En cuanto escuché la chicharra de maniobra me lancé de la cama. A estribor se divisaba Cabo Haitiano, una ciudad al norte de La Española que se extiende a lo ancho y alto de un macizo montañoso. El paisaje era sugerente y las casitas se confundían en la espesura y los árboles de las lomas. Al adentrarnos en la bahía nos cruzamos con varios moradores del lugar que salían a pescar en sus botes, aprovechando la bonanza del amanecer. El lugar, en sentido general, me causó la sensación de estar varado en un lugar antiquísimo, donde era sabio mirar el camino antes de pisar en firme. A la entrada del puerto quedaban aún restos de una antigua fortificación, probable testigo de los enfrentamientos entre el rey negro Henri Christophe y los colonialistas europeos.
A las ocho y veintiuno de la mañana (hora local) atracamos en el muelle destinado a la descarga. En cuanto terminó la maniobra, comenzaron a llover docenas de haitianos vendedores de bicicletas y tallas de madera. Parecía un maratón de ciclos nuevos y radiantes. El color de la piel de los muchachos contrastaba con los colores metálicos, y algunos usaban el español a favor del intercambio: “El cubano es amigo, yo tener negocio bueno para él.”
La reciprocidad no se hizo esperar y algunos tripulantes compraron bicicletas a buen precio. También llegaron niños y mujeres con cestos de refrescos y frutas en la cabeza. Su habilidad me pareció una metáfora de lo que podía aguantar el ser humano sobre sí. Un joven que usaba un par de tenis Reebok, grandes para su pie, me hizo una señal tímida. Quería algo, cualquier cosa de comer o tomar, y su voz sonaba a hilo frágil y estirado.
En total estuvimos allí unas tres horas, pues los silos estaban llenos y debíamos partir hacia Port au Prince. El lugar se parecía a Baracoa, o a Gibara, por ser pueblo marino. La diferencia la ponía la miseria y la cantidad de gente que salía a la calle a vivir del azar.
A la salida, un mar de leva repentino provocó que algunos platos fueran al piso durante el almuerzo italiano. La crema se desparramó sobre el mantel y algunos vasos rodaron hasta caer al suelo. Nadie, sin embargo, perdió el apetito. Una vez más las pastas y las pizzas se ganaban el cariño de la tripulación, gracias a su diferencia con el resto de los platos habituales.
A las cinco tuvimos tierra por las dos bandas: la isla de la Tortuga a estribor (territorio que sirvió de base a los bucaneros franceses en el siglo XVII) y parte del territorio de La Española a babor. El paisaje marino continuaba matizado por los veleros haitianos, cuyas siluetas parecían querer llegar al fin del mundo. Su elegancia era digna de otra época, cuando sólo bastaba remar un poco para que salieran a flote mundos desconocidos.
Al finalizar la cena Molina hizo un breve chequeo médico. El interés por realizar bien su trabajo, por velar por la salud de los tripulantes, era innegable. Mi presión era de 110 con 70, normal para mi edad y mi peso. Durante el día se había sentido mucho calor, y a todos nos afectaba de alguna u otra manera. Jesús tenía el pulso acelerado y Molina le recomendó salir a tomar aire a popa. Allá fui a acompañarlo y luego aparecieron Roly y el propio enfermero.
Conversamos un rato sobre la vida de los haitianos, sus costumbres y maneras de convivir. Mientras escuchaba sus criterios, pensé en Carpentier y su Reino de este mundo, en la Ciudad del Cabo, en Ti Noel y la Ciudadela La Ferrière, mundos que acababa de dejar sin apenas conocer. Había que zambullirse sin más en la novela haitiana, palpar el olor y la oscura fantasía de su mundo, para comprender en una diminuta porción el problema de su existencia. Carpentier sabía, porque sus piernas habían desandado las calles del Cabo en busca de evidencias y acertijos.
