Confesiones de una docente universitaria. Por una pedagogía diferente

Julia M. Fernández

Durante años la enseñanza superior se ha caracterizado por el empleo de métodos tradicionales de enseñanza. Ha potenciado el conocimiento desde un modelo centrado en el aprendizaje, razón por la que quedan fuera una serie de factores que en el proceso de enseñanza-aprendizaje se pueden y deben favorecer.
Desde el punto de vista psicológico y pedagógico los sustentos del aprendizaje que desarrolla pudieran ser de utilidad para el cambio que se debe producir en la enseñanza. Del mismo modo, los postulados de la Educación popular, tanto desde la práctica comunitaria como aplicados a la escuela, son válidos para la transformación necesaria en dicha enseñanza.
Sería útil recomendar a los docentes que tomen como referencia y punto de partida los criterios de especialistas y las tendencias que favorezcan esos propósitos. Un ejemplo sería las indagaciones de Doris Castellanos sobre el aprendizaje desarrollador, que tiene como base un enfoque histórico-cultural y la zona de desarrollo próximo de Vigotski y sus seguidores. Estos autores consideran la necesidad de organizar la enseñanza de manera que favorezca la participación activa de los estudiantes en el acto de adquisición de los nuevos conocimientos.
A pesar de sus diferencias, algunos psicólogos como J. Piaget, J. Bruner, D. Ausubel y los propios Viygotski y Castellanos coinciden en lo esencial: “el aprendizaje es un proceso activo de construcción de conocimiento”.1
Estos criterios de basamento psicológico guardan relación con las ideas que defienden tanto Paulo Freire desde su educación problematizadora, como C. Freinet con la pedagogía comunicativa.
Sobre la aplicación de estos presupuestos, hay experiencias validadas y difundidas por educadores populares en el ámbito latinoamericano que resultan valiosas, a la vez que constituyen un importante referente para alcanzar el fin que persigue el espacio universidad en el contexto actual. Gabriel Kaplún ha dicho en relación con esto en el ámbito latinoamericano: “Los educadores populares latinoamericanos hemos insistido mucho y con razón en la importancia de buscar metodologías de producción lo más participativas posibles. Ha sido un camino lleno de aciertos, errores y sobre todo de incertidumbres, reparos”.2
En el contexto escolar cubano sabemos de una tesis de doctorado que parte de la práctica de la Educación popular como tendencia educativa. La investigación, al abordar los aportes de la Educación popular en el ámbito docente formal, la define “como un conjunto de prácticas educativas que se gestan con intenciones que van más allá del aprendizaje o transmisión de conocimientos y valores. Es decir, la Educación popular como práctica educativa en torno a la defensa y autonomía del hombre, que parte del análisis crítico de la realidad social y en función de su transformación creadora, a partir de su propia gestión de cambio”.3
Es esa definición –la Educación popular como el conjunto de prácticas educativas que no se limita al aprendizaje, y que tienen que ver con los valores más genuinos del ser humano como ser social, ya que se reconocen su saber y su capacidad para, a partir del análisis de la realidad, transformarla– la razón fundamental de nuestra motivación a indagar más sobre lo que puede o no brindar a la enseñanza universitaria la Pedagogía de la liberación y su concreción en la Educación popular.
Lo anterior, junto con la apertura de grupos FEPAD (Formación de Educación Popular Acompañada a Distancia) en los espacios de la Universidad Agraria de La Habana, en los cuales participan docentes de diferentes facultades y perfiles, provocaron el desarrollo de investigaciones que muestran la incidencia que se ha producido en las prácticas actuales de los docentes a partir de sus vivencias y aprendizajes.
Me referiré a un primer resultado, que pude constatar en mi investigación de maestría en Didáctica: “Metodología para la formación de un profesional comunicador en los Estudios Socioculturales”.4 Sustentada en los principios éticos y pedagógicos de la Educación popular, la metodología aplicada promueve un cambio en el proceso de enseñanza que se da en las aulas universitarias, ya que propicia una participación consciente durante el proceso. De esa manera, el estudiante no sólo valora lo que aprende, sino que lo hace suyo, y, en la medida en que se siente parte del proceso del conocimiento, interpreta y comparte mejor el fenómeno, la realidad. Mientras, se va produciendo un intercambio entre su saber y el saber del docente (que no impone los suyos), y con el saber del resto de los compañeros, de manera que el conocimiento siga un ritmo en espiral ascendente y no se manifieste como una verdad acabada o absoluta.
Los grupos de estudiantes en los que se aplicó la metodología manifestaron lo siguiente en la evaluación del proceso:

