Avergonzarse de la fragilidad

Verónica Pérez Vega

Un libro es el mejor amigo”, oigo decir,
y no puedo evitar acotar mentalmente: “depende del libro…”

No sé si consiga “enganchar” con este artículo. He aprendido que como todo discurso manoseado (y politizado), el amor es un tema escabroso. A menos que se use también algo del incisivo fetichismo del espectáculo.
Pero lo que me decidió no fue precisamente lo que me había motivado, hace tiempo, cuando leí en el número 61 de La Jiribilla “La responsabilidad del escritor, en los relatos de victoria y derrota”, de Belén Gopegui. Lo que me hizo correr el riesgo de afirmar que cualquier libro no es un buen amigo fue una película que vi con mi niño de once años: Jin Roh (titulada en español Brigada de lobos), un animado japonés de envidiable factura. El mensaje de la cinta queda encriptado en una metáfora horrible del cuento de la Caperucita Roja: Caperucita llega a la casa de su madre, y al encontrar su cuerpo despedazado por el lobo, siente hambre y empieza a comer de él. Siente sed y bebe de su sangre. Luego se levanta y se sienta al filo de la cama, donde está el lobo disfrazado con las ropas de su madre y empieza el clásico diálogo: “Pero mamá, qué ojos más grandes tú tienes…”
Me pregunto cuántos Peter Pan necesitaríamos hoy para impedir ser adultos. Y si en las películas leo “sexo, violencia, lenguaje de adultos”, ¿por qué no en los libros?
Con frecuencia pienso en los impresionistas, o en Van Gogh, Modigliani, o todos los que pagaron cara su necesitad de exponer la “fealdad” contra un concepto ya anquilosado de belleza. Ahora sí somos libres: estamos anquilosados en la fealdad. No la de desnudarnos, aceptarnos, reconocernos, sino la fealdad de una sordidez estratégica: presentar cualquier forma de marginalidad sin desgarro, sin búsqueda, jugar con seres-aberrados, sin savia. Sin alma. Historias con ciudades despobladas como paisajes lunares, con personajes cínicos saturados de vacío, adaptados al vacío, naturalizados al vacío.
La película que cito no es un ejemplo. Si deprime es porque toca aspectos del egoísmo humano, la degradación, la desolación que engendra el poder. Su única limitación conceptual tal vez (incluso intencional) es colocar a ese lobo como el último escalón posible de la realidad.
En el artículo que mencionaba antes de La Jiribilla, la autora afirma: “La épica real lleva aparejada la necesidad del bien, y es esa esperanza y ese instinto lo que nos hace trabajar, partir, quedarnos, amar, concebir-parir”. En Jin Roh, la caja china que hace la historia de la Caperucita se abre y esparce como una verdadera caja de Pandora hacia el final de la historia matriz. Caperucita observa: “Pero mamá, qué dientes más grandes tú tienes”… y el lobo la devora. Cuando viajaba con mi hijo en la guagua, no podíamos evitar pensar en la película, y de pronto me dijo: “Pero mamá, la última realidad es el leñador”. Entonces me di cuenta de que el leñador no aparecía en ese cuento. Y me cuestioné si lo que nos falta ante la experiencia de la brutalidad, la rispidez del mundo será la fe en que va a aparecer un leñador.
A veces pienso que estamos en un segmento en la oscilación del péndulo de la historia, donde, por equilibrio, después de haber sufrido la novela rosa con su mutilación a priori de realidades subterráneas, conflictos, agonías, matices, nos toca mostrar la perversidad como opción irrevocable, sin puerta de salida.
Dice Ernst Fisher en La necesidad del arte: “Kafka habla de lo que ocurre cuando el detalle y el incidente reclaman la misma atención; este registro fotográfico de las condiciones, estático, más que dialéctico, crea un sentido de la insignificancia, un opresivo y desalentador ambiente de pasividad. El ser humano es cada vez más destruido por su propio conocimiento especial y su entrenamiento –su existencia como un detalle”.
Recuerdo una historia que leí de niña: un rey intentó poner a prueba la sabiduría de su ministro y le pidió que le preparara un plato con lo mejor del mundo. El ministro cocinó una lengua de vaca, aderezándola con hierbas y especias y se la ofreció al rey alegando que con la lengua un hombre expresa amor, concilia enemigos, aconseja, consuela, ensalza. Sorprendido de su ingenio, el rey decidió ponerle una prueba más y le pidió un plato con lo peor del mundo. El ministro, después de pensarlo, le preparó nuevamente, una lengua de vaca. Totalmente desconcertado, el rey le preguntó por qué y el ministro le explicó que con la lengua un hombre puede mentir, manipular, herir, confundir, separar, provocar una contienda, una muerte…
En uno de sus Caballos de Troya, J. J. Benítez, aventura que Jesús fue un artista muy prolífico, que escribía febrilmente poesías y canciones, y que justo antes de convertirse en el Maestro quemó todas sus obras, sus tallas, sus inventos. Ante el reproche de su madre, respondió que si algo de eso perdurara sería mal interpretado, y que su intención era transmitir a través de la experiencia directa, hablar con actos más que con palabras. Especulación o no, en los Evangelios Apócrifos, el discípulo Juan anota en su nombre: “No busquen la Ley en las escrituras, pues la Ley es la vida mientras que lo que está escrito está muerto… Dios no escribió su Palabra en las páginas de los libros, sino en el corazón y en el espíritu de ustedes. Está también en su aliento, en su sangre, en sus huesos, en su carne, en sus intestinos, en sus ojos, en sus oídos y en cada partícula de su cuerpo”. El gran Rainer María Rilke le confesó al joven poeta que atesoró para la eternidad sus cartas: “De todos mis libros, sólo algunos, más bien pocos, me son indispensables” .
