A fines del siglo XVIII, en la pequeña, aunque próspera, colonia francesa de Saint-Domingue, un mundo erigido sobre la esclavitud, el colonialismo y la jerarquía racial sufrió un profundo trastorno. Los acontecimientos que estremecieron a Saint-Domingue de 1791 a 1804 convirtieron a la colonia europea más rica de su época en una nación independiente gobernada por exesclavos y sus descendientes. Esa nueva sociedad, nacida de un proceso inédito estaba en medio del Caribe, a corta distancia por barco de islas administradas por gobernadores europeos, y habitadas, a veces en proporciones abrumadoras, por africanos esclavizados.
A menos de cincuenta millas al oeste de Saint-Domingue se encontraba la isla de Cuba. Mientras que la esclavitud y el colonialismo se derrumbaban en la colonia francesa, Cuba sufría transformaciones que la hacían casi la imagen especular de Haití. En Cuba, los plantadores de azúcar y las autoridades coloniales eran testigos de la devastación de la colonia vecina y contemplaban su propia sociedad con nuevos ojos. Tanto en público como en privado, expresaban sus temores de que las escenas de la Revolución haitiana se repitieran en su propio suelo. Pero en su gran mayoría, los hombres que detentaban poder suficiente como para decidir sobre el curso futuro de la colonia española decidieron correr el riesgo. En connivencia con el estado colonial, los plantadores y comerciantes cubanos se apresuraron a llenar el vacío dejado por el derrumbe de Saint-Domingue. Importaron un número cada vez mayor de esclavos y amasaron fortunas enormes a partir del azúcar. “La época de nuestra felicidad ha llegado…”, predijo uno de los plantadores previendo el auge que convertiría a Cuba en uno de los mayores productores mundiales de azúcar. Pero la visión de los plantadores reconocía un peligro: se proponían seguir los pasos de su vecino francés y reproducir una prosperidad construida sobre la base del azúcar, la esclavitud y el colonialismo, y, a la vez, impedir a toda costa el trastorno causado por esas mismas instituciones en Saint-Domingue. En otras palabras, se proponían emular a Saint-Domingue, pero evitar a Haití.
No obstante, el ejemplo de Haití no era fácil de evitar, especialmente en Cuba, donde la Revolución haitiana parecía un asunto cercano y urgente. La distancia entre las dos islas era corta y los desplazamientos entre ellas eran frecuentes. A todo lo largo del período revolucionario, los esclavistas de la colonia francesa llegaron por millares con sus esclavos, en busca de refugio, contando historias de venganza y desolación. Las fuerzas francesas derrotadas por los exesclavos se evacuaban a través de Cuba, y los residentes de la localidad los observaban y debatían con gran interés sobre su presencia. En las décadas que siguieron a la independencia haitiana, los cubanos oyeron repetidos rumores sobre potenciales incursiones haitianas en territorio cubano. Y mientras los plantadores se enteraban de los sucesos de Haití, lo mismo hacían los esclavos y las personas de color libres, quienes, según un periódico de la época, se sabían de memoria los hechos de la revolución.1 Un funcionario afirmaba que entre ellos resonaban los nombres de los líderes haitianos como los de héroes y redentores invencibles de los esclavos.2 Las plantaciones cubanas se parecían cada vez más a sus predecesoras de Saint-Domingue: los esclavos estaban sujetos a regímenes laborales y disciplinarios brutales, a lo que en ocasiones respondían imaginando levantamientos como los de sus contrapartes haitianas. Analizar a Cuba en ese período con Haití en mente equivale, por tanto, a ver cómo se solapan, se hacen y se deshacen historias de la libertad y la esclavitud, simultáneamente y a corta distancia una de otra.
El presente artículo explora la manera en que esta aguda conciencia de la Revolución haitiana influyó sobre la transformación de la esclavitud en Cuba. Se pregunta en qué sentido el afianzamiento de la esclavitud en Cuba puede haber tomado su forma definitiva debido a que dicho proceso ocurrió, precisamente, mientras sus protagonistas contemplaban el desplome de la principal sociedad esclavista del mundo no lejos de sus costas. Para emprender esa exploración, comienzo con un breve análisis del pensamiento sobre la esclavitud y la libertad que imperaba en el seno de la elite de plantadores que conceptualizó y supervisó la transformación de la esclavitud cubana. No obstante, lo central del artículo tiene que ver con la cuestión, mucho menos documentada, de cómo los esclavos y las esclavas de Cuba pueden haber entendido la Revolución haitiana y su relacion con su propia esclavitud y libertad. Aunque la pregunta que me planteo aquí es específica acerca de las respuestas de los esclavos cubanos a la Revolución haitiana, ella tiene raíces e implicaciones más amplias. En 1979, Eugene Genovese afirmó audazmente que la Revolución haitiana había revolucionado la conciencia negra. En 1986, Julius Scott se convirtió en un pionero de los esfuerzos por interpretar cómo pudo producirse ese revolución de la conciencia, al documentar las maneras en que los negros del hemisferio supieron de la Revolución haitiana. En fecha más reciente, Laurent Dubois ha vuelto a hacer un nuevo llamado, al pedirnos que escribamos una historia intelectual de los esclavos en la Era de las Revoluciones y la Ilustración. Este artículo asume el reto lanzado por esas importantes obras. El punto no es solamente plantear que los esclavos tenían una historia intelectual, esto es, una historia del pensamiento con ideas acerca de la libertad, los derechos, el poder, etc.; ese punto es bastante evidente. Mi artículo es, por el contrario, un ejercicio metodológico y conceptual acerca de cómo podríamos explorar y escribir historias acerca de esa actividad intelectual y política.3
Las transformaciones de la esclavitud en Cuba
A inicios de la Revolución haitiana, en Cuba había unos ciento cincuentitrés mil esclavos. Ese número ya había comenzado a crecer, especialmente después de que la elite de los plantadores negociara para lograr que el comercio de esclavos hacia Cuba se abriera a los extranjeros en 1789. En agosto de 1791 se produjo el levantamiento en el norte de la colonia francesa. Con la decisión de reanudar la trata libre en manos del rey justo cuando la noticia de la rebelión de Saint-Domingue llegaba a Europa, los plantadores cubanos se empeñaron en garantizar que los informes sobre las quemas de plantaciones por parte de los esclavos no impidieran el crecimiento que tanto deseaban. Francisco Arango y Parreño –prominente plantador y político criollo, y la voz más elocuente a favor de la visión de crecimiento económico de los plantadores– se dirigió al rey para disipar todo temor y para argumentar a favor de la continuada expansión de la esclavitud en Cuba. La rebelión de esclavos, planteó, no debía ser motivo de temor, sino de agudos cálculos políticos y económicos. Sin demasiado esfuerzo, Arango llegaba a la conclusión que confirmaba el camino que él y sus colegas ya habían emprendido. La revolución, decía, representaba la oportunidad “de dar a nuestra agricultura… ventaja y preponderancia sobre la de los franceses”.4 Continuaba repitiendo los argumentos a favor de la expansión de la trata y reiterando su visión de una próspera colonia cubana sobre la base de la producción comercial de azúcar en gran escala con el trabajo de un número cada vez mayor de cautivos africanos.
