Este artículo se propone analizar cómo las imágenes de Dios han sido elaboradas desde posiciones androcéntricas y sexistas a lo largo de la historia de la antropología y la teología cristianas, y también comentar la relaboración de nuevas imágenes de Dios que ha tenido lugar desde la hermenéutica bíblica feminista y desde las luchas y experiencias de las mujeres que hoy reclaman nuevas visiones de lo divino que sustenten relaciones humanas más solidarias, justas e igualitarias.
En busca de una imagen de Dios
Los seres humanos siempre han construido modelos de relacionamiento con lo divino. Tratar de definir o explicar las experiencias con lo trascendente es una necesidad de las personas, los pueblos y las culturas que pasa por la esfera de lo simbólico, lo representativo, y que cristaliza, por lo general, en elaboraciones ideológicas que intentan justificar cosmovisiones, modelos sociales, relaciones familiares, sentido y preservación de la vida, ciclos naturales y otros arquetipos. De ahí que la idea de Dios tenga como origen una experiencia y un sentido humanos específicos que moldean esa imagen y la ajustan a sus comprensiones y situaciones existenciales. Cuando hablamos de la manera en que entendemos e imaginamos a Dios, no se puede pasar por alto que hablamos sólo de nuestra comprensión, de nuestro acercamiento a esa realidad divina que desborda ilimitadamente nuestros conceptos y vivencias.
La sugerencia de buscar a Dios fuera del lenguaje es muy sensata, evidentemente.1 Nuestro lenguaje cambia y se modifica con las transformaciones históricas, con el desarrollo del pensamiento, con las interacciones con otros modos de vida y concepciones culturales, incluso con los estadios de nuestro propio desarrollo físico-biológico. A cada nueva experiencia corresponde una nueva construcción simbólica, y asimismo, la comprensión de Dios se enriquece o cambia radicalmente. No es nuestra responsabilidad reproducir viejos signos para darle sentido a la idea de Dios; lo importante es generar una relación nueva que no se detenga en las opciones de llamar a Dios como “El” o “Ella”, sino que pueda abrirse a la vivencia de Dios como un “Tú”, una relación profunda y renovadora que dispone la vida a la escucha, a la llamada, a la interpelación de quien nos convoca a vivir luchando por la vida plena.
Las exigencias de las mujeres se han encaminado hacia esta búsqueda de una imagen de Dios que no signifique humillación genérica ni invalidez en la esfera social y religiosa. La imagen masculinizada de Dios no puede seguir siendo el patrón a obedecer por todos y todas, ya que ha generado mucha desigualdad, privilegios, injusticias y abusos. La historia de Occidente (y por ende, del cristianismo) se hace y se entiende desde la perspectiva dominadora del varón blanco perteneciente a las élites sociales. Desde esta prerrogativa masculinizadora de la vida y las relaciones humanas, y las relaciones humanidad-medio ambiente, la mujer ha sido marcada con la fatalidad, la invisibilidad social, la sumisión al varón, el no acceso a posiciones de decisión y poder; ella ha sido incapacitada para el ejercicio de su autonomía, su libertad y su responsabilidad.2
No tendríamos que buscar muchos argumentos para demostrar que un lenguaje masculino sobre Dios no expresa a plenitud lo que las mujeres sienten y piensan sobre Dios. La voz de las mujeres se levanta en este siglo para construir alternativas a la teología patriarcal, para demostrar que no sólo las imágenes de Dios son limitadas y se sitúan coyunturalmente, sino que han sido y siguen siendo manipuladas para legitimar el dominio de las autoridades masculinas en todas las esferas de la convivencia humana. Las mujeres reconstruyen ahora la historia desde su propia historia de marginación y exclusión,3 se descubren a sí mismas como sujetos históricos oprimidos, y proponen cambios de paradigmas civilizatorios, nuevas relaciones equitativas, nuevas distribuciones de los poderes, el rescate de su protagonismo y el uso pleno de sus facultades en el liderazgo eclesial a todos los niveles, la experimentación de una nueva espiritualidad que recupere la interdependencia entre todos los seres vivos, la necesidad de una nueva ética de la sexualidad, las estructuras y las relaciones familiares.
