A Leybiz, Jesús, Marcel
Supongamos que el hombre sea hombre
y que su relación con el mundo es humana:
entonces sólo puedes cambiar amor por amor,
confianza por confianza…
Carlos Marx
En pocas ocasiones podemos reflejarnos, vernos a nosotros mismos con tanta precisión desde la mirada colectiva, como en un taller de educación popular. Mirarnos desde los demás, desde esos tantos “otros” que también somos, desde esos tantos “nosotros” que habitan en innombrables rincones y que solemos desconocer, es un ejercicio de goces múltiples, un punto de no retorno, asumir un puesto en la fila de quienes luchan contra las ideas que intentan particularizarnos, disgregarnos y atontarnos.
Desde la teoría son recurrentes las razones que nos hacen seres sociales, colectivos, y nos definen como parte de, forma de, resultado de. Pero las estructuras organizacionales y la parcelación del saber –desde las que hacemos y pensamos– protegen los intereses de quienes se aterran con la percepción colectiva y las actuaciones que de ella se derivan. Y es que, al mirar directo a los ojos del poder, esas actuaciones son armas tremendas contra las dominaciones.
A menudo luchamos contra los resultados tangibles de la injusticia, la dominación, el engaño, la privatización de todo (incluso de algunos sueños) sin comprender, o mejor, sin ser conscientes (y no por eso deshonestos) de que somos vehículos en la trasmisión y reproducción de los artificios de la desigualdad, las jerarquías, el derecho a la propiedad, las libertades individualistas, elementos todos que reflejan el fetiche de la cultura del yo y de lo mío.
En el mes de abril de 2006, cerca de cincuenta personas dejamos a un lado la costumbre de ser partículas inconexas para identificar, palpar y disfrutar (sobre todo disfrutar) la visión del “todo” que somos y podemos. Reunidos en el Centro Memorial Dr. Martin Luther King, Jr., en La Habana, construimos nuestro propio saber colectivo a través de un diálogo matizado, diverso y complementado. Para lograrlo, fue necesario proyectar las experiencias propias, indagarnos como grupo sobre nuestra reproducción del poder que niega, de la verdad que anula, de la desigualdad que excluye, del saber sordo y otros aderezos de la condición humana que son barrotes de su propia prisión.
Casi sin darnos cuenta, desdibujamos muchas de nuestras prácticas. Se las mostramos a los demás y nos observamos también en los otros con asombrosa nitidez. Durante ese tránsito, las incertidumbres y los temores resultaron efímeros porque, al unísono, dibujábamos la otra percepción, la otra cultura. No tuvimos que buscar los valores “nuevos” en espacios prestados ni recurrir al legado bancario del deber ser. Nosotros mismos portábamos los nutrientes de la nueva creación: reconocernos iguales en lo que creemos y soñamos, compartir las mismas ansias, dialogar para crecer, exponer para aportar, integrarse para hacer, desdeñar el yo que ensordece y aprender disfrutando.
De lo anterior podemos concluir que esos valores están en nosotros, pero dormidos. Antes de llegar al taller, los habíamos puesto en práctica desordenadamente, sin asumirlos como parte de un sistema que produce un sentido de vida diferente.
Uno de los resultados sustantivos de las sesiones de trabajo –tan intensas como extensas– fue asumir que podemos ser felices en la creación comprometida, que podemos ser felices quebrando los estrechos moldes en los que vivimos los seres humanos. Crecer es un placer, y la felicidad, así vista, se entiende como un proceso de creación comprometida, como la condición que nos eleva por encima del temor a equivocarnos o hacer el ridículo cuando creemos que, aparentemente, no tenemos nada que entregar. La felicidad en el taller consistió en descubrirnos en el placer del hacer colectivo y transformador. Nuestro desafío es político y, por tanto, nuestro compromiso político es también con la felicidad.
Dialogamos desde los saberes campesinos, las comunidades religiosas, la prevención de salud, la investigación social, la solidaridad con otras solidaridades, las manifestaciones artísticas combativas, las comunidades de gente humilde que descubren su riqueza en la unidad y la experiencia de otros “iguales”, amigos y amigas de Chile, Venezuela, Ecuador y Nicaragua, presentes en el taller. Nuestro empeño: coordinar a partir de ese momento a grupos de personas –aparentemente desiguales e inconexos– en la búsqueda de una comunión fecundada con objetivos y sentidos propios.
Arriba y abajo, de frente y de costado, compartimos andanadas y sorbos de palabras, argumentos, necesidades, percepciones, con las que lográbamos una suerte de trazos que nos desdibujaban y dibujaban a la vez. Nos hicimos grupo porque nos entendimos como un todo en común, no como una sumatoria estéril de diversidad.
Comprendimos que la comunicación, las técnicas grupales, el juego y las dinámicas participativas son instrumentos y no un fin en sí mismas. La diferencia se da en las intenciones, los objetivos, los valores que potenciamos y el lugar que ocupamos cuando nos corresponde coordinar espacios de aprendizaje y creación. La diferencia reside en la intención de ser ellos mismos los evocadores de la nueva cultura.
Lo que nos pasó en esos días fue que viramos las relaciones de poder al derecho. Rayner, una persona preciosa que habita en los predios del hip hop, desmitificó la creencia de que “nosotros los de abajo” no podemos cambiar las cosas y sintió que sí podía coordinar las labores de un grupo en su comunidad. Regla, una de las líderes del barrio La Marina, en Matanzas, nos hizo verificar la verdadera relación entre la práctica y la teoría, al sentenciar con su encantador desenfado que “la llamo así porque eso es lo que hacemos”. En el taller entendimos la palabra del otro como elevación y entrega, no como combate a priori contra nuestra opinión. Comprendimos que la única censura válida es contra el silencio, porque no habrá voz colectiva si todos permanecemos callados.
Lo que también nos pasó en aquellos días fue que no asistimos al Luther King buscando un indolente retiro espiritual, una desconexión individualista y pequeño burguesa para soportar lo inevitable o una prueba de que podemos ser buenos en otras circunstancias. Asistimos a ese lugar para coordinar y compartir batallas cotidianas, para afinar las armas, para estimularnos en la lucha desde la comunión de objetivos.
Comprendimos que la batalla discurre en dos direcciones. Por un lado, deshacer los letargos, develar la derrota de los engaños colectivos, construir con la gente el podemos. Por otro, enfrentar a los beneficiarios de la cultura que privan al ser humano de sus libertades personales en nombre de las “propiedades” materiales, los que engañan, los que dominan, los que –como nos decía Freire–, no van a entregarnos jamás las armas del pensamiento crítico para combatirlos. Venimos y vamos a una batalla para unir desde la conciencia a los dominados y enfrentar a los dominadores. El objetivo no puede ser la utópica fraternidad, sino el triunfo de los explotados.
Nos pasó que entendimos que el compromiso político y la felicidad no pueden andar separados. Comprendimos que la debilidad del capitalismo está en su cultura del yo, a la que le enfrentamos la revolución de los pronombres personales: el mío, el suyo y el tuyo, subvertidos por el nuestro. Lo que nos pasó fue descubrir que la educación popular es un lápiz inmenso que dibuja la otra cultura y que en él caben todas las manos.