Aportes culturales y deculturación

Manuel Moreno Fraginals

Hacia un inventario físico

De 1518 es la referencia documental más antigua sobre un cargamento de negros africanos transportados a América, directamente desde África. La presencia individual de negros es más antigua. El último cargamento de que tenemos pruebas fehacientes fue desembarcado en abril de 1873, en la costa sur de Cuba, y trasladado inmediatamente al ingenio azucarero Juraguá, en las cercanías de la ciudad de Cienfuegos. Hay indicios de que en fechas posteriores arribaron a Cuba algunos barcos negreros más, pero no existen pruebas concretas. Por lo tanto, fijando los años de 1518 y 1873 como las fechas límite, tendríamos trescientos cincuenticinco años de comercio de esclavos africanos, durante los cuales tiene lugar el proceso de traslado coercitivo de seres humanos más gigantesco que ha conocido la historia. A lo largo de este período se estima que arribaron a América no menos de nueve millones quinientos mil negros africanos, en función de seis producciones fundamentales: azúcar, café, tabaco, algodón, arroz y minería.
Naturalmente, el comercio de esclavos africanos fue de tal magnitud que miles de ellos fueron más allá de estas actividades productivas y permearon todas las sociedades americanas. Hasta muy avanzado el siglo xix encontramos hombres negros criollos o africanos en los altiplanos de México, Perú o Nueva Granada, o en Santiago de Chile, o en las pampas argentinas, y sobre todo en las costas atlántica y pacífica del continente. Sobre estos negros, insertados en sociedades predominantemente blancas o mestizas de blanco e indio, y sobre lo pintoresco de sus características exteriores, se han escrito millares de páginas. Ahora bien, por razones de síntesis no nos referimos a ellos: este breve análisis se centra en Brasil y en las antiguas colonias europeas del Caribe. A estas tierras (y al sur de los actuales Estados Unidos de Norteamérica, también excluidos de este trabajo) arribaron aproximadamente un 90 % de los hombres arrancados a África.
Intentando una visión de conjunto, y con todos los peligros que implican las generalizaciones, destacaremos las economías de plantación y ciertos complejos urbanos. Las más serias y documentadas estimaciones cuantitativas imputan al azúcar un 65 % del total de africanos importados. Los otros cultivos de plantación absorben un 15 % más. En función de las plantaciones se levantan estructuras demográficas donde el predominio casi absoluto de africanos y sus descendientes hace más crítico el conflicto esclavo-esclavista, y se opera el más intrincado proceso de trasculturación. En esta zona se confeccionó y perfeccionó, y aún se está creando y recreando, un mundo cultural que Mintz ha calificado brillantemente como “África de la América Latina”.1

Los mecanismos de deculturación

Entendemos por deculturación el proceso consciente mediante el cual, con fines de explotación económica, se procede a desarraigar la cultura de un grupo humano para facilitar la expropiación de las riquezas naturales del territorio en que está asentado y/o para utilizarlo como fuerza de trabajo barata, no calificada. El proceso de deculturación es inherente a toda forma de explotación colonial o neocolonial. En el caso de la esclavitud de los africanos en el Nuevo Mundo, la deculturación puede ser vista como un recurso tecnológico aplicado a la optimización del trabajo. La deculturación total es imposible y, por otra parte, a los explotadores no les interesa hacer tabla rasa de los valores culturales de la clase explotada, sino solo de aquellos elementos que obstaculizan el sistema de explotación establecido. Es normal, inclusive, que la clase dominante proteja y aun estimule el desarrollo de valores culturales aislados de la clase dominada siempre que estos, en algún modo, contribuyan a reforzar la estructura establecida. Los que pudiéramos llamar aportes culturales africanos a la América Latina y el Caribe, son las resultantes de una cruenta lucha de clases, de un complejo proceso de trasculturación-deculturación. La clase dominante aplica al máximo sus mecanismos de deculturación como herramienta de hegemonía, y la clase dominada se refugia en su cultura como recurso de identidad y supervivencia.
La esclavitud creó una estructura social bipolar donde las contradicciones clasistas se expresan en su forma más simple: una enorme masa desposeída obligada a entregar su trabajo por vida, y un mínimo grupo dominante con poderes omnímodos. Para hacer más clara la diferenciación, a cada polo corresponde un distinto color de piel. El caso más típico de esta estructura es la plantación, aunque no hay mucha diferencia entre ella y la explotación minera con negros esclavos. Dentro de estas organizaciones socioeconómicas, el modo de vida de los esclavos estuvo regido por un concepto pragmático de rentabilidad del trabajo. La literatura sobre esclavos y negros está plagada de un lirismo que alaba la bondad o denuesta la crueldad de los amos, y aun establece distinciones entre los comportamientos de españoles, ingleses, franceses, etc. Esto no pasa de ser literatura en el mal sentido de la palabra. En realidad, cualquiera fuera la nacionalidad del amo y el destino último de trabajo del esclavo, a los primeros no les interesaba martirizar ni beneficiar a los segundos. Para ellos el esclavo era un factor de producción sobre el cual basaban sus riquezas; por lo tanto, no tenían intereses filantrópicos ni perversos, sino económicos. Es decir, al esclavo se lo importa con el fin de ponerlo a producir una determinada cantidad de mercancías que, colocadas en el mercado internacional, proporcionen un ingreso acorde con la inversión. Ahora bien, como la rentabilidad depende por un lado de una serie de parámetros que cambian según el tipo de mercancía producida, la época, el lugar, los equipos productivos disponibles y otras muchas variables (unas cuantificables y otras no), podemos concluir que el tratamiento que recibió el esclavo fue una resultante económica.
Así, marginando toda interpretación idílica –y salvo las excepciones de rigor–, tenemos el hecho concreto de una masa de hombres africanos que fue trasladada coercitivamente a América y puesta a trabajar dentro de una organización de carácter carcelario y fines productivos. Este principio elemental no puede ser marginado si se quiere analizar seriamente los aportes culturales de los africanos. Y en segundo lugar, debe tenerse en cuenta que la mayoría de estos africanos, a su llegada a América, no se integró a complejos demográficos creados y desarrollados orgánicamente. Por el contrario, fueron conducidos a zonas deshabitadas donde se constituyeron con ellos grupos de trabajo homogéneos, bajo mandos individuales absolutos, poniéndolos en función de una producción agrícola o minera. O bien se les incorporó, bajo cualquier coerción, a una unidad productiva de este, ya en marcha.
La seguridad y la productividad de estas empresas, a las que se sumaban los esclavos africanos, descansaban en la simplicidad de la organización, en su carácter carcelario y en la incomunicación de sus miembros. Ahora bien, del mismo modo en que una cárcel no es una sociedad, una plantación o una explotación minera tampoco constituyen una organización social, aunque a la larga pueden originarla. Precisamente, los dueños de plantaciones tuvieron un interés muy definido de que no se creara entre los esclavos el sentido gregario, de cohesión social, que origina actitudes solidarias. Por eso decimos que la deculturación fue un recurso tecnológico aplicado a la explotación del trabajo esclavo, ya que la cultura común imparte dignidad, cohesión e identidad a un grupo humano.

