Primero que todo, debo agradecer a los autores la posibilidad de intervenir en la presentación y socialización de un libro que considero uno de los eventos intelectuales más importantes para el pensamiento y la sociedad cubanos actuales.
Como es la primera vez que se me invita a presentar un libro, tuve que acudir a la biblioteca del barrio en busca de ayuda, y por suerte allí encontré el Manual científico del presentador de libros, de la editorial de la Academia de Ciencias de la URSS, en el que se lee: “el objetivo de un presentador es hablar bien del libro, aunque siempre debe hacer alguna pequeña crítica para demostrar su objetividad científica (esto es, unidad y lucha de contrarios); si el libro es de filosofía, es preciso decir que no es un libro denso, que es potable, etc.; en fin, se debe facilitar el salto de lector-posible a comprador-lector (esto es, la ley del salto a una nueva cualidad)”. El manual, además, comenta que ustedes prefieren que yo sintetice, sea breve, preciso y original (en otras palabras, que aplique la ley de la negación de la negación).
Siguiendo estas leyes generales y ocho pares de categorías correctamente ejemplificadas, el manual garantiza el positivo cumplimiento de la tarea del presentador. Sin embargo, lamentablemente, no traía ejemplos para la presentación de libros en locales con estas características y asumo que por un pequeño error de edición no aparece ningún capítulo para la presentación de libros críticos y emancipadores. En fin, abrumado por la falta de bibliografía sobre el tema, se me ocurrió hacer lo que en técnica narrativa llaman una muda del punto de vista, en este caso, del punto de vista de presentador hacia el punto de vista de alumno.
Para pensar y hablar como un alumno no se necesita un manual: basta con algunos años de experiencia y algo de sentido común para saber que la verdad es aquella que vale cinco puntos. Sin embargo, esto no sirve de mucho cuando se trata de un curso y de un libro que tienen como intención pedagógica –lo que incluye también una actitud ética y política– colocarse en una dimensión muy diferente a la que usualmente encontramos en las escuelas, academias y manuales, esto es, subvertir los caminos tradicionales por los que concurre el proceso de ilustración, es decir, de entrega del saber.
Al parecer, una vez más la historia y la sociedad, o al menos aquella parte del carácter revolucionario que la atraviesa, pide a través de la voz de sus intelectuales, es decir, de los que en la sociedad cumplen una función intelectual, que nos atrevamos a pensar con cabeza propia. Recordemos que ¡Sapere aude! (¡Atrévete a pensar!) fue precisamente el lema kantiano del proyecto de la Ilustración, como lo fue Libertad, Igualdad y Fraternidad para la Revolución francesa. Pero no fue, ni podía, ni pretendía ser la burguesía la clase capaz de hacer de hacer de aquella consigna un correlato objetivo, como no puede, ni pretende el modelo pedagógico tradicional de la Ilustración constituir un sujeto capaz de ser libre porque es culto y de ser culto porque es libre.
Lo que intento decir es que si he escuchado y leído con cabeza propia, es decir, sin pretender neutralizar mi subjetividad, la preocupación esencial de este libro es la libertad, y el rearme ético su ocupación inmediata, para el cual la incitación a la reflexión crítica y la fe son el camino. Es precisamente en este camino donde se han encontrado dos tradiciones que el sentido común –ya lo sabemos, siempre a merced de la hegemonía– logró oponer dicotómicamente en nuestras cabezas. Sin embargo, aquí se han encontrado la crítica y la fe. ¿Cuál ha sido ese punto de encuentro? ¿Qué principios éticos y políticos lo han hecho posible? ¿Cuáles serán sus posibles fortalezas y sus presumibles debilidades?
