Debemos celebrar la decisión de la casa editorial Luxemburg de reeditar un texto de la excepcional importancia, teórica y práctica, del ¿Qué hacer? de Lenin. Es evidente que se trata de una iniciativa a la vez oportuna y desafiante. Según Marcel Liebman –autor de un notable estudio sobre el pensamiento político de Lenin que, a treinta años de su publicación original en lengua francesa, continúa siendo una imprescindible referencia sobre la materia–, quienes se interesen por estudiar a Lenin tropiezan “con la extrema pobreza de una bibliografía abundante pero generalmente muy estéril”.1 Una de las razones principales de esta desafortunada situación reside en la inerradicable politicidad de toda la obra de Lenin. Pronunciarse a su favor o en su contra no es una cuestión académica, sino un acto de voluntad política. La consecuencia ha sido la constitución de una polaridad cuyos dos extremos son igualmente negativos a la hora de intentar comprender el significado del legado leninista: o bien su sacralización en la Unión Soviética, transformando “una teoría subversiva en un sistema apologético de un cierto orden establecido”; o bien su satanización en la literatura académica de Occidente.2
Se requiere, por lo tanto, restablecer el equilibrio histórico y político en torno a una obra como la que el lector tiene en sus manos, evitando extremos esterilizantes. La coyuntura política de América Latina a comienzos del siglo XXI reclama a gritos una relectura seria, crítica y creativa de la obra de Lenin.
No está de más observar que una propuesta de este tipo corre a contracorriente de los lugares comunes y los arraigados prejuicios que prevalecen en la izquierda latinoamericana, en el momento actual. Sobresalen, entre estos, su irracional –y políticamente suicida– negación de toda una serie de problemas, centrales en nuestro tiempo, como las cuestiones relativas a la organización de las fuerzas populares, la laboriosa construcción de una cultura política y una conciencia genuinamente revolucionarias y los retos que plantea la conquista del poder en las sociedades contemporáneas. ¿Tiene el texto clásico de Lenin algo que decirnos ante todos estos problemas? La opinión de quien escribe estas líneas es que sí, que una relectura del ¿Qué hacer? puede aportar sugerentes iluminaciones que faciliten enfrentar estos desafíos en mejores condiciones. Entiéndase bien: con esto no queremos decir que en ese libro se encuentren las respuestas a las interrogantes que hoy nos atribulan, sino tan sólo que en su lectura hallaremos valiosos elementos para construir las soluciones prácticas que demanda la hora actual.
El espejo latinoamericano
Leemos a Lenin desde América Latina, y la pertinencia de sus reflexiones se reafirma cuando se examinan algunos acontecimientos recientes de nuestra historia. En efecto, en estos últimos años la región se vio sacudida por una serie de grandes movilizaciones populares precipitadas por el fracaso del neoliberalismo, incapaz de cumplir con su promesa de hacer crecer la economía y distribuir sus frutos, y los efectos desquiciantes que el desenfreno de los mercados produce en nuestras sociedades. Hemos examinado este tema en otro lugar, de modo que no reiteraremos la argumentación en esta oportunidad.3 Basta con recordar que, en estos últimos años, la insurgencia popular puso fin a gobiernos neoliberales en Ecuador, en 1997 y en 2000; en Perú, acabando con la autocracia fujimorista (2000); en la Argentina, destronando al gobierno impopular, de dudosa legitimidad –por el ejercicio de su poder, no así por su origen – e ineficaz de la Alianza, en diciembre de 2001; y, finalmente, en Bolivia, donde en octubre de 2003 las masas campesinas e indígenas desalojaron del poder a Gonzalo Sánchez de Losada. Sin embargo, estas gestas de los dominados fueron tan vigorosas como ineficaces. Las masas, lanzadas a la calle en un alarde de espontaneísmo e indiferentes ante las cuestiones de organización, no pudieron ni instaurar gobiernos de signo contrario al que desalojaran con sus luchas, ni construir un sujeto político capaz de modificar en un sentido progresivo la correlación de fuerzas existentes en sus respectivas sociedades. De ahí que, poco después de estas revueltas, se produjera una restauración de las fuerzas políticas o bien claramente identificadas con el neoliberalismo –casos de Ecuador y Perú– o bien, como ocurre sobre todo en el caso argentino, que proclaman estentóreamente su repudio a dicha ideología, pero sin que hasta el momento de escribir estas líneas hayan amagado implementar una política económica alternativa al neoliberalismo. El caso de Bolivia es más o menos similar al argentino. Situación diferente, pero de todos modos inscripta en el mismo campo de problemas, es la que se ha configurado en Brasil: un partido de izquierda, organizado sobre bases manifiestamente “antileninistas” –precisamente para superar algunas de las rémoras de la concepción clásica del partido revolucionario–, llega al poder respaldado por cincuentidós millones de votos para arrojar por la borda sus promesas, su historia y su propia identidad y terminar erigiéndose en el campeón de la ortodoxia del Consenso de Washington, según el juicio de toda la prensa financiera internacional y los intelectuales orgánicos del capital financiero. Su capitulación se hizo patente desde el primer día, cuando el “superministro” de Hacienda, Antonio Palocci, depositario del poder político real en el Brasil, pronunciara esta patética frase: “ahora vamos a cambiar la economía sin cambiar la política económica”. Lo ocurrido desde entonces en ese país nos exime de mayores comentarios.