La propuesta de Arango resultó persuasiva. El rey accedió, y durante las próximas dos décadas el crecimiento fue vertiginoso. Aproximadamente trescientos veinticinco mil africanos fueron llevados legalmente a Cuba como esclavos entre 1790 y 1820 (más de cuatro veces el número que ingresara durante los treinta años anteriores). La demanda era grande, porque el número de ingenios creció hasta casi duplicarse entre 1790 y 1806, mientras que la producción promedio de azúcar por ingenio en ese mismo periodo crecía a más del doble. En la década de1820, la visión de los plantadores se había materializado y Cuba había llegado a ocupar el lugar de Saint-Domingue como la colonia más rica del Nuevo Mundo y la mayor productora de azúcar del planeta.5
En el curso de esa expansión, sus arquitectos tuvieron que enfrentarse constantemente al espectro de la Revolución haitiana. Incluso cuando se regocijaban ante las oportunidades y la felicidad que (al menos para ellos) abundaban, a menudo se instaban unos a otros a pensar en cómo garantizar que la trata y la economía que ella sostenía siguieran floreciendo, al tiempo que evitaban una rebelión que diera por tierra con el crecimiento que acababan de lograr. En los numerosos escritos producidos por la elite de los plantadores –muchos de los cuales desempeñaron uno u otro cargo en la administración colonial– esta tensión es un tema recurrente.
La Junta de Fomento del Real Consulado, una de las instituciones más influyentes de la Cuba colonial, se fundó en 1794 bajo la tutela de la elite plantadora para alentar el crecimiento económico mediante la expansión de la agricultura y la liberalización del comercio.6 Pero aunque esa era su misión más general, su preocupación más urgente en el momento de su creación era la de conciliar el crecimiento económico producido por la esclavitud con el mantenimiento de la paz y el orden. Como señalara en 1799 uno de los miembros de la Junta, fue la revolución de esclavos de Saint-Domingue el hecho que más influyó en la creación de la Junta, y la primera tarea de la organización fue la de explorar métodos mediante los cuales se pudiera combinar el crecimiento de la población esclava con el mantenimiento de su tranquilidad y obediencia.7
El argumento que planteaban con más frecuencia Arango y los demás miembros del Real Consulado era el de que el crecimiento de la trata podía ir de la mano con la seguridad de la colonia. Arango lo afirmó desde el principio, al plantear en noviembre de 1791, poco después de enterarse del estallido de la revolución en Saint-Domingue, que los sucesos que estaban destruyendo la colonia francesa no podían repetirse en Cuba. La intranquilidad reinante en la primera no era resultado de una condición inherente a la institución de la esclavitud, sino de la irresponsabilidad política de los revolucionarios y funcionarios franceses, y de los amos franceses con respecto a sus esclavos. La lealtad hacia España era más fuerte y la esclavitud española más benigna que la francesa, apuntaba Arango. Sobre la base de esas diferencias, planteaba que no había nada que temer en Cuba.8 Los demás plantadores y políticos concordaban con él. Como explicara un miembro del Real Consulado en la época en que se fundara ese órgano (1794), “el riesgo de insurreción no era inminente aquí por que estando nuestros siervos en situación diferente, esto es con goces civiles que no lograron sus vecinos… y con la sugeción sobre todo de ser menores en número que las personas libres, no se debía esperar que pensasen por si solos o a lo menos que pudiesen sostenerse en rebelión y en consecuencia acordamos que pues era tan notoria la urgencia que de brazos tenían nuestros fértiles campiñas se buscaron con presteza los medios de socorrerla”.9
No obstante, mientras trataban de ampliar la trata, instaban a ejercer la mayor vigilancia. Encargaron y redactaron informes que evaluaban los peligros, examinaban el equilibrio o desequilibrio racial de la población, abogaban por la inmigración española, estudiaban las costas y las fortificaciones en las zonas más próximas a Saint-Domingue y reformaban el sistema de lucha contra los cimarrones, porque temían que en caso de que se produjera una invasión de negros procedente de la rebelde Saint-Domingue se unirían a ella. Fue en parte la prudencia nacida del ejemplo y la proximidad de la Revolución haitiana la que llevó a la elite criolla de La Habana a emprender lo que usualmente se entiende como proyectos de construcción del Estado y la nación: prospección del territorio nacional distante, conteo y clasificación de la población, diseño de programas para asentar personas en regiones escasamente pobladas.10 De hecho, uno de los primeros planes para el establecimiento de escuelas rurales en Cuba surgió en ese contexto de preocupación por la seguridad de los blancos en un mundo en el que había ocurrido la Revolución haitiana. El informe de la Junta sobre los métodos para garantizar la sumisión de los esclavos asumía que el ansia de libertad de estos era natural, incluso inextinguible, y que no había por qué temerla en y por sí misma. Pero alertaba que la organización y la naturaleza mismas de la plantación azucarera cubana estimulaban la disposición a alcanzar dicha libertad por la fuerza. Los problemas que identificaban no eran de los esclavos, sino de los amos, quienes, afirmaba, ejercían una autoridad absoluta en un contexto que no hacía sino alentar los abusos y excesos. Planteaban que los mayorales, a menudo peores, eran hombres de conocida rusticidad, cuyos únicos medios para hacer trabajar a los esclavos eran el machete y el látigo.11 La solución a esos problemas, decían los autores del informe, consistía en tratar de educar mejor a amos y mayorales sobre estas cuestiones, pero no en la reducción legal del poder o el derecho de los amos, lo que, indicaban, sería tan peligroso como el problema mismo. Unos amos y mayorales mejor educados tenderían a respetar más la condición humana de sus esclavos, a reconocer su derecho a casarse, a disponer de algún tiempo libre, a cultivar conucos. Si los dueños de esclavos se centraban menos en la cuestión de la ganancia inmediata y más en las de la viabilidad a largo plazo, se sentirían más dispuestos a comprar mujeres, lo que serviría para limitar la violencia y las conspiraciones. En su opinión, la creación de escuelas rurales reformaría a quienes ejercían autoridad sobre los esclavos, minimizando así la inclinación de estos a conquistar su libertad por la fuerza.
Al hacer esos planteamientos, los mismos plantadores-estadistas que habían insistido antes en que no había nada que temer, porque la esclavitud española era diferente a la francesa, comenzaban a admitir, al menos de manera implícita, que su celo por remplazar al Saint-Domingue francés había difuminado esa diferencia esencial y, con ello, una de las fuentes de la confianza que tuvieran en su seguridad. A medida que avanzaba la década de 1790, esa confianza pareció cada vez menos sólida. La elite de los plantadores continuó dedicada a reflexionar intelectual y pragmáticamente sobre el equilibrio entre sus ganancias y su propia sobrevivencia, pero esas reflexiones se hicieron cada vez menos abstractas. Y cada vez más estaban motivadas por momentos de crisis, producidos no tanto por los acontecimientos que tenían lugar en Saint-Domingue, sino por acontecimientos más inmediatos que ocurrían en Cuba. Hacia fines del decenio la Junta prologaba sus debates sobre la seguridad con agitadas discusiones relativas a la intranquilidad presente en su propio suelo. Aunque sus miembros seguían abogando por el azúcar y la esclavitud, comenzaban a admitir que había motivos de inquietud. La causa de este cambio –y de toda la especulación y las reflexiones sobre la esclavitud que produjo– estaba (como ellos mismos admitían) en la creciente resistencia de los esclavos de la isla. Advertían con disgusto y alarma la aparición y el incremento de la intranquilidad entre los esclavos, quienes, según ellos, actuaban cada vez con mayor “concierto y transcendencia”.12 En 1798, en uno de sus numerosos informes sobre los métodos para garantizar la tranquilidad de los esclavos, la Junta de Fomento lamentaba que “cinco tentativas o síntomas de insurrección han aparecido en el corto espacio de tres años con circunstancias de mas o menos gravedad que no dexan duda de que se halla sensiblemente ingerta entre nuestros esclavos la semilla de la rebelión”.13
¿Cómo interpretar las repetidas declaraciones de los plantadores en el sentido de que los esclavos, ante el ejemplo de la revolución de Saint-Domingue, se habían infectado con “la semilla de la rebelión”? La pregunta sugiere dos líneas de investigación, una relativamente sencilla, la otra significativamente más compleja. La primera supone tratar de calcular hasta qué punto las conspiraciones y rebeliones aumentaron en Cuba a raíz de la Revolución haitiana. Dada la vigilancia que ejercían las autoridades y los plantadores, esa pregunta es relativamente fácil de responder, siempre que se conserve algo en mente. Toda la polémica reciente (y no tan reciente) sobre la existencia de conspiraciones nos recuerda que no es posible que estemos seguros, a pesar de las voluminosas declaraciones tomadas por las autoridades a los esclavos sospechosos de conspirar, de si los rumores de una conspiración eran resultado de las habladurías, la paranoia y la tortura o de una real planificación concertada por parte de esclavos. Aun así, es perfectamente posible verificar si los casos de supuestas conspiraciones aumentaban, y aún más identificar los casos de indiscutibles rebeliones.
