La participación es un término que ha ganado actualidad, aunque con acepciones desiguales. En ocasiones se usa referido a prácticas que nada tienen que ver con la esencia del concepto, y como consecuencia lo desacreditan o tergiversan.
En nuestro país la participación ocupa un nivel estratégico, como parte del enfrentamiento cultural contrahegemónico, y como una vía para evitar la reproducción de relaciones de poder asimétricas en nuestra vida personal y nuestras prácticas políticas, sociales y comunicativas en general.
Todo ello reclama la posibilidad de cuestionar y autocuestionarnos constantemente, para descubrir las huellas del autoritarismo y el verticalismo en nuestras maneras de hacer, en nuestras concepciones, y contribuir así a la emergencia de los nuevos cambios.
No pretendo agotar aquí cuáles son las potencialidades y límites de la participación; mi intención es compartir algunas reflexiones nacidas desde la experiencia práctica con grupos, individuos y comunidades con los cuales he tenido la suerte de compartir espacios de formación y trabajo comunitario como parte de mi labor en el Programa de Educación Popular y Acompañamiento a Experiencias Locales del Centro Memorial Dr. Martin Luther King, Jr.
Tejer procesos de participación social
Desde sus inicios, el Centro tuvo como propósito capacitar en la concepción y la metodología de la Educación popular a individuos inmersos en prácticas de trabajo social. La intención ha sido fortalecer un tejido social que contribuya al rediseño de los canales de participación en la sociedad cubana.
Así, el Programa ha contribuido a fomentar valores emancipadores desde la Educación popular. Su enfoque ha tenido como centro la participación democrática y la capacidad de toma de decisiones desde una concepción dialógica, de pensamiento propio, individual y colectivo, basado en el análisis crítico que genera capacidades de discernimiento.
Estos valores forman parte esencial de la corriente política y pedagógica de la Educación popular, nacida en el contexto latinoamericano con el aporte fundacional del brasileño Paulo Freire. En su esencia, esta es una pedagogía que busca elevar el protagonismo popular y la autoconstrucción de sujetos sociales críticos. La educación se muestra como posibilidad de liberación, como proceso en el que los seres humanos se vuelven creadores y no repetidores.
Para Freire la realidad no es sólo el punto de partida de la educación, sino también su punto de llegada. Si la realidad no está dada, sino dándose, la finalidad de la educación es contribuir a transformar esa realidad, a partir de una visión de futuro que supere la existencia de opresores y oprimidos, de excluyentes y excluidos, y de todos los obstáculos que impidan la transformación social.
Nuestro programa en el Centro Martin Luther King Jr. realiza talleres en los que intercambiamos saberes, se construye de manera colectiva, compartimos experiencias reales y se redescubren nuevos caminos de la participación. Sobre ellos, han expresado algunos de nuestros egresados:
Uno de los rasgos de los talleres que más me gustó fue la mezcla de generaciones, profesiones, medios sociales. Esto me permitió abrir el lente y no cerrarme en mi mundo. Facilitó el cambio personal…
Poder aprender y trabajar en común con personas diferentes a uno es una experiencia que te marca en lo personal y en lo social…
Los talleres me han permitido comprender que ni el compromiso sociopolítico ni la participación están dados, hay que crearlos juntos, participativamente…
En una construcción colectiva todo el mundo pone su granito de arena, lo de cada cual se potencia, y de allí nace la verdadera transformación…
(Memorias del Taller de Sistematización, 23 al 27 de noviembre, 2003)
Hemos propiciado la experiencia grupal a partir de la reflexión sobre la misma, y sobre la posibilidad de crear un sujeto social activo, crítico y propositivo, en fin, transformador de la realidad. Al favorecer la horizontalidad de las relaciones, el respeto a las diferencias y a los saberes del otro, y el desarrollo de la fraternidad, hemos colocado a cada miembro de los talleres ante nuevas perspectivas en el terreno de las relaciones sociales. Esto, acompañado de una educación para la democratización de la experiencia grupal, y la no reproducción de prácticas autoritarias o competitivas.
Para ello, en un primer momento, es necesario develar las prácticas habituales, plagadas de concepciones jerárquicas, verticalistas, discriminatorias, y luego, sin violencia ni desacreditación, comienza la confrontación que lleva al desmontaje o desestimación de hábitos y comportamientos anteriores.
Desde esta concepción de trabajo grupal, las personas que participan de nuestros espacios de formación comienzan a apropiarse de otras maneras de actuar, según entretejan lo colectivo y lo individual en una lógica mucho más humanista e integradora.
Para que estos cambios ocurran, el grupo debe pasar por un proceso de integración que le permita crear confianza, construir condiciones óptimas para el aprendizaje y la participación, así como entrelazar representaciones, metas y fines que le permitan alcanzar la identidad grupal.