¿Podríamos dar cuenta de esta sucesión de grandes frustraciones aludiendo a la “hipótesis leninista”, es decir, argumentando que estos se originan en el abandono de las tesis principales del ¿Qué Hacer? Decididamente no, porque hay muchos factores que convergen para explicar tan lamentable desenlace. Pero, sin lugar a dudas, algunos de ellos tienen que ver con el olvido de ciertas enseñanzas que el revolucionario ruso plasmara en aquella obra. Por eso mismo provoca fundada inquietud la ausencia de los temas de la conciencia y la organización en las discusiones latinoamericanas sobre la coyuntura. El supuesto es que el heroísmo de las masas y la notable abnegación con la que lucharon las eximen de cualquier reflexión crítica. Puede parecer antipático o arrogante, pero ni el heroísmo ni la abnegación justifican la ausencia de un debate serio sobre este asunto. Suele decirse que hay una crisis en la llamada “forma partido”, y es correcto.
Lo mismo podría decirse en relación con la “forma sindicato”, por múltiples razones.
Pero lo que sorprende en la coyuntura actual, no sólo de América Latina sino también mundial, es que las fuerzas sociales que motorizan la resistencia al neoliberalismo parecen haberse conformado con proclamar la obsolescencia de aquellos formatos tradicionales de representación política, desentendiéndose por completo de la necesidad de discutir el tema y buscar nuevas vías y modelos organizativos. En su lugar, ha ganado espacio una suerte de romanticismo político consistente en exaltar la combatividad de los nuevos sujetos contestatarios que sustituyen al moribundo proletariado clásico, en elogiar la creatividad puesta de manifiesto en sus luchas y la originalidad de sus tácticas, y pregonar la caducidad de las concepciones teóricas preocupadas por las cuestiones del poder, el estado y los partidos. Las clases sociales se diluyen en los nebulosos contornos de la “multitud”; los problemas del estado desaparecen con el auge de la crítica al “estadocentrismo” o los reiterados anuncios del fin del estado-nación; y la cuestión crucial e impostergable del poder se desvanece ante las teorizaciones del “contrapoder”4 o la demonización a que este es sometido en las concepciones del “anti-poder” que brotan de la pluma de uno de los representantes intelectuales del zapatismo como John Holloway5.
