (gracia), pistis (fe) y metanoia (arrepentimiento). Im-
pulsó también la predicación expositiva, que aclara y explica los textos sagrados, acompañada por la predicación del año lectivo, firmemente anclada en la historia de la salvación.
Hoy día, amplios sectores de
las iglesias evangélicas latinoamericanas han perdido el sentido histórico y predican un mensaje divorciado del pasado, y aun
del mismo contexto bíblico. ¡Qué
increíble que ni las iglesias pentecostales celebran el día de Pentecostés!1 Son escasas tanto la predicación expositiva como la del ciclo litúrgico. Muchos sermones no son más que opinionismo, especulación, “performance” y puro “show”, manipulación del texto y del público.2 Hay también predicadores fieles, a Dios gracias, pero son la excepción.

Sola gratia
Karl Barth ha repetido muchas veces que las dos palabras más importantes para la teología son “gracia” (jaris) y “gratitud” (eujaristia). El Catecismo de Heidelberg comienza formulando las tres cosas más importantes que el niño debe saber: “Cuán grande es mi pecado, cuán grande es la gracia de Dios, y cuán grande debe ser mi gratitud a Dios”. La Reforma transformó la idea tradicional de la gracia de Dios como una fuerza moral impartida en el bautismo (gratia infusa), en un concepto personal, del amor con que Dios nos acepta sin ningún mérito de parte nuestra, y le dio un lugar central en su teología a la gracia y la fe personal. Pero esa misma gracia era exigente de frutos de justicia (Efes 2,8-10). No era la gracia barata del “evangelio de ofertas” que se predica hoy.3
En muchos círculos evangélicos existe de facto una doctrina de salvación por las obras. Entre los viejos fundamentalistas uno era “salvo” cuando dejaba de fumar, tomar e ir al cine. En la actualidad, algunas iglesias se
especializan en maldiciones y anuncian que si uno no diezma, sus finanzas, y hasta su vida, serán malditas, pero si se ofrenda bien todo será bendición. Bien se ha observado que los diezmos y los “pactos” son las indulgencias del siglo XXI.

Sola fide
Casi todos saben que los reformadores enseñaron la justificación por la gracia mediante la fe, pero pocos se dan cuenta de que transformaron el concepto de fe, devolviéndole su sentido bíblico. Recuerdo que cuando aprendía el español compré el Manual de religión que los colegios costarricenses empleaban como texto. Ese manual definía la fe como “tener por cierto lo que dice la Santa Madre Iglesia”. Para los reformadores, la fe es entrega a Cristo y confianza en él (fides est fiducia, otra consigna histórica). Para ellos, la fe sin obras es muerta. Según Calvino, “to-
do conocimiento verdadero de Dios nace de la obediencia”. Ahí está la diferencia importante entre la fe y el fideísmo.
Hoy en día, muchas iglesias “evangélicas” confunden la fe con la ortodoxia y predican, de hecho, una salvación por la ortodoxia. Para ellas, la fe consiste en decir amén a lo que dice el pastor, en vez de ser discípulo radical de Jesucristo en todas las esferas de la vida (eclesial, social, económica, política, etc.). Por eso, en esas congregaciones, discrepar de la opinión del pastor constituye el pecado de murmuración, lo que trae maldición.
La iglesia hoy debe preguntarse si está formando verdaderos discípulos o si está llenando los templos de gente que dice “Señor, señor” pero que no hace la voluntad del Padre (Mat 7,21-23).

La libertad cristiana
Son muy conocidas las tres consignas que ya hemos analizado, pero las cuatro que quedan son olvidadas las más de las veces. Para comenzar, se olvida que, frente a mucha tradición medieval, los reformadores eran pioneros de una nueva libertad.4 Hace unos años, el recordado filósofo costarricense Roberto Murillo publicó un artículo muy interesante sobre el aporte de Lutero a las libertades modernas. Para José Martí, héroe cubano, “todo hombre libre debe colgar en su muro, como el de un redentor, el retrato de Martín Lutero”.5
En el siglo XVI, Europa vivía una crisis de autoridad después del fin de la Edad Media, cuando mandaban, a fin de cuentas, el papa y el sacro emperador romano. En esa coyuntura, el programa teológico de la Reforma era una agenda profundamente liberadora.6 La justificación por la gracia mediante la fe significaba una liberación del legalismo. La sola scriptura liberó a la iglesia del autoritarismo dogmático, el sacerdocio univeral del clericalismo y el semper reformanda nos liberan del tradicionalismo estático y el soli deo gloria del culto a la personalidad.
Hoy día, algunas iglesias se están volviendo más autoritarias que nunca. Aunque el viejo legalismo ha perdido fuerza, el principal legalismo ahora es el diezmo. He sabido de iglesias que amenazan con maldición a los que no diezman. En esa salvación por las obras, la salvación se gana o se pierde a la hora de la ofrenda. He sabido de otras iglesias donde el pastor quiere controlar toda la vida de los fieles: ¡no se permite ni enamorarse sin el visto bueno del pastor!
Con el movimiento de “apóstoles” y “profetas” el autoritaris-
mo llega a niveles sin precedentes. Aunque San Pablo nos manda examinar y juzgar las profecías (1 Tes 5,19-21; 1 Cor 14,29-32), estos profetas pontifican con una cara seria que dice: “que nadie se atreva a cuestionar mi palabra profética”. Por su parte, más de un “apóstol” se permite emitir alguna “declaración apostólica” con la falsa autoridad que presume tener.
Aquí hay también un problema de sola scriptura, de fidelidad bíblica. A menudo se ha dicho que una “palabra profética” tiene más autoridad que una enseñanza bíblica. Se apela también a la falsa distinción entre logos (palabra bíblica, general) y rhema (palabra profética específica, según ellos), con desprecio de la palabra inspirada como mero logos. De esta manera, se establecen autoridades paralelas a las
escrituras, de forma parecida a
los mormones, los Testigos de
Jehová y otras sectas.