Todo esto pasa por una elaboración teológica antipatriarcal desde la mujer que lanza muchos retos a la sociedad actual, a la teología tradicional y contemporánea (incluidas las de liberación), y se suma al grito de los pobres y excluidos, víctimas de los modelos de desarrollo del mercado neoliberal, la globalización y la competencia. Finalmente, todo este clamor se fundamenta en una imagen de Dios que promueve la esperanza, la solidaridad, la responsabilidad por la creación, la vida sostenible y plena para todos los pueblos, la superación de los sexismos, racismos, nacionalismos, autoritarismos, dualismos y antagonismos que obstaculizan los procesos de reconciliación y restauración de relaciones pacíficas, amorosas y perdurables.
La imagen de Dios atrapada en la imagen del hombre
Los aportes de la sociología y la fenomenología de las religiones, la arqueología y la antropología han permitido reconstruir en buena medida las concepciones y prácticas religiosas de las antiguas civilizaciones. Antes del dios masculino que traería el monoteísmo patriarcal, la figura de la diosa era predominante en muchos pueblos y culturas. En otros casos, la figura de la diosa convivía con la del dios a un mismo nivel de importancia: eran deidades complementarias.
Se han encontrado imágenes de la diosa en el Mediterráneo antiguo, el interior de la India y Europa occidental. La diosa viene a ser una representación impersonal de los misteriosos poderes de la fecundidad.4 En los pueblos que dependen de las fuerzas de la tierra (ciclos agrarios), la persona humana embarazada es un símbolo central. La percepción de la matriz primordial (gran útero donde se generan todas las cosas) explica una concepción integradora (no dualista) del ser. La materia básica es también poder de vida y espíritu.5
Las civilizaciones urbanas tempranas de Sumer y Babilonia –y el surgimiento de clases sacerdotales y aristocráticas– desarrollaron mitos sobre la derrota de los poderes de la muerte y el establecimiento de la seguridad y el orden. Esos mitos también asegurarían la fertilidad renovada y el poder político sobre la ciudad/estado. En esos relatos la diosa no es sólo creadora, sino también redentora. Un ejemplo es el mito del dios-rey (representante de los poderes de la vegetación y la lluvia) que muere y resucita, una vez rescatado por la diosa que lo hace su esposo. Se encuentran historias paralelas en Egipto, Canaán, Sumeria y Babilonia. Más tarde se desarrollaría otro mito en el imperio neobabilónico, donde el dios guerrero Marduk, dios también de la ciudad/estado, derrota a la diosa Tiamat, y así la matriz primordial de toda la realidad es conquistada y sometida al nuevo orden del mundo urbano y agrícola.
Max Weber explica que en las sociedades guerreras o de caza prevalecen los cultos a los dioses del cielo, que son los que fijan el curso de los astros. El poder de estos dioses se concibe en analogía con el poder del varón que organiza toda la vida social. Las sociedades guerreras se imponen sobre las agrarias (donde predomina el culto a la madre-tierra) y la figura del guerrero-cazador masculiniza a los dioses, lo cual excluye a la mujer del espacio cúltico. De este modo se asienta el sistema patriarcal. Del clan se pasa a la centralidad de la familia, y en el culto doméstico el varón adquiere carácter sacerdotal. Se legitima su posición de dominio, se convierte en guardián de la nación y del orden sagrado de la tierra.6 La religión es instrumento de las primeras discriminaciones de género.
Al pensar entonces en el rescate de la imagen de la diosa como alternativa al mundo simbólico del monoteísmo masculino, tenemos que evitar una apreciación complementaria de los géneros. La diosa antigua no es complemento del dios masculino: ambos son equivalentes de lo divino. La diosa es encarnación de lo maternal, nutritivo, y es soberanía divina, poder en forma femenina, potencialidad sexual y poder social.7 Por tanto, la imagen de la diosa permite a las mujeres afirmar sus potencialidades y derechos en un principio divino que las habita, que está en ellas: no necesitan de una figura masculina para justificar o apoyar su propia identidad, su propia capacidad creativa, sostenedora y salvadora. El símbolo de la diosa permite afirmar que el poder de la mujer no es inferior al del hombre, sino que es legítimo y benéfico. Se libera así la mujer de una opresión psicológica que las estructuras patriarcales han motivado y animado por mucho tiempo, para sostener la autoridad política y social de los hombres.