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Un fondeo de tres días
Las montañas que coronaban Port au Prince eran más espaciadas que las de Cabo Haitiano, y también más áridas y maltratadas. En lugar de experimentar la sensación de monte fresco, sentí calor, calor a la vista, como si de lo alto de las elevaciones cayera polvo y la ciudad fuera una vieja estufa oxidada.
Hasta el barco llegaron dos haitianos en bote, desafiando la intensa marejada. Eran unos expertos de la navegación. Vinieron a vender, o intercambiar, unos muñecos que encerraban tras su silueta la reflexión cercenada del haitiano: negros ancianos, escuálidos sabios, ataviados de pipa, bigote y sombrero de paja. También trajeron bastones, una caja de cerveza Heineken y otra de Barbacourt, el ron nacional. Tras el primer diálogo con los tripulantes quedaron solos por un rato, maniobrando sin descanso con sus remos. Luego uno de ellos sufrió una profunda herida en el pie derecho al quedársele trabada la pierna entre el casco del barco y la proa de su bote. El agujero era tan grande que se le veía el hueso blanco, en contraste con la negrura de la piel. Lo humano del asunto recayó en el interés que los marineros mostraron por el herido y la certeza de que al día siguiente volvería con el pie vendado o cosido, pero vendría, cuando en Cuba por lesión semejante podías pasarte hasta quince días de certificado médico.
En realidad no hubo que esperar mucho para volver a verlos, porque al anochecer regresaron. Para colmo de males, el herido, a quien le habíamos visto los ojos enrojecidos durante su primera visita, traía puesto un par de gafas de sol. Una conjuntivitis de varios días se acomodaba tras los cristales. En ese momento un brote de la enfermedad azotaba a la ciudad, y las pupilas irritadas me hicieron confirmar la suposición de que Haití aún no había superado los tiempos de la peste.
Los hombres trajeron las mismas mercancías y el interés era cambiarlas por cabos, aceite, cemento, petróleo, cajas de bola… Se me hizo difícil explicar la sensación de tener frente a los ojos a una raza de hombres de carne y vísceras, tan cercana a su condición natural, a su medio y desgracia.
Los comerciantes navegantes
Tres jóvenes luchan por aparejar su velero y echarse a la mar. El viento ha levantado unas olas lentas e incómodas para la navegación y la marejada dificulta el izado de las velas. El mástil es de caña brava y cuesta trabajo ensartarle los cabos.
La oscuridad de la noche atrasa la labor y uno de los jóvenes contrae sus movimientos, como un elástico, en busca de energía. Para él, hambre es espinazo, órgano, víscera, algo más de sí.
En el interior de la embarcación tiemblan las tallas de madera, los bastones y las jarras, los tanques plásticos y los cabos. Cada objeto encierra historia y sufrimiento. Cada cosa llegó a su medio tras un largo camino de intercambio y sacrificio.
Al rato, los muchachos logran maniobrar. La luz de Port au Prince les sirve de faro y el nombre de su barco, Dieu est bon, los guía por buen camino.
El velero se aleja ahora entre las olas.
Haciendo tiempo
A la espera del atraque muchos ocuparon su tiempo observando la programación de la televisión local. Los canales haitianos eran un engendro a medio camino entre los noticieros y los video clips. En determinadas horas se enlazaban con TF1 o cualquier otra estación francesa, para conocer en qué estado se encontraba el mundo. Lo más interesante, un concierto del griego Yanni, atrajo la atención de Pacheco e Ismael. Cada vez que terminaba un tema elogiaban la belleza de la música. Fue interesante verlos compartir en torno al arte. “Eso sí es música, ¿eh Pacheco?, no la bulla de ahora”, comentó Ismael, quien hacía poco había ingresado en el barco como aprendiz de bomba.
Durante el almuerzo el capitán contó la historia de la vez que estuvo en Port au Prince en 1994 y los Estados Unidos invadieron el país Era capitán del Manatí y por demora en la descarga, producto de la tensa situación interna, su barco fue el último en abandonar la ciudad. “Los marinos salían a la calle con peligro para la vida. ¡Una locura! Al final los norteamericanos comprobaron la situación del buque y lo dejaron partir sin dificultades.” Ahora también se podía ver a los yanquis fondeados en la bahía, en su guardacostas encargado de la repatriación de los frustrados navegantes haitianos.