Las herramientas de deculturación

La diversidad de etnias

Las grandes concentraciones esclavas jamás se integraron con africanos de una misma etnia, es decir, con hombres de origen común tribal o cultural. Se conservan miles de relaciones de esclavos africanos de plantaciones de Brasil y el Caribe, y de modo casi general se advierte con qué cuidado se constituyeron las dotaciones agregando hombres de diversas regiones de África y, por lo tanto, con distintos idiomas o formas dialectales, creencias religiosas y, a veces, mutuos sentimientos de hostilidad entre sí. Estos odios interétnicos, originados en ocasiones por causas remotas que no viene al caso analizar aquí, y en ocasiones creados por los propios traficantes de esclavos para facilitar la labor divisionista necesaria a las cacerías de hombres, fueron después cultivados, estimulados, instigados por los dueños de esclavos. Así se obstaculiza la formación de una conciencia de clases frente a la explotación común, fomentando en su lugar la constitución de grupos excluyentes.
En las zonas urbanas se institucionalizó el cultivo de estas diferencias étnicas. Y por ejemplo, en Cuba, el gobierno colonial, representante de los intereses esclavistas, auspició y legalizó la constitución de “cabildos” donde se agrupaban hombres originarios de una misma tribu o nación. Ahora bien, al igual que sucedió en las plantaciones, las autoridades urbanas tuvieron siempre buen cuidado de que hubiese cabildos de varias etnias, y que ninguno fuese lo suficientemente poderoso, o numeroso, que opacase a los demás. Los cabildos urbanos permitieron la supervivencia, en un alto grado de pureza, de ciertas manifestaciones culturales de los pueblos africanos, incluido el idioma, que adquirió una categoría ritual. En este sentido, la política esclavista española se diferenció radicalmente de la seguida por el colonialismo inglés en el Caribe, que persiguió toda manifestación cultural autóctona. Y retomando una afirmación nuestra anterior, sería ingenuo ver en estas distintas políticas de sojuzgamiento una actitud moral diversa o una diferente actitud de respeto por las culturas africanas. En realidad, se trata de dos estrategias distintas, con idéntico desprecio hacia lo negro y lo africano, que conducen a un mismo fin de explotación del trabajo esclavo, aunque, indudablemente, la una tuvo la virtud de preservar valores culturales que la otra liquidó.
En las plantaciones y minas la diversidad de etnias produjo un interesantísimo proceso de conflictos y acercamiento interétnicos, es decir, operó simultáneamente un proceso de trasculturación entre hombres de diferentes culturas africanas, y entre estos y el denominador europeo, todo ello bajo la acción del proceso de deculturación impuesto. Posteriormente, a la diferenciación interétnica se agregarían las distinciones entre negros africanos y criollos, y por el matiz de la piel, entre negros, mulatos, cuarterones, etc.

Edad y cultura

Los africanos traídos a América eran sumamente jóvenes: de quince a veinte años de edad hasta principios del siglo xix. A partir de la década de 1830 se inicia una importación masiva de niños de nueve a doce años. La edad era un factor productivo. El sistema de trabajo extensivo de plantaciones y minas exigía hombres jóvenes, sanos y fuertes. Pero, además, la juventud aseguraba estadísticamente la vida del esclavo durante un largo período, lo cual redundaba en mayor adiestramiento y, lógicamente, mayor productividad. Más tiempo de vida significaba también más baja tasa de amortización, lo cual equivalía a una mayor rentabilidad.
El límite quince-veinte años era el más lógico desde el punto de vista económico. Traerlos más jóvenes implicaba tener un “activo” (en el sentido contable), de baja productividad y, sin embargo, corriendo los mismos riesgos de muerte de los altamente productivos. Traerlos más viejos significaba mayores dificultades de adaptación al trabajo, más escabrosa la deculturación, menor esperanza de vida, inferior productividad y superior amortización del capital. Solo a partir de la década de 1830, cuando es evidente la próxima liquidación del tráfico de africanos, se traen esclavos niños como último recurso de supervivencia de las plantaciones. A la política de importación masiva de niños contribuyeron otros factores que no corresponde analizar aquí.
La edad de los africanos se calculaba, en el momento de la compra, por estimación visual. Esto supone que todo estimado actual sobre el particular está expuesto a un cierto margen de error. Pero no cabe duda de que los esclavistas poseían una experiencia y disponían de un sistema empírico de observaciones que reduce a un mínimo el error, especialmente cuando se analizan grandes muestras. Han llegado hasta nosotros descripciones prolijas de las compras de esclavos que incluyen el tamaño físico, desarrollo dentario, presencia de vellos en las axilas y pubis, etc. Como en plantaciones y minas se levantaban anualmente inventarios de los esclavos existentes, al ingresar un africano se fijaba en el mismo la edad que señalaba el técnico. A la fecha del nuevo inventario anual se copiaba el anterior, agregando mecánicamente un año a los esclavos supervivientes y dando baja a los muertos y alta a los nacidos o adquiridos en el período. Cuando había trasiego de esclavos de un amo a otro, el nuevo amo tendía a hacer caso omiso de las estimaciones de su predecesor y fijaba la edad de acuerdo con su apreciación.
La conservación de miles de estos inventarios, que incluyen también el sexo y otra serie de ítems, ha permitido graficar las pirámides de población de las plantaciones. Estas pirámides, en la época de máxima barbarie esclavista, revelan núcleos poblacionales con muy pocas mujeres, casi sin niños (8 % a 10 % entre cero-catorce años) y casi sin ancianos (5 % a 7 % con más de cincuentinueve años). Esta es la resultante demográfica de un núcleo humano constituido ad hoc, con fines productivos, por migración forzosa. Carece por lo tanto de las características de las pirámides de población originadas naturalmente por crecimiento vegetativo. Mortalidad y migración son dos factores activos que determinan el escalonamiento de la pirámide, sin base ni cima.
Si bien la integración de las dotaciones de esclavos con hombres de distintas etnias respondía a razones de seguridad y deculturación, la conformación de las mismas con hombres jóvenes o niños tenía una exclusiva razón económica. Ahora bien, no por ello la edad dejó de ser factor de deculturación. Estos africanos provenían de culturas cimentadas en la tradición oral donde el saber, es decir, la formación integral, era privilegio de los más viejos y en específico de los ancianos. Al traer exclusivamente jóvenes se importaba a los menos cultos, en el sentido de acumulación del saber, de tradición recepcionada. Los ancianos sabios jamás llegaron a América o lo hicieron por excepción. Por lo tanto, quienes llegaron, y sobre todo los niños, tenían menos que aportar, menos que transmitir. Y por la natural plasticidad de la juventud y la adolescencia, es más fácil borrar en ellos los elementos culturales originarios y fijar los patrones impuestos por la plantación. Puede decirse que todo esclavo africano, al cumplir los treintiocho años, había vivido más tiempo en América que en África.

