Quien se dedica a leer o estudiar la Biblia se encuentra con muchos textos que asocian a los gentiles o las personas de otras culturas y religiones a los impíos y a la injusticia o la iniquidad. De hecho, en la historia de nuestro continente, estos textos polémicos y apologéticos fueran utilizados por la iglesia para condenar y demonizar las religiones ancestrales de los pueblos amerindios y de los grupos afrodescendientes. Hasta el día de hoy, en programas radiofónicos y televisivos, pastores de iglesias independientes o del pentecostalismo autónomo describen a las divinidades de estos cultos como demonios.
Una lectura fundamentalista o rápida de la Biblia nos lleva a descubrir no solo textos que enseñan la intransigencia religiosa, sino incluso la violencia interreligiosa. La Biblia se puede interpretar como una continua lucha contra las culturas y religiones de otros pueblos. No sin razón, José María Vigil dice:
Los textos del Antiguo Testamento sobre las divinidades de los pueblos vecinos a Israel los califican despreciativamente como “ídolos”. Son descritos negativamente como “obras de manos humanas y cosas muertas” (Sb 13,10), “nada” (Is 44,9), “vacío” (Jr 2,5 e 16,19), “mentira” (Jt 10, 14; Am 2, 4; Br 6, 50), “demonios” (Dt 32,17; Br 4,7). Solo el Señor (JHWJ) es “el Dios verdadero” (Jr 10,10). El pueblo de Dios tenía la convicción de ser un pueblo especial, elegido, que tendría que vivir separado de los otros e, incluso, contra ellos: “Cuando Jehová tu Dios te haya introducido en la tierra en la cual entrarás para tomarla, y haya echado delante de ti a muchas naciones, al heteo, al gergeseo, al amorreo, al cananeo, al ferezeo, al heveo y al jebuseo, siete naciones mayores y más poderosas que tú, y Jehová tu Dios las haya entregado delante de ti, y las hayas derrotado, las destruirás del todo; no harás con ellas alianza, ni tendrás de ellas misericordia” (Dt 7,1-2).1
Diversos intelectuales contemporáneos hacen un llamado de atención sobre el carácter intransigente y violento de muchos textos bíblicos. Un sociólogo ha afirmado que después de leer la Biblia, ha llegado a una conclusión: “Llenar el mundo de religión, principalmente de una religión monoteísta, como enseña la Biblia, equivale a desparramar por las carreteras armas a punto de disparar. No podemos sorprendernos si estas armas se usan”.2 En un mensaje al segundo Foro Social Mundial, José Saramago escribió: “De algo siempre tenemos que morir, pero ya se ha perdido la cuenta de los seres humanos muertos de las formas más trágicas que la humanidad ha sido capaz de inventar. Una de ellas, la más criminal, la más absurda, la que más ofende la inteligencia humana es aquella que, desde el principio de los tiempos, tiene ordenado matar en nombre de Dios”.3
En 1996, el cardenal Carlo Maria Martini, entonces arzobispo de Milán, dijo:
Me siento obligado a reflexionar sobre páginas bíblicas que parecen legitimar, y hasta exhortar al pueblo al conflicto cultural y interreligioso. Pienso en diversos textos de los libros de Josué, Jueces, Reyes, Crónicas, Isaías, Amós, el Apocalipsis. En algunas parábolas evangélicas, la guerra y la violencia se consideran comunes e inherentes a la suerte de este mundo. El evangelio compara a Dios y su reino con un rey en guerra contra otro rey con diez mil hombres (Lc 14,31). También está la parábola del rey que cuando sabe que sus siervos y su hijo fueran insultados y asesinados, “se enojó; y enviando sus ejércitos, destruyó a aquellos homicidas, y quemó su ciudad” (Mt 22,7). Hay otras historias de venganza y muerte. Hoy no podemos proponer hechos de guerra y violencia como imágines del reino de Dios. ¿Cómo comprender entonces la violencia presente en la Biblia?4
Es claro que también podemos citar textos bíblicos que enseñan el respeto a personas y grupos que tienen cultura y religión distintas. Estos textos son, sin duda, menores en números que aquellos que combaten la fe de los otros. Sin embargo, el problema no es la estadística de cuántos textos aparecen de un lado y otro. Ni se trata de contraponer texto a texto y utilizarlos como armas para defender nuestras posiciones actuales, favorables o contrarias al pluralismo cultural y religioso. Los textos forman parte de una historia y solo se comprenden en su contexto histórico, social y literario.
Un tema como el de la relación entre la comunidad de Israel y las otras culturas y religiones acompaña al pueblo bíblico en toda su historia y solo puede entenderse bien si tenemos en cuenta las idas y venidas que el pueblo dio en sus relaciones con los pueblos vecinos y sus culturas. Cuando se viaja por una carretera o camino en el interior de Brasil, el camino tiene muchas curvas y altitudes diversas. Hay sitios donde la carretera parece ir en dirección al sur y, de repente, aparece una curva y se dirige al norte. La cuestión principal no es fijarse en las curvas del camino, sino comprender de dónde viene el camino y cuál es su destino final, o sea, si nos lleva al norte o al sur. Un estudio aislado de citas o perícopas bíblicas que no tenga en cuenta el punto de partida y llegada puede legitimar y fundamentar cualquier posición ideológica o teológica. Para evitarlo, acá intentaré leer los textos en el marco de su conjunto literario, en su contexto social y histórico, sin la pretensión de ocultar u olvidar sus contradicciones internas o literarias.
