Obediencia a Dios, obediencia a la vida

Izett Samá

Cuando recibas todas estas bendiciones o sufras estas maldiciones de las que te he hablado, y las recuerdes en cualquier nación por donde el Señor tu dios te haya dispersado; y cuando tú y tus hijos se vuelvan al Señor tu Dios y le obedezcan con todo el corazón y con toda el alma, tal como hoy te lo ordeno, entonces el Señor tu Dios restaurará tu buena fortuna y se compadecerá de ti (Dt 30,1-3)

Introducción

Toda sociedad necesita de reglas y leyes para su funcionamiento. Son necesarias normas, regulaciones, sistemas que ayuden a la convivencia y a la toma de conciencia de las ciudadanas y los ciudadanos sobre sus derechos y responsabilidades. Algunas de estas reglamentaciones han sido establecidas con fuerza legal y otras regulan la manera en que se dan las relaciones como parte de características culturales en los diferentes contextos. Sin embargo, ¿qué sucede cuando estas leyes, regulaciones, normas no responden a los principios éticos necesarios para la vida? ¿Cómo obedecer códigos que van contra la integridad, la dignidad y la plenitud de vida de algunas personas?

Para la Real Academia de la Lengua Española, obedecer significa cumplir la voluntad de quien manda. Desde pequeños vamos creciendo con la conciencia de que debemos obedecer a un cierto número de personas que, al parecer, saben mejor que nosotros qué debemos hacer, qué necesitamos y cuáles son los momentos en que podemos actuar de una manera o de otra. Nos enseñan que obedecer nos hace mejores seres humanos, porque así mostramos respeto a quienes viven a nuestro alrededor.
De esta forma, se nos hace difícil incumplir ciertas leyes, violar ciertas normas, romper algunos esquemas sin sentirnos culpables. Muchas veces preferimos obedecer sin cuestionar, sin indagar más profundamente, antes de exponernos a sufrir las consecuencias de nuestra desobediencia, aunque esta tenga como fin la justicia.

En el mundo cristiano la obediencia tiene connotaciones especiales. La obediencia a Dios es un llamado constante que se hace a las y los creyentes desde el púlpito, y que se fundamenta en la interpretación de numerosos textos bíblicos del Antiguo y el Nuevo Testamentos. Sin embargo, esta obediencia a Dios tiene significados diferentes según la imagen de Dios que tengamos como centro de nuestra vida cristiana. A lo largo de la historia vemos como una supuesta obediencia a Dios ha llevado a la esclavitud, a la muerte, a la indignidad, a la exclusión a millones de seres humanos. Obedeciendo a Dios se ha dañado la naturaleza, se han atacado países, se han negado derechos. Otras imágenes de Dios llevaron a personas como Martin Luther King a rebelarse contra las injusticias de la ley de segregación racial en los Estados Unidos. Llevaron a Monseñor Oscar Arnulfo Romero a permanecer al lado de su pueblo salvadoreño, aun amenazado de muerte. Y mantienen hoy a muchas mujeres y hombres luchando por la justicia en diferentes partes del mundo y sufriendo las consecuencias de esta obediencia ¿Cómo explicar que la obediencia a un mismo Dios motive actitudes tan diferentes?
Hoy, desde nuestras comunidades, necesitamos reinterpretar los textos sagrados de forma tal que tengamos claro que el Dios al cual debemos obedecer es un Dios de vida, no de muerte; un Dios de justicia, no de injusticia; un Dios de inclusión, no de marginación; un Dios de respeto, no de indignidad. De igual modo, nuestra reflexión teológica debe estar en función de promover sentidos de vida, justicia, bienestar común, relaciones equitativas con y entre quienes formamos parte de este planeta.

Releyendo Hechos 5,29-32

La relectura de los textos bíblicos es siempre una nueva oportunidad para dar vida a los textos sagrados. Estos cobran nuevos significados y, por tanto, descubrimos nuevas propuestas para nuestras vidas. En ese proceso, nuestro
contexto se ilumina con las Escrituras. Releemos y encontramos herramientas que nos ayudan a transformar nuestra realidad.

Así, resignificar los textos que nos hablan de la obediencia, que han sido utilizados en muchas ocasiones para condenar o manipular a los miembros de nuestras congregaciones, resulta esencial para entender la manera en que debemos participar en la sociedad y en la comunidad de fe.