No resulta difícil corroborar las afirmaciones de los plantadores de que la sumisión de los esclavos de la isla se había visto profundamente perturbada. De hecho, se descubrieron rebeliones y conspiraciones de distintas dimensiones a intervalos bastante regulares: en 1795 en Bayamo y Puerto Príncipe; en 1796 en Puerto Príncipe; en 1798 en Trinidad, Güines, Mariel, Santa Cruz y otra vez en Puerto Príncipe; en 1802 en Managua; en 1803 en Río Hondo; en 1805 en Bayamo; en 1806 en Güines; en 1809 en La Habana y Puerto Príncipe; y en 1811-1812 en Puerto Príncipe, Bayamo, Holguín, Remedios y La Habana.14
Sólo la relación hace que las afirmaciones de los miembros del Consulado de La Habana parezcan al menos plausibles. El carácter de esos incidentes era muy variado. En Trinidad en 1798, por ejemplo, el problema parece haber consistido fundamentalmente en conversaciones informales entre esclavos, pero su número era lo suficientemente grande y sus palabras lo suficientemente alarmantes como para que se desplegara una amplia represión. Varios esclavos fueron ejecutados y otros fueron desterrados de la isla. A pesar de la firme intención de las autoridades de castigar a los supuestos criminales, los testimonios recogidos no revelan mucho acerca de un posible plan concertado para la rebelión. La mayoría de los sospechosos negaron haber tomado parte, y los dos que confesaron haber conspirado dijeron que lo habían hecho por ignorancia y pidieron clemencia. Lo ambicioso del plan y los supuestos vínculos con la revolución de Saint-Domingue parecen haber estado más en las mentes de los preocupados plantadores y de las autoridades que en las de los esclavos, y la rebelión nunca estalló.
Por el contrario, en Puerto Príncipe sólo un mes antes, un grupo de rebeldes inició una sublevación en la que asesinaron a blancos de tres fincas y pusieron a otros en el cepo antes de que la mayoría de ellos fuera capturada unos días después.15 Por tanto, parece posible relacionar la preocupación de los blancos con una escalada de las rebeliones y las conspiraciones.
La segunda línea de investigación, aunque vinculada a la primera, resulta notablemente más difícil de seguir. La afirmación de los plantadores de que la revolución de Saint-Domingue había hecho que los esclavos internalizaran las semillas de la rebelión tiene que ver con el mundo interior de los esclavos. Quizás no se diferencia mucho de la afirmación de Genovese de que “la revolución de Saint-Domingue revolucionó la conciencia negra en todo el Nuevo Mundo”.16 Esa afirmación nos obliga a investigar los efectos intelectuales y cognitivos que tuvo el ejemplo de Haití en el Mundo Atlántico. En los acápites siguientes abordaré esta cuestión, viendo primero algunos de los impedimentos y limitaciones para hacerlo, y después lo que es posible llegar a saber si nos planteamos la pregunta a pesar de los sustanciales obstáculos metodológicos que supone.
La esclavitud y la libertad en los testimonios de esclavos en Cuba
Lo que los esclavos pensaban solía aparecer en documentos escritos principalmente en momentos de crisis, esto es, de rebelión o de sospecha de conspiraciones. En esos momentos se les pedía a los esclavos (en contextos en que el poder se desplegaba con mucha fuerza) que revelaran sus pensamientos e hicieran recuentos de sus conversaciones. Por lo general, después de ser aprehendidos por la fuerza y a menudo bajo amenaza de tortura, se les pedía que declararan en un idioma que a veces no era el suyo, y sus palabras eran recogidas por un escribano que las parafraseaba en tercera persona. Eso nos deja en una duda perenne no sólo acerca de la veracidad y la integralidad de lo que ha llegado a nuestras manos como testimonio de los esclavos, sino también, y de manera más básica, sobre si las palabras que leemos –“libertad”, por ejemplo, o “Haití”– fueron las que pronunciara el esclavo en cuestión. A pesar de esas dificultades, los estudiosos han tendido a apoyarse en los testimonios existentes porque constituyen una de las pocas fuentes escritas que se aproximan a reales conversaciones entre esclavos, y en las que se les pide a estos que abunden sobre su condición de servidumbre y su imaginada o planeada liberación.17
En el caso de Cuba, los testimonios de esclavos que han llegado hasta nuestros días son numerosos. En casi todos los casos de supuestas rebeliones y conspiraciones antes señalados –y en muchos otros–, las autoridades apresaban a los sospechosos y les tomaban largas declaraciones. El caso típico era más o menos como sigue: un esclavo le revelaba a su amo o mayoral que había recibido una invitación para rebelarse y la había rechazado. Ese esclavo era llevado ante las autoridades para ser interrogado y los que mencionaba como organizadores también eran llevados e interrogados. La red invariablemente se ampliaba a medida que los esclavos iban dando los nombres de otros implicados de su dotación u otras cercanas. En presencia de las autoridades y de un escribano, respondían bajo juramento las preguntas que se les hacían: si estaban bautizados, juraban por la señal de la cruz; si no estaban bautizados, se les advertía que debían decir la verdad, o, al menos en un caso, se les permitía jurar “al dios que adora”.18
Las preguntas de los interrogatorios eran de rutina. El sospechoso daba su nombre, que a menudo contenía un marcador étnico (como Mariano Congo, Genaro Lucumí, José Criollo), así como su edad, su estatus, su lugar de nacimiento y residencia, su ocupación, el nombre de su amo, etc. En dependencia de la dimensión de la amenaza planteada (o imaginada), los interrogadores les preguntaban a los esclavos que servían de testigos sobre armas y aliados potenciales entre los blancos o las personas de color libres. En todos los casos se les pedía a los esclavos que brindaran detalles sobre reuniones y conversaciones con otros esclavos, que describieran los planes específicos de la rebelión y que mencionaran los nombres de todos los involucrados, en especial de los líderes. En sus respuestas a esas preguntas los testigos, al pasar, revelaban muchos detalles acerca de su vida cotidiana: sobre los ritmos de trabajo, las relaciones entre los esclavos y entre ellos y los libres, la participación en los cabildos de nación, la cultura material y la economía informal de los esclavos, las reuniones festivas, y, especialmente, los patrones cotidianos de movilidad que los llevaban de sus plantaciones a los caminos, los pueblos y otras fincas de la región.19 No obstante, a pesar de la riqueza de estos testimonios, fascinantes informaciones –e incluso preguntas obviamente básicas– eran pasadas por alto por los interrogadores, interesados solamente en lo que ya sabían que querían saber.20
Si el sospechoso parecía haber estado involucrado en la conspiración o rebelión, el interrogatorio se hacía más intenso y se repetía varias veces. Las contradicciones se resolvían trayendo a otros testigos para confrontar directamente al sospechoso, y los documentos escritos parafrasean esos careos sostenidos en presencia de las autoridades. La impugnación de las acusaciones por parte de los esclavos era recibida con una incredulidad explícita, en ocasiones agresiva, de los interrogadores: ¿cómo podían insistir en decir que no participó cuando es claro que…?, seguidas de una lectura de las reuniones y conversaciones que se les imputaban. Casi siempre se les preguntaba a los testigos en determinado momento por qué no habían informado del complot a sus amos o a las autoridades, porque en la gran mayoría de los casos no lo habían hecho. Buena parte de los interrogatorios, especialmente cuando los funcionarios creían que el testigo estaba verdaderamente implicado, terminaba con una pregunta que probablemente era más retórica que sustantiva y que tenía más que ver con afirmar la autoridad que con obtener información: ¿no se habían percatado de la seriedad de sus actos y de la severidad de los castigos reservados para quienes los cometían? Así, en 1812, a los testigos se les preguntó “si no sabe que es un delito muy enorme, promover, condesender, o concurrir en semejantes sublebaciones, mucho mas enorme quando se hacen con el animo decidido de matar gentes, no menos que incendiar las casas de la Poblacion [conqs] tantos y tan inumerables estragos se originan y que las Leyes tienen penas establecidas para escarmentar a los comisores de semejantes criminalidades”.21