A partir de esa base, el trabajo grupal posterior genera un saldo educativo. Trabajamos temas íntimamente relacionados con los intereses del grupo; hacemos énfasis en las relaciones individuo-grupo-sociedad, grupo-tarea-contexto, que fortalecen el significado de la participación como propuesta.
Propiciamos el aprendizaje a partir de la autonomía y la responsabilidad, por ejemplo, al exhibir a los participantes diferentes maneras de “formar parte” en experiencias sociales que, entre otras cosas, tensan el compromiso social y fortalecen el sentido de pertenencia. Favorecemos así la comprensión de lo que nos advirtió Freire: “… el mañana no es inexorable; puede venir y puede no venir… el mañana tiene que ser hecho por nosotros… sólo viene si yo lo hago, junto con los otros”.1
En otras palabras, se aprende a participar siendo una parte activa del proceso, en el que se debe ejercer nuestra autonomía desde el despliegue de las iniciativas grupales y mediante la ejercitación del compromiso y la responsabilidad individual y colectiva.
De ello dan cuenta las siguientes palabras de los integrantes del taller de trabajo grupal de 1997: “la participación es un proceso aprensible, la única manera de aprender a participar es formando parte de algo y compartiendo responsabilidades”.
Todo lo anterior implica diversos tránsitos, de la pasividad al protagonismo, de la competitividad a la cooperación y al fomento de una actitud más libre y más independiente. Lo que se busca es remplazar la relación asimétrica entre el educador y el grupo y construir una corresponsabilidad en el proceso de aprendizaje.
No obstante, como es natural, cada encuentro ha sido diferente. El grupo inscribe su presencia viva en cada taller mediante sus saberes y energías peculiares, la generación o generaciones a que pertenecen sus integrantes, el contexto social y político –nacional e internacional– en que tiene lugar, las creencias, expectativas, deseos, tensiones, utopías y dudas de sus participantes, y otros factores que, por supuesto, inciden en los aprendizajes e impactos de cada ocasión.
Con mucha fuerza se ha intencionado la necesidad de que las personas que participan en los procesos se despojen de “verdades” prestablecidas, prejuicios y creencias que limitan la apropiación de los sentidos éticos y políticos de la Educación popular. Este proceso se acompaña, con frecuencia, de costos emocionales. Sobre esto han expresado los talleristas:
Hay un primer momento en que están latentes los hábitos que traemos, pero en el curso de la semana el grupo empieza a cambiar y sus participantes también. Es como un camino difícil en el que todos cambiamos.
(Memorias del Taller 1995)
Muchas veces se quiere que los cambios se hagan ya, pero los cambios tienen que pasar por la subjetividad de las personas y hay que dar tiempo para transformar las prácticas y también las subjetividades.
(Memorias Taller de Sistematización, 23 al 27 de noviembre, 2003)
El aprendizaje transcurre así por un camino diferente al usual. Y en cada acción formativa se plantea el rescate de los sujetos como totalidad no dicotomizable que integra lo cognoscitivo, lo afectivo y lo activo, con la intención de que en los procesos de aprendizaje no se sobrevaloren los discursos en detrimento de la acción viva y la experiencia de los sujetos.
Comentan los egresados y egresadas:
Lo que más me agradó del taller fue la concepción y la metodología del trabajo. Se convirtió en un espacio de reflexión novedoso, con un nuevo diseño en la conducción a partir de nuestras prácticas, enfocado en el para qué del proceso, y en un trabajo simultáneo entre lo racional y lo emotivo.2
La mayor formación de los educadores populares, donde de verdad nos crecemos, nos hacemos y consolidamos, es en el trabajo diario, en lo que sucede después de una actividad, después de un taller. Es en la cotidianidad de nuestros proyectos de vida donde nos construimos como educadores populares. Nuestra intención es formar parte de una participación comprometida.
(Memorias de la Jornada de Trabajo sobre Sistematización, 15 al 19 de noviembre del 2004)
Para uno de los participantes en el taller básico del año 1996, resulta clara la propuesta que brinda la Educación popular:
El taller tuvo como objetivo marcar una opción frente al tecnicismo y el autoritarismo, a partir de otro modo de hablar y manifestar lo político. De este modo se pueden dinamizar espacios de participación ya existentes en el país para el desarrollo de una cultura de participación.
La evaluación constante que realizamos miembros del equipo y de egresados y colaboradores a todas las acciones formativas también ha sido una fuente de enriquecimiento del Programa. Esto nos ha permitido actualizar los contenidos y el modo en que se imparten los mismos.
Modos de entender y vivir la participación
La participación es una práctica que pretende transformar las relaciones de poder tradicionales; brinda la posibilidad a todos los individuos de opinar e incidir en las acciones colectivas. Para esto es necesario establecer formas de reconocimiento y afiliación entre los participantes que los sitúen en función del “nosotros”, de la tarea común.
