Expresado de esta manera, el tema que nos ocupa resulta muy general para ser tratado de una manera unipersonal, sobre la base de una sola apreciación. Porque la Iglesia es un universo heterogéneo donde se expresan diferentes enfoques acerca de la mujer y su nivel de participación eclesial. Para poder tener un diagnóstico que refleje la realidad en este aspecto, se hace necesario un trabajo de investigación capaz de ofrecer la posibilidad de extraer los conceptos bíblico-teológicos, así como los canónicos, que se establecen en las diferentes comunidades cristianas, a fin de aceptar o no la participación plena de la mujer en las instancias de dirección y liderazgo.
No obstante, hemos aceptado el reto valiéndonos únicamente de nuestra experiencia pastoral, vivida junto a nuestras hermanas y hermanos durante este transitar del ser Iglesia en Cuba.
Para el desarrollo del asunto, hemos tenido en cuenta los siguientes aspectos, por lo que aportan para la comprensión del mismo:
• Antecedentes históricos de la problemática de la mujer en los orígenes del cristianismo.
• Razones y argumentos bíblico-teológicos que se esgrimen para no aceptar a la mujer en el sacerdocio.
• La problemática de la mujer en el anglicanismo:
a) Proceso inicial de la admisión a la mujer al sacerdocio.
b) Situación de la mujer en la Iglesia Episcopal en Cuba.
• Recomendaciones.
Durante todos estos años de nuestra práctica pastoral, nos hemos percatado de cuán invisibilizadas han estado las mujeres en la historia eclesial. Vemos con tristeza que en muchas obras históricas escritas acerca del tema en Cuba, no aparecen ni siquiera los nombres de las misioneras, ni tampoco de las esposas, que no fueron meras acompañantes, sino quienes con tenacidad y sacrificio hicieron su aporte a la consolidación de la Iglesia en nuestro país. ¿Por qué sus nombres no aparecen si dieron lo mejor de ellas? Porque la historia, lamentablemente, se ha escrito desde el varón.
Estamos conscientes de que el cambio social liberador ocurrido en el año 1959 hizo posible que las mujeres se convirtieran, progresivamente, de objetos pasivos en sujetos activos de nuestro devenir, lo cual se hace visible no sólo en el quehacer del presente, sino también ha hecho luz sobre aquellas mujeres que hicieron historia durante las luchas independentistas.
La mujer se integra a todas las áreas del saber humano. Esto la ayuda a desarrollar su perspectiva de la teoría de género y le permite descubrir todas las diferencias generadas en la cultura patriarcal y machista que aún subyace y establece el modo de ser mujer y de ser varón. Contra estos problemas se lucha para llegar a establecer relaciones de igualdad en el plano familiar, laboral, social y religioso.
El tratamiento que se le ha dado a la mujer en la realidad eclesial aún no es justo. Todavía se manifiestan los prejuicios culturales de una sociedad androcéntrica en una institución organizada y concebida desde el varón, para lo cual no existen razones –ni bíblicas ni teológicas. Esto se hace evidente en el decursar histórico, desde la génesis del cristianismo.
Antecedentes históricos de la problemática de la mujer en los orígenes del cristianismo
Jesús, núcleo vital y razón de ser de la Iglesia, aunque era judío, en su trato con las mujeres rompió –por así decirlo– con todos los esquemas tradicionales impuestos por aquella cultura patriarcal de marginación, según la cual las mujeres recibían un trato injusto por el legalismo de su época.
