El ecumenismo
Comencemos preguntándonos qué es el ecumenismo. La palabra viene del griego oikoumenê, compuesta por el sustantivo oikos, casa o familia, y el verbo menô, mantenerse, permanecer. Es el mantenimiento de la familia. Oikoumênê es la preservación de la casa de conflictos internos.
No debe confundirse con economía, derivada del mismo sustantivo oikos con el verbo nemô, pastar o alimentar. Así, en su conversación con Kritóbulo e Isjómajos acerca de la economía, Sócrates discute la administración de una hacienda,1 y hace énfasis en la alimentación de la casa y la renovación de sus bienes. Oikoumênê es otra cosa: la preservación de la casa de conflictos internos o externos; mira hacia afuera de la casa al mundo más amplio, el mundo habitado en su conjunto. Así, el Diablo promete a Jesús “todos los reinos de la oikoumene” si le adora (Lc 4,5).
El Consejo Mundial de Iglesias (CMI) surge ante el escándalo de que la Iglesia por la que Jesús pidió unidad poco antes de morir (Jn 17:20-21) exista en incontables “denominaciones”. Entonces, es la desunión en la familia, una de las preocupaciones de la oikoumenê, el motivo que convoca el moderno movimiento ecuménico.
Reveses del ecumenismo ya tradicional
Desde 1948 el ecumenismo del Consejo Mundial de Iglesias mantiene oficinas mundiales en Ginebra. Este movimiento abarca a las grandes denominaciones protestantes y a varias de las iglesias ortodoxas de los países orientales. La notable ausente es la Iglesia Católica Romana, aunque ha indicado una disposición favorable a esta organización formal del ecumenismo que domina desde la segunda mitad del siglo XX.
El Vaticano comenzó a mostrar su interés en el ecumenismo desde el papado de Juan XXIII. En su encíclica Pacem in terris de 1963, se abrió a una discusión con las otras iglesias. En su convocatoria al Concilio Vaticano II incluyó una invitación a los “hermanos separados” (las iglesias protestantes) para que enviaran delegados, y en el Concilio se produjo un documento sobre el ecumenismo. El Papa Pablo VI hizo una visita a la sede del CMI en Ginebra, en muestra de amistad. Y en años más recientes, el Vaticano ha sostenido serias conversaciones con la Iglesia Anglicana (dificultadas recientemente por la ordenación de mujeres en esta) y con la Iglesia Luterana. Estas culminaron con la afirmación del Vaticano, bajo el papado de Juan Pablo II, sobre la ortodoxia de la doctrina de la justificación por la fe.
El CMI ha subrayado en su trayectoria que la unidad cristiana, más que unidad institucional, es una unidad en la misión que Jesucristo encargó a sus seguidores. Esto le ha llevado a organizar programas para combatir el racismo, notablemente contra el apartheid en Sudáfrica, y campañas en pro de la paz durante la guerra fría, al tiempo que ha hecho esfuerzos por acercarse e incluir a la Iglesia Ortodoxa Rusa y otras iglesias ortodoxas. Aunque ha tenido grandes éxitos, también ha despertado profundas sospechas entre algunas iglesias conservadoras que creían ver en él al comunismo disfrazado de religión. Pero en conjunto, habría que decir que el ecumenismo encarnado en el CMI ha tenido un saldo positivo, en gran medida por su comprensión de que la unidad de la Iglesia no significa la unión entre las estructuras de sus diversas iglesias, sino la comunidad de trabajo al servicio de la misión de Dios, como la anunció Nuestro Señor.
Sin embargo, ya en el siglo XXI hay evidentes señales de alarma provenientes de dos fuentes: la Iglesia Católica Romana y las iglesias pentecostales. Por el lado católico, después de la apertura marcada por Vaticano II es notorio un retroceso ecuménico, que culminó en el documento de la Congregación para la Defensa de la Fe, Dominus Iesus, avalado formalmente por el papa Juan Pablo II en octubre del año 2000. Ese documento afirma que la Iglesia Católica es la poseedora de toda la verdad en materia religiosa, y que esta afirmación es la base para el diálogo con otras tradiciones cristianas y religiosas fuera del cristianismo. Es evidente que ello equivale al cierre de las puertas al diálogo. No queda espacio para el intercambio cuando uno de los participantes llega a la mesa afirmando poseer toda la verdad, sin lugar para dudas. Es cierto que el papa Juan Pablo II hizo gestos de apertura, como su visita a la sinagoga mayor de Roma y a una mezquita musulmana en Siria. Pero el documento escrito por la Congregación para la Defensa de la Fe (es decir, el entonces cardenal Ratzinger) y confirmado por el papa es una roca contra la cual cualquier diálogo teme estrellarse antes de comenzar siquiera. Con esa afirmación, el Vaticano se autoexcluye del movimiento ecuménico y cierra el diálogo con las demás religiones e iglesias. No quiere decir que jamás pueda proseguir, pero antes de hacerlo será preciso que el propio Vaticano quite esa piedra del camino.