Un terreno limpio y abierto para todos
En Brasil, muchas personas, principalmente cristianas, tienen una impresión negativa de las tradiciones negras. Uno de los objetos más serios de esas críticas es lo que se llama “despacho”: un rito o sacrificio realizado para causar mal a alguien. Si en la mañana una persona abre la puerta de su casa y encuentra una gallina negra muerta con un lazo rojo apretado a su cuello, se horroriza, como en Haití, si alguien encuentra un muñeco que se le parece con un trozo de ropa suya y un alfiler o aguja traspasándole el pecho. Eso es mortal. Y los cristianos dicen: ¿cómo una religión puede aceptar que se le use para que una persona haga mal a otra? Una vez le hice esa pregunta a una yalorixá (sacerdotisa de candomblé) y me contestó:
El candomblé no tiene este tipo de rito, ni acepta que se haga magia contra otra persona. Quien lo hace mezcla ritos antiguos de África con creencias indígenas aisladas. Pero usted, póngase en el lugar de un padre o una madre de familia negra del siglo XIX, con una hija de diez u once años. Imagine si su patrón blanco le llama y le dice: “Hoy voy a dormir con su hija. Mándela a mi casa”. Usted no tiene cómo defenderse ni a quién protestar. Imagine si puede hacer que el patrón piense que, en caso de cumplir lo que dijo, será víctima de un despacho, morir o perder a su esposa o alguien de su familia. ¿Usted haría el despacho o no? ¿Este rito sería en legítima defensa de su hija pequeña, o usted aún lo consideraría violento y salvaje?
Esas palabras me hicieron comprender que hoy un rito así no se debe usar para atemorizar o para robarle el marido a alguien, pero que para juzgarlo debemos conocer su origen y contexto histórico.
Lo mismo sucede con la Biblia, su lucha contra los ídolos y su intransigencia con otras culturas y religiones. Los estudiosos aún no se han puesto de acuerdo sobre la historia del Israel bíblico, y hay infinidad de tesis encontradas sobre la historia de los textos bíblicos. Hoy son pocos los exégetas que siguen sosteniendo la tesis de las cuatro fuentes del Pentateuco, y hay historiadores, como el inglés Philip Davies, que defienden que solo en la época de los macabeos, en el siglo II antes de nuestra era, se organizaron las tradiciones literarias del Israel bíblico en la secuencia actual, utilizando materiales antiguos y fuentes orales. “La Biblia, como creación literaria y histórica, es un concepto asmoneo”, sostiene Davies.5 Sin ánimos ni tiempo para entrar acá en esa discusión, es cierto que la compilación de los libros bíblicos es posterior a la diáspora babilónica, un momento en que lo que se podía llamar pueblo de Israel estaba dominado por grandes potencias de la época. Por eso, no es difícil comprender que en culturas teocráticas, aceptar la religión de los pueblos cercanos era aceptar la opresión de los imperios (egipcio, babilónico, persa, griego, sirio, romano, etc.). Hoy entendemos que para enfrentar a esas culturas dominantes e imperiales, los profetas y escribas contaron las historias antiguas haciendo énfasis en la lucha contra los dioses cananeos, filisteos y fenicios. Son relatos poco históricos, y más políticos que propiamente religiosos. Por eso pienso que no podemos deducir de ellos una doctrina de exclusivismo para la actualidad.
Creemos en la Biblia como la escritura de una palabra divina que se hace plenamente humana, se inserta en culturas antiguas y en la historia de un pueblo. Entonces debemos ser humildes y reconocer que si bien nos aporta un mensaje divino no deja de ser limitada y de tener elementos a corregir. La segunda epístola de Pedro dice que la palabra de los profetas es solo una lamparita que brilla en la oscuridad hasta que venga el día y la estrella de la mañana refulja en nuestros corazones (2 Pd 1,19). No tenemos necesidad de justificar la Biblia o defenderla a todo trance. Sí debemos leer y releer sus textos desde un llamamiento divino que recibimos hoy para ser testigos del amor divino por todas las culturas. Él se manifiesta en la diversidad religiosa, para que juntos podamos construir un mundo de paz y justicia.
Los estudios sobre la religión de los patriarcas bíblicos muestran que “la revelación bíblica no rompió con el pasado. La manifestación de Dios, de la cual los patriarcas fueran destinatarios, no significó su inserción en otra religión. El Dios que se les reveló era un dios que ya adoraban. Era el El de los cananeos que ya conocían. Lo que cambió, y eso poco a poco, no fue la figura de Dios, sino la forma de vivir la relación con él”.6 En este proceso sincrético de asimilación de divinidades cananeas a la adoración del único Dios, algunas divinidades fueran aceptadas y otras rechazadas. En cierta etapa, la Biblia acepta que el pueblo adore la serpiente de bronce como imagen del verdadero Dios (Nm 21,9). La serpiente era una divinidad cananea. Más tarde, la misma Biblia elogia al rey Ezequías por haber destruido la serpiente de bronce (2 Rs 18,4). El Éxodo considera la adoración del ternero de oro (otra divinidad cananea) una idolatría que ofendía a Dios (Ex 32). Una divinidad que hacía bien al pueblo (como la serpiente que sanaba enfermedades) era aceptada. Otra que hacía que el pueblo se desviara de su proyecto de liberación (el caso del ternero de oro) tenía que ser rechazada. Hoy podemos concluir que Dios asume las imágenes y los rostros de las divinidades indias y negras que han ayudado a las comunidades y pueblos oprimidos a resistir la esclavitud y la opresión, pero no puede aceptar imágenes divinas de una teología que atribuye a Dios los intereses y la explotación económica de un ser humano sobre otro. Cuando en los bancos y los dólares se escribe In God we trust, tenemos que preguntarnos de qué Dios están hablando.