Es necesario reconocer que si bien El no explicó nada referente a la participación y el liderazgo de la mujer –en verdad no tenemos referencia alguna al respecto ni en sus sermones, ni en sus enseñanzas–, sí adoptó una actitud de aceptación diferente a la que se esperaba de un rabino tradicional de entonces. En relación con esto, opina la teóloga María Clara Bingemer:
Lo que es dado a conocer del Jesús histórico a través de los relatos de los evangelios, lo muestra como un iniciador carismático, donde hombres y mujeres son admitidos en relaciones de fraternal amistad.1
Este caminar de la mujer junto a Jesús, antes y después de la resurrección, es una realidad que, a pesar de haber sido escrito el canon desde el varón, no pudo ser soslayada. Por ejemplo, María Magdalena se destaca como discípula fiel y militante. Por eso resulta reconocida por el resucitado, quien proclama, habla, y testifica a sus hermanos.
Neli Miranda de Mansilla nos muestra hasta qué punto eran aceptadas las mujeres en la Iglesia:
Partiendo del hecho que los y las de Cristo conforman una comunidad, y dicha comunidad se reúne en comunión, o sea en iglesia, consideramos conveniente aproximarnos a una definición del término cristianos y cristianas. Por esta razón, tomamos un fragmento de la epístola de Diogneto, escrita probablemente en el siglo II, donde se hace una defensa de los cristianos y las cristianas frente al paganismo imperante en aquella época.
La distinción entre los (las) cristianos (as) y los (las) demás no es ni el país, ni el lenguaje, ni las costumbres. Porque ellos (y ellas) no moran en ciudades separadas, ni usan ninguna variedad extraña de dialecto, ni practican una clase de vida extraordinaria. Su enseñanza no ha sido descubierta por el intelecto o el razonamiento de hombres (y mujeres) ocupados ni son ellos (ellas) defensores de una doctrina humana a la manera de otros hombres (y otras mujeres). Y, sin embargo, aunque viven en ciudades griegas y bárbaras, según a cada uno (a) le corresponda, y siguiendo las costumbres locales, tanto en vestidos como en comidas, y en todas las cosas que atañen a la vida, los/as cristianos/as manifiestan el don maravilloso y evidente extraño carácter que les da su propia ciudadanía. Moran en sus propios países, pero como peregrinos/as, y sufren todas las cosas como extranjeros/as. Cada país es su patria, y cada patria un país extraño. Se casan como todos/as los/as demás, tienen hijos (e hijas), pero no abandonan a sus vástagos. Ofrecen hospitalidad pero guardan su pureza. Viven en la carne, pero no son de la carne. Pasan su tiempo en la tierra, pero tienen su ciudadanía en el cielo. Obedecen las leyes vigentes, pero van más allá de las leyes en sus propias vidas. Aman a todos/as y son perseguidos/as por todos/as. Son desconocidos/as y a la vez condenados/as. Condenados/as a muerte y ganan la vida. Son pobres y enriquecen; carecen de todas las cosas y lo tienen todo en abundancia. Son deshonrados/as y son glorificados/as en su deshonor; se da contra ellos/as falso testimonio y son vindicados/as. Se abusa de ellos/as y bendicen, son insultados/as y rinden honor.2
Mujeres y hombres dieron testimonio de su fe en igualdad y fueron reconocidos por sus contemporáneos. La mujer sufrió, al igual que sus hermanos, la persecución. Estuvo siempre presente en la historia de la Iglesia desde sus inicios.