Una mirada al libro de Hechos de los Apóstoles nos muestra las diferentes estrategias que las comunidades originarias tuvieron que adoptar para poder realizar la labor de misión a la que estaban llamadas. Diferentes maneras de entender el evangelio, de vivir la nueva fe, entraron en contradicción en los primeros siglos, y fue necesario releer la historia, las culturas, el recuerdo de los hechos de Jesús, a la luz del nuevo contexto donde se insertaban.

Esa generación de cristianos no solo se enfrentaba a un gran imperio con mecanismos de dominación, exclusión y explotación bien establecidos; tenía ante sí, además, toda una gama de conflictos entre grupos provenientes de diferentes culturas y diferentes visiones sobre la mejor manera de actuar frente a una iglesia que crecía y se diversificaba en liderazgos y número de creyentes. Presiones internas y externas impulsaron a la búsqueda de alternativas que llevaron en algunos casos a radicalizar el mensaje de la fe de manera contundente. Se hacía urgente mostrar cuál era el verdadero Dios al que era necesario seguir.

En este contexto encontramos el texto de Hechos 5,29-32, que confirma la claridad y la radicalidad que los apóstoles asumieron ante tanta oposición.

¡Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres!

Con estas palabras, Pedro y los demás apóstoles comenzaban su apología frente a los poderes militares y religiosos que les impedían enseñar en el nombre de Jesucristo. ¿Cuándo anteponer la obediencia a Dios frente a la de los seres humanos? Cuando las leyes de estos no se corresponden con la voluntad de Dios. Si las leyes que como seres humanos implementamos van contra la justicia, no fomentan la libertad, el amor, el compañerismo, la inclusión, entonces no es necesario obedecerlas. ¿Cómo obedecer leyes que van contra la vida? La vida es un regalo de Dios y es necesario vivirla a plenitud. Para ello es necesario que las leyes que rigen la vida de nuestras comunidades y sociedades no se sustenten sobre principios de dominación, exclusión e imposición.

¿Cómo es posible entender que nuestras sociedades estén fragmentadas, que quienes acumulan riquezas miren con desinterés el hambre, la miseria, las situaciones de indignidad en que viven millones y millones de personas? ¿Cómo entender la segregación y la exclusión a las que son sometidos millones de personas por el color de su piel, su orientación sexual, su género, su nivel intelectual, su cultura, su país de origen? ¿Cuáles son las leyes que sustentan esos sistemas de desigualdad y muerte? Muchas mujeres alrededor del mundo, en nuestros países, nuestras ciudades, nuestros barrios, son víctimas de violencia; niñas y niños de diferentes edades son esclavizados sin consideración por dueños de grandes empresas; a cientos de personas se les niega el derecho a participar activamente en la sociedad en la que viven. Cada una de estas situaciones es sustentada por leyes y reglas que nosotros, seres humanos, hemos construido a lo largo de la historia. Es necesario, entonces, dejar de obedecer lo que para algunas y algunos es “normal” y anteponer la obediencia a Dios en medio de esta realidad.

Pedro y los discípulos se encontraban ante la misma disyuntiva y su decisión fue clara y radical: la única ley que obedecemos es la de Dios, pues la de los seres humanos está totalmente fuera de Su voluntad. La decisión de desobedecer las leyes de los poderes religiosos que los acusaban podía tener consecuencias, ya las habían tenido antes, pero es mejor correr el riesgo que dejar de ser consecuentes con la responsabilidad que tenían como seguidores de Jesús. El pueblo los necesitaba, su trabajo era dar esperanzas, devolver a la vida social, sanar las heridas causadas por exclusiones, dominaciones; no podían dejar de hacerlo solo porque quienes tenían el poder impedían que el pueblo siguiera a un grupo que no era parte de la elite, que estaba fuera de la institución, fuera de su dominio. Un grupo que se negaba a seguir las leyes de exclusión, injusticia y dominación que ellos tenían instauradas. Como bien dijo Pedro, esas no son las leyes que queremos ni debemos obedecer. La ley de Dios es la única que seguiremos. No importan las consecuencias.

El Dios de nuestros antepasados resucitó a Jesús… para que diera a Israel arrepentimiento y perdón de los pecados…

Conocer al Dios al cual obedecemos es esencial. Los discípulos lo sabían. Su Dios es el Dios que se ha revelado a través de la historia, no es un Dios ajeno a sus vidas. Es un Dios que entiende la urgencia de sacar de los caminos de muerte a los seres humanos. “Nuestro Dios resucitó a Jesús a quien ustedes mataron, colgándolo en un madero.” Lo que ustedes con sus leyes matan, nuestro Dios lo devuelve a la vida.