El Dios bíblico asumió nombres y rostros de divinidades patriarcales, pero también ganó características de antiguas divinidades femeninas (Astarté, la diosa madre; Rahamin, la divinidad de la compasión o el amor uterino; y Hokmá, la sabiduría). Algunas de estas antiguas divinidades femeninas se sincretizaron en la imagen de la Tienda del Testimonio (shekiná), presencia uterina de Dios, de la sabiduría y hasta de divinidades extranjeras como la antigua diosa egipcia Maat (Pr 8,22).
No podemos identificar el monoteísmo con el exclusivismo teológico y eclesiológico, así como no es posible asociar politeísmo con pluralismo. Moltmann afirma que no le gusta la expresión “monoteísmo”, porque en la historia de la sociedad cristiana, muchas veces, la fe en l’Eis Theos ha ido de la mano con la opresión política y el totalitarismo, mientras una visión más trinitaria parece más respetuosa del modelo complejo y diferenciado de la sociedad humana.7
Los profetas de la Biblia no sustituyeron a los dioses del Egipto y de Canaán por una nueva divinidad, sino que cuestionaron la misma noción de Dios. “No te harás imagen… No harás para ti escultura…” (Ex 20,4; Dt 5,8). El primer y más importante reto para una teología cristiana de la liberación al hablar de Dios desde un paradigma pluralista no consiste tanto en abandonar o incluso relativizar el monoteísmo. El desafío es entender el carácter dogmático e intolerante que está por detrás de la imagen monoteísta de Dios. El monoteísmo que predica un Dios patriarcal que escarmienta a los desobedientes y premia a los fieles es pernicioso, porque impide que el ser humano sea libre y construya autónomamente su historia.8
Para evitar la idolatría, lo importante es no absolutizar ninguna imagen de Dios, ni las estatuas de madera o arcilla, ni las imágenes literarias o intelectuales que construimos sobre Dios. Dios es más grande que todo lo que podamos decir de él.
En el siglo IV, Gregorio de Nissa nos enseñó que “No hay ningún término, idea o artificio de la razón que pueda aprehender a Dios. Él se mantiene siempre más allá, no solo de lo que es humano, sino también de la inteligencia, permanece más allá del alcance no solo de lo humano, sino también de la inteligencia angélica y supramundana. Dios es impensable y impronunciable”.9 En la Edad Media, el Maestro Eckhart dijo que “Todo lo que haces y piensas sobre Dios es más sobre ti que sobre él. Si lo absolutizas, blasfemas, porque lo que realmente él es, ni todos los maestros de París logran decir. Si yo tuviera un Dios que pudiera ser comprendido por mí, yo no lo reconocería como mi Dios. Debes aceptarlo como algo que no es de tu propiedad, como un ser superior a todo y no como un ser que no lo es”.10
Sabemos que toda cultura experimenta la tendencia a considerarse a sí misma como central y más humana que el resto. En el seno de las culturas, las religiones, incluso la fe bíblica, se sienten tentadas a pensar: “Dios es nuestro”. Sin embargo, la Biblia muestra que Dios se revela enseñando a las personas y las comunidades a dialogar y descubrir siempre la presencia de él en el otro. Según los textos del Génesis y la tradición judaica, desde el primer momento Dios crea todo, no para sí mismo, sino para la vida de todos. Al crear el universo, no se afirma ni se impone. Crea —retirándose para hacerle espacio a la criatura— al otro (interpretación del rabino Luria, siglo XVI). Ese gesto divino de diálogo con el ser humano, al que respeta como otro y autónomo, se repite en cada momento de la revelación. Dios se revela como muy cercano y, al mismo tiempo, oculto. Es un amor que se revela para liberar y se oculta para dejar que el otro sea libre y pueda vivir.
Las alianzas de Dios con la humanidad
Para la tradición bíblica, la noción de alianza con Dios es fundamental. Hoy muchos grupos espirituales y tradiciones religiosas prefieren hablar de inmanencia, de una conciencia de la divinidad en nosotros, como “un yo más íntimo a mí que yo mismo”, o como un útero de amor en el cosmos y en el corazón de cada ser vivo. Sin embargo, en una sociedad teocrática (todo era religioso) que buscaba liberarse, era necesario dar al ser humano cierta autonomía. En la época, eso suponía distinguir entre el mundo divino y el universo humano. El salmo reconoce: “Los cielos son los cielos de Jehová; y ha dado la tierra a los hijos de los hombres” (Sal 115,16). En ese contexto social e histórico, para proponer una intimidad con Dios sin fusión o dilución de lo humano en lo divino, los profetas recurrieron al tema de la alianza.
