En 1997 Madrid me recibía con nieve: es la estrategia de la que se sirven ciertos climas para recordar a los visitantes cubanos su condición de extranjeros caribeños que no conocen frío más intenso que la escarcha de los refrigeradores. Esa noche no salí de casa. Mi anfitrión buscó con delicadeza un grupo de películas para ofrecerme, como quien regala a una niña la primera proyección de cine de su vida, mientras la niña alarga la mano y juega a producir sombras con las luces.
Un buen grupo de cintas se agrupaba sobre el sofá. Quería verlas todas. El problema crucial en aquel momento era elegir cuál sería la iniciadora. Una de esas tantas decisiones insignificantes que se toma con toda seriedad y acaba siendo una encrucijada de vida o muerte. Cerré los ojos y alargué el dedo índice: la elegida fue Un lugar en el mundo, de Adolfo Aristaraín. No sé si con los ojos abiertos hubiera optado por ella. Pero el azar había trazado sus rutas. ¿Y qué otra coordenada podía diseñar el azar si no aquella?
Yo no sabía muy bien en qué lugar del mundo estaba. Geográficamente era fácil: pisaba el suelo resbaladizo de Madrid. Y como quien da una dirección, para que los visitantes lleguen sin pérdida, hubiera podido agregar “al lado de Portugal, al norte de Africa”. Ese parecía ser, en aquel momento, mi lugar en el mundo. Pero ya sabemos que como en la canción de Manu Chao, “no todo lo que es oro, brilla”. Así, no todo lo que parece, es.
Terminé de ver la película en medio del frío que no se calma con mantas ni edredones. Lloraba porque, ¿qué hacía yo en Madrid viendo una película argentina que no había visto acá, al otro lado del mar? Y más que todo, al final, los créditos se confundían con la tormentosa pregunta que hasta hoy no me ha abandonado: ¿Cuál era mi lugar en el mundo? Sé, además, que esta enfermedad ha acosado a otros(as) viajeros(as), sean del reino que sean. Recuerdo ahora mismo a los pelícanos de la Florida que vinieron a pasar sus vacaciones cerca del malecón de La Habana, quién sabe si buscando su lugar, otro.
La pregunta me acosó también en lo más alto de los picos de Europa. No conseguía entender cómo podía estar allí sin haber antes escalado el Pico Turquino. Otra vez habitaba la ruta equivocada. Aquel viejo eslogan de la isla –“conozca a Cuba primero y al extranjero después”– me producía casi tanto dolor como el que tortura los oídos en los momentos de despegue o aterrizaje de los aviones, ese otro no lugar en el mundo, casi irreal para quienes estamos acostumbrados a largas caminatas bajo el sol o a los ómnibus repletos de cuerpos sudorosos.
La pregunta no ha dejado de asediarme. Y el recuento de aquel viaje viene a cuento ahora que tengo entre las manos Elogio de la sedición (¿O dónde estoy yo?), de Alfonso Sastre, que el pasado año publicó la Editorial de Ciencias Sociales. Tantas fragmentaciones con las que una carga, tantos cruces e intersecciones, tienen que servir en algún momento para algo, al menos para poder leer un libro y quedarse con la vana idea de haber aprehendido lo fugaz, lo que no se puede retener en ningún viaje, ni aun en los desplazamientos interiores, vísceras adentro. Elegí el libro en la estantería sólo para mirarlo, sin tomar decisión alguna. Ahora que tenemos que pensar en lo que económicamente representa comprar libros, no es cuestión de cerrar los ojos y señalar con el dedo índice.
La certeza de comprarlo vino cuando, parada delante del mueble de la librería, descubrí en la nota inicial que Sastre escribió para esta edición (y que más que leer, sufrí) lo que él nombra su propia “descolocación en el mundo”, o como él prefiere llamarle, “el discreto encanto de mi marginación”. No necesité más. Yo, que prefiero no guiarme por obras anteriores o referencias de autores, sino por cada libro en sí, por una sola expresión elegí este. Si no me satisfacía su lectura, al menos la frase sobre el discreto encanto de la marginación me vendría como anillo al dedo para explicarme a mí misma la condición que nos asiste a muchos(as).