Para intentar responder esas preguntas, permítanme reproducir una anécdota que, si bien puede no ser cierta, creo que está bien contada. En un pueblo de Suramérica –pongamos por caso en Chile–, un candidato a un puesto político, en el contexto de su campaña, se presentó en un poblado indígena, supongamos que mapuche. Allí, como es usual, regaló algunos productos de consumo (comida, ropa y juguetes para los indiecitos) y, por supuesto, hizo su discurso sobre el futuro, en el que prometió que con su elección aquel pueblo iba por fin a progresar, es decir, a caminar hacia adelante, etc. Cuando el candidato y su comitiva se marcharon, algunos miembros de la aldea manifestaron su confusión ante lo escuchado en boca de tan ilustre personaje, pues para ellos era evidente que el futuro no podía estar delante sino detrás: es por eso que no lo vemos. Lo que está delante de nuestros ojos es el pasado. No caminamos de frente, sino de espaldas; es desde el presente que miramos el pasado, y es él nuestra única referencia para no despeñarnos.
Jorge Luis Acanda y Jesús Espeja han mirado atrás y han visto algo más. E incluso más importante que los hechos mismos, han visto la forma como los seres humanos han interpretado esos hechos. Han visto no sólo lo que fue dicho, sino lo que fue oportunamente callado; han visto, es decir, han analizado, las condiciones políticas y sociales en que determinadas verdades y determinados discursos se han hecho dominantes y han dirigido y están dirigiendo nuestro quehacer cotidiano, nuestros deseos, nuestras relaciones personales y sociales con los otros y con las “cosas” (como soy un buen alumno de Acanda, pongo la palabra cosas entre comillas). Ellos nos dicen que mirando con ojo crítico el pasado podemos correr el velo de cosificación que siempre resulta botín del vencedor, pues sólo de esta manera es posible entender por qué jamás se nos entregó un documento de cultura que no lo fuera también de barbarie.
Los profesores, los autores Jesús Espeja y Jorge Luis Acanda, a la vez que traen noticias de Jesús y de Bartolomé de las Casas, no ocultan a Torquemada, como a la vez que traen noticias de Marx y la Revolución, no ocultan a Stalin. Es que sólo podemos desocultar al otro si nosotros mismos tenemos el coraje de no ocultarnos. Y es que sólo podemos pensar libremente si somos capaces de pensarnos libremente a nosotros mismos, porque el otro y nosotros somos al mismo tiempo sujeto y objeto en una misma relación, y sólo en esa relación existimos. El otro es mi condición de posibilidad, y su libertad es también mi única libertad posible. He ahí los inicios de partida para una ocupación ética crítica. Por supuesto, no basta con ser críticos: luchar contra el realismo chato desde el cual se nos domina es condición necesaria, pero no suficiente. El imperativo es la necesidad de tener fe.
Es mérito del aula Fray Bartolomé de las Casas, en especial del padre Jesús Espeja, que yo, y espero que muchos otros, hayamos perdido el miedo a esa palabra. Sentado en una de sus sillas, me di cuenta de que yo también tenía fe. Siempre somos creyentes de determinadas verdades y convicciones de las cuales debemos hacernos responsables. Comprendí entonces que sólo un hombre de fe puede plantearse, sin ignorar que el poder existe y que puede hacer mucho daño, hacer de la libertad su preocupación estratégica; es decir, creer que hay muchas cosas que aún podemos hacer para crear libertad. El punto de encuentro de Jorge Luis Acanda y de Jesús Espeja es, por tanto, la tradición crítica y la tradición de fe. La intención que comparten es la búsqueda genealógica en los documentos de cultura con preocupación liberadora.
Después de observar el espectáculo de los seres humanos apropiándose de la historia, la ética crítica y liberadora sabe que no puede andar regañando, disciplinando, normalizando. Sabe, además, que no se necesita ser triste para ser militante. Sabe que su praxis de combate es cotidiana y en muchos frentes a la vez. Es una ética de la sospecha, porque desconfía de todo, incluso de sí misma, pues en todos los hechos, en todos los discursos, en todas las futilidades, cree encontrar los artilugios de la dominación. Es una ética de la sospecha, porque ante ella hemos quedado sin máscaras. Ella ha reconocido a quien enfrenta, ha logrado acotar su raíz, ha logrado definir sus bordes y sus modos de crear un consenso culpable; en fin, busca revelarnos sus formas de cooptarnos intelectual y moralmente.
