Cartas cruzadas

Silvio Rodríguez, Hayde Santamaria, Ernesto Guevara

La Habana, 20 de octubre de 2006,
Día Nacional de la Cultura.

Hermanas y hermanos queridos:

Llevar a Yeyé sobre el pecho es una invitación a ser honestos, a ser humanos cabalmente y acaso a disparar verdades a la redonda, como el Che la quiso a ella y se lo dijo. En los fueros de cada uno de nosotros, llevar a Yeyé sobre el pecho tiene un extra, o varios, que cada cual sabrá. En el mío consiste en hundir más, si cabe, aquella única dedicatoria que me hizo en vida: “Silvio, compréndeme y quiéreme”.
Para los que invariablemente la quisimos, causa regocijo que exista una distinción con el nombre de Haydeé Santamaría Cuadrado, aun cuando pensemos que la gloria de Haydée trasciende las medallas. Su nombre dignifica al país que tanto amó, si la honra se trata de dimensión humana. Abel, Haydée, Aida, Aldo y Adita. Estirpe acaso trágica por avatares de la suerte, mujeres y hombres de un patriotismo y de una fidelidad ejemplares. Y si resulta insólito ver a Haydée convertida en este tipo de símbolo, es por su personalidad sencilla, a veces incluso juguetona. Ahora mismo me parece que está aquí, a mi lado, diciéndome: no te lo creas, Silvio, no me cristalices, yo no soy algo inmóvil, yo sigo siendo un alma creadora. Y pienso entonces que Haydée, nuestra Yeyé, sin dudas no es un símbolo inerte, como tampoco lo sería, para quienes le conocieron, el activo párroco Félix Varela, o aquel ardoroso joven universitario llamado Julio Antonio Mella.
Llevar a Yeyé sobre el pecho me conduce a Rubén, por aquello de que “el Gran Culpable / se alberga tras la sabia protección de la frente.” Y es que la dimensión de Haydée se nutre de muchos manantiales. Junto a la heroína del Moncada reluce su contribución a la unidad latinoamericana, con la gran obra de su vida, que es esta Casa de las Américas. Cada vez que un cubano cante a Violeta Parra, ahí estará Haydée –y también siempre que un artista no sea estigmatizado por criterios mediocres–. Quizá algún día la Argentina inaugure la medalla Francisco Urondo. Puede que en El Salvador llegue a existir la distinción Roque Dalton, no sólo para los mejores poetas de su tierra sino también para sus mejores hijos. En toda esa y en mucha otra justicia por venir, estará Haydée Santamaría Cuadrado. Todo eso y mucho otro bien que podríamos enumerar, representa esta medalla que, por cierto, no entiendo cómo Roberto Fernández Retamar no lleva entre los primeros.
Llevar a Yeyé sobre el pecho, estoy seguro, va más allá de lo imaginado por cualquiera y mucho más allá de lo que yo creo merecer. Lo acepto, respetuoso de algunas costumbres, pero la verdad es que prefiero seguirla llevando un poco más adentro, vigilante de las miserias que puedan acecharme –propias o ajenas–, para seguir atendiendo sus regaños maternos y sus alertas amorosas. No importa si discutimos. Con un ser semejante, lo mismo da quién tenga la razón. Dice Alfredo Guevara que le gustaría faltar alguna vez a la promesa que le hizo, para poder sentir como Yeyé le hala los dedos de los pies alguna madrugada y, aunque sea de esa forma, seguir conversando con ella.
Todos los que conocimos su honestidad quemante, su esencia piadosa y su pasión por la justicia estamos en las mismas. El vacío que nos dejó tiene una dimensión irremplazable. Por eso estamos todos contigo, Alfredo, esperando a que la transparente hermandad de Yeyé se nos aparezca. Ojalá que sea pronto.