a) Las clases me resultaron: – “Interesantes, instructivas, adquirimos información profunda y motivada sobre los temas a tratar. Fueron esclarecedoras, coloridas, interesantes. Creativas, de confianza y aprendizaje. Gratificante, me acerqué de una manera diferente a lo que no conocía.”
b) De las clases me llamó la atención: – “La creatividad, el deseo de todos de conocer, la preocupación y responsabilidad con nuestro aprendizaje. La forma en que me enriquecí espiritualmente. Cómo se rompieron esquemas y miedos. La forma en que aprendimos de una manera diferente.”
c) De estas clases fue bueno: – “Sobre todo los conocimientos adquiridos. Cómo me hizo sentir que vivía realmente las historias y situaciones. La posibilidad que nos dio a todos de poder decir lo que sentíamos y sabíamos sin miedos. Las exposiciones de los trabajos y estudios y la oportunidad de enriquecer nuestra cultura. El esfuerzo realizado por todos para lograr exponer sus criterios. Los deseos de seguir aprendiendo, y la originalidad.”
d) Sugerencias, criterios, algo que se debe perfeccionar: – “Que las clases sigan esta línea siempre. Que la asignatura tenga más tiempo. Poder contar con otros medios visuales para ver la riqueza cultural de nuestros pueblos. Que siempre podamos expresar nuestros criterios y que las evaluaciones no constituyan medios represivos, esta es una buena manera de hacerlas.”