Sexo, producción y cultura

La norma esclavista, hasta principios del siglo xix, fue importar un bajo porcentaje de mujeres. Las estadísticas inglesas (las más completas de la esclavitud) reflejan una composición porcentual de sexos del 72 % de varones contra el 28 % de hembras. Estos valores se alteran a través de los años, pero el índice de masculinidad fue siempre muy alto. Únicamente a partir de la década de 1820, abolido el comercio legal de esclavos, hay una cierta tendencia a equiparar numéricamente la importación de hombres y mujeres. Este fue un fenómeno muy tardío, correspondiente a la etapa final de la trata, y determinado por una situación crítica. Es la misma crisis que obligó a importar niños.
El predominio en la importación de hombres respondió, como todo en la esclavitud, a razones productivas. En primer lugar, las mujeres fueron juzgadas siempre como semovientes de baja productividad. La única ventaja que tenían sobre el hombre era la posibilidad de incrementar el capital invertido mediante la procreación de nuevos esclavos. Pero, en primer lugar, la coexistencia de hombres y mujeres atentaba contra la estructura carcelaria de la plantación o la mina, obligando a una mínima institucionalización familiar o de cría. En segundo, el índice de muertes por parto era extraordinariamente alto, lo que significaba exponer el capital invertido en la mujer esclava. En tercero, las negras esclavas exhibieron siempre una bajísima fecundidad, una interesantísima resultante biológico-cultural a estudiar posteriormente. Y por último, la mortalidad infantil es tan alta en las plantaciones que solo un 10 % aproximadamente de las crías llegaban a la edad adulta. Es en la etapa final de la esclavitud, sobre todo en el siglo xix, cuando estas condiciones varían.
Dadas estas premisas, hasta la primera década del siglo xix el precio de adquisición en el mercado de un esclavo adulto promedio fue inferior a los costos de procreación y crianza en la plantación de un niño hasta alcanzar la edad óptima productiva. Por el contrario, en el siglo xix la abolición legal del comercio de negros africanos y su conversión en contrabando perseguido por Inglaterra, determinó que el precio de los esclavos se elevara cada año. Y como los costos de procreación y crianza de esclavos en la propia plantación se elevan a ritmo menor que el precio del esclavo en el mercado, hay un momento en que ambas curvas se equiparan, y la tendencia futura indica que será más barato procrear que importar. Esta relación de costos, y no ninguna razón de tipo moral, llevó a los esclavistas cubanos y brasileños (últimos en abolir la esclavitud) a efectuar masivas importaciones de mujeres africanas y a cambiar los módulos carcelarios de las plantaciones.
Uno de los aspectos más traumáticos de la vida en las plantaciones fue esta liquidación de la vida sexual, o su desviación hacia la masturbación y sodomía, al quedar sometidos los esclavos a un esquema carcelario de hombres solos. Desdichadamente, carecemos de los necesarios estudios cuantitativos que permitan dar una idea exacta de la magnitud del problema. En el caso cubano hay una tabulación de casi cuatrocientas plantaciones que revela la siguiente distribución porcentual por sexo.