Y justamente de eso se trata esta compilación de artículos. Sastre ubica aquí una mirada sobre su propia identidad y sobre la posición del escritor en medio de los ires y venires de este tiempo nuestro, donde la llamada “distracción cortés” acecha y nos hace ignorantes, partícipes o evasivos. Una mirada no pasiva queda establecida en estas reflexiones que van de la ironía a la angustia, regodeándose, pero no complaciéndose, en la inmovilidad. Más bien lo que ocurre es un movimiento –ondulante– por entre la extrañeza, la irrealidad y la zozobra. El no lugar, la zona “extranjera” que cada quien ha vivido aunque no se haya ausentado de su suelo natal, queda muy bien descrita por Sastre, y quienes nos hemos sentido desplazados, forasteros, colonizados en tierra ajena o propia, en subways o en el último escalón de un camello en La Habana, podemos encontrar aquí una especie de pertenencia, un sitio donde ubicarnos al lado de nuestros semejantes.
Ensayos que intentan enmarcar los espacios territoriales de la literatura y los exilios interiores hacia donde ella se desplaza en muchos casos, son los que aparecen en esta edición, para conformar un mundo literario poblado por marginados(as), incomunicadas(os) que lo mismo se desplazan hacia áreas culturales extranjeras que hacia la conocida torre de marfil (el inxilio, la locura, el aislamiento…), adonde muchas veces no se va por elección sino por intento de salvación. Elecciones y salvaciones discutibles, por supuesto.
Las páginas dedicadas a esa irrenunciable patria que constituye el idioma de cada quien constituyen un importante documento de identificación y convocatoria. El idioma aquí se hace más abarcador e intenta salvarse por encima de las “gracias” concedidas por cualquier cultura anfitriona. Y donde Sastre dice “idioma” yo quiero leer gestos, imaginarios, cartas que van y vienen, botellas de bebida que no saben igual en otro sitio, tortas de higo que perderían su esencia si atravesaran las cordilleras… Todo esto sin necesidad de llegar al chovinismo a ultranza. Los mejores daiquirís no tienen que beberse necesariamente en la Bodeguita del Medio, ni los mejores frijoles negros son los de la cocina de mi abuela. Se trata de otra cosa. Se trata de la salvación de la patria que es uno mismo. Sastre habla de la verdadera tragedia que supone para los escritores quedarse sin libros. Aquí debemos leer la verdadera tragedia con más hondura. Quedarnos sin libros no es solamente no acarrear un equipaje con las páginas impresas preferidas. Quedarnos sin libros es olvidar a la Familia Mumín leída en la infancia. La protección del patrimonio personal es los envíos de tarjetas postales, los videos caseros y hasta las radio/tele/novelas (¿por qué no?) que las “domésticas” latinoamericanas que “ayudan” en las casas europeas escuchan, para que las ayuden a no olvidar la lengua en la que llenaron por vez primera un pasaporte que las envió a la fortuna o a la desdicha, pero a la ruptura siempre.
El ensayo titulado “El discreto encanto de la marginación” es de una certeza conmovedora. En la isla donde tanto hemos lamentado “la maldita circunstancia del agua por todas partes”, donde tanto nos hemos quejado del aislamiento, de la exclusión, la mirada de este intelectual español puede resultar interesante. Cuando Sastre habla de la relatividad de la marginación, debemos atender con cuidado. Dice:
la marginación es relativa a la geografía cultural, digámoslo así; de tal manera que un marginado francés (por ejemplo, Jean Genet) se ha encontrado en el centro de otras muchas culturas, más o menos del Tercer Mundo (…) mientras que, Dios mío, ¿cómo se llamará el escritor mejor establecido –menos marginado– en Uganda?
De este modo, quienes nos hemos sentido “remotos de favores” y hasta merecedores de muchas miradas (pero sin conseguirlas), debemos mover la nuestra hacia este tipo de afirmaciones y ubicarnos en ellas, intentando dilucidar cuál atención queremos llamar: la de quién, la de qué opinión (pública o privada), así como evaluar los motivos por los que este llamado de atención, este salirse de “los márgenes” nos es necesario. A la par, nos incitan a estudiar cuáles constituyen márgenes verdaderos y cuáles ilusorios, mientras subterráneamente va latiendo un sinnúmero de preguntas: ¿Dónde está el margen? ¿Hay una frontera movediza? Y estimulan también la labor de reconocimiento de las variadas “ventajas” que algunos márgenes han traído en las sociedades modernas que, a ratos, son recorridas por oleadas de tópicos marginales que entran y salen de la “moda” como bañistas en el mar. Así, este ensayo se convierte en un sugerente ejercicio para las inquietudes de los que habitamos lo que muchos piensan que sigue siendo “la isla más fermosa”, al demostrar que todos vivimos una especie de marginación donde el otro puede ser siempre el centro, viva donde viva. La crueldad radica en lo abusivo y excluyente de cada tipo de marginación, en lo terrible de los poderes marginadores.