Este Dios se impone frente a la injusticia, trae nuevamente a la vida a quienes han sido víctimas de los poderes. Cómo no obedecer a este Dios, si aun en medio de nuestras angustias, nuestras ansiedades e insatisfacciones personales, nos muestra nuevos caminos y nuevas puertas. La obediencia a este Dios produce sentido de vida. Descubrimos el “para qué” de nuestra existencia, resurgimos con el propósito concreto de instaurar “el bien” en medio de nuestras sociedades, el bienestar para los seres humanos, para la naturaleza. Dejamos de hacer “el mal”, dejamos de pecar obedeciendo leyes de muerte, porque reconocemos cuáles son y de dónde vienen los códigos que deben quedar establecidos. El Dios que ha actuado en la historia es el que hoy nos resucita para compartir lo verdaderamente bueno.
Los discípulos conocen cuál es ese Dios. Tienen la certeza de que están haciendo lo correcto, pues Su Dios haría exactamente lo mismo: se opondría a la injusticia, se enfrentaría a los poderes y cuestionaría las imposiciones de cumplir reglas contra la vida.

Quieren detenerlos y no se percatan de que ellos son la muestra de la resurrección de Cristo. En ellos Jesús renace, a través de lo que hagan para dar esperanza a quienes viven en opresión e indignidad en este mundo. Es muy fuerte la convicción de los discípulos para dejarse detener. Es la convicción de que están haciendo el bien, están cumpliendo con su responsabilidad como discípulos de Cristo, están enfrentándose a un orden de cosas que está errado; es urgente resistir a los poderes seguidores de muerte, la necesidad de los seres humanos es lo verdaderamente importante, la voluntad de Dios se expresa en lo que están haciendo.

Es lo que los mantiene firmes frente a los peligros de enfrentarse al mal. No es posible permanecer callados, atados, aislados. Sin dudas hay en ellos un conocimiento pleno del carácter del Dios al cual siguen.

La consecuencia de conocer al Dios que seguimos es, sin dudas, la veracidad de la práctica en la que estamos envueltos. Si obedecemos al Dios de la creación del Génesis, al Dios de Justicia de los profetas, al Dios de amor, de misericordia, de perdón, de Jesús de Nazaret, nuestros esfuerzos van a estar encaminados a no descansar hasta restablecer la justicia en nuestro mundo. En la actualidad esto se traduce en:

– Justicia económica para y en todos los países del planeta. Distribución justa de las riquezas.

– Desaparición de represiones políticas, invasiones militares, penas de muerte, explotación de seres humanos en todos y cada uno de los rincones de la tierra.

– Respeto a la independencia de cada país, no injerencia de las grandes potencias en la organización social-político-administrativa de otros países.

– Posibilidad de participación plena en la sociedad de cada ser humano del planeta. Cada ser humano tiene derechos y responsabilidades dentro de su sociedad que le garanticen dignidad, realización personal, acceso a los recursos y a los espacios de decisión, independientemente de su raza, su religión, su género, su orientación sexual, su nivel intelectual, su cultura o cualquier otra distinción que forma parte de la gran diversidad que somos.

– No explotación de la tierra y los recursos naturales que hay en ella. Reparar el daño hecho a la Tierra a través de un cambio en el estilo de vida de nuestras sociedades, condenando las tendencias consumistas y el abuso excesivo de los recursos a nuestro alrededor.

– Reconstruir nuestras normas de relacionamiento. Deconstruir las relaciones de poder, establecer relaciones en las que queden fuera, los prejuicios, los estereotipos, las subyugaciones, los autoritarismos, los individualismos y los abusos de poder. Las relaciones deben basarse en el amor, la amistad, la posibilidad de construir, de reparar, entre todas y todos.

– Tener desde las iglesias una acción consecuente con el evangelio. Conducir nuestra misión hacia una verdadera búsqueda de la justica. Propiciar la participación de las personas en la vida comunitaria. Hacer de nuestras comunidades verdaderos espacios de reconciliación, de plenitud de vida, de sanidad. Que nuestra situación económica no condicione la manera de ser iglesia, sino que en todo momento estemos dispuestos a enfrentar los riesgos de denunciar las injusticias obedeciendo el llamado de Dios.

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