Tabla 1. Población esclava africana en plantaciones cubanas

Distribución porcentual por sexos

Años………………………Varones……………….Hembras

1746-1790…………………..90,38…………………9,62

1791-1822…………………..85,03………………..14,97

1840-1849…………………..69,70………………..30,30

1860-1869…………………..59,80………………..40,20

En este cuadro están tabulados, exclusivamente, los esclavos africanos, es decir, se han omitido los descendientes criollos. La simple inspección de estas cifras revela que mientras perduró el tráfico legal, y el costo de un varón que cumpliese las normas productivas típicas fue relativamente bajo, no hubo interés por la importación de mujeres. Lo cual implica, además, que la procreación de esclavos criollos fue mínima. Prácticamente toda la población de la plantación, hombres y mujeres, es activa, o sea, se encuentra en edad laboral, lo cual explica los fabulosos rendimientos per cápita en comparación con las colonias inglesas, donde el porcentaje de mujeres, niños y ancianos era más alto. A partir de la ilegalidad del tráfico se inició la importación de hembras que antes señaláramos, observándose una tendencia a equilibrar la relación porcentual de sexos. Sin embargo, ni aun en la década de 1860, casi extinguido el tráfico negrero, se equilibró la proporción de sexos, ni se obtuvo un índice positivo de incremento demográfico en las plantaciones.
La grave desproporción de hombres y mujeres creó un tenso clímax de represión y una obsesión sexual que se expresó en mil formas: cuentos, juegos, cantos, bailes… En cualquier estudio sobre la herencia cultural africana en el mundo de las relaciones sexuales, debe tenerse en cuenta que más fuerte que la propia tradición cultural es el mundo obsesivo de la plantación. Determinados bailes y cantos de origen africano, que no tenían connotación sexual o la tenían sublimada, adquirieron un sentido casi lascivo bajo la esclavitud. Por ello no es casual que buena parte del léxico sexual cubano-brasileño se origine en los ingenios azucareros. En resumen: la patológica obsesión sexual que tiñe el mundo negro americano no se originó en las condiciones fisiológicas o culturales del africano, sino en el infrahumano sistema de vida de la plantación. En las zonas donde el equilibrio porcentual de sexos proporcionó una vida normal no se plantearon esos patrones de conducta. Pero el equilibrio fue lo excepcional. La esclavitud distorsionó la vida sexual del esclavo, y los racistas justificaron estas distorsiones inventando el mito de la sexualidad sádica del negro, la inmoralidad de la negra y la lujuria de la mulata. Todo ello independientemente de que en los núcleos urbanos, y en la casa solariega, la vida sexual fue el vínculo en que se apoyaron las mujeres para mejorar sus condiciones económicas.
En todo el Caribe, y en un momento dado de crisis de suministro de esclavos (es bueno recordar que esta crisis aparece en años distintos para las diversas colonias), los amos trataron de formar obligatoriamente núcleos familiares que respondían a los patrones ético-culturales europeo-occidentales. Estos intentos, auspiciados además por las distintas sectas religiosas, tuvieron poco éxito. La familia, en el concepto blanco-burgués (aquí empleamos el término blanco como sinónimo de colonizador europeo o criollo), es una institución insertada en un ambiente adecuado a su desenvolvimiento. Pero la plantación era, culturalmente, un mundo distinto. No bastaba con sacramentar y legalizar las uniones sexuales surgidas espontáneamente o impuestas por coacción. La legalización, la ceremonia, el ritual in.face ecclesiae, era solo el aspecto externo de un posible núcleo familiar. La estabilización e integración del núcleo requería de condiciones socioeconómicas que no se daban en las plantaciones.
Por ejemplo: una unión familiar podía quedar disuelta por la decisión unilateral e inapelable del amo de vender, ceder, traspasar o trasladar a uno o a varios de los esclavos integrantes del grupo. Los anuncios de “se vende una negra con su cría o sin ella”, que revelan el absoluto desprecio por la maternidad y la familia negra por parte de la clase dominante esclavista, aparecían con aterradora frecuencia en la prensa cubana y brasileña. Finalmente, el concepto burgués, europeo, de familia, con su complejo mundo de relaciones de dependencia y jerarquía, no se correspondía con los patrones culturales africanos, ni tenía vigencia en una organización carcelaria donde los miembros carecían de los más elementales derechos de autodeterminación, de propiedad sobre sus bienes y de mando sobre sus hijos. Un núcleo familiar dentro de la plantación era un cultivo de invernadero: un cuerpo extraño naturalmente rechazado. Como la esfera de producción y subsistencia venía impuesta a los esclavos, rígida e inapelablemente, estos no conocían la responsabilidad económica, personal o familiar, porque carecían de economía propia y no podían ejercer la jerarquía de la consanguinidad. Tampoco tenían obligaciones sociales ni familiares, porque toda la actividad estaba reglamentada en función de la producción. Les habían suprimido el tiempo libre, y después de un trabajo obsesivo de dieciséis o más horas diarias, los minutos restantes solo podían emplearse en elementales funciones biológicas de sobrevivencia. Esta situación, de hecho, conformó los patrones de comportamiento sexual de las comunidades campesinas descendientes de esclavos. La inestabilidad, la fugacidad de las uniones basadas en relaciones sexuales, fue una constante de las plantaciones que quedó de herencia esclavista a las sociedades antillanas, como una gran fuerza desintegradora. En muchas islas del Caribe, y en los grupos campesinos descendientes de esclavos, se mantienen aún situaciones masivas de poligamia sucesiva y simultánea, donde tanto los hombres como las mujeres cambian frecuentemente de pareja o tienen más de un cónyuge.
Sin familia, sin propiedad, sin concepto de economía personal, y reducida su visión del mundo desde la más temprana juventud a los cañaverales siempre iguales y al batey del ingenio, la abolición de la esclavitud operó traumáticamente en muchos negros africanos y criollos. Al faltarles la relación paternalista de explotación esclava, estos negros, especialmente los más viejos, quedaron en un estado de desamparo absoluto. Incapaces de adaptarse al trabajo asalariado, ineptos para siquiera entender las nuevas relaciones de dependencia económica, faltándoles comida, la ropa y el techo que desde la infancia habían tenido en la plantación, descendieron al último nivel de degradación social. Con palos y hojas construyeron sus mínimas viviendas a la orilla de cualquier camino, y se dedicaron a morir poco a poco.
Estos negros solitarios, sin nexos sociales ni familiares, fueron un deprimente espectáculo cotidiano en el Caribe a partir de la abolición de la esclavitud.
En resumen: en las sociedades originadas orgánicamente y, en especial, en los períodos feudal y precapitalista, hay una relación concreta entre la producción y la institucionalización familiar. Pero una plantación, al igual que una cárcel (es lícito compararlas), no es una sociedad. Desde cualquier punto de vista, la plantación es una empresa económica, y su núcleo poblacional está compuesto por individuos yuxtapuestos, agregados, no interactuantes, cuya acción está dirigida coercitivamente hacia el fin único, exclusivo, de la producción. Cualquiera de las comunidades de donde provenían los esclavos africanos tenía una serie de relaciones institucionales atributivas. Sin embargo, el negro segregado de su comunidad de origen y esclavizado perdió todo atributo tradicional o lo mantuvo clandestino.
Por tanto, la plantación rompe en lo posible la continuidad de las tradiciones africanas, se cimenta sobre el desgarramiento de todo nexo o unión, incluyendo la familiar, cuando esta surge del hecho incontrolable de la procreación, y deja como saldo individual una honda sensación de inestabilidad y discontinuidad, útiles al mantenimiento de la relación esclavista y absolutamente opuesta a lo que se exige del trabajador asalariado industrial.
Un aspecto importante del modo en que la estructura económico-social influye en los impulsos biológicos, lo tenemos en la bajísima tasa de fecundidad de la mujer esclava. Como este hecho estuvo en detrimento de la economía de plantación, fue apasionadamente estudiado por los cuadros técnicos de la plantocracia del Caribe. Grandes médicos de la época, especialmente en el siglo xix, se vieron obligados a dar una respuesta a la cuestión aparentemente inaudita de que mujeres de vida sexual libre, sin dogma de la virginidad ni los frenos e inhibiciones de la alta sociedad blanca, exhibiesen una fecundidad más baja que esta. Entre los médicos de distintas nacionalidades que analizaron el problema está el norteamericano J. Wurdermann, los franceses Bernardo de Chateauselins y Henri Dumont, y los cubanos José R. Montalvo y Luis Montané Dardé. Y no obstante los prejuicios de color y clase que oscurecían el razonamiento científico, todos ellos tuvieron que reconocer que la baja fecundidad de la mujer negra era una consecuencia del régimen de trabajo. Como reacción ante el estatus esclavo, la mujer negra esclava se autoimpuso un rígido control de la natalidad, reviviendo y generando prácticas malthusianas y abortivas. Al contrario de lo supuesto vulgarmente, estas prácticas han sido una constante cultural de ciertas épocas críticas, e integran parte de los módulos culturales de los pueblos conceptuados como primitivos. Todavía hoy el saber pragmático en materia de control de la natalidad en ciertas etnias del Congo asombra a los ginecólogos modernos. Las pócimas preparadas con el fruto y las hojas de la papaya (Carica papaya) fueron tan usadas en la zona esclavista del occidente de Cuba, que el término papaya se tornó sinónimo de vulva. La persistencia de estas prácticas produjo innumerables enfermedades uterinas, y los inventarios de las plantaciones cubanas muestran, a veces, más del 25 % de las mujeres con el útero caído.