En ese sentido, Carol P. Christ8 plantea que afirmar el símbolo de la diosa es afirmar la derrota de la visión engendrada por el patriarcado. La relación con el símbolo de la diosa pasa por las circunstancias de la vida, las necesidades e intuiciones. No se precisa de una discusión teológica para demostrar cuál comprensión es la acertada. La riqueza de la asimilación del símbolo supera los intentos por entenderlo racionalmente. Con el símbolo de la diosa se afirma también el cuerpo de la mujer y su ciclo de vida. El cuerpo de la mujer es visto en el mundo antiguo como la encarnación directa de los ciclos de crecimiento, vida y muerte del universo. La diosa es celebrada en su triple aspecto de juventud, madurez y vejez (que se corresponden con las etapas de potencialidad/parto, creatividad artística y sabiduría, respectivamente).9 El símbolo de la diosa promueve la voluntad de las mujeres a la hora de la celebración litúrgica. La mujer expresa sus deseos y es estimulada para que comunique su voluntad, con tal de que esta sea válida y se ejerza en armonía con las otras voluntades vivientes. El símbolo de la diosa recupera la herencia de las mujeres y sus historias de vida, sus interrelaciones en el plano familiar y social, la posibilidad de que sus vidas obedezcan a otros llamados, a otros clamores, a otras lealtades que no sean precisamente los hombres/padres.
Retomando la observación que hacía Max Weber, es posible sugerir que los orígenes del monoteísmo masculino se sitúen en las sociedades pastoriles nómadas, las cuales imaginaban al dios como el Padre Celeste. Aquí se refuerza la jerarquía patriarcal que regula el orden social. El dios se dirige a los padres de familia y les acoge como hijos; con ellos el dios realiza sus convenios y perpetúa sus promesas. La mujer es relegada como clase dependiente y servil, y su única posibilidad de relación con el dios patronal se da a través de los hombres (1 Cor 11,3 y 7). Asimismo, las mujeres no han sido incluidas ni teórica ni prácticamente entre los sujetos del contrato social hasta la modernidad. Han sido comprendidas y preinterpretadas en la voluntad del patriarca (jefe de familia, sea obrero o burgués), de manera similar a lo que se observa en las relaciones de Abraham con Yhave. El pacto, que comprende a toda la familia de Abraham, lo tiene sólo a él como interlocutor. Por lo tanto, Abraham es el único que puede determinar lo que es y lo que no es voluntad divina, porque es el único que la conoce y la puede interpretar para su familia.10
El monoteísmo masculino comienza a dividir la realidad en un dualismo según el cual lo trascendente y superior (lo espiritual) se asocia con el hombre, y lo inmanente e inferior (lo natural) se asocia con la mujer.11 Yahve no sustituyó la imagen de la diosa en la religiosidad de varios pueblos conquistados por los israelitas. En los días de Salomón, Aserah continuó siendo venerada junto con Yahve. Muchas tumbas israelitas muestran símbolos unidos de la diosa y Yhave. El conflicto principal de Yahve es con Baal, quien busca reemplazar al consorte masculino de la diosa. Finalmente la diosa no es eliminada, sino asimilada de manera diferente en relación con Yahve. La relación diosa-rey cambia por la relación patriarcal dios-sierva, señor-esposa. Yahve fecunda y hace fructificar a la madre-tierra (Os 2,2-3; 7-8).
Sin embargo, el yahvismo se apropia de imágenes femeninas para hablar de Dios. Yahve es descrito como una mujer que sufre dolores de parto (Is 42,14), como una madre compasiva (Is 49,15 y 66,13) y amorosa (Os 11,1-4). Este amor de Yahve se describe como un amor uterino, por lo que Yahve tiene cualidades maternales. En la tradición de la sabiduría, la imagen femenina aparece como secundaria. Los Proverbios describen la sabiduría como vástago de Dios, parida por Dios antes de la creación y colaboradora en dicha creación (Pr 8). A través de la sabiduría, Dios se revela y provee. Ella es fuerza sutil de la presencia de Dios (Sab 7,25-27). Pablo afirma que Cristo es la sabiduría de Dios (1 Cor 1,23-24). Los himnos cristológicos sustituyen la palabra “sofía” por “logos”. El logos juega el rol cosmológico que correspondía a la sabiduría. La masculinidad del logos se identificó más tarde con la masculinidad de Jesús, imagen del Padre. Si Cristo es el logos, es la autoexpresión de Dios en el mundo, y se asocia a un principio masculino en Dios que se expresa como hombre. Se establece así una conexión ontológica entre la masculinidad de Jesús y la masculinidad del logos como revelación de un Dios también masculino.