Esta carencia contrasta desfavorablemente con la intensidad y profundidad del debate que estallara en Europa, hace poco más de un siglo, en torno a estos mismos problemas, y del cual el ¿Qué Hacer? es uno de sus más brillantes exponentes. La aquiescencia de las masas a la dominación del capital y su creciente rebeldía en algunos países –principalmente la Rusia zarista– dio lugar a una de las controversias más extraordinarias en la historia del movimiento socialista internacional, en la que personajes como Edouard Bernstein, Karl Kautsky, Rosa Luxemburgo, Vladimir I. Ulianov, más conocido como Lenin, y posteriormente Antón Pannekoek, Karl Korsch y Antonio Gramsci hicieran contribuciones de gran importancia. En el caso que nos ocupa es preciso decir que Lenin sobresale, entre todos, por su preocupación sistemática en torno a los problemas organizativos. En palabras de Liebman: “… la idea misma de organización ocupa en el leninismo un lugar esencial: organización del instrumento revolucionario, organización de la misma revolución, organización de la sociedad surgida de la revolución”.6
Esta verdadera obsesión, explicable sin dudas por la fenomenal desorganización imperante en el campo popular bajo el zarismo, aparece ya con total claridad en la primera obra importante de Lenin, ¿Quiénes son los amigos del pueblo?, escrita cuando apenas había cumplido veinticuatro años de edad. En ese pequeño libro, Lenin coloca el tema de la organización al tope de la agenda de la naciente socialdemocracia rusa. Poco después de haber publicado el ¿Qué Hacer?, escribiría que “el proletariado, en su lucha por el poder, no tiene más arma que la organización”, sentencia esta que es más verdadera hoy que ayer. De ahí el despiadado ataque de Lenin a lo que, como veremos más adelante, denominaba las “formas artesanales” de organización de los círculos socialdemócratas rusos. Citando fuentes testimoniales de la época, Liebman comenta que, entre 1895 y 1902, el tiempo requerido por la policía política del zarismo para identificar a los miembros de un círculo socialdemócrata en Moscú, sorprenderlos en su lugar de reunión y proceder a su arresto y eventual deportación a Siberia, era de apenas tres meses. De hecho, en 1898 se funda en Minsk el Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia (POSR), pero “el acontecimiento no tuvo ningún alcance práctico porque casi todos los delegados fueron detenidos poco después de la clausura del congreso”.7 Fuentes coincidentes señalan que, poco después, más de quinientos activistas socialdemócratas fueron apresados en toda Rusia y el movimiento terminó completamente aplastado por la represión policial.8 El énfasis tan fuerte puesto por Lenin sobre la constitución de una organización partidaria sólida, duradera, resistente a las razzias policiales, a las infiltraciones de los servicios de inteligencia del zarismo y a sus distintas operaciones, no obedece a un sesgo autoritario del autor del ¿Qué Hacer?, como dice con supuesta inocencia la historiografía liberal, sino que era una respuesta absolutamente racional y apropiada, dadas las condiciones particulares en que se desenvolvía la lucha de clases en la Rusia de los zares. Además, es conveniente recordar que la centralidad del problema de la organización era, en Lenin, por encima de cualquier otra clase de consideración, una cuestión política ligada estrechamente a su concepción de la estrategia revolucionaria. No se trataba, por tanto, de una opción meramente técnica, sino profundamente política.
La importancia de la problemática organizativa, en los comienzos del siglo XX europeo, estimuló un debate cuyas voces, pese a la profundidad y continuada vigencia de sus argumentos, apenas si son audibles en nuestros días. Lo que parece caracterizar el momento actual de América Latina, con ligeras variantes según los países, es una incomprensible aversión a cualquier tentativa de revisar o discutir las frustraciones cosechadas en los últimos años, más aún si una tal iniciativa se propone teniendo como telón de fondo una nueva relectura de los clásicos del pensamiento socialista. Antes bien, lo que predomina es una especie de hiperactivismo que se materializa en la exaltación de la acción por sí misma y, en todo caso, en la búsqueda obsesiva de nuevos enfoques, conceptos y categorías que permitan capturar las situaciones supuestamente inéditas que deben enfrentar las luchas emancipadoras en nuestro continente. El supuesto implícito de esta actitud –cuyo sesgo antiteórico es evidente– es que poco o nada puede aprenderse del debate que estallara hace poco más de un siglo en Europa. La intensa propaganda sobre la llamada “crisis del marxismo” hizo mella en las fuerzas populares y se expresa en el rechazo –visceral en algunos casos– o en la indiferencia más o menos generalizada ante toda tentativa de discutir la problemática de la organización, la estrategia política y la conquista del poder, teniendo como referencias teóricas los elementos abordados en el clásico debate de comienzos del siglo XX europeo. En lugar de eso, prosperan en la región, sobre todo en Argentina pero también en México y muchos otros países, reflexiones que plantean para la izquierda la inutilidad y, más que eso, la inconveniencia de conquistar el poder.9
La ausencia de esta discusión constituye una falta muy grave, si se tiene en cuenta que, en la coyuntura actual, el escenario latinoamericano aporta una riqueza y variedad de experiencias populares realmente notables, pero no por ello exentas de críticas. Fenómenos como el Movimiento de Trabajadores Sin Tierra del Brasil, el zapatismo mexicano, las organizaciones indígenas y campesinas en Ecuador y Bolivia, los piqueteros en la Argentina, la formidable movilización del pueblo venezolano en el marco de la Revolución Bolivariana del presidente Hugo Chávez y otras manifestaciones similares muy importantes en Centroamérica y el Caribe constituyen un laboratorio político muy importante y complejo que no sólo merece el apoyo militante de toda la izquierda, sino también que se le aporten los mejores esfuerzos de nuestro intelecto. Es necesario examinar todos los aspectos y facetas de la lucha de clases en la actual coyuntura y la relevancia que, para su adecuada comprensión y orientación, retienen las teorizaciones políticas más variadas, tanto las “clásicas” de principios de siglo XX como las contemporáneas a las cuales aludíamos más arriba.