Módulos de cultura alimentaria

Alimentación, vestido y vivienda son tres necesidades básicas que conforman módulos culturales. Los africanos trasladados coercitivamente a las plantaciones de América se alimentaban, vestían y habitaban en África de acuerdo con su mundo económico-cultural. Dentro de este desarrollo económico-cultural cada etnia había creado un sistema de símbolos que constituían elementos fundamentales de su cultura. Comer, vestir, construir o adornar la vivienda en una forma u otra llevaban implícito valores jerárquicos, morales, religiosos… Pero este mundo cultural es aplastado por la plantación.
Los parámetros económicos de la plantación encuadraron el balance nutricional del esclavo. Su alimentación estuvo determinada, aparte de las imprescindibles razones dietéticas (dentro de los conceptos de la época y la realidad empresarial de la plantación), por los precios en el mercado de los distintos renglones alimentarios, la facilidad de transportación de los mismos y la resistencia que presentaban a los largos almacenamientos. El esclavo, que desde el punto de vista productivo fue considerado un equipo, desde el punto de vista nutricional fue estimado un mecanismo ingesta excreta, que requería una determinada cantidad diaria de combustible o fuente de energía (comida) para cumplir su trabajo y asegurar su existencia útil durante el tiempo calculado de depreciación.
El esclavo de las plantaciones ingería diariamente dos comidas preparadas con una base feculosa abundante (arroz, harina de maíz, plátanos, etc.) a la que se agregaba una porción generosa de carne o pescado salado. La selección de los componentes variaba periódicamente con los precios del mercado y las disponibilidades de cada plantación. En síntesis: era una comida que cumplía requerimientos dietéticos, administrativos y aun psicológicos, pues su abundancia procuraba una cierta sensación de hartazgo.
Dentro de estos límites, con numerosas variantes en la forma pero no en el valor y la relación nutricional, se mantuvo la alimentación de los esclavos. Cuando trabajaban en una plantación azucarera (65 %, aproximadamente, de los esclavos importados), estos acostumbraban a ingerir una gran cantidad de azúcar. Este azúcar lo comían con el zumo de la caña mientras realizaban el corte (a este zumo puede calculársele un 14 %-18 % de sacarosa), o tomándolo directamente de las grandes pailas abiertas en que se evaporaba. Devoraban, prácticamente, los trozos de raspadura que se quedaban adheridos a los tachos y refriaderas; hurtaban todo el azúcar que podían en la casa de purga y, por último, ingerían grandes cantidades de miel de purga.
La contabilidad de numerosas plantaciones en el Caribe muestra una norma casi general establecida a lo largo de dos siglos. Se daba al esclavo diariamente unos doscientos gramos de carne o pescado salado (base cruda), que debieron proporcionar, aproximadamente, setenta gramos de proteína animal, trece gramos de grasa y unas trescientas ochenta calorías. Los quinientos gramos de harina de maíz (u otro sucedáneo) entregaban un suplemento de quince gramos de proteína de origen vegetal y calorías más que suficientes para el trabajo diario. Este nivel de alimentación, aunque deficitario, fue superior al normal de los pueblos africanos de donde procedían los esclavos. Especialmente los grupos poblacionales del África ecuatorial tenían un nivel nutricional precario, con pocas proteínas de origen animal y desmedida ingestión de fécula. Pero el hecho de que la alimentación proporcionada fuese superior a la africana, no implica que fuese óptima. Y el hecho concreto es que la vida en las plantaciones borró todo ritual en las comidas, se caracterizó por su persistente monotonía, y se alejó de los gustos y sabores africanos. Muy poco del arte culinario africano pasa a América. Sin embargo, en las zonas de influencia de las plantaciones azucareras se desarrolló un gusto por lo dulce que creó, en las áreas urbanas, una rica variedad de platos con base azucarera. La profusión de dulces fue tan extraordinaria que el sociólogo brasileño Gilberto Freyre ha hablado de la posibilidad de escribir una “sociología del dulce”.
El excesivo gusto por el dulce corrió paralelo al también excesivo gusto por la sal. Esta fue otra resultante del trabajo en las plantaciones. Laborando todo el día al sol, o en las altas temperaturas de la casa de calderas, los esclavos eliminaban todas las sales por la piel, con la sudoración, y requirieron un suplemento diario de cloruro de sodio.