La figura del Espíritu Santo recoge varias tradiciones hebreas sobre la sabiduría. Muchos textos apócrifos y gnósticos revelan al Espíritu como femenino, al igual que una buena parte de la iconografía cristiana. Escritores como Clemente de Alejandría usan imágenes femeninas del Espíritu. Es probable que el cristianismo primitivo haya usado estas imágenes, que más tarde fueron reprimidas por la influencia grecorromana en el pensamiento de la Iglesia. Por ejemplo, la democracia de Atenas proclamaba la ciudadanía para todos, pero restringía su ejercicio a una aristocracia masculina. Las mujeres libres y los esclavos de ambos sexos quedaban excluidos de la participación electoral. Hay justificaciones filosóficas detrás de esas contradicciones en el encadenamiento “griego-hombre-humano” que representa la cultura, y el encadenamiento “bárbaro-mujer-animal” que representa la naturaleza, la bestialidad y la violencia.12
En esa jerarquización de los seres, la esclavitud es el modelo para la estratificación social. El logos coloca a los ciudadanos varones en el centro y en la posición superior de la escala. Aristóteles también defiende las prácticas patriarcales de subordinación y exclusión en el modelo razón-naturaleza. De ahí que existieran tensiones sociopolíticas entre los movimientos liberadores del cristianismo primitivo y sus contextos culturales dominantes, grecorromanos y judíos. Estas contradicciones llegan al interior de la vida de las iglesias donde se proclama un discipulado de iguales, y surgen, a la vez, modelos patriarcales de liderazgo y organización.13
Durante los primeros cinco siglos de cristianismo la cristología se fue patriarcalizando gradualmente. Los hombres asumen el poder de hablar, enseñar y pensar en la vida de las comunidades eclesiales. Al ser el cristianismo la religión imperial, Jesucristo es visto como el Pantocrator, emperador coronado, y un señorío masculino sólo puede tener representantes masculinos. El problema no es sólo cristológico, sino que tiene también consecuencias soteriológicas: la mediación de la salvación de la mujer va a ser su marido/hombre, imagen del salvador/hombre. En esa misma línea, Tomás de Aquino desarrolla la teoría cristológica sobre la base de la superioridad del sexo masculino como sexo genérico de la especie humana; sólo el varón representa la plenitud del potencial humano. Es una antropología androcéntrica que tributa honra y dignidad al sexo masculino y reduce las posibilidades de la mujer. Por naturaleza, la mujer es deficiente en el orden físico, mental y moral. La encarnación del logos en un varón es una necesidad ontológica. El varón es teomórfico y cristomórfico por excelencia, es la totalidad de la imagen divina, la cual no puede representar la mujer por sí misma.14
El proceso de patriarcalización de la Iglesia va articulando la imagen paternal oculta y arraigada en el subconsciente con elementos de origen sociológico, histórico, político-organizativo. El cristianismo incorpora estructuras familiares e institucionales de su entorno cultural. Las cartas pastorales evidencian la temprana asimilación de estos modelos jerarquizados en torno a la figura del padre (1 Tim 3,1-15). Preocupante es la lectura de Efesios 5,21-23, en el que el patriarcalismo penetra a fondo y los deberes familiares se teologizan y se legitiman en el Antiguo Testamento.
Se produce así un sistema de relaciones desiguales en el uso del poder: Dios gobierna el mundo, la humanidad gobierna lo creado, los hombres gobiernan a las mujeres, los padres a las iglesias, los clérigos a los laicos, el marido a la mujer.15 Son modelos de desigualdad que caracterizan hasta el día de hoy a los diferentes tipos de políticas internacionales que implican sometimiento, dominio y explotación de muchas personas y pueblos por unos cuantos poderosos. Aquí entran todo tipo de colonialismos, imperialismos y elitismos, modelos que se erigen como prototipos sistémicos perfectos y como cumplimiento de un designio divino.