Si la estructura de buena parte de las declaraciones sigue una fórmula debido a que se reiteran las mismas preguntas a los diferentes testigos, hay también un sentido en el cual el contenido de las declaraciones –y las respuestas dadas por los esclavos– responden a una fórmula. Las impugnaciones de la acusación eran lo acostumbrado, y la forma que adoptaban completamente predecible: el acusado afirmaba haber recibido una invitación a unirse al complot y haberse negado a ello. Incluso las confesiones de quienes admitían haber participado a menudo parecen recitadas de memoria y ajustadas a un mismo guión: confesaban planes de levantamiento, quema de las plantaciones, asesinatos de blancos, invasión de los pueblos, toma de armas en los fuertes, todo ello para conquistar su libertad y la tierra. Por supuesto, existen variaciones, pero incluso las variaciones tienden a adoptar la misma forma. Por ejemplo, si bien siempre parece haber un plan general para matar a los blancos –“Bamos [sic.] a chapear blancos como se chapea llerba”, en palabras de un esclavo– a menudo había desacuerdos acerca de si matar o no a determinados amos, amas, niños o sacerdotes.22
En ocasiones, en medio de las declaraciones usuales acerca de matar a todos los blancos, los testigos repetían conversaciones sobre planes para matar a personas específicas, a veces de manera también muy específica. José Miguel González, identificado como mandinga, y aparentemente unos de los principales dirigentes de la rebelión de enero de 1812 en Puerto Príncipe, por ejemplo, declaró que Calixto, uno de los organizadores, le había dicho que “que tres sugetos se lo habían de pagar a fé de carabali vivi el primero su amo de cuyo pellejo había de hacer un atabal, el Segundo el Sr Reg…[ilegible]. Y el tercero el Governador que sus cabezas habían de vailar”.23 Pero usualmente, las líneas generales –y algunas veces hasta los detalles– que se observan parecen muy similares, incluso de rutina.
Por un lado, la naturaleza repetitiva (y voluminosa) de los testimonios puede resultar abrumadora. Por el otro, su propia similitud se convierte en objeto potencial de investigación. Si pensamos en las preocupaciones de los plantadores acerca del número creciente de incidentes de conspiración y rebelión, nos percatamos de que no eran sólo las preguntas y las respuestas las que se repetían una y otra vez, sino el ritual de llevar a los esclavos ante las autoridades para que hablaran y se explicaran. Una y otra vez, las autoridades escuchaban unos descargos que deben haber parecido ensayados, ya que la inmensa mayoría de los esclavos interrogados admitía haber recibido una invitación a unirse a un movimiento, pero afirmaba haberla rechazado. Resulta difícil saber si esas autoridades, al oír declaraciones tan semejantes de un testigo tras otro, se habrán sentido aliviadas al comprobar que tantos esclavos rechazaban el llamado a la insurrección, o profundamente suspicaces de que entre tantos descargos, al menos algunos deben haber sido falsos.
Pero si leemos y escuchamos con cuidado, podemos ver un poco más allá de los descargos presentados por los esclavos. Si bien la mayoría de los testigos proclamaba a toda voz su rechazo a sumarse a la insurrección, casi todos añadían voluntariamente –sin que se les preguntara– las razones de su rechazo a rebelarse. En ocasiones los testigos explicaban que no se habían unido al movimiento porque estaban contentos con el trato que recibían de sus amos, en otras palabras, porque les eran leales. Esa es una respuesta que no puede resultar sorprendente en el contexto de un juicio en el cual un veredicto de culpabilidad –que resultaba bastante probable– traía como resultado seguro una muerte pública y penosa. En una conspiración de 1806 en Güines, por ejemplo, un esclavo testificó que se había negado a unirse porque había nacido entre blancos, vivía bien, y era leal a su ama, a quien sólo tenía que entregarle una parte de sus emolumentos diarios. Pero la gran mayoría de los esclavos interrogados en esa misma conspiración explicaba que su rechazo a sumarse a la rebelión no se debía a la lealtad, sino a razones mucho más pragmáticas. Mariano Congo declaró haber dicho que no porque creía que todos los negros morirían, Juan Bautista porque estimaba que el número de los blancos y los libres de color era mayor que el de los esclavos, José [Miguel] Catalina porque tenía una pierna lastimada, Tomás por miedo a que lo mataran, Rafael porque dijo que era un viejo miserable.24 Eran pocos los que rechazaban el atractivo y la justicia intrínsecos de una rebelión para conquistar su libertad; la mayoría simplemente juzgaba que en ese momento las fuerzas que se les oponían eran demasiado poderosas. Su rechazo, parecían admitir, no equivalía necesariamente a una falta de deseos.
Las autoridades oían a los esclavos parafrasear conversaciones sostenidas entre sí que a menudo se tornaban difusas en su misma similitud, conversaciones en las que los nombres –de los esclavos, las plantaciones y los pueblos– variaban, pero en las que la estructura de la narración era notablemente parecida. Sin embargo, en el ir y venir de preguntas y respuestas una cosa quedaba clara: las conversaciones sobre una posible rebelión eran un rasgo característico de esa sociedad esclavista, en la que las fantasías de liberación parecen haber encontrado frecuentemente una voz. Las repeticiones de tales descripciofines del siglo XVIII, en la pequeña, aunque próspera, colonia francesa de Saint-Domingue, un mundo erigido sobre la esclavitud, el colonialismo y la jerarquía racial sufrió un profundo trastorno. Los acontecimientos que estremecieron a Saint-Domingue de 1791 a 1804 convirtieron a la colonia europea más rica de su época en una nación independiente gobernada por exesclavos y sus descendientes. Esa nueva sociedad, nacida de un proceso inédito estaba en medio del Caribe, a corta distancia por barco de islas administradas por gobernadores europeos, y habitadas, a veces en proporciones abrumadoras, por africanos esclavizados.
A menos de cincuenta millas al oeste de Saint-Domingue se encontraba la isla de Cuba. Mientras que la esclavitud y el colonialismo se derrumbaban en la colonia francesa, Cuba sufría transformaciones que la hacían casi la imagen especular de Haití. En Cuba, los plantadores de azúcar y las autoridades coloniales eran testigos de la devastación de la colonia vecina y contemplaban su propia sociedad con nuevos ojos. Tanto en público como en privado, expresaban sus temores de que las escenas de la Revolución haitiana se repitieran en su propio suelo. Pero en su gran mayoría, los hombres que detentaban poder suficiente como para decidir sobre el curso futuro de la colonia española decidieron correr el riesgo. En connivencia con el estado colonial, los plantadores y comerciantes cubanos se apresuraron a llenar el vacío dejado por el derrumbe de Saint-Domingue. Importaron un número cada vez mayor de esclavos y amasaron fortunas enormes a partir del azúcar. “La época de nuestra felicidad ha llegado…”, predijo uno de los plantadores previendo el auge que convertiría a Cuba en uno de los mayores productores mundiales de azúcar. Pero la visión de los plantadores reconocía un peligro: se proponían seguir los pasos de su vecino francés y reproducir una prosperidad construida sobre la base del azúcar, la esclavitud y el colonialismo, y, a la vez, impedir a toda costa el trastorno causado por esas mismas instituciones en Saint-Domingue. En otras palabras, se proponían emular a Saint-Domingue, pero evitar a Haití.