Muchas gracias

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julio de 1966

Querida Yeyé:

Armando y Guillermo me contaron tus tribulaciones. Respeto tu decisión y la comprendo, pero me hubiera gustado darte un abrazo personalmente en vez de este epistolar. Las reglas de seguridad durante mi estancia aquí han sido muy severas y eso me ha privado de ver mucha gente a la que quiero (no soy tan seco como a veces parezco). Ahora estoy viendo a Cuba casi como un extranjero que llegara de visita; todo desde un ángulo distinto. Y la impresión, a pesar de mi aislamiento, hace comprender la impresión que se llevan los visitantes.
Te agradezco los envíos medicamentoso-literarios. Veo que te has convertido en una literata con dominio de la síntesis, pero te confieso que como más me gustas es en un día de año nuevo, con todos los fusibles disparados y tirando cañonazos a la redonda. Esa imagen, y la de la sierra (hasta nuestras peleas de aquellos días me son gratas en el recuerdo) son las que llevaré de ti para uso propio. El cariño y la decisión de todos ustedes nos ayudarán en los momentos difíciles que se avecinan.
Te quiere, tu colega

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Che: ¿dónde te puedo escribir? Me dirás que a cualquier parte, a un minero boliviano, a una madre peruana, al guerrillero que está o no está pero estará. Todo esto lo sé, Che, tú mismo me lo enseñaste, y además esta carta no sería para ti. Cómo decirte que nunca había llorado tanto desde la noche en que mataron a Frank, y eso que esta vez no lo creía. Todos estaban seguros, y yo decía: no es posible, una bala no puede terminar el infinito, Fidel y tú tienen que vivir, si ustedes no viven, cómo vivir. Hace catorce años veo morir a seres tan inmensamente queridos, que hoy me siento cansada de vivir, creo que ya he vivido demasiado, el sol no lo veo tan bello, la palma, no siento placer en verla; a veces, como ahora, a pesar de gustarme tanto la vida, que por esas dos cosas vale la pena abrir los ojos cada mañana, siento deseos de tenerlos cerrados como ellos, como tú.
Cómo puede ser cierto, este continente no merece eso; con tus ojos abiertos, América Latina tenía su camino pronto. Che, lo único que pudo consolarme es haber ido, pero no fui, junto a Fidel estoy, he hecho siempre lo que él desee que yo haga. ¿Te acuerdas?, me lo prometiste en la Sierra, me dijiste: no extrañarás el café, tendremos mate. No tenías fronteras, pero me prometiste que me llamarías cuando fuera en tu Argentina, y cómo lo esperaba, sabía bien que lo cumplirías. Ya no puede ser, no pudiste, no pude. Fidel lo dijo, tiene que ser verdad, qué tristeza. No podía decir “Che”, tomaba fuerzas y decía “Ernesto Guevara”, así se lo comunicaba al pueblo, a tu pueblo. Qué tristeza tan profunda, lloraba por el pueblo, por Fidel, por ti, porque ya no puedo. Después, en la velada, este gran pueblo no sabía qué grados te pondría Fidel. Te los puso: artista. Yo pensaba que todos los grados eran pocos, chicos, y Fidel, como siempre, encontró los verdaderos: todo lo que creaste fue perfecto, pero hiciste una creación única, te hiciste a ti mismo, demostraste cómo es posible ese hombre nuevo, todos veríamos así que ese hombre nuevo es la realidad, porque existe, eres tú. Que más puedo decirte, Che. Si supiera, como tú, decir las cosas. De todas maneras, una vez me escribiste: “Veo que te has convertido en una literata con dominio de la síntesis, pero te confieso que como más me gustas es en un día de año nuevo, con todos los fusibles disparados y tirando cañonazos a la redonda. Esa imagen y la de la Sierra (hasta nuestras peleas de aquellos días me son gratas en el recuerdo) son las que llevaré de ti para uso propio”. Por eso no podré escribir nunca nada de ti y tendrás siempre ese recuerdo.

Hasta la victoria siempre, Che querido.

Haydée

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