En el otro extremo están las iglesias pentecostales, que con su asombroso crecimiento en todas partes constituyen una porción significativa de la Iglesia cristiana en su conjunto. Pero desde su fundación, esas iglesias miran con profunda sospecha al movimiento ecuménico. Sus problemas son dos: consideraban al CMI una “tapadera” del comunismo, asunto que ha perdido mucha de su ponzoña con el fin de la guerra fría. Por otra parte, las múltiples iglesias pentecostales tienen en gran estima su independencia de cualquier autoridad externa. Son dueñas de su propio destino y no se deben a ningún papa u otra autoridad de dimensiones mundiales. El movimiento ecuménico les ha parecido desde el principio un esfuerzo por alcanzar la unidad estructural de una sola iglesia, con o sin papa. De haber una sola estructura para la Iglesia de Cristo, su autoridad sería exterior a las iglesias particulares, y esto les resulta inaceptable. Aquí hay un malentendido, pero está tan internalizado entre las iglesias pentecostales que desarraigarlo exigirá un esfuerzo enorme. Quizás no sea posible para el CMI superar esa suspicacia.
Probablemente, la mejor vía consista en que los investigadores de la historia de la Iglesia profundicen en lo que cada vez va siendo más obvio, esto es, que desde su mismo principio el movimiento cristiano fue una unidad en la diversidad. Esta afirmación contradice la imagen tradicional, pero es más fiel a los documentos. En la tradición más arraigada, Jesucristo entregó una doctrina ya madura a sus apóstoles y ellos, a su vez, transmitieron esas verdades dadas por el Maestro a los obispos que les siguieon en las iglesias que ellos fundaron. Si así fuera, sería una obligación adherirse a la enseñanza de una iglesia apostólica para tener la seguridad de poseer la verdad doctrinal. Esa es la visión que sistematizó Eusebio en su Historia eclesiástica en el siglo IV. Los concilios ecuménicos convocados por los emperadores pretendieron lograr una unidad de la Iglesia universal o ecuménica afirmando que esas verdades apostólicas eran la enseñanza del Señor.
Sin embargo, el cuadro que encontramos en la Biblia es otro. El llamado Concilio de Jerusalén, narrado en el libro de los Hechos de los Apóstoles, capítulo 15, supone que entre la iglesia de Jerusalén, cuyo líder espiritual era Santiago, el hermano del Señor, y la iglesia de Antioquía, compuesta por judíos y gentiles, habían diferencias. Esas diferencias no se eliminaron, sino que el Espíritu Santo indicó algunas prácticas mínimas que tendrían que observar los antioqueños. Pablo, en su Carta a los Gálatas, capítulo 2, recuerda su amargo conflicto con Pedro en Antioquia, que se resolvió ordenando que Pablo fuera a las iglesias gentiles y Pedro a las judías. Romanos 15 pide oraciones de sus hermanos de Roma para que la visita de Pablo a Jerusalén sea bien recibida por los hermanos de ese lugar. Todo indica que existían diferencias que, sin embargo, no llevaron a separaciones. Había una unidad en la fe, a pesar de las profundas diferencias en las creencias y las prácticas.
Y hay más. Las iglesias de Oriente, de las que Tomás era el apóstol, tenían una práctica severamente opuesta al sexo que difería de las de las otras iglesias. Si creemos en los Hechos de Tomás, en el bautismo el nuevo miembro juraba abstenerse de las relaciones sexuales, fuera o no casado o casada. Esa no era la práctica de las iglesias de Occidente, pero hubo comunión entre ellas hasta que la oficialización de la Iglesia por el Imperio romano obligó a una separación en la práctica de las iglesias orientales, que quedaron bajo los partos, enemigos de Roma. En fin, desde el tiempo de los apóstoles la unidad de la Iglesia fue una unidad en la diversidad, sin jerarquización mundial.2
Refundar el ecumenismo
No queremos ser tremendistas. El ecumenismo del siglo XX nos deja un legado valioso, a pesar de sus problemas actuales, que deberían servir como incentivo para comenzar a trabajar mejor.
Es preciso volver al comienzo, a la predicación de Jesús, resumida por el evangelista Marcos de la siguiente manera: “Después que Juan fue entregado, marchó Jesús a Galilea; y proclamaba la Buena Nueva de Dios: El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva” (Mr 1,14-15). En la oración que enseñó a sus discípulos está esta frase importante: “Venga tu Reino” (Mt 6,10, Lc 11,2). Y un gran número de sus parábolas comienza con la frase, “El Reino de Dios es semejante a…”
Sólo una cita más, por su dramatismo:
Juan, que en la cárcel había oído hablar de las obras de Cristo, envió a sus discípulos a decirle, ¿Eres tu el que ha de venir o esperaremos a otro? Jesús les respondió, Id y contad a Juan lo que oís y veis: los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la Buena Nueva (Mt 11,2-5).