La metodología que se propuso, y con la que he seguido trabajando durante los últimos cuatro años, si bien no tiene amplios precedentes en la práctica académica formalizada, sí se puede aplicar a esta u otras enseñanzas. Lo que pretendemos es que el sujeto “aprenda a aprender”, que razone por sí mismo, que reflexione, que busque alternativas que “superen las constataciones meramente empíricas e inmediatas de los hechos que le rodean (conciencia ingenua) y desarrollen su propia capacidad de deducir, relacionar, elaborar síntesis (conciencia crítica)”. En cualquier caso, desde su condición de facilitador del proceso, el docente debe “generar instrumentos que le permitan al estudiante pensar, interrelacionar un hecho con otro, y sacar consecuencias y conclusiones para construir una explicación global, una cosmovisión coherente”.5
Afrontar el proceso más allá de lo puramente instructivo, de manera tal que permita reconstruir y sistematizar de forma colectiva el conocimiento, y la relación que tiene determinado tema con los anteriores o futuros, es precisamente un logro de la aplicación de esta metodología que tiene sustentos pedagógicos característicos de las prácticas no escolarizadas, pero que, insisto, cobra vital importancia reconocer y repensar para su aplicación y generalización.
Considero que si en el proceso de enseñanza-aprendizaje no se permite un clima favorable, de empatía e intercambio, estaríamos ante una contradicción (aparentemente insalvable) entre los dos elementos que conforman el proceso (educador(a) por un lado y educando (a) por el otro). En este, “el primero domestica al segundo”, que ha sido convertido en una cosa u olla vacía, cuya conciencia se debe llenar con fragmentos de un mundo que otro ha interpretado por él. Es decir, al educando llegarán residuos de aquel análisis anterior, y perderá el poder del razonamiento y discernimiento, no sabrá elegir qué asumir como suyo.
Por eso es aconsejable evaluar cada encuentro para saber cómo marcha, qué hay que cambiar, rediseñar, por dónde encauzar el trabajo. Esos mismos estudiantes que manifestaron las opiniones antes expuestas sobre las clases, al valorar el proceso vivido a lo largo de esos cuatro años de práctica pedagógica diferente, reconocen que les permitió “aprender del error; crecerse y perder el miedo a reflexionar e integrarse al grupo; participar con mi grupo en la elaboración del conocimiento; reflexionar sobre temas de interés; expresar mis criterios sin miedos; una mejor forma de comunicarme, que incluye la manera de acercarme a los textos y a los materiales impresos o digitales de consulta; pude opinar, criticar, sentir que yo no era menos que nadie; incentivó la motivación por mi carrera; pude expresar mis criterios y cuestionar sin temores lo que consideré era cambiable; me enseñó a conocerme y valorarme; nos demostró a todos que teníamos cosas que no apreciábamos y subvalorábamos, y que juntos podemos aprender más y mejor”.
Estas reflexiones –en una época en la que se habla de pérdida de valores y en la que los involucrados en la formación de la nueva generación estamos llamados a consolidar los valores más genuinos del ser humano–, confirman que lo que se ha hecho tradicionalmente en materia de enseñanza no satisface las exigencias de la universidad actual con respecto a la formación de un egresado capaz de pensar por sí solo, que pueda enfrentarse a los retos que impone hoy la humanidad.
No olvidemos que la educación en el momento actual requiere de la preparación de los dos sujetos actuantes en el proceso (profesor y alumno), en igualdad de condiciones; para ello, “los principales vehículos son, sin dudas, la participación y la comunicación”.6
¿Cómo lograr que los educandos se valoren, creen, transformen su realidad y aprecien a los demás, si durante la formación les damos verdades acabadas y no permitimos que participen, cuestionen, recreen los conocimientos?
Cuando conversamos con los educadores populares de nuestra universidad sobre los cambios que observan en sus prácticas docentes, se escuchan criterios como estos: “El programa de estudios no siempre deja tiempo para considerar las necesidades de aprendizaje de los alumnos o tomar en consideración las expectativas con respecto a la asignatura. Uno, tal vez por facilismo, prepara una conferencia sobre determinado tema, lanza una o dos preguntas directas (en la mayoría de los casos con carácter reproductivo) y se acaba el turno. Las evaluaciones siempre son de contenido, y yo nunca pensé que sería útil valorar lo producido durante el encuentro. Ultimamente, y a partir de que la variación que introduje en la metodología de la clase, percibo que hay más participación, los estudiantes exigen más preparación, se debate más sobre temas relacionados con las clases o, sencillamente, traen experiencias que nunca creí tuvieran sobre la temática”. “Siempre pensé que lo importante de la clase era yo y el conocimiento que poseía. Después comencé a dar cierta participación con preguntas que se quedaban en frases cortas, y yo siempre daba las conclusiones para que todo quedara claro. En los últimos tiempos paso más trabajo preparando cada clase. Pienso primero en los estudiantes, en lo que pueden o no saber del tema, en lo que puede quedar, si todos preguntan sobre el mismo, o cuestionan por qué un determinado autor dice tal o más cual cosa. Esto les ha ayudado hasta en sus prácticas”.
Estos criterios nos permiten revalorar el papel que le corresponde a la universidad de hoy, que no puede marchar al margen de los reclamos que a nivel continental se hacen para propiciar un profesional que sea capaz de cumplir con las expectativas que de él se tienen y que, sin duda, lo harán mejor ser humano y creador.
Al hablar de práctica educativa, se supone que se incluya tanto a los sujetos como a los objetos que toman parte en ella: él o la que enseña, él o la que aprende, así como lo que ha de ser enseñado o conocido. Pero no se deben obviar los métodos o formas que favorecen que ese objeto cognoscible llegue a los educandos/as, no sólo para que sea aprendido, sino también aprehendido de manera consciente.
En ningún caso se trata de adecuar el currículo o dejar determinado contenido con tal de lograr la transformación pretendida y que el proceso se desarrolle como un todo orgánico y armónico; se trata de redimensionar la metodología que se emplea y tener en cuenta para ello determinados principios como partir del grupo con el que se va a interactuar (se debe realizar un diagnóstico inicial y determinar quiénes son los estudiantes, la cantidad, las características que los definen como grupo y, si es posible, llegar a algunas individualidades).
De manera general, los docentes deben evitar rasgos de “egocentrismo, dogmas y prejuicios de cualquier índole”, que sin dudas entorpecen el trabajo con grupos y crean barreras que obstaculizan los procesos de aprendizaje, frenan las intenciones comunicativas y la participación. Esto favorecería la activación de las capacidades de análisis, reflexión y crítica que conducen a un compromiso consciente de todos y todas con el proceso que se vive en el aula.

Notas:

1 Ver Gabriel Kaplún: Comunicación, educación y cambio, Colección Educación Popular n. 14, Editorial Caminos, La Habana, 2001, p. 10.
2 Ibid., p. 18.
3 Argelia Fernández Díaz: “Una propuesta metodológica para el perfeccionamiento de la interrelación de los centros docentes con la comunidad”, tesis de doctorado en Ciencias Pedagógicas, ISPEJV, 2001, p. 31.
4 Julia M. Fernández: “Metodología para la formación de un profesional comunicador en los Estudios Socioculturales”, tesis de maestría en Didáctica del Español y la Literatura, ISPEJV, La Habana, 2006.
5 Ver Héctor Torres Lima: “Caracterización de la comunicación educativa (primera parte)”, en www.razonypalabra.org.mx, n. 13, año 4, enero-marzo 1999.
6 Juan Mari Lois: Educación y solidaridad. Contribución a un proyecto de teoría para educar en América Latina, Publicaciones Acuario, La Habana, 2003, p. 10.

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