Las mujeres sienten a Dios de otra manera
Aunque la imagen masculina de Dios ha prevalecido, las mujeres han iniciado un movimiento de reinterpretación de la presencia y la acción de Dios en su propia historia como mujeres y han rescatado la dimensión liberadora de Dios. El Dios bíblico ha sido acercado a la vida y a las luchas de las mujeres, no sólo como ser amoroso que incorpora la masculinidad y la feminidad (a la vez que trasciende estas dimensiones genéricas), sino también como aquel (aquella) que se identifica con la causa de las mujeres desde sus situaciones de opresión y promueve la generación de una nueva sociedad en la que las categorías de género dejen de ser instrumentos de marginación y exclusión.
Queremos, en primer lugar, ampliar el catálogo de imágenes femeninas/maternales de Dios que el texto bíblico revela. Dios teje la ropa para cubrir el cuerpo (Gn 3,21), Dios es madre del hielo y la escarcha (Job 38,28-30), Dios es madre que cuida de sus hijos durante toda la vida (Is 46,3-4), los alimenta (Sal 131,1-2) y les manifiesta su ternura (Sab 16,20-21). Dios no sólo es padre que exige obediencia y redime. También es madre que da vida, una imagen que puede descubrirnos la profundidad del amor divino, un amor ágape, ilimitado, un amor que da vida, nutre, hace crecer y satisface. Según Sallie Mc Fague,16 se trata de un amor revolucionario, porque ama al débil y vulnerable tanto como al fuerte y hermoso. La profundidad de la divinidad debe ser el amor maternal que da vida a todo y desea la reunificación con toda vida. Una comprensión del amor como algo que unifica y reúne es básica para una interpretación de la fe cristiana como plenitud para todos y todas; esa comprensión rompe todos los esquemas, no es jerárquica y es inclusiva.17 Este modelo maternal sugiere también una comprensión diferente de la creación. El mundo sería el cuerpo de Dios, una imagen poderosa que expresa la interdependencia de todas las formas de vida, entre ellas mismas y con su fundamento. Nacemos, nos alimentamos, crecemos, nos desarrollamos, existimos, nos movemos, nos relacionamos y nos entregamos vida mutuamente en la envoltura cuidadosa de este gran cuerpo divino con el cual se funde nuestro ser (Hch 17,24-28).
Desde esa misma perspectiva bíblica, Ute S. Cuadra18 propone nuevos acercamientos y destaca algunas tradiciones que pueden abrir nuevos caminos, no patriarcales, para una vivencia mucho más incluyente, no sexista y liberadora de lo divino. El Dios Yahve que descubrimos en la historia del Éxodo es un Dios liberador, preocupado por la vida y el proyecto nacional de su pueblo. Este Dios nos libera de todas las formas de esclavitud, de todas las ataduras que empobrecen y mancillan la vida, el derecho a la libertad y la vida. Yhave se ubica así en una tradición antimonárquica, a favor de los/as desposeídos/as y olvidados/as de la historia.
El Dios de los profetas denuncia la opresión y anuncia nuevas y justas relaciones humanas. En el seguimiento de esta línea profética, Jesús de Nazareth se abre más a la problemática de las mujeres oprimidas de su tiempo y las acompaña, las libera; ellas son parte de la comunidad de discípulos y discípulas que viven la radicalidad de la fe en el Resucitado. Este Dios también es antidolátrico. No basta con prohibir representaciones, esquemas, dibujos, estatuas. Es necesario evitar también las imágenes literarias que pueden legitimar una masculinidad excluyente y opresora de Dios.