Ciertamente, el concepto de alianza proviene de los tratados hititas de vasallaje y, por tanto, también Israel lo toma de otra cultura y otra religión. Forma parte del sincretismo bíblico, aunque sea progresivamente teologizado y espiritualizado. En el inicio, la alianza era entendida como el hecho de que cada pueblo pertenece a un dios, como su dios pertenece a un pueblo concreto. Israel es el pueblo de JWHW (el Señor), así como los moabitas son el pueblo de Quemos (Nm 21,29 y 11,24). La expresión Dios de Israel para designar una divinidad concreta, así como “pueblo del Señor JWHW”, revela una comprensión de alianza. En los tiempos antiguos eso no quería decir que solo había un Dios, el nuestro, sino que cada pueblo tenía el suyo y nosotros solo adorábamos a nuestro Dios. Poco a poco, esta visión se fue ampliando. Dicen los estudiosos que hoy se sabe que, hasta su destrucción por Nabucodonosor, había una estatua de la diosa Astarté en el templo de Jerusalén, así como de la Serpiente, diosa cananea, que fue destruida por el rey Josías (620 a.C.). Fue en los últimos siglos antes de nuestra era, y en relación con los griegos y el imperio persa, que las comunidades de Israel desarrollaron la noción de universalidad de la salvación. La primera alianza de Dios fue con Noé y toda la humanidad (Gn 9), y solo después, para concretar esta alianza como instrumento de universalidad, es que Dios hace alianza con Abraham y luego con Moisés y el pueblo de Israel. Ritos antiguos y comunes a diversos pueblos orientales, como la circuncisión o el sacrificio de animales, son asumidos como signos e instrumentos de esa alianza. Los exégetas concluyen:
Las comunidades de Israel, así como las primeras generaciones cristianas pasaron por un largo proceso de inculturación. Vivieron diversos sincretismos religiosos y culturales. La Biblia, en sí misma, es un documento de enseñanza intercultural. Hay poco en la Biblia que no haya tenido influencia de Ugarit, Egipto, Asiria y Babilonia. Este entrelazamiento cultural y religioso puede comprobarse no solo por los textos bíblicos, sino también por la arqueología y por los objetos artísticos hasta hoy descubiertos en Palestina.11
Los profetas bíblicos y la diversidad cultural y religiosa
La mayor parte de los profetas y las profetisas de la Biblia vivieron en comunidades consagradas a la escucha de Dios y la práctica de su palabra. En un inicio eran videntes, adivinos y religiosos de culturas en las que Israel se insertó. El libro de los Números llama profeta a Balaam, hechicero babilónico (Nm 22-24). El libro de Samuel deja claro que “al que hoy se llama profeta, entonces se le llamaba vidente (1 Sm 9,9). Varios profetas vivieron en tiempos de opresión extranjera. Elías se enfrentó a la política del rey Acab, casado con Jezabel, princesa de Tiro, que quería imponer a Israel la religión de los fenicios. Elías luchó contra los profetas de Baal y no se mostró nada tolerante con la religión de los otros (1 R 18). Debemos entenderlo en el contexto político de la época. Su discípulo Eliseo tuvo una relación diversa con cultos extranjeros. Sanó a Naamán, oficial del rey de Siria. Cuando el hombre sanado se despidió del profeta, lo consultó sobre un tema delicado: “En esto perdone Jehová a tu siervo: que cuando mi señor el rey entrare en el templo de Rimón para adorar en él, y se apoyare sobre mi brazo, si yo también me inclinare en el templo de Rimón; cuando haga tal, Jehová perdone en esto a su siervo”. Eliseo podía prohibirle ir a un templo pagano y postrarse frente a lo que era considerado un ídolo. Sin embargo, le contesta: “Ve en paz” (2 R 5,18-19).
Algunos profetas bíblicos lucharon contra el sincretismo existente en el templo de la Samaria. Sin duda, eran cultos ligados a políticas extranjeras. Amós y Oseas denunciaron un culto ligado a la injusticia social como idolátrico (Am 4,1-5; Os 6,4-6). Oseas propone retornar al desierto y a la renovación de una alianza basada sobre la justicia y la misericordia (Os 2,16 ss).
A través de los profetas, Dios promete hacer una nueva alianza afirmada en el conocimiento amoroso y en el diálogo respetuoso con todos (Jr 30-31). Según Jeremías, esta nueva alianza ocurre en el mismo judaísmo. Los cristianos no deberían decir que ella se realiza solo con Jesús Cristo. Lo que es propio de esta nueva alianza, sea en el judaísmo, sea en el cristianismo, es la distinción que Dios hace entre ella y las antiguas alianzas: “Daré mi ley en su mente, y la escribiré en su corazón; y yo seré a ellos por Dios, y ellos me serán por pueblo. Y no enseñará más ninguno a su prójimo, ni ninguno a su hermano, diciendo: Conoce a Jehová; porque todos me conocerán, desde el más pequeño de ellos hasta el más grande.” (Jr 31,33-34). Se trata de una religión no centrada en instituciones externas y sí en la interioridad y en la presencia divina en el propio ser humano, independientemente de su pertenencia cultural y religiosa.
Hoy en día Andrés Torres Queiruga y José María Vigil tienen razón cuando critican la noción de un pueblo elegido como si fuera privilegio de Israel con exclusión de otros pueblos y otras religiones.12 Sin embargo, quien siguió las polémicas que la Teología de la Liberación tuvo que enfrentar en nuestro continente sabe que uno de los argumentos más frecuentemente usados contra la opción por los pobres es la cuestión del amor universal de Dios. Tenemos siempre que probar que la opción por los pobres no solo no niega sino que manifiesta la universalidad del amor de Dios. Por eso los obispos, en sus documentos oficiales, siempre han preferido por hablar de opción preferencial por los pobres.
Al decir lo anterior, no pienso que debamos insistir en el concepto de pueblo elegido, concepto de hecho inviable en este mundo pluralista. Lo que afirmo es que, en su historia, el pequeño e insignificante pueblo de los hebreos, más tarde Israel, fue siempre oprimido y dominado por algún imperio. Cuando estos imperios vencían y dominaban, lo hacían en nombre de sus dioses, y los colonizados lo eran porque o no tenían dios o porque sus dioses eran muy débiles e incapaces de ayudar su pueblo. En ese contexto, Israel elaboró la noción de pueblo elegido para restaurar la autoconfianza y la dignidad de su gente.