No obstante, el ejemplo de Haití no era fácil de evitar, especialmente en Cuba, donde la Revolución haitiana parecía un asunto cercano y urgente. La distancia entre las dos islas era corta y los desplazamientos entre ellas eran frecuentes. A todo lo largo del período revolucionario, los esclavistas de la colonia francesa llegaron por millares con sus esclavos, en busca de refugio, contando historias de venganza y desolación. Las fuerzas francesas derrotadas por los exesclavos se evacuaban a través de Cuba, y los residentes de la localidad los observaban y debatían con gran interés sobre su presencia. En las décadas que siguieron a la independencia haitiana, los cubanos oyeron repetidos rumores sobre potenciales incursiones haitianas en territorio cubano. Y mientras los plantadores se enteraban de los sucesos de Haití, lo mismo hacían los esclavos y las personas de color libres, quienes, según un periódico de la época, se sabían de memoria los hechos de la revolución.1 Un funcionario afirmaba que entre ellos resonaban los nombres de los líderes haitianos como los de héroes y redentores invencibles de los esclavos.2 Las plantaciones cubanas se parecían cada vez más a sus predecesoras de Saint-Domingue: los esclavos estaban sujetos a regímenes laborales y disciplinarios brutales, a lo que en ocasiones respondían imaginando levantamientos como los de sus contrapartes haitianas. Analizar a Cuba en ese período con Haití en mente equivale, por tanto, a ver cómo se solapan, se hacen y se deshacen historias de la libertad y la esclavitud, simultáneamente y a corta distancia una de otra.
El presente artículo explora la manera en que esta aguda conciencia de la Revolución haitiana influyó sobre la transformación de la esclavitud en Cuba. Se pregunta en qué sentido el afianzamiento de la esclavitud en Cuba puede haber tomado su forma definitiva debido a que dicho proceso ocurrió, precisamente, mientras sus protagonistas contemplaban el desplome de la principal sociedad esclavista del mundo no lejos de sus costas. Para emprender esa exploración, comienzo con un breve análisis del pensamiento sobre la esclavitud y la libertad que imperaba en el seno de la elite de plantadores que conceptualizó y supervisó la transformación de la esclavitud cubana. No obstante, lo central del artículo tiene que ver con la cuestión, mucho menos documentada, de cómo los esclavos y las esclavas de Cuba pueden haber entendido la Revolución haitiana y su relacion con su propia esclavitud y libertad. Aunque la pregunta que me planteo aquí es específica acerca de las respuestas de los esclavos cubanos a la Revolución haitiana, ella tiene raíces e implicaciones más amplias. En 1979, Eugene Genovese afirmó audazmente que la Revolución haitiana había revolucionado la conciencia negra. En 1986, Julius Scott se convirtió en un pionero de los esfuerzos por interpretar cómo pudo producirse ese revolución de la conciencia, al documentar las maneras en que los negros del hemisferio supieron de la Revolución haitiana. En fecha más reciente, Laurent Dubois ha vuelto a hacer un nuevo llamado, al pedirnos que escribamos una historia intelectual de los esclavos en la Era de las Revoluciones y la Ilustración. Este artículo asume el reto lanzado por esas importantes obras. El punto no es solamente plantear que los esclavos tenían una historia intelectual, esto es, una historia del pensamiento con ideas acerca de la libertad, los derechos, el poder, etc.; ese punto es bastante evidente. Mi artículo es, por el contrario, un ejercicio metodológico y conceptual acerca de cómo podríamos explorar y escribir historias acerca de esa actividad intelectual y política.3
Las transformaciones de la esclavitud en Cuba
A inicios de la Revolución haitiana, en Cuba había unos ciento cincuentitrés mil esclavos. Ese número ya había comenzado a crecer, especialmente después de que la elite de los plantadores negociara para lograr que el comercio de esclavos hacia Cuba se abriera a los extranjeros en 1789. En agosto de 1791 se produjo el levantamiento en el norte de la colonia francesa. Con la decisión de reanudar la trata libre en manos del rey justo cuando la noticia de la rebelión de Saint-Domingue llegaba a Europa, los plantadores cubanos se empeñaron en garantizar que los informes sobre las quemas de plantaciones por parte de los esclavos no impidieran el crecimiento que tanto deseaban. Francisco Arango y Parreño –prominente plantador y político criollo, y la voz más elocuente a favor de la visión de crecimiento económico de los plantadores– se dirigió al rey para disipar todo temor y para argumentar a favor de la continuada expansión de la esclavitud en Cuba. La rebelión de esclavos, planteó, no debía ser motivo de temor, sino de agudos cálculos políticos y económicos. Sin demasiado esfuerzo, Arango llegaba a la conclusión que confirmaba el camino que él y sus colegas ya habían emprendido. La revolución, decía, representaba la oportunidad “de dar a nuestra agricultura… ventaja y preponderancia sobre la de los franceses”.4 Continuaba repitiendo los argumentos a favor de la expansión de la trata y reiterando su visión de una próspera colonia cubana sobre la base de la producción comercial de azúcar en gran escala con el trabajo de un número cada vez mayor de cautivos africanos.
La propuesta de Arango resultó persuasiva. El rey accedió, y durante las próximas dos décadas el crecimiento fue vertiginoso. Aproximadamente trescientos veinticinco mil africanos fueron llevados legalmente a Cuba como esclavos entre 1790 y 1820 (más de cuatro veces el número que ingresara durante los treinta años anteriores). La demanda era grande, porque el número de ingenios creció hasta casi duplicarse entre 1790 y 1806, mientras que la producción promedio de azúcar por ingenio en ese mismo periodo crecía a más del doble. En la década de1820, la visión de los plantadores se había materializado y Cuba había llegado a ocupar el lugar de Saint-Domingue como la colonia más rica del Nuevo Mundo y la mayor productora de azúcar del planeta.5
En el curso de esa expansión, sus arquitectos tuvieron que enfrentarse constantemente al espectro de la Revolución haitiana. Incluso cuando se regocijaban ante las oportunidades y la felicidad que (al menos para ellos) abundaban, a menudo se instaban unos a otros a pensar en cómo garantizar que la trata y la economía que ella sostenía siguieran floreciendo, al tiempo que evitaban una rebelión que diera por tierra con el crecimiento que acababan de lograr. En los numerosos escritos producidos por la elite de los plantadores –muchos de los cuales desempeñaron uno u otro cargo en la administración colonial– esta tensión es un tema recurrente.