La espera duró en total dos días y medio. Faltaban unos papeles, o dinero, o una información de la agencia. Desde el punto de vista psicológico, el fondeo destruye al marino. La tierra está tan cerca, casi al alcance de la mano y, sin embargo, no puedes llegar. En nuestro caso no dolió tanto, pero cuando pasas meses navegando sin bajar, es insoportable. Los puertos son como el último paso de una rutina psicológicamente equilibrada, son el fin último, con la descarga y el intercambio cultural y económico.
Con Raúl, quien para mi felicidad terminó de leer El viejo y el mar, hablé ese día del funcionamiento de la máquina. Lo acompañé en su guardia de la tarde, lo que me permitió sumar algunos detalles a los conocimientos que Roger me había ofrecido antes de partir.
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Faldas pasajeras
A las ocho de la noche de nuestro primer día en el muelle vinieron a ofrecer sus servicios unas muchachas haitianas. Algunos marinos bajaron a conversar con ellas al muelle, pero ninguna subió al barco. Como todas las putas, se mostraron divertidas y risueñas, pero se marcharon al poco rato. Intenté conversar con una de ellas, preguntarle donde vivía, qué edad tenía, pero esas no eran preguntas para una joven prostituta. Luego me sentí avergonzado, quizá porque por primera vez era yo un extranjero que miraba con otros ojos.
Con la visita de las mujeres se disparó la imaginación y comenzaron los cuentos en cubierta. Alguien me contó que en Asia los marinos extranjeros acostumbraban a convivir con las prostitutas en los barcos durante su estancia en los puertos; que en Tailandia estaba estipulado el intercambio, al extremo de que las autoridades ponían trabas a los buques en caso de persistir la negativa de no aceptar a las muchachas. Los cuentos de mujeres nunca faltaron en el barco, como aquel de la visita a Clifton Pier de un yate turístico. La embarcación se aproximó al barco y dos muchachas, bajo el espejismo de los cócteles del turismo, hicieron un completo striptease para la tripulación.
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Port au Prince, una ciudad oscura bajo el sol
Para llegar a Port au Prince era inevitable tomar uno de los tantos autobuses que ronroneaban al ritmo de la música popular. El equipo de la expedición estaba integrado por Luis, Ibáñez, Jesús, Agustín, Raúl y yo. El andamiaje común se componía de gorra, gafas para el sol, mochilas y zapatos fuertes. Al llegar a la avenida Dessalines, abordamos el bus, y en media hora desembarcamos en el centro de la ciudad.
A partir de ese instante las dimensiones desaparecieron para siempre, entremezclándose en la infinidad de personas y mercancías que sobrevivían en las calles. Al equipo se sumó Isaac, guía autóctono, quien gozaba de respeto entre los cubanos por la seriedad de su trabajo. Te llevaba a los lugares más baratos, regateaba con la gente con buen dominio del español (incluso con palabras recién aprendidas como cojones y pendejo), y te salvaba tiempo con su orientación.
El mercado alargaba sus sombras a lo largo del puerto, entre el ardor de la costa seca. La vista de las montañas parecía irreal, como irreales eran también, para los haitianos, los palacios de la gente rica, turistas de montaña y sombras benévolas. Lo real permanecía a ras de suelo, absorbido en el olor de la gente y la miseria nada alucinante. Lo maravilloso era la puerta mil veces forzada de una catedral, en cuyas columnas infranqueables descansaba aún el espíritu negro.