La ética crítica y liberadora es una ética de reflexión y de lucha ante la conservación, reproducción y emergencia de ciertos valores, ideales y modelos de conducta consustanciales a la dominación, a la enajenación y a la patética clausura de nuestras potencialidades como sujetos sociales e individuales.
Es una ética que, ciertamente –apunta Acanda– provoca malestar, porque nos cuestiona, nos interpela, nos obliga a preguntarnos cotidianamente por nosotros mismos. En este sentido, cabe recordar la historia de Sócrates, quien sólo por hacer preguntas a sus conciudadanos fue condenado a beber la cicuta. Claro que no fue sólo por eso, sino precisamente por eso, y es que hay determinadas preguntas que más que miedo a responder tenemos miedo a que se formulen. De hecho, la estrategia del poder dominador no es dar respuestas, sino evitar la formulación misma de preguntas lúcidas y, por tanto, subversivas. Imagínense ustedes si aquel niño del cuento de Hans Christian Andersen, en vez de gritar que el rey estaba desnudo, hubiera preguntado a su pueblo por qué callaba. Creo que habría sido muy irritante, pero, a la vez, más ético.
Muchos de los que asistimos hace un año al curso de Acanda y Espeja salíamos cada noche con más preguntas que respuestas. La noticia es que cuando lean el libro esa sensación no va a cambiar. La intención aquí no es dictarnos cómo debemos pensar y qué debemos hacer, sino incitarnos a no renunciar a pensar y hacer. Sucede que una ética crítica y liberadora se expresa a través de una pedagogía con esas mismas características (y viceversa). Se trata, en definitiva, de la actitud intelectual revolucionaria que reconoce que la lucha continúa siendo doble y simultánea: contra la tradición de manual de vulgarización seudorrevolucionaria, y contra la reproducción tecnológicamente multiplicada de verdades de Bill Gates.
Un buen amigo me avisó sobre la cantidad aproximada de cuartillas que debía escribir para ser atinado con el tiempo. El no leyó el Manual científico del presentador de libros, pero su rigurosa ocupación ética e intelectual le han ganado el saber y la estima suficientes como para tener experiencia en este oficio. Siguiendo su consejo, ya debo terminar. Sin embargo, no he hecho, creo yo, ninguna crítica –al menos en la acepción popular del término– y sé que estoy corriendo el riesgo de parecer poco objetivo. No obstante, me salvaré diciendo que si algo le deseo a este libro es precisamente que a alguien le moleste –dice Nietzsche que no es verdad aquello que a nadie duele–, pero lo digo sobre todo porque el pensamiento crítico sólo cumple su definición mejor cuando se convierte en saber criticado: de ahí su vocación por la transparencia y la superación.
La constante valoración y problematización de aquellos discursos que se socializan o se silencian debe constituir la práctica cotidiana del ejercicio intelectual. Es en esa disposición, movidos por el dinamismo de la polémica y la exigencia de rigor, que de forma orgánica los cubanos nos insertaremos en la apropiación y creación de un saber contemporáneo. Los intelectuales –según Gramsci, todos lo somos– debemos sentirnos responsables ante el imaginario social del que formamos parte, y en ese camino la ética no sólo será preocupación reflexiva, sino procuración práctica de los fines liberadores del ser humano.
Hoy Jorge Luis Acanda y Jesús Espeja, convencidos de que el dormitar de una ética crítica y liberadora produce monstruos, nos entregan un libro en el que la preocupación ética es la preocupación por Cuba, que no es preocupación cosificada por la tierra y la hierba que pisan nuestras plantas, sino por el rearme ético del espacio social donde es posible que la fe en la libertad sea nuestro punto de encuentro.
La Habana, 16 de noviembre del 2006