La Junta de Fomento del Real Consulado, una de las instituciones más influyentes de la Cuba colonial, se fundó en 1794 bajo la tutela de la elite plantadora para alentar el crecimiento económico mediante la expansión de la agricultura y la liberalización del comercio.6 Pero aunque esa era su misión más general, su preocupación más urgente en el momento de su creación era la de conciliar el crecimiento económico producido por la esclavitud con el mantenimiento de la paz y el orden. Como señalara en 1799 uno de los miembros de la Junta, fue la revolución de esclavos de Saint-Domingue el hecho que más influyó en la creación de la Junta, y la primera tarea de la organización fue la de explorar métodos mediante los cuales se pudiera combinar el crecimiento de la población esclava con el mantenimiento de su tranquilidad y obediencia.7
El argumento que planteaban con más frecuencia Arango y los demás miembros del Real Consulado era el de que el crecimiento de la trata podía ir de la mano con la seguridad de la colonia. Arango lo afirmó desde el principio, al plantear en noviembre de 1791, poco después de enterarse del estallido de la revolución en Saint-Domingue, que los sucesos que estaban destruyendo la colonia francesa no podían repetirse en Cuba. La intranquilidad reinante en la primera no era resultado de una condición inherente a la institución de la esclavitud, sino de la irresponsabilidad política de los revolucionarios y funcionarios franceses, y de los amos franceses con respecto a sus esclavos. La lealtad hacia España era más fuerte y la esclavitud española más benigna que la francesa, apuntaba Arango. Sobre la base de esas diferencias, planteaba que no había nada que temer en Cuba.8 Los demás plantadores y políticos concordaban con él. Como explicara un miembro del Real Consulado en la época en que se fundara ese órgano (1794), “el riesgo de insurreción no era inminente aquí por que estando nuestros siervos en situación diferente, esto es con goces civiles que no lograron sus vecinos… y con la sugeción sobre todo de ser menores en número que las personas libres, no se debía esperar que pensasen por si solos o a lo menos que pudiesen sostenerse en rebelión y en consecuencia acordamos que pues era tan notoria la urgencia que de brazos tenían nuestros fértiles campiñas se buscaron con presteza los medios de socorrerla”.9
No obstante, mientras trataban de ampliar la trata, instaban a ejercer la mayor vigilancia. Encargaron y redactaron informes que evaluaban los peligros, examinaban el equilibrio o desequilibrio racial de la población, abogaban por la inmigración española, estudiaban las costas y las fortificaciones en las zonas más próximas a Saint-Domingue y reformaban el sistema de lucha contra los cimarrones, porque temían que en caso de que se produjera una invasión de negros procedente de la rebelde Saint-Domingue se unirían a ella. Fue en parte la prudencia nacida del ejemplo y la proximidad de la Revolución haitiana la que llevó a la elite criolla de La Habana a emprender lo que usualmente se entiende como proyectos de construcción del Estado y la nación: prospección del territorio nacional distante, conteo y clasificación de la población, diseño de programas para asentar personas en regiones escasamente pobladas.10 De hecho, uno de los primeros planes para el establecimiento de escuelas rurales en Cuba surgió en ese contexto de preocupación por la seguridad de los blancos en un mundo en el que había ocurrido la Revolución haitiana. El informe de la Junta sobre los métodos para garantizar la sumisión de los esclavos asumía que el ansia de libertad de estos era natural, incluso inextinguible, y que no había por qué temerla en y por sí misma. Pero alertaba que la organización y la naturaleza mismas de la plantación azucarera cubana estimulaban la disposición a alcanzar dicha libertad por la fuerza. Los problemas que identificaban no eran de los esclavos, sino de los amos, quienes, afirmaba, ejercían una autoridad absoluta en un contexto que no hacía sino alentar los abusos y excesos. Planteaban que los mayorales, a menudo peores, eran hombres de conocida rusticidad, cuyos únicos medios para hacer trabajar a los esclavos eran el machete y el látigo.11 La solución a esos problemas, decían los autores del informe, consistía en tratar de educar mejor a amos y mayorales sobre estas cuestiones, pero no en la reducción legal del poder o el derecho de los amos, lo que, indicaban, sería tan peligroso como el problema mismo. Unos amos y mayorales mejor educados tenderían a respetar más la condición humana de sus esclavos, a reconocer su derecho a casarse, a disponer de algún tiempo libre, a cultivar conucos. Si los dueños de esclavos se centraban menos en la cuestión de la ganancia inmediata y más en las de la viabilidad a largo plazo, se sentirían más dispuestos a comprar mujeres, lo que serviría para limitar la violencia y las conspiraciones. En su opinión, la creación de escuelas rurales reformaría a quienes ejercían autoridad sobre los esclavos, minimizando así la inclinación de estos a conquistar su libertad por la fuerza.
Al hacer esos planteamientos, los mismos plantadores-estadistas que habían insistido antes en que no había nada que temer, porque la esclavitud española era diferente a la francesa, comenzaban a admitir, al menos de manera implícita, que su celo por remplazar al Saint-Domingue francés había difuminado esa diferencia esencial y, con ello, una de las fuentes de la confianza que tuvieran en su seguridad. A medida que avanzaba la década de 1790, esa confianza pareció cada vez menos sólida. La elite de los plantadores continuó dedicada a reflexionar intelectual y pragmáticamente sobre el equilibrio entre sus ganancias y su propia sobrevivencia, pero esas reflexiones se hicieron cada vez menos abstractas. Y cada vez más estaban motivadas por momentos de crisis, producidos no tanto por los acontecimientos que tenían lugar en Saint-Domingue, sino por acontecimientos más inmediatos que ocurrían en Cuba. Hacia fines del decenio la Junta prologaba sus debates sobre la seguridad con agitadas discusiones relativas a la intranquilidad presente en su propio suelo. Aunque sus miembros seguían abogando por el azúcar y la esclavitud, comenzaban a admitir que había motivos de inquietud. La causa de este cambio –y de toda la especulación y las reflexiones sobre la esclavitud que produjo– estaba (como ellos mismos admitían) en la creciente resistencia de los esclavos de la isla. Advertían con disgusto y alarma la aparición y el incremento de la intranquilidad entre los esclavos, quienes, según ellos, actuaban cada vez con mayor “concierto y transcendencia”.12 En 1798, en uno de sus numerosos informes sobre los métodos para garantizar la tranquilidad de los esclavos, la Junta de Fomento lamentaba que “cinco tentativas o síntomas de insurrección han aparecido en el corto espacio de tres años con circunstancias de mas o menos gravedad que no dexan duda de que se halla sensiblemente ingerta entre nuestros esclavos la semilla de la rebelión”.13
¿Cómo interpretar las repetidas declaraciones de los plantadores en el sentido de que los esclavos, ante el ejemplo de la revolución de Saint-Domingue, se habían infectado con “la semilla de la rebelión”? La pregunta sugiere dos líneas de investigación, una relativamente sencilla, la otra significativamente más compleja. La primera supone tratar de calcular hasta qué punto las conspiraciones y rebeliones aumentaron en Cuba a raíz de la Revolución haitiana. Dada la vigilancia que ejercían las autoridades y los plantadores, esa pregunta es relativamente fácil de responder, siempre que se conserve algo en mente. Toda la polémica reciente (y no tan reciente) sobre la existencia de conspiraciones nos recuerda que no es posible que estemos seguros, a pesar de las voluminosas declaraciones tomadas por las autoridades a los esclavos sospechosos de conspirar, de si los rumores de una conspiración eran resultado de las habladurías, la paranoia y la tortura o de una real planificación concertada por parte de esclavos. Aun así, es perfectamente posible verificar si los casos de supuestas conspiraciones aumentaban, y aún más identificar los casos de indiscutibles rebeliones.