Vestimenta y cultura

La economía de la plantación exigió la uniformidad y baratura en el vestuario. Es posible que sea en las plantaciones donde se puso en evidencia por primera vez y con gran amplitud el problema de la producción industrial, en serie, de ropa barata. No sabemos en qué época se llegaron a establecer las normas que rigieron en todas las colonias del Caribe, pero ya a mediados del siglo xviii se había optimizado la producción de ropa para esclavos sobre la base de que cada prenda tuviese el mínimo de piezas y costura. Y se establecieron, también para todo el Caribe, cinco tallas comerciales para los hombres y cuatro para las mujeres. Niños y niñas usaban camisones de una sola pieza con costura lateral. También en los siglos xviii y xix el vestuario anual fue el siguiente: en los meses de octubre o noviembre se entregaba a cada hombre un pantalón y una camisa (que era más bien una túnica estrecha y corta), un gorro de lana, un chaquetón de bayeta y una manta o frazada de lana. Las mujeres recibían túnica, pañuelo, gorro, frazada y chaquetón. Para el segundo semestre del año se entregaba pantalón y sombrero de paja a los hombres, y vestido y sombrero de paja a las mujeres. Nunca se repartían zapatos. Incluso, hay decreto un francés del siglo xviii que prohíbe calzar a los negros “porque los zapatos les torturaban los pies”.
Toda la tradición artesanal del vestido y el adorno africanos se perdió en las plantaciones. Incluso, cuando un esclavo agregaba a su vestimenta algún elemento que lo diferenciara de los demás, era castigado. Las únicas señas tribales que quedaron a los africanos fueron las de sus tatuajes o sus dientes limados, porque estas eran imborrables. También se prohibió el tatuaje o los dientes limados en los negros criollos, aunque esta prohibición fue desobedecida.

Vivienda y cultura

Finalmente, los esclavos fueron albergados en bohíos construidos siguiendo un trazado regular que facilitase la vigilancia. Se prohibió poner al frente o en el interior todo símbolo o elemento que distinguiese un bohío de otro, indicando una jerarquía especial o con una significación religiosa.
En Cuba, donde la esclavitud se prolonga después de abolida en las colonias francesas e inglesas, las grandes plantaciones con cuatrocientos, quinientos o más esclavos construyeron edificios de piedra, de forma rectangular (a veces con más de cien metros de lado), con una sola gran puerta en el centro de uno de los lados del rectángulo, y que daba acceso a un gran patio central. Era una típica construcción carcelaria, en la cual todos los elementos arquitectónicos estaban cuidadosamente diseñados para la incomunicación de los esclavos y su estrecha vigilancia y la funcionalidad de las actividades productivas.
Vivienda, vestido y alimentación fueron satisfechos con exclusiva finalidad productiva y tratando de borrar todo el mundo cultural africano.

El trabajo alienante como factor de deculturación

Obligados a trabajar con esclavos, y constituyendo estos esclavos la inversión fundamental de capital de las plantaciones, es lógico que la disminución de los costos de producción se buscase principalmente en la optimización del trabajo. Desde principios del siglo xviii conocemos estudios en el Caribe sobre modus y tempus de trabajo, que en cierta forma fueron un antecedente colonial de las típicas investigaciones sobre división del trabajo, tan de moda entre los enciclopedistas.
Generalmente los economistas de hoy tienen la falsa idea de que las plantaciones esclavistas funcionaban sin controles técnicos, y calificaban de modernos los modelos de análisis y eficiencia del trabajo. Sin embargo, ya a fines del siglo xviii los ingleses habían elaborado modelos de control que, siguiendo paso a paso el flujo de producción de las plantaciones azucareras, llevaban minuciosamente la actividad diaria de todos los esclavos y permitían cuantificar la productividad del trabajo. Estos modelos fueron perfeccionados posteriormente por los franceses y, ya en el siglo xix, por los plantadores cubanos. Sin hipérbole, puede afirmarse que la contabilidad moderna ha agregado muy poco, por ejemplo, al modelo establecido por Dutrone de la Couture (1785). No sin razón, Adam Smith alabó a los franceses por el good management of their slaves.
Si es cierta la tesis de que la industrialización surge a partir de la medida del trabajo (Charles R. Walker), encontraríamos en esta cuantificación de las tareas esclavas un audaz esfuerzo de industrialización sin máquinas. El análisis de los modelos de trabajo revela que en las plantaciones azucareras se instituyó el esquema típico de los trabajos elementales de grupo. La adición de esclavos y equipos era el medio de aumentar el volumen total de la producción. Pero como la fuerza de un grupo no puede crecer indefinidamente añadiendo individuos, a partir de un punto la adición de esclavos aumentaba el volumen total de la producción, pero disminuía la producción per cápita, pues el rendimiento de cada nuevo hombre era marginal. Así, las grandes concentraciones esclavistas, surgidas por un imperativo del mercado, involucionaron en vez de evolucionar, perpetuando la degradación moral y económica del esclavo.