En Brasil, hay un cántico pastoral muy conocido que dice: “Ó Pai, somos nós o povo eleito que Cristo veio libertar” (Oh, Padre, somos nosotros, el pueblo elegido que Cristo ha venido a liberar). Siempre he sentido un fuerte rechazo por ese cántico. Una vez, en una misa que celebraba con una comunidad religiosa, después de que las hermanas lo entonaron, les pregunté: “¿Y los otros, no lo son? Quién es ese nosotros?” Reaccioné así hasta el día en que fui a una comunidad de campesinos sin tierra que había sido invadida violentamente por la policía aquella madrugada. Todo indicaba que iban a perder la tierra y a ser expulsados de allí. Hicimos una celebración de la palabra, y aquellas personas, con las marcas de los golpes de la policía en el cuerpo, cantaron “Ó Pai, somos nós o povo eleito…”. ¿Cómo decir que no lo son?
Repito: no lo cuento para justificar la concepción bíblica, sino para decir que no podemos hacer una lectura fundamentalista de los textos, ni en sentido sectario y exclusivista, ni en el sentido opuesto. La misma Biblia contiene algunos textos que critican una interpretación de la elección como privilegio. El profeta Amós protestó: “Hijos de Israel, ¿no me sois vosotros como hijos de etíopes, dice Jehová? ¿No hice yo subir a Israel de la tierra de Egipto, y a los filisteos de Caftor, y de Kir a los arameos?” (Am 9,7). Diversos textos insisten en que Dios establece una alianza con toda la creación (Dt 27- 30; Is 40-55). La alianza tiene un carácter cósmico y ecológico.
Otros “escritos” en tiempos difíciles
La tradición rabínica divide la Biblia en tres partes: la Torá (el Pentateuco), los profetas y una serie de otros libros llamados “los escritos” (ketubin). Casi todos esos escritos se insertan en los llamados “libros sapienciales”. En ellos aparece más claro el reto de la relación entre la cultura y la religión de Israel, de un lado, y el mundo helenístico, por el otro. Es importante percibir que esos libros expresan una apertura al diálogo con otras culturas. A partir de ese diálogo, interpretan de modo nuevo la tradición judaica. Silvia Schroer, teóloga suiza, muestra que el concepto de “sabiduría” es elaborado en estos libros como reto o contrapunto al culto griego de Iside, practicado en el antiguo Egipto. Para eso, los escritos sapienciales de Israel personifican la sabiduría. “Sin demonizar la religión de Isis o Iside, los escritos contraponen a Isis una figura equivalente: la de la Sabiduría. Se hace de una forma crítica: la Sabiduría simboliza el ejercicio de la crítica al poder y la lucha contra las tiranías y la divinización de los reyes”.13
De los escritos, uno de los más antiguos es el libro de Job. Es la parábola de un patriarca persa, y no hace ninguna alusión directa a la alianza de Dios con Israel. Trata de un problema humano y ecuménico: el sufrimiento del inocente. Otro escrito es el libro de los Proverbios. Gran parte de ese libro consiste en proverbios egipcios (22,17–24, 22).
La porción inicial de ese libro (Pv 1–9) contiene poemas de elogio a la Sabiduría como una divinidad que se hizo ayudante del Dios de Israel. De esos poemas, lo más bello está inspirado en los mitos de la diosa egipcia Maat, adolescente y juguetona, que da volteretas frente a Dios y lo sirve como maestra de obra en la creación (Sb 8,22-31). Es probable que el último libro escrito en el Antiguo Testamento haya sido el llamado “Libro de la Sabiduría”, redactado en griego por judíos que vivían en la diáspora en Alejandría. Cada año hasta el día de hoy, la iglesia inicia la celebración de Pentecostés, cantando de este libro: “El Espíritu de Dios ha llenado todo el universo y todo abarca en su saber y su amor” (Sb 1,7).
También el libro de los Salmos, libro de oración de Israel, está repleto de poemas provenientes de la religión cananea (Sl 19, 29, 65, 82 y otros). Hay salmos llegados de Egipto. Parece ser que el salmo 104 vino de un antiguo himno a Atón Ra, el sol. Hay diversos salmos polémicos y apologéticos contra otras culturas y religiones (por ejemplo, Sl 96, 115 y otros), pero tenemos que entenderlos en su contexto de defensa de la cultura y la identidad del pueblo.
El Nuevo Testamento y la universalidad de la fe
El Nuevo Testamento no es una mera continuación de la Biblia judaica. No es una revelación separada y no es una superación del Antiguo Testamento. Como en el siglo I hubo conflictos internos en la sinagoga, y en las últimas décadas del siglo se produjo una ruptura entre judíos y cristianos, algunos textos del Nuevo Testamento parecen referirse a eso (por ejemplo, 2 Cor 3,6-9 y la Carta a los Hebreos). Hoy podemos comprender mejor los textos del Nuevo Testamento cuando los relacionamos con sus raíces judaicas.