No resulta difícil corroborar las afirmaciones de los plantadores de que la sumisión de los esclavos de la isla se había visto profundamente perturbada. De hecho, se descubrieron rebeliones y conspiraciones de distintas dimensiones a intervalos bastante regulares: en 1795 en Bayamo y Puerto Príncipe; en 1796 en Puerto Príncipe; en 1798 en Trinidad, Güines, Mariel, Santa Cruz y otra vez en Puerto Príncipe; en 1802 en Managua; en 1803 en Río Hondo; en 1805 en Bayamo; en 1806 en Güines; en 1809 en La Habana y Puerto Príncipe; y en 1811-1812 en Puerto Príncipe, Bayamo, Holguín, Remedios y La Habana.14
Sólo la relación hace que las afirmaciones de los miembros del Consulado de La Habana parezcan al menos plausibles. El carácter de esos incidentes era muy variado. En Trinidad en 1798, por ejemplo, el problema parece haber consistido fundamentalmente en conversaciones informales entre esclavos, pero su número era lo suficientemente grande y sus palabras lo suficientemente alarmantes como para que se desplegara una amplia represión. Varios esclavos fueron ejecutados y otros fueron desterrados de la isla. A pesar de la firme intención de las autoridades de castigar a los supuestos criminales, los testimonios recogidos no revelan mucho acerca de un posible plan concertado para la rebelión. La mayoría de los sospechosos negaron haber tomado parte, y los dos que confesaron haber conspirado dijeron que lo habían hecho por ignorancia y pidieron clemencia. Lo ambicioso del plan y los supuestos vínculos con la revolución de Saint-Domingue parecen haber estado más en las mentes de los preocupados plantadores y de las autoridades que en las de los esclavos, y la rebelión nunca estalló.
Por el contrario, en Puerto Príncipe sólo un mes antes, un grupo de rebeldes inició una sublevación en la que asesinaron a blancos de tres fincas y pusieron a otros en el cepo antes de que la mayoría de ellos fuera capturada unos días después.15 Por tanto, parece posible relacionar la preocupación de los blancos con una escalada de las rebeliones y las conspiraciones.
La segunda línea de investigación, aunque vinculada a la primera, resulta notablemente más difícil de seguir. La afirmación de los plantadores de que la revolución de Saint-Domingue había hecho que los esclavos internalizaran las semillas de la rebelión tiene que ver con el mundo interior de los esclavos. Quizás no se diferencia mucho de la afirmación de Genovese de que “la revolución de Saint-Domingue revolucionó la conciencia negra en todo el Nuevo Mundo”.16 Esa afirmación nos obliga a investigar los efectos intelectuales y cognitivos que tuvo el ejemplo de Haití en el Mundo Atlántico. En los acápites siguientes abordaré esta cuestión, viendo primero algunos de los impedimentos y limitaciones para hacerlo, y después lo que es posible llegar a saber si nos planteamos la pregunta a pesar de los sustanciales obstáculos metodológicos que supone.
La esclavitud y la libertad en los testimonios de esclavos en Cuba
Lo que los esclavos pensaban solía aparecer en documentos escritos principalmente en momentos de crisis, esto es, de rebelión o de sospecha de conspiraciones. En esos momentos se les pedía a los esclavos (en contextos en que el poder se desplegaba con mucha fuerza) que revelaran sus pensamientos e hicieran recuentos de sus conversaciones. Por lo general, después de ser aprehendidos por la fuerza y a menudo bajo amenaza de tortura, se les pedía que declararan en un idioma que a veces no era el suyo, y sus palabras eran recogidas por un escribano que las parafraseaba en tercera persona. Eso nos deja en una duda perenne no sólo acerca de la veracidad y la integralidad de lo que ha llegado a nuestras manos como testimonio de los esclavos, sino también, y de manera más básica, sobre si las palabras que leemos –“libertad”, por ejemplo, o “Haití”– fueron las que pronunciara el esclavo en cuestión. A pesar de esas dificultades, los estudiosos han tendido a apoyarse en los testimonios existentes porque constituyen una de las pocas fuentes escritas que se aproximan a reales conversaciones entre esclavos, y en las que se les pide a estos que abunden sobre su condición de servidumbre y su imaginada o planeada liberación.17
En el caso de Cuba, los testimonios de esclavos que han llegado hasta nuestros días son numerosos. En casi todos los casos de supuestas rebeliones y conspiraciones antes señalados –y en muchos otros–, las autoridades apresaban a los sospechosos y les tomaban largas declaraciones. El caso típico era más o menos como sigue: un esclavo le revelaba a su amo o mayoral que había recibido una invitación para rebelarse y la había rechazado. Ese esclavo era llevado ante las autoridades para ser interrogado y los que mencionaba como organizadores también eran llevados e interrogados. La red invariablemente se ampliaba a medida que los esclavos iban dando los nombres de otros implicados de su dotación u otras cercanas. En presencia de las autoridades y de un escribano, respondían bajo juramento las preguntas que se les hacían: si estaban bautizados, juraban por la señal de la cruz; si no estaban bautizados, se les advertía que debían decir la verdad, o, al menos en un caso, se les permitía jurar “al dios que adora”.18
Las preguntas de los interrogatorios eran de rutina. El sospechoso daba su nombre, que a menudo contenía un marcador étnico (como Mariano Congo, Genaro Lucumí, José Criollo), así como su edad, su estatus, su lugar de nacimiento y residencia, su ocupación, el nombre de su amo, etc. En dependencia de la dimensión de la amenaza planteada (o imaginada), los interrogadores les preguntaban a los esclavos que servían de testigos sobre armas y aliados potenciales entre los blancos o las personas de color libres. En todos los casos se les pedía a los esclavos que brindaran detalles sobre reuniones y conversaciones con otros esclavos, que describieran los planes específicos de la rebelión y que mencionaran los nombres de todos los involucrados, en especial de los líderes. En sus respuestas a esas preguntas los testigos, al pasar, revelaban muchos detalles acerca de su vida cotidiana: sobre los ritmos de trabajo, las relaciones entre los esclavos y entre ellos y los libres, la participación en los cabildos de nación, la cultura material y la economía informal de los esclavos, las reuniones festivas, y, especialmente, los patrones cotidianos de movilidad que los llevaban de sus plantaciones a los caminos, los pueblos y otras fincas de la región.19 No obstante, a pesar de la riqueza de estos testimonios, fascinantes informaciones –e incluso preguntas obviamente básicas– eran pasadas por alto por los interrogadores, interesados solamente en lo que ya sabían que querían saber.20
Si el sospechoso parecía haber estado involucrado en la conspiración o rebelión, el interrogatorio se hacía más intenso y se repetía varias veces. Las contradicciones se resolvían trayendo a otros testigos para confrontar directamente al sospechoso, y los documentos escritos parafrasean esos careos sostenidos en presencia de las autoridades. La impugnación de las acusaciones por parte de los esclavos era recibida con una incredulidad explícita, en ocasiones agresiva, de los interrogadores: ¿cómo podían insistir en decir que no participó cuando es claro que…?, seguidas de una lectura de las reuniones y conversaciones que se les imputaban. Casi siempre se les preguntaba a los testigos en determinado momento por qué no habían informado del complot a sus amos o a las autoridades, porque en la gran mayoría de los casos no lo habían hecho. Buena parte de los interrogatorios, especialmente cuando los funcionarios creían que el testigo estaba verdaderamente implicado, terminaba con una pregunta que probablemente era más retórica que sustantiva y que tenía más que ver con afirmar la autoridad que con obtener información: ¿no se habían percatado de la seriedad de sus actos y de la severidad de los castigos reservados para quienes los cometían? Así, en 1812, a los testigos se les preguntó “si no sabe que es un delito muy enorme, promover, condesender, o concurrir en semejantes sublebaciones, mucho mas enorme quando se hacen con el animo decidido de matar gentes, no menos que incendiar las casas de la Poblacion [conqs] tantos y tan inumerables estragos se originan y que las Leyes tienen penas establecidas para escarmentar a los comisores de semejantes criminalidades”.21
Si la estructura de buena parte de las declaraciones sigue una fórmula debido a que se reiteran las mismas preguntas a los diferentes testigos, hay también un sentido en el cual el contenido de las declaraciones –y las respuestas dadas por los esclavos– responden a una fórmula. Las impugnaciones de la acusación eran lo acostumbrado, y la forma que adoptaban completamente predecible: el acusado afirmaba haber recibido una invitación a unirse al complot y haberse negado a ello. Incluso las confesiones de quienes admitían haber participado a menudo parecen recitadas de memoria y ajustadas a un mismo guión: confesaban planes de levantamiento, quema de las plantaciones, asesinatos de blancos, invasión de los pueblos, toma de armas en los fuertes, todo ello para conquistar su libertad y la tierra. Por supuesto, existen variaciones, pero incluso las variaciones tienden a adoptar la misma forma. Por ejemplo, si bien siempre parece haber un plan general para matar a los blancos –“Bamos [sic.] a chapear blancos como se chapea llerba”, en palabras de un esclavo– a menudo había desacuerdos acerca de si matar o no a determinados amos, amas, niños o sacerdotes.22
En ocasiones, en medio de las declaraciones usuales acerca de matar a todos los blancos, los testigos repetían conversaciones sobre planes para matar a personas específicas, a veces de manera también muy específica. José Miguel González, identificado como mandinga, y aparentemente unos de los principales dirigentes de la rebelión de enero de 1812 en Puerto Príncipe, por ejemplo, declaró que Calixto, uno de los organizadores, le había dicho que “que tres sugetos se lo habían de pagar a fé de carabali vivi el primero su amo de cuyo pellejo había de hacer un atabal, el Segundo el Sr Reg…[ilegible]. Y el tercero el Governador que sus cabezas habían de vailar”.23 Pero usualmente, las líneas generales –y algunas veces hasta los detalles– que se observan parecen muy similares, incluso de rutina.