También implica que cada persona encuentre su ubicación dentro de la trama de relaciones grupales, lo cual supone procesos de comunicación basados en la cooperación y no en la competencia. Cuando en un grupo tiene lugar una participación genuina, sus miembros son conscientes de los objetivos por los cuales trabajan, ya que son de interés e importancia para todos.
La motivación para participar se basa precisamente en que las personas sientan que lo ejecutado responde a sus necesidades, valores e intereses, ya que de allí surgirá la identificación con la intención prevista. Participar es pertenecer y saber que se puede y se debe incidir en la vida del grupo. A partir de un ambiente de apertura, cada cual encontrará el puesto desde el cual puede ser más útil y ofrecer su contribución.
Debemos plantearnos seriamente cómo propiciar la participación, y crear espacios y formas de comunicación que superen las relaciones de dependencia y subordinación tradicionales. Todos deben tener acceso a las discusiones, aunque en ciertos temas o proyectos algunos miembros puedan asumir una parte más activa por sus experiencias o habilidades, lo cual no quiere decir que se excluya a los demás.
Tanto las capacidades para participar como los conocimientos y habilidades para desarrollar tareas deben partir de la identificación de las potencialidades de los integrantes. También debe darse la posibilidad de descubrir y desplegar nuevas destrezas, no sólo en lo referido directamente a la ejecución de actividades, sino en la propia capacidad de aprender a aprender. Junto al aprendizaje de conocimientos debe propiciarse la colaboración coordinada con los demás.
De no abrirse este espacio de diálogo, las discusiones y la toma de decisiones serán dominadas por unos cuantos que concentrarán el poder del grupo, y se asume el riesgo de que los mismos no actúen a partir de la conciliación colectiva de intereses y prioridades.
La participación se sustenta en valores, códigos, símbolos, lenguajes, creados por las comunidades como parte de su cultura grupal. Esta cultura, a diferencia de los dogmas, se puede modificar en el tiempo, como parte del crecimiento grupal y las nuevas demandas del contexto.
Es un constante proceso de aprendizaje y desaprendizaje, y de deconstrucción de las relaciones de poder. Implica cuestionar las actitudes estériles y velar por la coherencia ética política del comportamiento de las personas en su vida cotidiana. Deben crearse lazos firmes entre lo que dice y lo que se hace, entre lo que muestra y lo que es, entre teoría y práctica, entre información y formación.
La condición básica es la comprensión de las diferencias y la creatividad para hilvanar las opiniones diversas en un abanico de propuestas dialogantes entre sí. Esto generará afiliación y pertenencia, roles y funciones compartidas, motivaciones y compromisos.
Existe una amplia gama de elementos que mediatizan la participación en los grupos de los que formamos parte. La teoría de Jesús Martín Barbero señala a la cultura popular como la mayor mediación en todos los procesos de comunicación. Esta cultura se expresa en nuestras prácticas cotidianas.
Además, hay mediaciones individuales, ya que todos percibimos la realidad a partir de ciertas representaciones sociales o esquemas mentales de significación, y a través de ellos le otorgamos sentido a la información nueva. Nuestra existencia junto a distintas instituciones (escuela, familia, iglesia) y grupos humanos en general, también nos inculca distintos sistemas de ideas que marcan nuestros procesos participativos.
Estas mediaciones socioculturales influyen en nuestro proceso de percepción y nuestra interacción con los demás. Pero ninguno de estos sistemas de ideas son inmóviles; constantemente se dan confrontaciones o tensiones. A continuación se analizan algunas de ellas y las posibles respuestas que dan los grupos:
Tensión entre los objetivos y metas grupales y la flexibilidad para sus cambios
Los objetivos y metas grupales pueden ser estables y contar con normas rígidas que regulen su cumplimiento e interiorización por parte de sus integrantes, o pueden ser más flexibles y propiciar la construcción o modificación de los mismos mediante la activa participación de sus miembros. Algunos grupos tienden a burocratizarse y se vuelven inflexibles ante nuevas propuestas, al sentirlas como un peligro a los propósitos previstos, lo cual limita la posibilidad de participación. Esta modificación debe ser el resultado del diálogo entre acción y reflexión.
Tensión entre resultado y proceso grupal
Un grupo puede centrar sus esfuerzos en uno o varios resultados a corto plazo y subordinar todo a ese resultado. Otros se interesan por la vida del colectivo como un todo y tienen objetivos estratégicos a largo plazo que les permiten jerarquizar las acciones necesarias para cada ocasión. En el segundo caso, un revés puede ser comprendido y enfrentado de mejor manera y, lo que es más importante aún, ello contribuye a no realizar metas parciales que obvien la ética que las sostiene.