Es bueno recordar que fueron ellas las enviadas a testificar a sus hermanos acerca de lo acontecido en la resurrección. Devolvieron a los seguidores de Jesús la esperanza y la fe en el resucitado. Luego, en los difíciles momentos vividos por la Iglesia naciente, bajo la persecución cruel y sanguinaria del imperio romano, hay evidencias del valor de las mujeres. La historiadora y teóloga Ivoni Richter3 lo destaca:
En carta de Plinio, joven procónsul de Bitinia al emperador romano Trajano, citamos: “juzgué tanto más necesario la verdad de dos esclavas, llamadas diáconas y estas bajo tortura”.4
Luego reseña un fragmento de la carta del obispo Ignacio de Antioquía a la iglesia que se reúne en Esmirna, provincia de Asia: “Saludo a la cada de Tavía que ella permanezca firme en la fe y el amor espiritual”.5 Y comenta al respecto:
Ambas cartas fueron escritas en el año 110 d.C. y en ambas, aunque con objetivos diferentes, podemos apreciar el coraje de las mujeres ante la persecución […] estas comunidades se reunían en las casas y se les llamaba “iglesias domésticas”. En ellas las mujeres ejercían un liderazgo independientemente de los varones.6
De igual modo, de la participación responsable y significativa de las mujeres en la Iglesia, nos habla elocuentemente el apóstol Pablo en su capítulo 16 de la Carta a los Romanos. El menciona a la diácona Febe de la iglesia de Cencreas y le pide a la iglesia en Roma que la reciba con la dignidad requerida por el cargo que ostenta. Además, la considera protectora no sólo de la comunidad, sino también de él mismo. Reconoce, indistintamente, el liderazgo en la naciente iglesia tanto de varones como de mujeres: habla de la labor de Aquila y Prisila, a quienes se refiere como a sus compañeros de trabajo, tal y como trata a Andrónico y Junias, a los que reconoce igualmente apóstoles y compañeros de cárcel, distinguidos en su ministerio.
Lamentablemente, en la historia de la Iglesia la aceptación de la mujer equiparada al varón no ha sido permanente. El seguimiento a Cristo tradicionalmente se fue transformando de igualitario en desigual. Este proceso –que se inicia en el siglo II y culmina en el IV– se fue produciendo en la medida en que la Iglesia se fue jerarquizando desde la óptica del varón. Coincide con la etapa en la que el cristianismo se establece como religión oficial del imperio romano. Las concepciones bíblicas y teológicas surgidas entonces, imponen toda una serie de sistemas teóricos patriarcales, así como estructuras legalistas y dogmáticas en detrimento de la mujer y de su posibilidad de liderazgo en la Iglesia. De esta forma, se hizo a un lado la perspectiva del Jesús liberador, que agrupó a mujeres con las cuales compartió su ministerio, y recibió a su vez de ellas el apoyo de sus bienes temporales.
Según Manuel de Alcalá,7 las razones o argumentos para excluir a la mujer fueron:
• La interpretación literal de la Biblia, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento; la creación de la humanidad y la conducta de Jesús.
• La equiparación de tres ministerios: enseñanza, bautismo y sacerdocio; y con justificación idéntica en la prohibición de los tres.
• La alusión a las sacerdotisas paganas, como reserva especial para una ordenación sacerdotal femenina. La tabuización del bautismo realizado por las mujeres.
• La reflexión teológica peculiar, inspirada en San Pablo, al hablar de que “el varón es cabeza de la mujer y ella el cuerpo del varón”.
Todas estas concepciones, según el autor, influyeron tanto en los santos padres como en los canonistas medievales para dejar excluidas y silenciadas a las mujeres en la Iglesia.
Algunas razones bíblicas y teológicas que se esgrimen para la marginación de la mujer en nuestros días
• El concepto tradicional de la teología, que presenta al varón como único portador de la imagen divina, y a la mujer del varón.
• La mujer es dependiente del varón y está sujeta a él; por lo tanto, no está en condiciones de dirigir, sino de ser dirigida.
• Cristo es mediador y varón, no puede ser representado sino por el varón.
• Según la tradición de la Iglesia, las órdenes se orientan al episcopado. El obispo es el esposo de la Iglesia. La mujer no puede ser esposo.
• Jesús no llamó a ninguna mujer en el grupo de los doce y los apóstoles continuaron esa práctica al producirse la vacante en el colegio apostólico.
• La interpretación literalista de los escritos paulinos y deuteropaulinos, plagados de interpretaciones antifeministas posteriores que han dado los padres de la Iglesia.
• La interpretación tradicional del papel protagónico del varón en la Creación y de la mujer en la génesis del pecado y el mal en el mundo.