Por un lado, la naturaleza repetitiva (y voluminosa) de los testimonios puede resultar abrumadora. Por el otro, su propia similitud se convierte en objeto potencial de investigación. Si pensamos en las preocupaciones de los plantadores acerca del número creciente de incidentes de conspiración y rebelión, nos percatamos de que no eran sólo las preguntas y las respuestas las que se repetían una y otra vez, sino el ritual de llevar a los esclavos ante las autoridades para que hablaran y se explicaran. Una y otra vez, las autoridades escuchaban unos descargos que deben haber parecido ensayados, ya que la inmensa mayoría de los esclavos interrogados admitía haber recibido una invitación a unirse a un movimiento, pero afirmaba haberla rechazado. Resulta difícil saber si esas autoridades, al oír declaraciones tan semejantes de un testigo tras otro, se habrán sentido aliviadas al comprobar que tantos esclavos rechazaban el llamado a la insurrección, o profundamente suspicaces de que entre tantos descargos, al menos algunos deben haber sido falsos.
Pero si leemos y escuchamos con cuidado, podemos ver un poco más allá de los descargos presentados por los esclavos. Si bien la mayoría de los testigos proclamaba a toda voz su rechazo a sumarse a la insurrección, casi todos añadían voluntariamente –sin que se les preguntara– las razones de su rechazo a rebelarse. En ocasiones los testigos explicaban que no se habían unido al movimiento porque estaban contentos con el trato que recibían de sus amos, en otras palabras, porque les eran leales. Esa es una respuesta que no puede resultar sorprendente en el contexto de un juicio en el cual un veredicto de culpabilidad –que resultaba bastante probable– traía como resultado seguro una muerte pública y penosa. En una conspiración de 1806 en Güines, por ejemplo, un esclavo testificó que se había negado a unirse porque había nacido entre blancos, vivía bien, y era leal a su ama, a quien sólo tenía que entregarle una parte de sus emolumentos diarios. Pero la gran mayoría de los esclavos interrogados en esa misma conspiración explicaba que su rechazo a sumarse a la rebelión no se debía a la lealtad, sino a razones mucho más pragmáticas. Mariano Congo declaró haber dicho que no porque creía que todos los negros morirían, Juan Bautista porque estimaba que el número de los blancos y los libres de color era mayor que el de los esclavos, José [Miguel] Catalina porque tenía una pierna lastimada, Tomás por miedo a que lo mataran, Rafael porque dijo que era un viejo miserable.24 Eran pocos los que rechazaban el atractivo y la justicia intrínsecos de una rebelión para conquistar su libertad; la mayoría simplemente juzgaba que en ese momento las fuerzas que se les oponían eran demasiado poderosas. Su rechazo, parecían admitir, no equivalía necesariamente a una falta de deseos.
Las autoridades oían a los esclavos parafrasear conversaciones sostenidas entre sí que a menudo se tornaban difusas en su misma similitud, conversaciones en las que los nombres –de los esclavos, las plantaciones y los pueblos– variaban, pero en las que la estructura de la narración era notablemente parecida. Sin embargo, en el ir y venir de preguntas y respuestas una cosa quedaba clara: las conversaciones sobre una posible rebelión eran un rasgo característico de esa sociedad esclavista, en la que las fantasías de liberación parecen haber encontrado frecuentemente una voz. Las repeticiones de tales descripciones en las declaraciones estaban referidas a numerosas conversaciones similares sostenidas en las plantaciones, los caminos, los pueblos. Un esclavo que describía en detalle las conversaciones conspirativas, al pasar, las describía como típicas de las “habladurías” que circulaban todo el tiempo entre los esclavos. En 1798, un esclavo de Trinidad contó una conversación sostenida con otro esclavo en la cual comentaron que la conspiración del momento “ya tenía formalidad y no era como todos los años”, lo que constituye una indicación de la naturaleza probablemente rutinaria de dichas conversaciones.25 Otro testigo, Calixto (el mismo que supuestamente había amenazado con hacer un atabal con el pellejo de su amo), admitió que había estado dispuesto a ayudar a los rebeldes y que no había advertido a las autoridades. Una indicación no sólo de la omnipresencia de esas conversaciones, sino también de su universalidad entre los esclavos es que en su declaración dijo que “para descargo de su conciencia que quantos negros esclavos hay tanto dentro como fuera de la V.a.[villa] todos tienen la misma disposición y que generalmte. estan con esta conversación no especificándolos porque sería un proceder en infiníto”.26
A las autoridades que escuchaban esos testimonios, las implicaciones deben haberles parecido terribles: una interminable fila de esclavos que al actuar como testigos describían un número infinito de conversaciones que a su vez se referían a otro número indeterminado de conversaciones, muchas de ellas acerca de conspiraciones, rebeliones y autoliberaciones. El volumen y el contenido repetitivo de las declaraciones configuran un terreno en el cual los esclavos parecen haber estado imaginando casi siempre la guerra y la libertad que esta traería.
Vistas a esa luz, las advertencias y preocupaciones de la elite de los plantadores se entienden menos como una reacción abstracta a las noticias que llegaban de Haití que como una reacción al mundo que se les revelaba en los testimonios judiciales. Lo que quiero subrayar no es que los plantadores reaccionaran invariablemente con temor ni que los esclavos estuvieran planificando siempre una rebelión, sino que en un contexto en el que la Revolución haitiana (o Haití) era una presencia constante, y en el que los esclavos repetían una y otra vez descripciones de conversaciones siempre sobre el mismo tema, una rebelión esclava local se convertía en una posibilidad cotidiana. Esas conversaciones, imperfectamente registradas más tarde en las declaraciones judiciales, constituyen un telón de fondo a las afirmaciones de las autoridades blancas acerca de un mundo lleno de peligros, habitado por esclavos que habían internalizado las semillas de la rebelión y autoridades obligadas a adoptar una postura de extrema vigilancia para impedir que florecieran otros Haití.
El recitativo de planes que siempre parecían los mismos, no obstante, no sólo afectaba la manera en que las declaraciones pueden haberse entendido en la época. También puede afectar la forma en que los estudiosos leemos esos testimonios. Las declaraciones, consistentes en cientos y hasta miles de p