Los análisis que aparecen en Elogio de la sedición acerca de la contracultura y la beatificación de la cultura resultan valederos en su función desestabilizadora de conceptos relacionados con una cultura de la inacción. Son ensayos conformadores de una especie de catálogo de opciones contra la conocida desidia, y que establecen claras miradas sobre el folklore, la sabiduría que no está en las superficies y sí en la memoria colectiva. Me atrevo a llamar la atención sobre el estudio “Cultura y nación”, dotado de un serio carácter antropológico que abre escotillas a la configuración de lo que quizás podríamos llamar naciones de puertas abiertas, para que en ellas ocurra lo que en el arte contemporáneo: una suerte de interdisciplinas enriquecedoras que no debiliten, sino que agranden y fortalezcan las esencias de cada Estado.
Otro de los textos que ha llamado mi atención es “El hombre invisable”. No sé en otras latitudes, pero aquí en la isla, donde el cuerpo que pretenda trasladarse allende los mares (que no el alma, que ya se sabe que no necesita visa ni pasaporte) debe antes sortear una serie de embajadas, pasillos y burocratismos que hacen que cuando se llega al avión una se quede dormida antes del despegue y sienta que está no ya dentro de la nave, sino en una especie de sanatorio donde por fin… este ensayo adquiere una connotación muy especial. Se convierte en una “disfrutable” ironía: los cubanos, reyes de visas denegadas, de manchas en el pasaporte que los “invisabilizan”, son ubicados en los centros a partir de estas maniobras. Pocas cosas pueden señalar más a alguien que el hecho de que se le tilde de terrorista, posible emigrante o persona non grata. Lo que pudiera representar una marginación dispara a quien la sufre justo hacia extraños centros. Paradójicamente, como señala Sastre, ser invisables convierte a quienes lo son en seres casi absolutamente visibles y tenidos en cuenta, a partir del efecto de una negatividad ejercida sobre ellos, la negativa del poder.
La muerte, la violencia, temas que marcan a la humanidad desde tiempos inmemoriales, alcanzan en este libro relevante notoriedad. La lucha armada y el futuro de los pueblos forman parte también de las preocupaciones de este escritor y dramaturgo español que, incisivo y directo, abre brechas en muchas zonas del pensamiento actual.
Interesante resulta la postura de este intelectual madrileño referente a tema tan crucial, llevado y traído, como lo es el derrumbe del campo socialista:
no puedo mirar con tristeza lo que se llama el derrumbamiento y la desaparición del llamado campo socialista, porque me parece una buena noticia que se caiga lo antes posible –una cosa que no se tenía en pie si no era por la fuerza de la mentira armada y de la burocracia más asfixiante.
Y a partir de este enunciado expone todas sus razones para valorar este fenómeno social. Razones que, en cierta manera, arrojan nuevas luces sobre lo que constituyó este importante desplazamiento social.
Referencias a la labor de la izquierda y las necesarias revoluciones aparecen también estudiadas en Elogio de la sedición. El papel, la responsabilidad, que piensa y sueña Alfonso Sastre que deben tener los escritores e intelectuales, el arte, las revoluciones y la vida quedan claramente expuestos en este libro, parte de la muestra de la obra de este dramaturgo e intelectual que el Instituto Cubano del Libro ha venido poniendo a la disposición de los lectores cubanos desde entregas anteriores.
Sastre termina su libro de ensayos explicándose a sí mismo: “Y yo decidí regresar a mi condición de uno –y a duras penas–, y tan contento de ser algo, a fin de cuentas”. Posiblemente este texto desatará algunas polémicas. Yo, particularmente, me he tomado la libertad de hacer anotaciones en los bordes de las páginas, asentir y discrepar, que para eso también una se compra los libros: para hacerlos propios y para que la palabra, la opinión de una, pueda encontrar también su lugar en el mundo, aunque sea escrita/inscrita en los márgenes. Para eso, y también para quedarse con otras palabras, otras ideas, a veces hasta con un solo pensamiento, una frase o un suspiro apenas de un autor, y erigir allí patria, cielo o establo. Así lo dijo Ernesto, el personaje de aquella película de Aristaraín elegida por mi dedo índice en una noche fría al norte de Africa: “uno encuentra el hogar cuando llega a un lugar del que ya no quiere irse”. Llámese nación, escritura, cuerpo amado o pensamiento vivo. Eso es encontrar un lugar en el mundo. Saber “dónde estoy yo”.
Matanzas y 2006