• La ausencia de un concepto feminista de la salvación.
• Los dogmas marianos, descontextualizados, que presentan la función de María como sumisa madre obediente, atractiva para las mujeres en el papel tradicional.
Todas estas razones surgieron a finales del siglo II, pero lo increíble es que se mantengan vigentes hasta hoy en muchas de nuestras comunidades eclesiales.
Estos conceptos ultraconservadores han hecho y hacen que las mujeres continúen relegadas y manipuladas. Están en franca contradicción con el espíritu liberador de Jesús y de los Evangelios.
¿Cómo, pues, se comporta la problemática de nuestras mujeres en la iglesia? Es triste que aún a las puertas del siglo XXI, estén desempeñando aquellas tareas a las que fueron relegadas: limpieza y cuidado del templo, arreglo del altar, cuidado de los enfermos y enfermas, catequesis o educación cristiana, atención a grupos juveniles, etc., pero sin acceso a las áreas de liderazgo, poder, decisión y dirección.
Lo más lamentable es que, en ocasiones, las propias mujeres ven con naturalidad esta discriminación y la justifican, o hasta se convierten en voceras y trasmisoras de estos criterios excluyentes a las nuevas generaciones, los mismos patrones injustos y humillantes que las han mantenido en los “papeles secundarios”.
Quisiera reconocer que el hecho de vivir en una sociedad capaz de promocionar a la mujer, tanto en su participación social como en su superación, ha influido en el cambio de mentalidad de muchas de nosotras. En muchas ocasiones, ellas, a título personal, se han interesado en participar y superarse bíblica y teológicamente, incorporándose a actividades formativas que ofrecen organizaciones ecuménicas, tales como el Departamento de Mujeres del Consejo de Iglesias de Cuba, el Centro Memorial Dr. Martin Luther King, Jr., el Centro Labastida de Santiago de Cuba, el Instituto Superior de Estudios Bíblicos y Teológicos en La Habana y el Centro Cristiano de Reflexión y Diálogo en Cárdenas.
Numerosas mujeres están adquiriendo la capacitación teológica que les ayuda a tener “una nueva forma de leer la Biblia desde la perspectiva de la mujer”. De esta manera, tomar progresiva conciencia de lo injusto, discriminatorio y anticristiano en que ha sido orientada la interpretación tradicional de las Sagradas Escrituras recibida en sus iglesias, ha contribuido a elevar su autoestima, a hacerlas salir de los marcos de esa eclesiología manipuladora y conservadora. En este proceso de crecimiento, muchas han sido criticadas, cuestionadas y expulsadas: ha sido el costo en pos del vuelo de la liberación y la realización humana.
Problemática de la mujer en el anglicanismo
*Proceso inicial de admisión a la mujer al sacerdoci*o
El acceso de la mujer al sacerdocio se planteó desde la segunda mitad del siglo XIX, y para su concreción ha sido necesario que tuviera lugar un proceso creciente y progresivo que se inició con la restauración del diaconado femenino. En 1862 se produce la ordenación de diaconisas en Londres y, un poco más tarde, a la altura de 1885, en Alabama y Nueva York.
Hasta 1944 no fue ordenada, en Hong Kong, la primera diácona, Lim Ti Oi, para que los fieles de Macao fueran pastoralmente atendidos. El hecho provocó tal reacción, que la interesada renunció. Los principales opositores fueron las diócesis de Canterbury y de York, en Gran Bretaña. Sin embargo, en 1970 fue aprobada la ordenación femenina en el Sínodo General en Hong Kong, lo cual fue avalado por el Consejo Consultivo Anglicano en la reunión de Kenya de 1971.