Las comunidades paulinas y la diversidad
Las cartas paulinas son expresiones de una gran diversidad cultural. Eran al menos dos mundos diversos: el de la cultura judaica y el de la cultura griega vigente en el Oriente Medio y en la Europa de la época. Pablo no solo fue capaz de vivir en esos dos mundos, sino que trabajó mucho para intensificar el diálogo intercultural y, en ocasiones, interreligioso. En las sinagogas, Pablo intentó convocar para la fe cristiana no a los judíos de nacimiento, ni a los prosélitos (paganos convertidos al judaísmo), sino a las personas denominadas “temerosas de Dios”, esto es, personas no judías, no miembros de las sinagogas, ni siquiera simpatizantes del judaísmo. Pablo insistía en que todos podían convivir como hermanos. “Ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gl 3,27-28). Él mismo o algún miembro de su grupo escribió más tarde: “… él es nuestra paz, que de ambos pueblos hizo uno, derribando la pared intermedia de separación, aboliendo en su carne las enemistades. La ley de las enemistades expresados en ordenanzas, para crear en sí mismo de los dos un solo y nuevo hombre, haciendo la paz” (Ef 2,14-15). En la época de Pablo, los rabinos tenían la tentación de considerar la alianza como una propiedad. Pablo retoma la palabra del Antiguo Testamento sobre el carácter universal y cósmico de la alianza divina y la explicita aún más (Col 1,15-20; 1 Cor 15 y Rm 1-11). Es una visión muy macroecuménica.14
El amigo dominico Frey Carlos Josaphat explica:
Pablo vivió en dos mundos culturales, el griego y el judaico. Él nos enseña a discernir las religiones y la idolatría, que constituyen una amenaza universal para el camino del ser humano hacia Dios. Junto a todo el Nuevo Testamento, las epístolas paulinas denunciaron la ganancia y la corrupción, la ambición de poseer y acumular cada vez más, la famosa pleonexia, denunciada por la ética griega y por la espiritualidad judaica. La pleonexia, esa patología profunda del deseo humano, viene a ser fuente primera de toda idolatría, que impide el acceso a la verdadera fe o amenaza todo el tiempo la rectitud de vida de los fieles y de las comunidades. Ver, por ejemplo, Cl 3,5; Ef 4,19. En Ef 5,5 se dice que la persona avara, pleonectès, dominada por la ganancia (pleonexia), por la sed de concentrar riquezas, es el verdadero idólatra. La raíz de todos los males es la codicia del dinero (la filagyria) según 2 Tm 6, 10. El tema de la pleonexia es la antítesis de la koinonia, de la comunión de los bienes y del Espíritu”.15
Entonces, la idolatría es ese sistema inicuo que impide la comunión igualitaria de las personas.
En la carta a los corintios, Pablo escribe que la cruz de Jesús contradice toda cultura humana. Es un escándalo para los judíos y una locura para los griegos (Cf. 1 Cor 1,22-23). Por otro lado, Pablo anima a las comunidades a pensar y vivir según su cultura propia (Fl 4,8). Establece como principio para los cristianos convertidos que cada uno/una siga viviendo en la misma condición que estaba cuando Dios le llamó (1 Cor 7,17 y 1 Cor 7,20). Este criterio parece conservador o conformista, hasta connivente con la esclavitud, “pero es una defensa de la estabilidad cultural, social y familiar. Y respeta las diversidades culturales en las comunidades”.16
Jesús y la apertura a otras culturas y religiones
El testimonio de los evangelios sobre la vida de Jesús, especialmente los acontecimientos pascuales, muestran que la fe de Cristo y de quien quiere ser su discípulo o discípula tiene una identidad esencialmente dialógica y abierta al otro. Ellos dicen que desde que nació en Belén de Judá, Jesús fue presentado como Salvador para todos (Lc 2) y que fue reconocido y visitado por magos del oriente, sacerdotes de otra religión y otra cultura (Mt 2). Jesús se hizo profeta y fue bautizado por Juan en el Jordán. Con ese gesto profético, Jesús asumió la misión de ser servidor del pueblo en nombre de Dios y testigo del reinado divino en Galilea, entre las personas más pobres y sin religión (Mt 4,12 ss). En su primera misión, se quedó en las fronteras de Israel. Llegó a decir a los discípulos que no fueran hasta las ciudades de los samaritanos y paganos. En Capernaum, sanó al hijo, o siervo, o amante del oficial romano, jefe del ejército de ocupación en el país. Según Mateo, cuando el oficial le dijo que no merecía ser visitado por él, o que no se vería bien que Jesús fuera visto entrando en casa de un romano, el Maestro afirmó: “De cierto os digo, que ni aun en Israel he hallado tanta fe. Y os digo que vendrán muchos del oriente y del occidente, y se sentarán con Abraham e Isaac y Jacob en el reino de los cielos” (Mt 8,10-11).
Mateo y Marcos cuentan también que un día Jesús pasaba por una región extranjera. Una mujer cananea, natural de la región, le pidió que curara a su hija. Los textos dicen que Jesús le explica que solo fue enviado a las ovejas perdidas de Israel y llega hasta a citar un dicho común entre los judíos: “No está bien tomar el pan de los hijos, y echarlo a los perrillos” (Mt 15,26). Pero la mujer insiste en el diálogo y convierte a Jesús de su cerrazón cultural judaica. Le revela a Jesús que puede anticipar el amor de Dios a los otros y abrir las puertas del reino para todos. Jesús se deja convencer y sana a la hija de la extranjera, que ciertamente tenía otra religión (Mt 15,28). Y también manifestó la misma apertura hacia los samaritanos, los griegos, los simpatizantes del judaísmo que acogió (Jn 12,20). Aún más: dice que en el juicio todos serán juzgados no por su religión, sino por haber percibido o no en los rostros de las personas pobres y carentes el rostro divino (Mt 25,31 ss).