El mensaje del Reino de Dios es un gozo para los pobres, como lo dice con todas sus letras Jesús en las bienaventuranzas: “Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el Reino de Dios” (Lc 6,20). Este tema se subraya en su sentencia, “¡Qué difícil es que los que tienen riquezas entren en el Reino de Dios! … Es más fácil que un camello pase por el ojo de la aguja, que el que un rico entre en el Reino de Dios” (Mr 10,23-25; Mt 19,23-24; Lc 18,24-25). No es necesario multiplicar citas de un tema tan universal en los Evangelios como el anuncio del Reino.
Entonces, no quedan dudas de que el Reino de Dios fue el tema central de la predicación de Jesús, y el tema que encargó a sus discípulos continuar. En la Iglesia de hoy esto se contrapone a dos tendencias. La primera es que Jesús mismo es el tema central de la predicación cristiana. Esto tiene cierto apoyo en las epístolas y aun en el evangelio de Juan, pero ningún investigador cree que fue el mensaje del Jesús histórico. La segunda tendencia es la de ubicar a la Iglesia como centro de la predicación cristiana, una tentación fuerte en las iglesias más jerárquicas y litúrgicas como la Católica Romana, las Ortodoxas orientales, la Anglicana y la Luterana. Las dos tendencias son tentaciones, y como tales deben ser rechazadas. El CMI tuvo siempre razón al insistir en que el centro en torno al cual se podía lograr la unidad cristiana (en la diversidad) era la predicación y la práctica del Reino de Dios. Ello debe ser un centro de todo esfuerzo ecuménico en este joven siglo XXI.
En segundo lugar, será necesario entender que la unidad en la Iglesia de Jesucristo desde los días de los apóstoles tiene su base en el reconocimiento y el respeto a la diversidad. Nadie tiene la pura verdad de Jesús. Ya Santiago y Pablo diferían sobre la conservación de la pureza de la práctica de la Torá. Pedro y Pablo tomaron diferentes caminos. Tomás asumió la misión de oriente con unas características particulares. En el siglo II se comenzaron a definir los límites de la diversidad aceptable. La celebración de la Pascua en diferentes fechas no era motivo de conflicto entre Occidente y Oriente, y cada quien seguía con su práctica particular. Pero el rechazo de la Biblia hebrea por Marción, importante teólogo del Ponto, pasaba de la raya, como también la especulación egipcia sobre dioses diferentes para la creación y la redención, a la que Ireneo de Lyons llamó gnosticismo.
Hoy en día, quienes busquen la unidad deben ser tolerantes con una amplia gama de creencias y de prácticas en la unidad de la predicación y la práctica del Reino de Dios.
Ha surgido en los últimos tiempos un tema nuevo del ecumenismo: el diálogo interreligioso. Vivimos en un mundo globalizado, en el cual es posible comprar un sombrero mexicano hecho en China, o un sombrero de panamá hecho en Ecuador. Las frutas que se consiguen en los supermercados del sur de California, donde vivo desde mi jubilación, pueden haberse cultivado tanto en el norte del estado como en Chile. Se trata de un mercado mundial, en el que el capital puede moverse sin trabas por las fronteras mientras se construyen muros para que los obreros no pasen de un país a otro. Es un mundo globalizado capitalista. Frente a esa realidad se observan movimientos musulmanes de gran arraigo popular. También se ha organizado el Foro Social Mundial, identificado con las enormes reuniones de grupos heterogéneos en Porto Alegre, y este año del 2007 en Nairobi. Se trata de un movimiento ecuménico, en el sentido de que su único punto de unión es el rechazo a la globalización capitalista expresado con su lema de “Otro mundo es posible”. Fuera de esto, caben los organismos más variados.
Pienso que el ecumenismo, para mantener su lema de unión en torno a la misión del Reino de Dios, necesita dialogar con grupos diversos cuyo único punto común es el Reino de Dios, quizás formulado de diversas maneras. Judíos, cristianos, budistas y musulmanes, creyentes y no creyentes precisamos encontrarnos para luchar contra la fuerza arrolladora del capitalismo globalizado y en defensa de los pobres.3
Conclusión
Hemos llegado al final de nuestra reflexión sobre los desafíos al ecumenismo hoy. Creo que en la medida en que podamos afirmar estos tres puntos podremos ir construyendo un ecumenismo para el siglo XXI que sea por lo menos tan productivo como el que nos ha legado el siglo XX, insha´allah, con la ayuda de Dios.
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Notas:
1—Jenofonte: Oikonomikós o Memorabilia.
2—Para justificar esta visión pluralista de los orígenes cristianos, ver los siguientes números de RIBLA: 22, “Cristianismos originarios” (30-70 D.C.); 29, “Cristianismos originarios extrapalestinos” (35-138 D.C.); y 42-43, “La canonización de los escritos apostólicos”.
3—Recomiendo sobre este tema el libro de José María Vigil: Teología del pluralismo religioso: Curso sistemático de teología popular, Abya Yala, Quito, 2004.