Virginia Woolf construye en Las olas un personaje que es un hombre obsesionado por ser escritor que se resguarda en las palabras, quizás también, al decir de Reina María Rodríguez, “como si fueran grandes frases para justificar su no vivir, para protegerse contra la realidad”. En su boca pone la Wolf las siguientes palabras: “¡Cuán cansado estoy de las historias, cuán cansado de las frases que se posan con elegancia sobre el suelo y se ponen a caminar sobre un pie seguro! ¡Y cómo desconfío ahora de los diseños trazados cuidadosamente sobre una hoja que pretenden ilustrar la vida! Comienzo a soñar con un lenguaje ingenuo como el que emplean los amantes, hecho de palabras cortadas, desarticuladas…”
Sí, un libro es un conspirador poderoso. Como una película, un videoclip, una canción. Nos toca, nos penetra también por ósmosis, porque es a través de la atención que nos formamos, nos reconocemos y reconocemos el mundo.
San Francisco de Asís sentía un marcado recelo por los libros (incluso sagrados) y no estimulaba el cultivo intelectual de sus frailes. Se dice que leía sólo una o dos líneas y quedaba absorto largo rato, meditando en su significado. Los que han indagado sobre la palabra meditar saben que esta no significa sólo reflexionar o cavilar, sino esencialmente concentrar la atención en lo que es objeto de la meditación, y volverse uno con el objeto al que se atiende.
A la popular sentencia de que el sabio habla de las ideas, el inteligente de los hechos, el hombre vulgar de lo que ha comido, me gustaría añadir que la erudición que aleja de la vida es una mediocridad disfrazada de conocimiento, una simulación. Como la silicona con que se moldean los cuerpos y los sueños (reales o impostados). Ya ha afirmado Kirpal Singh que “las escrituras tienen que ser no sólo aprendidas, sino también reveladas”.
Creo que el spot televisivo, y especialmente el video-clip, encarnan la aceleración del pensamiento contemporáneo, igual que ha mutado el tráfico en las ciudades con el desarrollo de la industria automotriz. Por supuesto que la literatura no está ajena a este cambio de ritmo, que también desemboca en un aumento de trastornos como la divagación mental, que a su vez genera problemas como la hiperactividad por déficit de atención y la incapacidad severa para concentrarse. Me pregunto si este imaginario de desesperanza es una consecuencia de la aceleración que nos convulsiona y obvia infinitesimales riquezas de la existencia, fenómeno que en algunos países ya se prevé y se combate con campañas como el slow down.
Pululan y ganan teleaudiencia series con historias de crímenes (un morbo hiperrealista en la investigación, la disección de métodos para demostrar más y más sofisticadas variantes de la fragilidad humana). Y voy a correr el riesgo de confesar lo siguiente: cuando leo “este filme contiene escenas de violencia, no apto para menores”, me he preguntado: ¿Y para mayores? ¿Estaremos aptos para esa eternización (virtual) de la indiferencia?
Las generaciones que nos alimentamos con los muñequitos rusos, tan vilipendiados, los buscamos, se los ponemos a nuestros hijos, con nostalgia. Eran otros tiempos, decimos, y nos damos cuenta del peso enorme que tiene en cada generación la esperanza.
Reconocer la humanidad individual es tal vez el primer paso, ¿por qué no dar el segundo, y el tercero? Exhibir la miseria para trascenderla. Sí, la sordidez es real. Y la lucha por la felicidad es real. En cada ciclo de vida hay una síntesis, y la existencia total es una suma y otra síntesis que aprendemos continuamente a completar, incluyendo la muerte. Dejar a los personajes de los cuentos, las novelas, las películas estancados en el túnel no es real. Y sí veo que cada día necesitamos pretextos para levantarnos, salir a trabajar, partir, quedarnos, resistir a una enfermedad, una depresión, una muerte.
Como la autora de: “La responsabilidad del escritor…” pienso que “la derrota de los buenos es un detalle, y su mitología, un peligro”. Creo que ningún escritor con el poder de materializar su palabra escribiría para sí mismo y para sus hijos un mundo sin mañana. O para el mal, un presente eterno.
¿Por qué sobreviven a las modas Don Quijote o Hamlet? ¿O El principito? Otra vez estamos ante el ser o no ser camuflado en la delirante negación contemporánea.
Ser lúcido en cada opción de crear importa. Y mucho. En el animado Jin Roh, cuando la Caperucita está comiendo del cuerpo muerto, un pájaro que está en la ventana le advierte: “Estás comiendo del cuerpo de tu madre…” Pero ella le pregunta al lobo y este le asegura: “Es mentira”. Ser inconscientes no nos salva del final del cuento.
Sí, importa leer, según el libro. Y ojalá que los buenos o malos de cualquier historia puedan, sin pudor, gritar, si lo necesitan, con Rabindranath Tagore: “Sólo tienes tus dos alas y el cielo sin rutas”. O decir en un susurro, como sólo se habla al confidente, al amante, al lector: “Pájaro mío, óyeme… no cierres las alas”.

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