Una vez en la candonga, o fanguito, o centro comercial, o mercado, nos sumergimos sin remedio en un laberinto que extendía sus muros bajo la textura ardiente de los tejidos empaquetados. Todavía ahora no sé, ni logro ubicar, la cantidad de terreno que ocupaban los pasillos atiborrados de mercancías. Caminaba y caminaba bajo un calor luciferino y daba vueltas, y salía, y volvía a entrar. Aquí la ropa, en aquel lugar los zapatos y más allá los equipos. Círculos y más círculos. Con el paso de las horas cada expedicionario fue adquiriendo lo que deseaba. Yo, mientras tanto, ayudaba a sacar cuentas, a sostener maletines, al mismo tiempo que esquivaba el sostenido tráfico de vendedores de bolsas, refrescos y toallas. El suelo no hacía más que arder y los zapatos parecían manchas de colores sucios. Las mercancías, en cambio, persistían detenidas en el tiempo, intactas bajo su envoltura.
También vendían comida elaborada: frijoles, maíz, pescado salado y bebidas naturales. Las mujeres predominaban en la venta y vestían sayas y chancletas. Algunas dormían en las esquinas. A la hora de llamarte usaban el calificativo de “papito”, quizá descendiente del “blanquito” con que los esclavos nombraban a los franceses durante la colonia.
El mercado de Port au Prince tenía la gran virtud de esconder cualquier cosa, aunque en la búsqueda pudieras resultar dañado por la inconsistencia del ambiente. Como en los tiempos remotos, la plaza fluía a la vieja usanza, sin trabas, ni reglas, ni precios fijos. El regateo era la norma y los haitianos, que en tierra sin trabajo eran maestros en el arte de vender hasta la sombra, no dudaban en bromear, reír o ponerte cara de espanto cuando el negocio no les convenía.
Sobre las cuatro de la tarde, luego de casi seis horas desandando, tomamos un auto de regreso que no tardó en romperse. El transporte particular en la ciudad se componía de unos cacharros semidestartalados, autos y motocicletas, que podían dar la nota triste en cualquier momento. El segundo coche que abordamos no sufrió mejor suerte, pero sí llegó a su destino, luego de resabiar durante un rato.
Por el camino Raúl me comentó que el cubano no sabía lo que tenía hasta que veía con otros ojos. “Allá en Cuba hay libreta de abastecimiento. Es poco, pero es algo seguro por poco dinero. Aquí es sálvese quien pueda.” Y en efecto, la población de Haití envejece al ritmo de la mercancía, objetos que Norteamérica envía en su misión de “buenos vecinos”. La emigración supone una salida tortuosa de la miseria, pero no de la incertidumbre. Los que no se hunden, logran burlar el cerco y llegan a los Estados Unidos (u otro lugar “prometedor”), tienen que soportar condiciones de vida y de trabajo inhumanas.
El mundo debería ver la pobreza de Haití. La pobreza, no como una curiosidad del siglo XXI (sobran las curiosidades), sino como un espejo de en lo que convirtieron una tierra otrora fértil y hermosa. Nunca sobrarán las explicaciones de los historiadores y estudiosos para denunciar una herida abierta, más que nadie, por el Primer Mundo.
Al regreso al barco nos recibió la noticia de que la descarga había vuelto a detenerse. Debido a la poca capacidad de los silos haitianos había que esperar a que una caravana de camiones sacara el cemento para poder proseguir. Así estuvimos en total cuatro días, que sumados a los dos y medio de fondeo en la bahía, alargaron el viaje en demasía. Cuando la gente llegaba de la ciudad hacía los cuentos, hablaba de los mejores lugares y precios, de las cosas raras e insólitas que les habían saltado a los ojos. El contraste con Bahamas parecía haber caído exprofeso. Tan aburrida una tierra y tan estremecedora la otra.
34°C bajo las faldas del puerto & las princesas
de la carga.
Sobre los cabellos enramados de sudor y rocío, una cesta sostiene el corazón de la mujer haitiana. Al ritmo tambaleante de las caderas, del vaivén esquivo a la muchedumbre cabizbaja del amanecer, se acomodan en el interior del mimbre la explosión contenida de la pimienta de Guinea, unos limones frescos de la montaña y tres botellas de jugo natural. El mercado, que desde las cuatro y media de la madrugada acoge a los comerciantes, le abre un espacio por el que caminar, a través de pasillos libres de tenderos y mercancías. Su mirada busca un sitio donde sentarse, donde vender sus productos, y entonces elige un rincón junto a la esquina de la iglesia del puerto. Dos naranjas flotan cerca, en un charco de agua podrida, y una montaña de basura se estremece, incapaz de sostener su propio peso.