Parece ser un hecho histórico que Jesús se autodenominó “Hijo del Hombre”. Este título podía significar solo “el hombre”, o “el ser humano”. Sin embargo, era también un título religioso de la antigua religión cananea. A Jesús no le incomodó atribuirse un título proveniente de otra religión.
El cuarto evangelio empieza diciendo que la luz (la Ley) es la vida, e interpreta toda la misión de Jesús desde esa preocupación por la vida. Escrito ya en el paso del primero al segundo siglo, el texto quiere ayudar las comunidades a afrontar diversos conflictos culturales internos (entre cristianos de origen judaico y otros de cultura griega, cristianos tentados al gnosticismo y otros de líneas diversas) y también conflictos sociales externos (con el Imperio). Por eso, contiene términos que parecen antisemitas o exclusivistas. Una de las frases más usadas contra una comprensión pluralista de la fe es la afirmación de Jesús: “Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí” (Jn 14,6). Esta frase, dicha en el discurso después de la Cena, se ubica en el contexto de la intimidad entre Jesús y sus discípulos y discípulas. No es una norma general de doctrina. De todos modos, el camino, la verdad y la vida es Jesús y no el cristianismo. Hay quienes los confunden.
Quien sigue a Jesús debe tener fe en Jesús, pero debe tratar de vivir la misma fe que Jesús vivió. Él es “el autor y consumador de la fe” (Hb 12,2). Pero la fe que Jesús vivió fue, desde su cultura, una forma de judaísmo de tipo profético, más abierto a las otras culturas y religiones.
Judíos y gentiles, iglesia abierta a todos (Hechos)
A mediados del siglo I, Pablo luchó para que las comunidades cristianas se abrieran a judíos que cumplían la ley y también a personas venidas de otras religiones. Eso era difícil, porque las comunidades judaicas de las cuales provenían los cristianos debían protegerse de la sociedad dominante, que imponía su cultura. No era fácil abrirse a la formación de comunidades mixtas en las que convivieran judíos y gentiles. Desde el Antiguo Testamento, algunos profetas reclamaban esa apertura. Isaías previó la venida de otros pueblos hacia Sión, atraídos por la Palabra de Dios (Is 2,2-5). Un discípulo del profeta le anunciaba a Jerusalén: “Multitud de camellos te cubrirá; dromedarios de Madián y de Efa; vendrán todos los de Sabá; traerán oro e incienso, y publicarán alabanzas a Jehová” (Is 60,6). Otro profeta decía que el templo debía ser “casa de oración para todos los pueblos” (Is 56,7). Sin embargo, la tradición judaica hacía esta teología casi impracticable. Se dice que entre los llamados apóstoles había tres tendencias: la representada por Santiago, en Jerusalén, quien enseñaba que los cristianos debían pasar por la observancia de la Ley judaica (sábado, circuncisión, etc.). Pablo se oponía. Opinaba que los cristianos de origen judaico debían seguir la ley, pero que los de cultura griega estaban libres de esa observancia. Pedro representaba una tendencia intermedia. Lo que estaba en juego era la apertura de la iglesia a cristianos provenientes de otras culturas, y no, como hoy, la cuestión del pluralismo cultural y religioso. Los Hechos de los Apóstoles narran que desde el día de Pentecostés, los discípulos y las discípulas de Jesús recibieron el Espírito Santo para que fueran capaces de hablar de forma tal que tanto los judíos como los prosélitos venidos de diversas regiones de la diáspora pudieran comprenderlos, cada uno en su lengua y cultura (Hch 2).
Esta apertura aún se daba dentro del mundo judaico. En Jerusalén, en el día de Pentecostés, solo había judíos y prosélitos (paganos convertidos al judaísmo). Es en el capítulo 10 que los Hechos de los Apóstoles muestran que el Espírito Santo descendió sobre los paganos de la misma forma que sobre los de origen judaico. Es el Pentecostés de los paganos. Dice el texto que Pedro se convirtió a la idea gracias a una visión que tuvo en sueños y también por el contacto con Cornelio, capitán del batallón itálico. Pedro y otros que estaban con él fueron testigos de que “cayó el Espíritu Santo sobre ellos también, como sobre nosotros al principio” (Hch 11,15).
Esta apertura de la Iglesia a los no judíos se decidió en el primer encuentro de los apóstoles y ancianos, en el que participaron Pablo y Bernabé. En ese momento, decidieron acoger a los paganos sin imponerles ninguna obligación o ley, a no ser lo que fuera indispensable a la fe y a la convivencia con los otros (Hch 15). Sería bueno leer ese texto pensando en nuestras comunidades eclesiales, que viven hoy la fe cristiana desde las culturas africanas, asiáticas o amerindias. ¿Como desoccidentalizar la prédica cristiana para que los negros, indios o chinos no necesiten hacerse culturalmente europeos para ser cristianos? Incluso, en los Hechos de los Apóstoles, el autor dice que Pablo fue a Atenas. En el Areópago, después de haber aludido al “dios desconocido”, Pablo presenta este Dios que no habita en templo de piedras, este Dios en el cual “vivimos, y nos movemos, y somos” (Hch 17, 28). Pablo primero utiliza como referencia la frase del poeta griego Arato, y luego, en lugar de citar el Antiguo Testamento, pide conversión de vida. Este discurso de Pablo guarda relación con el que hiciera Pedro el día de Pentecostés (Hch 2). Así como aquella palabra de Pedro sirve como referencia para la predicación del evangelio a los de cultura judaica, el discurso de Pablo en Atenas puede servir de modelo para la predicación a los paganos. La alusión al dios desconocido no es solo una estrategia para captar la atención y el agrado de los oyentes. Es más que eso. Es una perspectiva teológica, en la misma línea que ya hemos visto en el tiempo de los patriarcas, cuando el Dios de Israel asumía las imágenes de los dioses cananeos. Ahora asume la imagen del dios desconocido de los atenienses, como puede asumir el nombre y la figura de las divinidades o imágenes divinas de los diversos pueblos.