Sacerdocio universal
del los y las creyentes
(1 P 2,9; Ap 1,6; 5,10)
Frente al rígido clericalismo de la Iglesia Católica de la época, la Reforma impulsó un proceso de democratización en la iglesia y la sociedad. Para Lutero, toda la vida es ministerio y todos los creyentes son sacerdotes de Dios. “Una lechera puede ordeñar las vacas para la gloria de Dios… Todos los cristianos son sacerdotes, y todas las mujeres sacerdotisas, jóvenes o viejos, señores o siervos, mujeres o doncellas, letrados o laicos, sin diferencia alguna”.7
En su época, tanto la Reforma luterana como la Reforma calvinista se quedaron cortas en la superación del clericalismo; los anabautistas avanzaron más, co-
mo también el movimiento wesleyano después. En el siglo pasado hubo un fuerte movimiento de teología del laicado que puede verse como la maduración de estos avances de la Reforma.
Sin embargo, hoy parece crecer un nuevo clericalismo de los “superclérigos”, en especial de los “apóstoles”. En una mesa redonda sobre los “apóstoles” celebrada en Quito, un participante declaró: “Antes era suficiente el título de pastor, pero ahora que existen las megaiglesias, ese título no basta para sus fundadores y deben llamarse con un título mayor”. La verdad es que ha surgido una nueva jerarquía eclesiástica, con los “apóstoles” y los “profetas” en la cumbre del poder y la autoridad. En algunas iglesias el pastor es de hecho el C.E.O (ejecutivo mayor de una corporación), inaccesible a los feligreses con necesidades pastorales. Esas iglesias están organizadas según el modelo ejecutivo de las grandes empresas.

Ecclesia reformata
semper reformanda
Esta consigna expresa una realidad: los reformadores no pretendían tener toda la verdad ni ser dueños de un sistema final de conceptos absolutos. Lutero era un “teólogo irregular” que nunca intentó formular un sistema. Calvino, por supuesto, articuló un sistema doctrinal, pero vivía revisándolo hasta hacer nueve ediciones, alternando entre el latín y el francés. Algunos de sus aportes más valiosos aparecen solo en la novena edición. Si Calvino no hubiera muerto, sin duda habría producido una décima edición. Tillich define “el principio protestante”, muy acertadamente, con la frase “solo Dios es absoluto”. Karl Barth advierte contra la tentación de tomar al “sistema” por la verdad absoluta, lo cual califica de idolatría.
Lamentablemente, en el siglo XVII, amenazadas por el racionalismo escéptico de la época, la teología luterana y la calvinista cayeron en una rígida ortodoxia escolástica. Aunque hicieron algunos aportes, no lograron de-
fender su fe sino que la redujeron a un dogmatismo estéril. Curiosamente, luteranos y calvinistas se acusaban mutuamente de ser herejes, criptocatólicos y otros insultos.
El movimiento wesleyano puede entenderse en parte como una reacción contra esa “ortodoxia muerta”, e hizo mucho para rescatar la salud del protestantismo. Pero a inicios del siglo XX la ortodoxia dogmática resucitó en los Estados Unidos con la forma del fundamentalismo norteamericano.
Hoy día, cuando la tolerancia se ve como el sumo bien, son menos los reductos de ortodoxia cerrada, aunque los hay. Al contrario, en nuestro tiempo casi nada es seguro y todo es posible. La nueva consigna parece ser, ecclesia reformata semper deformanda. La intención de semper reformanda era la de corregir errores y ser cada vez más fieles al Señor y su Palabra. Desde el siglo pasado, la iglesia vive de fiebre en fiebre, cambiando de modas como los estilos de zapatos (health and wealth, name it, claim it, evangelio de la prosperidad, “tumbaderas”, apóstoles y profetas, maldiciones generacionales, etc., etc., ad infinitum). Muchas veces la innovación no es para corregir errores, sino pa-
ra introducir nuevos errores. Y muchas veces, el fin no es mayor fidelidad sino mayor éxito, mayor fama o más dinero.