Pensando concretamente en el caso del ¿Qué Hacer?, de Lenin, la escena latinoamericana brinda ejemplos aleccionadores. La historia argentina, caracterizada por el excepcional vigor de una protesta social –intermitentemente puesta de manifiesto en la segunda mitad del siglo XX, sobre todo a partir de 1945– plantea problemas prácticos y teóricos bien interesantes. Cuando aquella irrumpe en la vida estatal, desencadena un arrollador activismo de masas, como el evidenciado en las jornadas del 19 y 20 de diciembre de 2001, capaz de derrocar gobiernos y producir un notable vacío de poder que precipitó la designación de cinco presidentes en poco más de una semana. Sin embargo, tamaña demostración de fuerza se diluye a la hora de plantearse la toma de “el cielo por asalto”, permitiendo la rápida recomposición del poder burgués y la estabilización de la dominación política y social, sin que ni siquiera quede como herencia de este fenomenal hecho de masas la constitución de un gran partido de izquierda o, al menos, una gran coalición en donde el archipiélago de pequeñas organizaciones de dicha orientación pueda conjuntar sus esfuerzos. Una conclusión más o menos parecida puede extraerse del “octubre boliviano” de 2003. ¿Cómo dar cuenta de esta situación?
Si el caso argentino podría sintetizarse en la fórmula “debilidad del partido, fortaleza del activismo de base”, en los casos de Brasil y Chile ocurre lo contrario, sobre todo en este último: fortaleza de la organización partidaria, debilidad o práctica ausencia del impulso social desde abajo. El caso de Brasil es bien ilustrativo: este gran país sudamericano no sabe todavía lo que es una huelga general nacional; jamás en toda su historia se produjo un acontecimiento de este tipo, lo cual no es un dato trivial, pues algo nos dice acerca del estado de conciencia de las masas y su capacidad de organización. Brasil, que es una de las sociedades más desiguales e injustas del planeta, presenta un paisaje político signado por la asombrosa pasividad de sus clases y capas populares. Sin embargo, pese a esto ha sido capaz de gestar uno de los partidos de izquierda más importantes del mundo. En el caso chileno, la combatividad de su sociedad parece haberse agotado luego del dilatado invierno del régimen de Augusto Pinochet, primero, y de la prolongada vigencia del “pinochetismo sociológico” durante el período de la “democracia” que arranca en 1990 y cuyos lineamientos económicos, sociales y políticos exhiben una notable continuidad con los del período precedente. Una vez más, ¿tiene Lenin algo que decir sobre todo esto? ¿Puede ayudarnos a descifrar las complejidades actuales de la política en nuestra región y, más importante todavía, ayudarnos a transformar esta situación?
Lenin, el leninismo y el “marxismo-leninismo”
La respuesta a las preguntas formuladas anteriormente es afirmativa. Claro que, para ello, se requiere una tarea previa de depuración. O, si se quiere, es preciso organizar una suerte de expedición arqueológica que nos permita recuperar la herencia leninista que subyace en ese cúmulo de falsificaciones, tergiversaciones y manipulaciones perpetrado por los ideólogos estalinistas y sus epígonos, y que se diera a conocer con el nombre de “marxismo-leninismo”.