La gente pasa. Algunos miran. Otros empujan carretillas atiborradas de sacos. El sol amenaza con trasladarse al centro del cielo y los vendedores de reliquias cuelgan vistosos pañuelos en los tablones de sus tiendas. En una mesita disponen, además, velas y crucifijos, muñecos de trapo, pócimas sagradas y otras cosas que no se ven, porque pertenecen a los loas, espíritus y dioses tribales del continente africano. Un cordón de enfermos y paralíticos dormita bajo la sombra de los muros del templo, los mismos que desde su otra cara contemplan la impasibilidad de los jardines cuidados del Señor.
La mujer dice algo en creole y se le acercan dos extranjeros. Le echan un vistazo a las bolsitas de pimienta y parten al instante, hablando el idioma de los habitantes del otro lado de la isla. Desaparecen en la madeja creciente de haitianos y automóviles. Es raro verlos por aquí, el tráfico es tan intenso que los pocos que llegan a la capital apenas se arriesgan a remontar los muelles y el puerto. La joven observa sus pies, las chancletas, el piso. El borde de su saya floreada está sucio de tanto andar. Vuelve a pensar en los extranjeros, que para entonces sortean con agilidad de gatos los atropellos y arbitrariedades de los choferes, intentando remontar las calles hacia la montaña. Van y miran todos los productos, husmean, se fijan en cada detalle de la gente. No son colonizadores, ni estudiosos, ni observadores internacionales. Simplemente son extranjeros, y cuando ven algo duro, real, fuera de la televisión, como un niño desnudo caminando sobre la basura, la culpa les retuerce el estómago. En su caminata, andar ya de tenis negros y ropas empercudidas, reflexionan sobre las ventajas que tiene su lejana tierra fértil y menos pobre.
La imagen de los dos jóvenes se va apagando y la haitiana regresa a su sitio, entre el bullicio de las ventas. Su silueta es la de una madre multiplicada, la reina pródiga y cansada de Port au Prince, en cuyo regazo descansan los sentimientos de miles de mujeres. Las pisadas de los guerreros aún sobreviven pegadas al polvo y el amor lo ponen ellas, convencidas de que en tierra de niños raquíticos es difícil conservar los montes de la divinidad.
Se levanta y va hacia un rincón. Flexiona las rodillas. De las carnes oscuras de su interior brota un líquido amarillo que perturba la marea de los charcos. En respuesta, el olor asciende como un velo que cubre los cabellos y las pestañas de los caminantes.
Ya a media tarde la mujer decide marchar hacia el centro. Apenas si percibe el ligero peso que ha quitado de su cabeza con la venta de los jugos. Cientos de mujeres se cruzan en su camino y una vez más cree en los espejismos. Soy yo misma, dice, y de repente vislumbra un camión de carga.
Una joven canta y su voz de terciopelo arremolinado se funde con el amasijo sonoro de la brigada. El murmullo revolotea sobre las cabezas y atrae a hombres de incrédula escucha. Las notas de la canción llegan hasta la mujer como una mariposa de recuerdos. Ella también está allí, y bajo la falda camaleónica de las muchachas ve los músculos firmes y brillosos que una vez fueron suyos. En cuestión de segundos recupera las fuerzas. Se siente deseada y la aborda el placer irrefrenable de querer cambiar las cosas en poco tiempo. Mira alrededor y vuelve a ver a los jóvenes extranjeros. Uno de ellos, boquiabierto, extrae una cámara fotográfica. El otro contempla los movimientos y el sonido sincopado de las princesas del camión. Entonces ella se vuelve. Nadie la ve, pero no importa. Aun sabiendo que puede ser en vano, grita con todas sus fuerzas: “¡La canción no tiene nada que ver! ¡No tiene nada que ver con la cerveza que cargan!”