Soli deo gloria
“A Dios, y solo a Dios, sea toda la gloria” fue una consigna fundamental de la Reforma. La iglesia de la época daba mucha gloria a otros en lugar de solo a Dios. La Reforma fue un redescubrimiento de Dios, en perspectivas antes desconocidas. Los reformadores tomaban muy en serio a Dios como el centro de toda su vida. Antes de su gran descubrimiento de la gracia, Lutero temía a Dios con horror y pánico, pero después se deleitaba en el amor del Dios de la gracia. Calvino era un hombre sobrecogido por la maravilla de la gloria de su Señor. La Reforma fue un gran encuentro con Dios. Puso a Dios en el centro de su vida y su pensar, y le daba toda la gloria a él. Johann Sebastián Bach escribía las siglas S.D.G. al inicio de todas sus partituras.
Hoy nuestra iglesia también tiene que redescubrir esta consigna de la sola gloria de Dios. Nuestra sociedad está permeada por el culto a la personalidad; hablamos de los “ídolos” de Hollywood, las “estrellas del deporte”, etc. Las iglesias tienen también sus “estrellas”, y a veces “dioses”, a quienes adoran: megapastores, profetas y sanadores, algunos evangelistas promovidos por una publicidad al estilo de Hollywood. En la iglesia del Señor no caben el personalismo y el culto a la personalidad.
Cuando Dios curó al cojo por medio de Pedro y Juan, y la gente los quería reconocer como milagreros, Pedro les contestó: “¿Por qué nos miran a nosotros, como si nosotros, por nuestro propio poder o virtud, hubiéramos hecho caminar a este hombre? El Dios de Abraham, Isaac y Jacob, el Dios de nuestros antepasados, ha glorificado a su siervo Jesús” para sanar a aquel enfermo. Originalmente, un don de sanidad no significaba un poder que poseyera cierta persona, sino el ac-
to de Dios de dar salud a un en-
fermo. A veces se habla de los “sanadores” como si fueran dueños del poder milagroso. “En estas manos hay poder para sanar”, dijo uno de ellos mostrando sus manos ante las cámaras. Por el contrario, “¿por qué nos miran a nosotros, como si nosotros hubiéramos hecho algo?”, dijeron Pedro y Juan, para dar la gloria al Señor.
Esta consigna significa también que podemos, y debemos glorificar a Dios en todo lo que hagamos.“Una lechera puede ordeñar las vacas para la gloria de Dios”, dijo Lutero. En todo, nos exhorta San Pablo, “ya sea que coman o beban o hagan cualquier otra cosa, háganlo todo para la gloria de Dios” (1 Cor 10,31).

Conclusión
Nuestro momento histórico se parece dramáticamente al de los reformadores del siglo XVI: revolución en las comunicaciones (entonces, la imprenta de Gutenberg; hoy el teléfono, la radio, la televisión, la computadora y hasta el iPod); revolución del espacio vital de la humanidad (entonces navegación mejorada, Cristóbal Colón en 1492; hoy autos, aviones, viajes al espacio); revolución armamentista (entonces el fusil portátil, el arcabuz y el mosquete; hoy, las armas nucleares); y, sobre todo, una crisis de autoridad que produce gran confusión.
En esta coyuntura, ¿qué nos traerá el futuro? Como van las cosas, podría surgir un protestantismo cultural y poderoso, algo parecido a lo que ha sido el catolicismo en el pasado. Pero gracias a Dios, sigue existiendo un remanente fiel y grandes signos de esperanza. ¿Levantará Dios a otro Lutero? Quizá no, pero quiera el Señor concedernos un avivamiento de espiritualidad genuina y un movimiento de profunda renovación que sacuda a la iglesia de pies a cabeza y la prepare para responder a los grandes desafíos del nuevo mundo que está naciendo.

Notas

1. Ver “El Pentecostés tiene fecha”, juanstam.com, 6 de mayo del 2008.
2. Ver “Mecanismos de manipula-
ción en las iglesias”, juanstam.com, 12 de agosto del 2010.
3. Aquí conviene recordar ese gran poema atribuido a Santa Teresa: “No me mueve, mi Dios, para quererte, el cielo que me tienes prometido… No me tienes que dar por-
que te quiera…”
4. En 1520 Lutero publicó un importante tratado “Sobre la libertad del cristiano”.
5. Hay que reconocer, a la vez, que hubo serias contradicciones en la conducta de Lutero, debido mayormente a su doctrina de los dos rei-
nos y sus vínculos con los príncipes alemanes. Su trato a los campesinos y los judíos fue reprochable.

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