Para concluir, sin cerrar el tema
Ya dejé suficientemente claro que creo en una lectura ecuménica y pluralista de la Biblia, incluso si tomo en serio los muchos textos violentos contra las otras culturas y religiones, y reconozco que hasta hoy las predicaciones y la liturgia en general, la lectura de los textos bíblicos, siguen siendo exclusivistas y poco abiertas a lo diverso. Cada día intento orar los salmos y los textos de la Liturgia de las Horas, pero para mí es una verdadera agresión la inmensa cantidad de textos intolerantes y excluyentes. Después de este estudio no puedo decir que resuelvo el problema, pero al menos muestro que hay otras posibilidades de lectura. Puede haber otras, más serias y legítimas.
El otro día, participé de una discusión en la cual había un intelectual, coordinador de una asociación de ateos militantes. Él denunciaba que la Biblia siempre asocia al impío o no creyente con el injusto y el que practica la iniquidad. Quiso explicar que en el contexto de esos textos bíblicos, no es verdad que el impío sea sinónimo de no creyente. La impiedad o falta de temor a Dios es de quien no practica la justicia. Y era así como el pueblo bíblico denunciaba las religiones de los imperios opresores.
Sea como fuere, salí de aquel encuentro con un compromiso más: usar un lenguaje que no sea discriminatorio o excluyente, ni con otras culturas y religiones, ni con los hermanos y hermanas que no creen en Dios. Pienso que una lectura bíblica no será verdaderamente pluralista y actual si el lenguaje heteronómico en el que Dios es pensado fuera de nosotros y de nuestra vida aquí, no es relativizado como una parábola o forma de hablar. Que el descubrimiento de la palabra divina en estos textos nos ayude a descubrir como cristianos las palabras que Dios tiene que decirnos desde otros libros sagrados y otras tradiciones religiosas.
Con los Hechos de los Apóstoles, podemos concluir: Dios no hace excepción de personas, ni de grupos —ni de religiones, podríamos añadir—, sino que acepta a toda persona que practica la justicia, sea cual sea su raza —o religión— (Hch 10,34-35).
Notas
1. J. M. Vigil: Teologia do pluralismo religioso. Para uma leitura pluralista do cristianismo, Paulus, Sao Paulo, 2006, pp. 35-36.
2. R. Dawkins en The Guardian, 15 de septiembre de 2001. Citado por A. Autiero: “Tra Religione e Irreligione”, en Comprendere il nostro tempo (obra colectiva), Casa Editrice Mazziana, Verona, 2003, p. 107.
3. Citado por Faustino Teixeira en “Diálogo Inter-religioso: o desafio da acolhida da diferença”, Perspectivas Teológicas, julio-agosto del 2002.
4. Fede e Violenze, Cattedra dei non credenti, 1996. Disponible en Internet como parte de la colección de libros de la Arquidiócesis de Milán.
5. In Search of “Ancient Israel”, Sheffield Academic Press, 1992, p. 154. Citado por J. da Silva Aírton: “A história de Israel na pesquisa atual”, en Jacir de Freitas Faria (org.): História de Israel e as pesquisas mais recentes, Vozes, 2da. ed., Petrópolis, 2004, p. 67.
6. Ver M. Haran: “The Religion of the Patriarchs: Beliefs and Practices”, en B. Mazar (ed.): Patriarchs (The World History of the Jewish People II), Tel Aviv, 1970, pp. 219-245. Citado por G. Odasso: Bibblia e religioni, Urbaniana University Press, Roma, 1998, p. 127.
7. G. Wainwright: Vocábulo Dio no Dizionario del Movimento Ecumenico, EDB, Bolonia, 1994, p. 411.
8. Para profundizar más en la discusión teológica actual sobre monoteísmo y exclusivismo teológico, ver L.Tomita, J. M. Vigil, M. Barros (orgs.): Teologia Latino-americana Pluralista da Libertação, ASETT, Paulinas, Sao Paulo, 2006, pp. 110 ss.
9. G. de Nissa: Against Eunomius, Libro 1, cap. 42.
10. F. Pfeiffer: Meister Eckhart, Aalen, 1962, p. 183.
11. S. Schroer: “Documentos de natureza intercultural na Bíblia”, en Concilium 251, 1994, n. 1, p. 10.
12. Sobre este debate ver José Maria Vigil: op. cit., pp. 121 ss.
13. Silvia Schroer: “Trasformazioni della fede. Documenti di apprendimento inter-culturale nella Bibblia”, Concilium, XXX, 1994, n. 1, p. 28.
14. Sobre cómo vincula Pablo alianza y creación, ver N.T. Wright: Paulo, novas perspectivas, Ed. Loyola, São Paulo, 2009, pp. 39 ss.
15. Frei Carlos Josaphat: Evangelho e diálogo inter-religioso, Ed. Loyola, São Paulo 2003, pp. 18-19.
16. Ver A. Vanhoye: “Nuovo Testamento e inculturazione”, La Civittà Cattolica, 1984, a. 40, pp. 119.