Para nadie es un secreto que Lenin ha sufrido, a manos de sus sucesores soviéticos, un doble embalsamamiento. El de su cuerpo, expuesto por largos años como una reliquia sagrada en las puertas del Kremlin; y el de sus ideas, “codificadas” por Stalin en Los fundamentos del Leninismo (1924) y en la Historia del Partido Comunista (Bolchevique) de la URSS (1953) porque, según él decía, la obra que había dejado inconclusa Lenin debía ser completada por sus discípulos, y nadie mejor pertrechado que el propio Stalin para acometer semejante tarea. Lo cierto es que la codificación del leninismo, su transformación de un marxismo viviente y una “guía para la acción” en un manual de autoayuda para revolucionarios despistados, ha tenido lamentables consecuencias sobre varias generaciones de activistas y luchadores sociales. La canonización del leninismo como una doctrina oficial del movimiento comunista internacional acarreó gravísimas consecuencias en el plano de la teoría, tanto como en el de la práctica. Por una parte, porque esterilizó los brotes de una genuina reflexión marxista en distintas latitudes y precipitó la conformación de aquello que Perry Anderson llamara “el marxismo occidental”, es decir, un marxismo vuelto enteramente hacia la problemática filosófica y epistemológica, que renuncia a los análisis históricos, económicos y políticos y que se convierte, por eso mismo, en un saber esotérico encerrado en escritos casi herméticos que lo alejaron irremediablemente de las urgencias y las necesidades de las masas. Un marxismo que se olvidó de la tesis onceava sobre Feuerbach y su llamamiento a transformar el mundo y no sólo a cavilar sobre la mejor forma de interpretarlo.10 Por otra parte, porque cuando los principales movimientos de izquierda y, fundamentalmente los partidos comunistas, adoptaron el canon “marxistaleninista”, se demoró por décadas la apropiación colectiva de los importantes aportes originados por el marxismo del siglo XX. Basta recordar el retraso con que se accedió a la imprescindible contribución de Antonio Gramsci al marxismo, cuyos Cuadernos de la Cárcel recién estuvieron disponibles, en su integridad, a mediados de la década de los setenta, es decir, cuarenta años después de la muerte de su autor. O la demora producida en la incorporación de la sugerente recreación del marxismo producida, a partir de la experiencia china, por Mao Zedong. O el ostracismo en que cayera la recreación del materialismo histórico surgida de la pluma de José Carlos Mariátegui, quien con razón dijera que “entre nosotros el marxismo no puede ser calco y copia”. O la absurda condena de la obra, excelsamente refinada, de Gyorg Lúkacs en Hungría. Más cercana en el tiempo, esa codificación antileninista de las enseñanzas de Lenin (y de Marx) hizo aparecer a Fidel y al Che como si fueran dos aventureros irresponsables, hasta que la realidad y la historia aplastaron con su peso las monumentales estupideces pergeñadas por los ideólogos soviéticos y sus principales divulgadores de aquí y de allá. Es difícil calcular el daño que se hizo con tamaña tergiversación. ¿Cuántos errores prácticos fueron cometidos por vigorosos movimientos populares ofuscados por las recetas del “marxismo-leninismo”?11
Un tema polémico y que apenas quisiéramos dejar mencionado aquí es el siguiente. Los críticos del marxismo, y en general de cualquier propuesta de izquierda, no ahorran energías para señalar que las deformaciones cristalizadas en el “marxismo-leninismo” no son sino el producto necesario de las semillas fuertemente dogmáticas y autoritarias contenidas en la obra de Marx y potenciadas por el “despotismo asiático” que supuestamente se alojaba en la personalidad de Lenin. Para ellos, el estalinismo, con todos sus horrores, no es sino el remate natural del totalitarismo inherente al pensamiento de Marx y a la teorización y la obra práctica de Lenin. Nada más alejado de la verdad. En realidad, el “marxismo-leninismo” es un producto antimarxista y antileninista por naturaleza. Que Lenin hubiera planteado, en el Tercer Congreso de la Internacional Comunista, las famosas “21 condiciones” para aceptar a los partidos que solicitan ingresar a ella, y que tales condiciones tuviesen un linaje que en algunos casos conducía directamente al ¿Qué Hacer?, no constituye una evidencia suficiente para avalar tal interpretación, si se tiene en cuenta, como el mismo Lenin lo planteara reiteradamente a lo largo de toda su vida política, que tales formulaciones adquirían un carácter necesario sólo bajo el imperio de determinadas condiciones políticas, y que bajo ningún punto de vista se trataba de planteos doctrinarios o axiológicos de validez universal en todo tiempo y lugar. Y esto vale, muy especialmente, como Lenin mismo lo asegura, en el caso de las tesis expuestas en el ¿Qué Hacer?12