En 1970 se inicia este proceso en América, se discute; no se llega a un acuerdo unánime al respecto, pero con una creciente apertura hacia la aceptación del ministerio femenino. En 1974, tres obispos dimisorios, R. Dewitt, D. Corrigan y E. Wells, tomaron la arriesgada decisión de ordenar simultáneamente a once diaconisas, esto provocó un gran impacto en la comunión anglicana. Y en 1975, no hay razones bíblicas ni teológicas para rehusar el sacerdocio a la mujer, y toda decisión a favor o en contra de hecho obliga a la Iglesia a explicar o desarrollar su tradición esencial en una forma que no tiene precedente en la historia.8
Esta polémica en torno a la mujer y el sacerdocio se hizo candente y hasta conflictiva. Algunos grupos de sacerdotes llegaron a expresar a los obispos que si se aprobaba por la Conferencia de Lambeth la admisión de la mujer al sacerdocio, era posible que se produjera un cisma. Y llegaron a plantear que ellos solicitarían su paso oficial a la Iglesia católica romana. En 1988 se decidió en la Conferencia de Lambeth que cada provincia de la Comunión Anglicana respetara la decisión de otras respecto a la ordenación de las mujeres. Se consideró que esta podría resultar necesaria casuísticamente para garantizar la credibilidad de la iglesia en un lugar determinado, respondiendo a razones de la misión en contextos particulares. Fue señalado que hay quienes se oponen al ejercicio de las mujeres no por razones de la misión, sino por poseer una diferente comprensión de la tradición apostólica.
En 1993 ya existían cuatro mujeres obispas: dos sufragáneas, una diocesana en los Estados Unidos, y otra en Nueva Zelandia. En Canadá, ya se venían ordenando mujeres desde hacía veinte años, y se encontraban en condiciones de consagrar obispas. Sudáfrica, Irlanda y Australia habían comenzado en 1990. El proceso del ministerio de la mujer en la Iglesia llegó a provocar crisis en la Comunión Anglicana, pues tan pronto como se aprobó en Inglaterra el Canon de Ordenación de las Mujeres, doscientos sacerdotes se fueron de la iglesia anglicana, pero dos mil mujeres fueron ordenadas. Esto ha contribuido a enriquecer la vida de la iglesia, que es ahora más plena porque ambos, mujeres y hombres, pueden aportar sus talentos en el ministerio y la misión.
En la Conferencia de Lambeth –que se celebra cada diez años y donde se dan cita los obispos del mundo–, por primera vez en la historia de la iglesia anglicana diez participaron en igualdad con sus iguales, a pesar de la no aceptación de algunas provincias de la Comunión Anglicana. Este ha sido un paso significativo de esperanza para continuar avanzando por el camino trazado.
Situación de la mujer en la iglesia episcopal de Cuba
Dentro de este contexto del anglicanismo mundial, la admisión de la mujer al sacerdocio en la iglesia episcopal de Cuba es reciente. El proceso se inicia tardíamente, si tomamos en cuenta que en 1959 se produce en Cuba un cambio social que le abriría a las mujeres las puertas para superarse e incorporarse a la sociedad. No acontecía lo mismo en la realidad eclesial, donde la mujer continuó en el tradicional papel de “domésticas eclesiásticas” asignado por la teología y eclesiología tradicional.
En 1962, bajo el episcopado de Romualdo González Agüero, se produce una incipiente valoración de la mujer como lectora laica y misionera potencial necesaria a la Iglesia en un momento de crisis pastoral provocada por el éxodo hacia los Estados Unidos de muchos sacerdotes. En este contexto, se nombró a la primera lectora laica para atender Florencia.
Entre los años 1968 a 1982, la iglesia episcopal se vio abocada a una profunda crisis económica al producirse la ruptura de las relaciones entre Cuba y los Estados Unidos, lo cual llevó, también, a una agudización en la falta de atención pastoral. Muchas misiones estaban subatendidas; otras tuvieron que cerrar. Siempre en la historia de la iglesia, las mujeres dan el paso decisivo para mantener los templos abiertos y atendidos, a pesar de la difícil situación que se vivía. Yo me atrevería a afirmar que esta peculiar circunstancia –en un contexto como el cubano, donde la mujer era promovida y dignificada–, favorecida por la aceptación creciente del tema por parte del anglicanismo en el resto del mundo, fue lo que gestó dentro de nuestra iglesia una gradual aprobación y apertura creciente al ministerio de la mujer.