Como el trabajo esclavo no admitía la calificación, el único cultivo posible fue el extensivo, el “cultivo de rapiña” como lo llamara Justus von Liebig, que no solo disminuía progresivamente los rendimientos agrícolas, sino que provocaba la depauperación a largo plazo de las tierras. Para mantener estable el volumen total de producción era necesario que la curva descendente de rendimiento agrícola fuese compensada con aumentos proporcionales de trabajo esclavo. Las cifras comparativas de producción azucarera y población esclava de cualquiera de las Antillas inglesas revelan este proceso. Bastan unos ejemplos: en Barbados, entre 1700 y 1780, la población esclava se duplica y la producción azucarera desciende, aproximadamente, en un 30 %. En St. Kitts, en 1729, hay catorce mil seiscientos sesentitrés esclavos; hacia finales de siglo se cuentan veintiséis mil (un 77 % más), pero la producción se mantiene constante. Monserrat también triplica su población esclava en cincuenta años sin aumentar su producción. Y en Antigua, entre 1729 y 1780, fue necesario duplicar la fuerza esclava para lograr un aumento productivo del 10 %.
El trabajo extensivo no solo significó más hombres, sino también alargamiento de la jornada laboral. Pero con ello sucedió lo mismo que al aumentar los esclavos: la producción no crecía proporcionalmente, porque el rendimiento de cada nueva hora era marginal. Así, de manera práctica, los plantadores buscaron el límite óptimo de rentabilidad en función del número de esclavos y la duración de la jornada de trabajo. A medida que las circunstancias se hicieron más críticas, esta se extendió hasta el extremo biológicamente soportable para que el esclavo rindiera un período de vida útil previamente calculado.
En Cuba, el sistema extensivo de trabajo alcanzó su clímax en la década de 1840. J. Higgins, uno de los más experimentados hacendados británicos, visitó Cuba y no pudo ocultar su asombro ante el incremento de la jornada de trabajo. En unas declaraciones sobre el particular, repitió constantemente: “Es un trabajo continuo, es un trabajo continuo…”. Y al final agregó: “Trabajan muy lentamente y muy imperfectamente: pero la ventaja de este trabajo es que es continuo”. James Kennedy, uno de los más sagaces observadores con que contara la diplomacia inglesa, se refirió a los efectos del trabajo extensivo en dieciocho horas diarias: “…Yo he sido testigo de ello… durante la zafra parecen seres idiotizados, extenuados, totalmente agotados”.
Los modernos estudios sobre fatiga industrial demuestran que los hombres sometidos a tareas extensivas durante varios años nunca pueden reponer totalmente las energías gastadas. Así, a la fatiga cotidiana hay que agregar una fatiga residual, acumulable en el tiempo, que provoca la reducción precoz de la capacidad laboral y el envejecimiento prematuro. La fatiga residual solo podía eliminarse con un descanso proporcional a su importancia; pero la usura de trabajo no lo permitía, y la fatiga volvía a manifestarse de nuevo al iniciar cada jornada. Pasado cierto tiempo, el cansancio acumulado se hizo irreversible. Este ritmo debió producir una honda disociación entre el tempus humano y el tempus de la necesidad productiva, una desincronización completa entre las posibilidades biológicas y la tarea impuesta.
Empleando en labores productivas todo el tiempo biológico disponible, se suprimió a los esclavos la vía de relación, no dejándoles ejercer otras funciones que las imprescindibles de supervivencia. Independientemente de las exigencias de carácter productivo, la supresión del tiempo libre obedeció también a razones de seguridad y a un proceso consciente de deculturación. Ocupado agobiantemente por una misma actividad elemental, repetida hasta el extremo de la resistencia física, se igualaron todos los esclavos, borrando las diferencias de habilidad dentro del grupo e imposibilitando la comunicación e interacción entre sus componentes.
El esclavo perdió toda significación humana. Estaba desprovisto de personalidad. Aunque por razones de identificación llevaron nombres diferentes, eran por igual hombres-máquinas, equipos de trabajo tipificados, adquiridos en el mercado, y se les atribuía una determinada productividad y durabilidad, siempre que fueran sometidos a un esfuerzo normado y se les diera el mantenimiento adecuado. Se intentó convertirlos en mecanismos eficientes al máximo: hacer de ellos una masa sin iniciativa propia, pero con respuesta automática a los estímulos laborales. Siegfried Giedion, en un libro trascendental, señaló que la barbarie mecanizada era la más repulsiva de todas las barbaries: esta fue la que se impuso a los esclavos negros, africanos y criollos, pero haciendo de ellos mismos una máquina.
Finalmente debemos destacar que, no obstante todos los esfuerzos realizados para liquidar el ancestro cultural y la vida de relación entre los esclavos, e introducir la división, a la larga se produjo siempre la normal acción solidaria que nace entre seres obligados a convivir y que sentían en común una misma explotación implacable. Como no fue posible la comunicación franca y pública, brotó la comunicación horizontal, subterránea. La necesidad de transmisión de informaciones secretas, como recurso de supervivencia, creó una moral de clandestinaje y contribuyó al fortalecimiento y sincretización de ciertas sectas de origen africano. Es posible, por ejemplo, que en esta necesidad creadora de un sistema visceral de comunicación esté la clave de la fuerza social de los abakuá.
El trabajo extensivo fue engendrando en los esclavos una especial conciencia del subsistir por el mero subsistir, que todavía en el siglo xx operará en determinados grupos de las sociedades del Caribe, y que se expresará en la frase cubana, y su equivalente brasileño: “el problema aquí es no morirse”. Esta filosofía del simple perdurar surge hoy como algo ancestral, casi atávico, en seres secularmente explotados y deculturados.