Un oportuno y necesario “retorno a Lenin” nada tiene, pues, que ver con un regreso al leninismo codificado por los académicos soviéticos; sí con una fresca relectura del brillante político, intelectual y estadista que con la Revolución Rusa abrió una nueva etapa en la historia universal. Regresar a Lenin no significa pues volver sobre un texto sagrado, momificado y apergaminado, sino regresar a un inagotable manantial del que brotan preguntas e interrogantes que conservan su actualidad e importancia en el momento actual. Interesan menos las respuestas concretas y puntuales que el revolucionario ruso ofreciera en su obra que las sugerencias, perspectivas y encuadres contenidos en ella. No se trata de volver a un Lenin canonizado, porque éste ya no existe. Saltó por los aires junto al derrumbe del estado que lo había erigido en un icono tan burdo como inofensivo, inaugurando la oportunidad, primera en muchos años, de acceder al Lenin original sin la ultrajante mediación de sus intérpretes, comentaristas y codificadores. Claro que el derrumbe del mal llamado “socialismo real” arrastró consigo, en un movimiento muy vigoroso, a toda la tradición teórica del marxismo, de la cual Lenin es uno de sus máximos exponentes. Afortunadamente, ya estamos asistiendo a la reversión de dicho proceso, pero aún queda un trecho muy largo que transitar. Por otra parte, tampoco se trata meramente de volver porque nosotros, los que regresamos a las fuentes, ya no somos los mismos que antes; si la historia barrió con las excrecencias estalinistas que habían impedido captar el mensaje de Lenin adecuadamente, lo mismo hizo con los dogmas que nos aprisionaron durante décadas. No la certidumbre fundamental acerca de la superioridad ética, política, social y económica del comunismo como forma superior de civilización, esa que abandonaron los fugitivos autodenominados “postmarxistas”, sino las certezas marginales, al decir de Imre Lakatos, como, por ejemplo, las que instituían una única forma de organizar el partido de la clase obrera, o una determinada táctica política o que, en la apoteosis de la irracionalidad, consagraban un nuevo Vaticano con centro en Moscú y dotado de los dones papales de la infalibilidad en todo lo relacionado con la lucha de clases. Todo eso ha desaparecido. Estamos viviendo los comienzos de una nueva era. Es posible, y además necesario, proceder a una nueva lectura de la obra de Lenin, en la seguridad de que ella puede constituir un aporte valiosísimo para orientarnos en los desafíos de nuestro tiempo. Se trata de un retorno creativo y promisorio: no volvemos a lo mismo, ni somos lo mismo, ni tenemos la misma actitud. Lo que persiste es el compromiso con la creación de una nueva sociedad, con la superación histórica del capitalismo. Persiste también la idea de la superioridad integral del socialismo y de la insanable injusticia e inhumanidad del capitalismo, y la vigencia de la tesis onceava de Marx sobre Feuerbach, que nos invitaba no sólo a interpretar el mundo sino a cambiarlo radicalmente.
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Notas
*—Este texto es un fragmento del estudio introductorio completo con que Atilio Borón presentó la nueva edición argentina del ¿Qué hacer? Problemas candentes de nuestro movimiento, de Lenin (Ediciones Luxemburg, Buenos Aires, 2004).
1—Marcel Liebman: La conquista del poder. El leninismo bajo Lenin, Editorial Grijalbo, México, 1978, p. 9.
2—Ibid., pp. 10-11.
3—Atilio Borón: Estado, capitalismo y democracia en América Latina, nueva edición corregida y aumentada, CLACSO, Buenos Aires, 2003.
4—Michel Hardt y Antonio Negri: Empire, Harvard University Press, Cambridge Mass, traducción al español, Imperio, Paidós, Buenos Aires, 2000.
5—John Holloway: Cambiar el mundo sin tomar el poder, Universidad Autónoma de Puebla/Herramienta, Buenos Aires, 2002.
6—Marcel Liebman: op. cit., p. 20, subrayado en el original.
7—Ibid., pp. 22-25.
8—Neil Harding: Lenin´s Political Thought, t. I, Macmillan, Londres, 1977, p. 189.
9—Tal es el caso de la notable resonancia que, en esta parte del mundo, han tenido las teorizaciones de Holloway (ver John Holloway: op. cit.) sobre el “antipoder” y la evaporación metafísica que el tema del “contrapoder” ha sufrido en manos de Michael Hardt y Antonio Negri (ver Hardt y Negri: op. cit. y Borón: op. cit.).
10—Perry Anderson: Consideraciones sobre el marxismo occidental, Siglo XXI Editores, México, 1979.
11—Un examen del impacto negativo del marxismo-leninismo sobre el pensamiento revolucionario cubano, y sobre el vibrante marxismo de ese país, se encuentra en el excelente texto de Martínez Heredia (Fernando Martínez Heredia: El corrimiento hacia el rojo, Letras Cubanas, La Habana, 2001). Consultar especialmente su capítulo sobre “Izquierda y marxismo en Cuba”.
12—Con todo, convendría no olvidar que, como señala Marcel Liebman, hubo un período (1908-1912) en el que Lenin adoptó una actitud sumamente sectaria (Marcel Liebman: op. cit., pp. 75-76).