Por ello, durante la etapa de 1982 a 1992 se oficializa toda la estrategia programática de superación para las mujeres, quienes comienzan a reflexionar con nuevos lentes en torno a la Palabra. En esta época disminuye también la participación de los hombres en las congregaciones locales. Estas tuvieron que conformar sus Comités Ejecutivos, en su mayoría, por mujeres, lo cual trajo como consecuencia que en el Sínodo la representatividad recayó igualmente sobre aquellas. Así, comienzan a formar parte de instancias de gobierno y decisión como el Comité Permanente y el Consejo Diocesano.
Uno de los hechos más significativos del período fue la emocionante experiencia vivida por nosotras junto a nuestros hermanos en el histórico Sínodo Especial, convocado el 28 de julio de 1995. Allí se ratificó por unanimidad –tanto en el orden laico como en el clerical– el acuerdo del Sínodo de 1983, aprobado por el Consejo Metropolitano en marzo de 1985, en el sentido de la plena aceptación de la mujer al sacerdocio, desde el diaconado y presbiterado hasta el episcopado.
En 1986 fueron ordenadas al diaconado las tres primeras mujeres de la Iglesia de Fieles a Jesús, de la ciudad de Matanzas, en el contexto del Sínodo de nuestra iglesia. De ellas, sólo dos proseguimos al presbiterado y fuimos ordenadas en 1990. Con este hecho se hizo realidad la expresión plena sacramental de la Eucaristía en manos de mujer.
Esto hizo posible que en 1993, también por primera vez en la historia, se le otorgara a una mujer asumir la capellanía de la Organización Diocesana de Mujeres Episcopales, cargo que hasta ese momento siempre había sido desempeñado por varones, lo cual ha dado la posibilidad de recrear la liturgia desde la perspectiva femenina y de expresar nuestros sentimientos, emociones y pensamientos –algo que no ocurre mediante la liturgia, de lenguaje androcéntrico. Así, no sólo pudimos manifestarnos mejor desde nuestra condición de mujeres, sino también llegamos a tomar conciencia de aquellas cosas a erradicar y de realidades a cambiar. Además, se ha conseguido una percepción equilibrada de las figuras masculinas y femeninas presentes en la historia de la Salvación, que permite descubrir los valores femeninos siempre presentes pero tradicionalmente invisibilizados. Esta renovada liturgia incorporó el lenguaje inclusivo en lecturas, cantos, y otras expresiones usadas para referirse a Dios como Padre y, también, como Madre.
En 1999 solicitamos, un día antes del Sínodo, celebrar un coloquio nacional bajo el tema “Valoración histórica de la mujer en la iglesia episcopal”, rescatando la participación femenina en nuestra iglesia desde sus inicios, en el siglo pasado, hasta el presente. Finalmente, concebimos una proyección de futuro, donde se señalaron de manera crítica las líneas de trabajo a seguir para llegar a ser una iglesia inclusiva, capaz de expresar en plena igualdad, en unidad, la riqueza de la diferencia del ser varón y del ser mujer.
Por primera vez, se nos concedió la creación de una propuesta de liturgia inclusiva para la apertura del 91 Sínodo de nuestra iglesia, celebrado en La Habana de los días 17 al 20 de febrero del año 2000.
En la actualidad contamos con igualdad numérica de mujeres y hombres en el Comité Permanente y el Consejo Diocesano. Por primera vez en la historia de nuestra iglesia episcopal, existen profesoras ejerciendo la docencia en el Seminario Evangélico de Teología de Matanzas –una en el área de Teología Sistemática y otra en la de Teología Práctica (Consejería Pastoral)–, un grupo de muchachas se encuentra estudiando en el Seminario con vistas a ser admitidas como candidatas a órdenes sagradas, y dos hermanas se están formando como teólogas laicas.