El ámbito urbano

Las colonias de plantación, productoras de mercancías para la exportación, requirieron de grandes concentraciones urbanas, generalmente portuarias, donde residía la infraestructura comercial del azúcar, el café, el cacao, el algodón… Estos centros urbanos fueron también residencia de la clase dominante no absentista o semiabsentista, de los organismos gobernantes y administrativos, la jefatura de las fuerzas represivas, la Iglesia, etc., y, por consiguiente, el corazón de la poca o mucha “vida cultural” de la Colonia.
El complejo infraestructural de estas urbes, y aun sus centros productivos casi siempre de carácter subsidiario a la economía de plantación, exigieron un importante volumen de trabajadores libres y un número igualmente importante de esclavos domésticos y de servicios. Por razones obvias, el esclavo urbano tuvo un superior nivel de vida y, sobre todo, de comunicación con la masa de los demás esclavos y también con el incipiente proletariado y lumpen proletario citadino. En las urbes predominó, cuantitativamente, el negro criollo sobre el africano: es decir, se seleccionó para las tareas infraestructurales al nacido en la colonia y que por lo tanto había pasado desde la cuna del proceso deculturador de domesticación. Y también hay equilibrio porcentual de sexos y, a veces, predominio femenino. Es indudable que sobre el esclavo urbano era materialmente imposible implantar el sistema de controles de la plantación; de ahí la necesidad de la clase dominante de establecer sistemas distintos, a veces más laxos, pero no por ello menos eficaces de subordinación y sujeción. Como veremos más adelante, el sistema de dominación impuesto a los esclavos urbanos, y que perdura después de abolida la esclavitud sobre los grupos más pobres del proletariado, permitió la recreación de sistemas simbólicos y códigos de comportamiento cotidiano heredados de África.
En nuestra opinión, no puede llegarse a la raíz de este problema si partimos del esquema antropológico que considera la trasculturación como un fenómeno de choque y síntesis entre un grupo de inmigrantes (coercitivos o no) que son insertados en una sociedad de moldes culturales europeos. La realidad de las que, muy vagamente, pudiéramos llamar zonas negras del Caribe es otra totalmente distinta. Desde sus inicios se trata de sociedades nuevas donde africanos y europeos van llegando simultáneamente: los primeros en condición de pueblos sojuzgados en una guerra de rapiña capitalista, y los segundos en condiciones de grupo explotador. No hay pues una sociedad prexistente a la europea, que se impregna de aportaciones africanas. Por lo tanto, es falso como método la simple búsqueda de africanismos para sopesar cuantitativamente cuántos se insertaron en los moldes establecidos. En realidad la cultura urbana de las sociedades del Caribe, como toda cultura, fue recreada y actualizada en relación con las necesidades del grupo, sus interacciones y el uso de sus productos. Y pudiéramos agregar también que fue elaborada, recreada y actualizada en estrecha dependencia con las contradicciones y posibilidades emergentes de la situación económica, política y social de las plantaciones. Son, desde sus orígenes, sociedades americanas en proceso de recreación de sus componentes euroafricanos. Lo que sí es indudable es que dentro de este ámbito los grupos negros y mulatos constituyeron la capa social más pobre, desprotegida y explotable. Que en el plano cultural se vieron profundamente afectados por formas de discriminación, prejuicios y descalificación social. Que fueron conscientemente aislados o marginados, y que se trató de inducir entre ellos conflictos que dificultasen su cohesión. En este sentido, las formas culturales portadas, creadas y recreadas por estas masas, están en estrecha relación con su situación concreta de carencias, marginación social, explotación económica y rechazo cultural. Visto así, lo esencial de un estudio antropológico debe estar en el análisis de la forma en que perdura y es usada (o recreada) esta cultura de explotación generada por los antiguos grupos africanos y extendida, dinámicamente, a los demás grupos explotados de la sociedad, independientemente de los problemas de pigmentación.
Abolida la esclavitud, el proceso deculturador continuó como mecanismo de sujeción en las pequeñas islas del Caribe. Y en Cuba y Brasil, como factor de división en el proletariado. Un ejemplo, sumamente ligado a lo que se ha dado en llamar la alta cultura y representativo del proceso consciente de escisión social, lo tenemos en el siguiente hecho: en la década de 1860 se fundó en Cuba la Sociedad Antropológica. No se trataba, en forma alguna, de una sociedad cultural subdesarrollada en simple imitación de los congéneres europeos. La Sociedad Antropológica de Cuba nacía como una necesidad de la clase dominante ante los problemas de enfrentamiento cultural de la Isla. Casi todo su cuerpo directivo estaba integrado por médicos de altísima calificación, graduados en París. Por ejemplo, su presidente Luis Montané Dardé, además de alumno eminente en París, había sido discípulo y posteriormente compañero de trabajo de Paul Brocá (fundador de la Revue d’Anthropologie) y Ernest Théodore Hamy, fundador del Museo Antropológico del Trocadero, hoy Musée de l’Homme. En una reunión de hombres con esta jerarquía científica se planteó, como cuestión incidental, la definición de cubano. Y casi por unanimidad se dijo que era todo hombre blanco nacido en Cuba. Cuando esto ocurría ya había finalizado la Guerra de los Diez Años, en la cual muchos miles de negros y mulatos habían muerto luchando por la independencia de Cuba, y el general en jefe de las tropas cubanas era precisamente un mulato.
Este doble comportamiento en la cima y en la base de la sociedad muestra hasta qué punto las diferencias culturales no eran una mera oposición de patrones y valores europeos y africanos, trasculturándose en un aire abstracto, sino que obedecían a factores muy concretos de enfrentamientos clasistas. Se producía lo que algunos sociólogos han denominado la ambivalencia socializada. Ambivalencia socializada que, como señala Benoist, se libra simultáneamente en el ámbito social global y en el seno mismo de cada individuo. Determinados valores culturales, específicas formas de organización e institucionalización, fueron conservadas dinámicamente (es decir, reproduciéndose y recreándose) como recurso de orientación, identidad, cohesión y dignidad del grupo dominado. Otros patrones y valores de la denominada cultura universal o alta cultura (y que en realidad integran un fondo de dominación euroetnocentrista) fueron adoptadas, reproducidas y recreadas también como recurso de cohesión del grupo dominante y mecanismo de poder.
En Cuba, las sangrientas guerras de independencia, donde las tropas estuvieron integradas en alta proporción por descendientes de africanos (ya criollos, en proceso de cubanización), la síntesis nacional se apresuró respecto a otros países del Caribe. Sin embargo, la intervención norteamericana y el dominio económico ejercido por ese país sobre la Isla hasta 1959, revivió los procesos desagregadores de la Colonia. Fue necesario el decursar de las décadas críticas del veinte y del treinta para que el hambre física de los grupos proletarios del Caribe removiese la base cultural y estructurase un amplio movimiento obrero unificado más allá de los europeísmos y africanismos, tan cuidadosamente preservados por las clases dominantes. De esta época son las violentas huelgas de Jamaica, Barbados, Georgetown y la organización definitiva del movimiento obrero cubano, bajo la dirección precisamente de un mulato oscuro, sin color. De esta época es también el gran grito de dignidad de la negritud, que con el tiempo deviene, paradójicamente, un dócil instrumento neocolonialista.
En síntesis, todo análisis de la africanidad en la América Latina, fuera del contexto de la lucha de clases, es una divagación en el vacío. Nada puede hacerse si se olvida que el negro africano vino como productor de plusvalía, y sus descendientes han continuado en la misma función. El profesor Sidney W. Mintz ha señalado, con su habitual brillantez, al referirse a la teoría de la marginalización, que si el negro ha estado secularmente marginado en lo social y lo cultural, nunca ha estado marginado como productor de mercancías. Sobre sus hombros se levantaron las grandes fortunas plantadoras.
La Revolución Cubana ha operado el “milagro” social de la eliminación del prejuicio racial en solo unos años, lo que derrumba la teoría de la marginalización. El milagro tiene una sola razón: la ruptura definitiva de las estructuras económicas y clasistas del capitalismo. En un período relativamente breve, los elementos de la cultura dominada, conservados y recreados celosamente como módulos de cohesión, han pasado al folclor nacional o se están extinguiendo, al faltarles la razón que los originara. Y es curioso, por ejemplo, que manifestaciones musicales y danzarias vinculadas originariamente a religiones africanas, van pasando al dominio nacional sin que el nuevo público interiorice sus contenidos simbólicos. Del mismo modo que al salir del contexto del fambá el ritual abakuá pierde su sentido trascendente, al romperse la estructura clasista, la cultura dominada pierde su razón de ser. En un libro sobre África en la América Latina, más que perseguir las huellas de África, hay que ver cómo grupos sociales africanos, europeos, asiáticos e indoamericanos, bajo fuerzas económicas concretas, crearon sociedades diversas de sus formas componentes.

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Nota

1—Sidney W. Mintz: “Africa of Latin America: An Unguarded Reflection”, en Leonor Blum y Manuel Moreno Fraginals (comps.): Africa in Latin America: Essays on History, Culture and Socialization, Holmes & Meier, New York, 1984.

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