Tensión entre las estrategias individuales y las grupales
Cuando ingresamos a un grupo traemos con nosotros la experiencia de haber participado en otros grupos (familia, escuela, empresa), y también nuestras expectativas, nuestras aspiraciones y temores. Todo esto se pone en juego al ingresar en un colectivo e influye en nuestro comportamiento en el grupo actual. Los intereses individuales se confrontan con los grupales, lo cual puede generar crecimiento o confrontación.
Disputas por el poder
Otras tensiones se relacionan estrechamente con los flujos comunicacionales y las disputas de poder. Habitualmente las jerarquías se denotan en expresiones como “los arriba o los de abajo”, “los de antes y los de ahora”, y “los de adentro y los de afuera”, lo cual indica con frecuencia relaciones intergeneracionales, jerárquicas o el grado de pertenencia, respectivamente. Estas tensiones suelen bloquear la participación, y es necesario identificar sus causas y ver la relación entre las diversas jerarquías o distinciones, para a partir de ellas propiciar los cambios.
Conviene estar atentos a estas y otras tensiones que se dan en la participación de un colectivo, así como a aquellas manifestaciones de interacción que no constituyen una verdadera participación, y lo que intentan es fortalecer la hegemonía con nuevos adornos, lo que provoca más daño que las relaciones de dominación evidentes.
También es importante distinguir y señalar incoherencias, por ejemplo, en quienes aceptan la importancia de la participación pero afirman que las personas no saben actuar por sí mismas, o quienes declaran que es imprescindible que todas las personas colaboren en un proyecto y luego no permiten el espacio para ello.
Huellas de la participación
La riqueza de la práctica participativa social y comunitaria no puede ser reducida a un conjunto de esquemas que obvien dificultades y logros, aprendizajes y desaprendizajes. El reconocimiento de la diversidad que nos identifica, el respeto al otro es un principio básico del que nace la participación. Los prejuicios y las respuestas homogenizadoras a procesos colectivos e individuales diferentes es uno de los principales errores de una sociedad no participativa.
Es esencial analizar cuánto de conservador y paternalista, y cuánto de la cultura de la dominación convive en cada uno de nuestros postulados y nuestras acciones. Se hace necesario, desde esta nueva perspectiva, pensar en otras formas de transformar la realidad.
Debemos abandonar el ejercicio infecundo de superponer monólogos a nuestros procesos de reflexión para abrirnos al diálogo real. Debemos aprender a escuchar a los otros, no para buscar una respuesta o convencerlo luego de lo que queremos, sino para aprender de él, de sus acciones y vivencias. Ningún punto de vista, ninguna verdad es única, por tanto, no puede convertirse en una receta para ser acríticamente asimilada por los demás.
Resulta imprescindible favorecer que los demás piensen, elaboren, creen, participen. De esa práctica surgirán las mejores soluciones. Debemos terminar con cualquier concepción de comunicación única, en un solo sentido. Debemos aprovechar los medios masivos, los boletines, el teatro, para propiciar reflexiones colectivas, no sólo para dar informaciones.
No podemos esperar que los demás sean protagonistas de una historia en la que su actuación queda invisibilizada o bloqueada. Debe eliminarse toda marca de asistencialismo, de sexismo, o de racismo, no sólo como un ejercicio de aproximación a lo “correcto”, sino como una manera de reconfigurar nuestros valores y concepciones, con una disposición sistemática y profunda a revisarnos. Los acelerados cambios que se están operando en nuestro país llevan a que los conocimientos de ayer no son necesariamente suficientes para responder a las realidades de hoy.
El trabajo social supone necesariamente encontrarse con la diversidad. No sólo la heterogeneidad en la manera de pensar y de participar, sino la diversidad de costumbres, valores, modos de vida. No es algo que se añade, sino algo constitutivo de los seres humanos. En todo momento, el encuentro de representaciones y perspectivas diversas es determinante a la hora de pensar una sociedad participativa.
Se trata de la diversidad vista no como dificultad a vencer, sino como posibilidad para enriquecer los procesos y relaciones sociales mediante el concurso de toda esa multiplicidad. En otras palabras, pensamos que la búsqueda de nuevas formas de participación social no significa sólo la creación o adopción de una nueva metodología, nuevos estilos, o nuevas técnicas. En primer lugar es una convicción, una postura, una lectura determinada de lo social, una opción ante la vida.
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Notas:
1—Tomado de “Continúa soñando”, entrevista de Claudia Korol a Paulo Freire, en Pedagogía de la resistencia, Cuadernos de Educación popular, Buenos Aires, América libre, Ediciones Madres de Plaza de Mayo, 2004, p. 18.
2—“Una invitación al crecimiento colectivo. Evaluación de los cursos básicos de educación popular del CMMLK” (tesis de maestría de la autora, 2001).