Es menester reconocer que somos las que estamos llevando con mayor entusiasmo la labor evangelizadora. Ofrecemos nuestras casas para convertirlas en estaciones de predicación, lo que ha aportado mayor crecimiento a nuestra iglesia.
Al lanzar una mirada retrospectiva a estos catorce años transcurridos desde que la mujer fuera admitida al sacerdocio pleno, sentimos una cierta frustración porque aún somos una minoría bastante notable. ¿A qué se debe? Pienso que, por una parte, subsisten en la mujer temores que vencer y, por otra, influye el sentimiento de no sentirse valorada igual que los hombres. Todavía ellos preferencialmente desempeñan los cargos de poder y autoridad. Aún persiste la mentalidad machista, tanto en hombres como en mujeres, a la hora de asumir, elegir, nombrar o designar cargos de importancia en el trabajo de la Iglesia. Quizás no se ha hecho una promoción sistemática de lo que significa el ministerio ordenado, para la mujer y para la vida en general de la Iglesia, al margen de que al varón ordenado se le mide con menos exigencia que a la mujer, con independencia de la capacidad que pueda tener.
Hemos recorrido un camino –o mejor, sólo un trecho–, pero nos queda mucho por andar. Lo importante es haber iniciado la marcha, y no nos podemos detener porque se trata de un proceso de crecimiento irreversible. La lucha continúa porque queremos –y es necesario– que mujeres y varones, unidos, construyamos una iglesia de iguales, aunque seamos diferentes, para llevar adelante la misión que Jesús nos encomendó: hacernos creíbles ante el mundo demanda nuestra integración de pies a cabeza en Jesús. ¿Qué se hace necesario para lograrlo?
• Incluir en los programas de capacitación de líderes laicos/as y de pastores/as la Teología y Género o teología desde la perspectiva de la mujer, para que, unidos, estemos en condiciones de reflexionar en torno a todos los conceptos que la teología tradicional ha establecido como norma de conducta a la iglesia y podamos avanzar hacia una eclesiología inclusiva y liberadora capaz de permitir proyectarnos en relaciones de igualdad.
• Renovar nuestra liturgia y formas de adorar y alabar, de manera que eliminemos todas las expresiones androcéntricas, para que las mujeres nos sintamos incluidas en la forma de expresar nuestras propias experiencias de fe desde nuestra cotidianidad y condición de ser mujer. Por ejemplo, el lenguaje litúrgico continúa siendo un vínculo de exclusión ¿Cómo sentirnos incluidas si se siguen generalizando los pronombres, artículos, adjetivos y la categoría de hombre incluyendo el femenino?
Ya existen ejemplos importantes de liturgia inclusiva, tal como el del pasado Sínodo anual de nuestra iglesia, celebrado en febrero del 2000. En la confesión expresaron, por primera vez, mujeres y hombres indistintamente, los errores cometidos durante siglos:
Hombres: Porque hemos roto el propósito inicial de tu Creación con la guerra, la violencia, la discriminación, el sexismo, las palabras hirientes y despectivas hacia nuestras hermanas […] y el afán desmedido de poder.
Mujeres: Porque hemos contribuido con nuestra resignada pasividad de siglos a la consolidación de una cultura desde la óptica del varón y hemos sido irresponsables al trasmitir desde una perspectiva de género la desigualdad de ser mujer y ser hombre en nuestras familias.9
Además, recreamos el Credo en el que expresamos nuestra fe en esa dimensión de la inclusividad, afirmando el concepto de
Dios Padre-Madre que no se identifica privilegiadamente con uno de los dos sexos, sino que por el contrario los integra y armoniza, sin suprimir sus enriquecedoras diferencias.
Se impone, pues, a estas alturas:
1. Afirmar la fe en un Jesucristo que –aunque personificado de modo masculino– integró en El valores femeninos, como la ternura, la compasión y la misericordia hacia los más débiles y quien, a la manera de una gran Madre, en sus amorosas y fecundas entrañas gesta y da a luz el Universo.
2. Afirmar la Iglesia como comunidad de mujeres y hombres que por medio del bautismo forman la nueva humanidad en Cristo, donde la diversidad de lo masculino y lo femenino expresan la imagen de Dios en plenitud.
3. Continuar trabajando en la Biblia para liberarla de las interpretaciones patriarcales y androcéntricas, y para ello hacer uso de una hermenéutica feminista o de la sospecha, que nos permita ver, más allá del texto, los condicionamientos culturales y sea en verdad la Palabra de Dios la que nos libere y nos de plenitud como seres humanos.
4. Esforzarnos en leer y escribir la historia de la iglesia y de cada una de nuestras comunidades desde la perspectiva de la mujer; de esta forma, hacer evidente lo que hasta ahora se ha pretendido invisibilizar acerca de la presencia y participación de las mujeres en nuestro ámbito.
5. Continuar propiciando y promoviendo lugares y espacios de estudio, reflexión y diálogo de mujeres y hombres en todas estas temáticas que contribuyan al cambio de mentalidad y a la renovación eclesial.
6. Celebrar y estimular a aquellas que han logrado alcanzar metas de mayor aceptación, participación, realización y liderazgo en sus respectivas comunidades y/o iglesias.
7. Recordar y divulgar las biografías de las mujeres que, a lo largo de la historia, lucharon por un mayor espacio en la Iglesia y en las instituciones ecuménicas.
8. Orientar una pastoral hacia la mujer que les permita reunirse, compartir e intercambiar experiencias satisfactorias e ingratas, apoyarse solidariamente en este proceso de lucha por un mayor espacio junto a nuestros hermanos.
Por último, deseo compartir las palabras del exsecretario del Consejo Mundial de Iglesias, M. I. Phillip Potter:
Ningún hombre y ninguna mujer pueden llegar a ser verdaderamente humanos a menos que la enfermedad del sexismo se diagnostique y se cure […] Sólo en Cristo podemos renovarnos para ser hombres y mujeres, auténticos seres humanos. Pero nuestra vida en Cristo tiene que realizarse y manifestarse en nuestra vida común en la Iglesia y en la sociedad.10
El Dios de la historia nos ha liberado: continuemos, entonces, avanzando sin desanimarnos hacia la plenitud de nuestro ser mujer. Ya hemos comenzado.
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Notas
1—María Clara Bingemer: O sagrado femenino do misterio, Petrópolis, Vozes, 1991, p. 105.
2—Neli Miranda de Mansilla: El sacerdocio: ¿Un derecho de género? (tesis de grado), pp. 10 y 81. Material citado por la autora en la revista Anglicanos, no. 38.
3—Ivoni Richteri: “Recordar, trasmitir y actuar de las mujeres en los comienzos del cristianismo”, en RIBLA, no. 22, Cristianismo originario, 30-70 D.C., San José, Costa Rica, 1998, pp. 43-57.
4—Ibidem, p. 45.
5—Ibidem, p. 46.
6—Id.
7—Manuel Alcalá: La mujer y los ministerios de la Iglesia, Ed. Sígueme, Salamanca, 1982, p. 172.
8—Id.
9—Liturgia inclusiva preparada por la autora para la apertura del 91 Sínodo Anual de la Iglesia Episcopal de Cuba, La Habana, 17 al 20 de febrero del 2000.
10—XII Congreso de Teología “Y… Dios creó a la mujer”, Centro Evangelio y Liberación, Madrid, 9 al 13 de septiembre de 1992.