Yhave mismo nos advierte sobre esta cuestión en la naturaleza de su nombre YHWH. Dios es inimaginable, irrepresentable, inconcebible, innombrable. Es el Dios de la sorpresa. El ser de YHWH es indeterminado, el “Yo soy” es su esencia y existencia; YHWH es el origen del universo, del pasado, del presente y el futuro. A partir de este principio, la teología patriarcal indicó que Dios debe ser nombrado como “Aquel que es”. Sin embargo, Elizabeth Johnson parte del presupuesto de que Dios no es intrínsecamente masculino y de que la mujer también participa del ser divino al ser creada a imagen de Dios, y propone designar a Dios, desde la dignidad femenina, como “Aquella que es”, nombre teológicamente legítimo y existencialmente necesario para romper las ataduras de la idolatría, bendecir a las mujeres y combatir el sexismo actual.19
El Dios-Abba de Jesús describe una comunidad que se libera del patriarcalismo y se va por encima de esta estructura sociocultural (Mc 10,29-30), porque quiere construir relaciones de igualdad, no de poder, relaciones basadas en el amor y la confianza. Jesús provoca rupturas con las lealtades tradicionales. La familia patriarcal es remplazada por la comunidad de hermanos y hermanas. El llamado de Dios a las mujeres a predicar, a enseñar, a ser activas en la comunidad se sobrepone a la autoridad patriarcal que les limita su círculo vital al hogar y los hijos. De la misma manera, el Dios del reino aparece en varias parábolas en las que se hace uso de imágenes igualitarias que reflejan la realidad de vida de hombres y mujeres. La levadura en la masa y el sembrador (Mt 13), la oveja y la moneda perdidas (Lc 15).
Son textos que no intentan ofrecer una imagen determinada, única, de Dios, sino que emergen según los tiempos y las experiencias, las necesidades y las circunstancias.20 Estas imágenes, y es importante la aclaración, tienen validez por un tiempo, porque responden a propósitos específicos y temporales. De ahí que, si las mantenemos rígidas, inmutables, durante todo el tiempo, llegarán a fosilizarse, petrificarse, volverse irrelevantes y, por ende, idolátricas. El Dios que las imágenes intentan apresar y controlar es una fuerza vital y en movimiento, es un Dios libre que nunca se detendrá detrás de una imagen favorita.
Otra imagen que merece la atención por su alcance liberador y renovador es la de Jesús-Sophía, bien trabajada por Elizabeth Jonson.21 Las figuras de la tradición rabínica sobre la Sabiduría y la Gloria (shekinah) divinas, cobran un cuerpo y una visión diferentes y muy potenciales en la vida y el ministerio de Jesús de Nazareth. Dios, en Jesús, arma su tienda en medio de su pueblo, viene a convivir con nosotros y nosotras (Jn 1,14). Jesús es Emanuel, buena noticia para los pobres, los oprimidos, para quienes buscan vida plena, entre ellos, las mujeres y sus hijos. Jesús es un símbolo poderoso de liberación y redención cuya revelación supera las contradicciones y exclusiones genéricas en el abrazo amoroso y salvador de Dios a su creación. Jesús es la encarnación de la sabiduría de Dios, lo cual lo sitúa dentro de una estructura abarcadora en su relación con los seres humanos y con Dios. El símbolo evoca la bondad y la misericordia de la Sophía, la creatividad vivificante y la pasión por la justicia. Jesús es enviado para congregar bajo las alas del misericordioso Dios-Sophía a todos los rechazados y marginados, y conducirlos hacia el Shalom final (Mt 11,29; 23,37).
En la comunidad de Jesús entran las mujeres, que asumen las acciones propias de Dios en sus actividades. Ellas curan, aconsejan, evangelizan, comparten el pan, enfrentan el sufrimiento y la injusticia, profetizan, preparan el cuerpo de Jesús para la muerte, entran en la dinámica del servicio mutuo y la amistad. La cruz expresa la participación de Jesús (Dios-Sophía) en los oprimidos y el sufrimiento del mundo. Es la manifestación de la solidaridad de Dios que participa de los dolores y clamores del cuerpo humano, y esta vida crucificada no queda abandonada a su suerte, sino que el Espíritu amoroso la resucita y establece una vida nueva como promesa y esperanza de vida para todos y todas. El proceso del alumbramiento de la cruz a una nueva vida recuerda el proceso del embarazo, los dolores del parto y el nacimiento final de la nueva creación. Por eso las mujeres saben acompañar muy bien todo este camino de entrega, sufrimiento y resurrección del Jesús-Sophía. La historia del ministerio de Jesús y de la nueva comunidad que con él surge representa el amor, la gracia y la paz para todos y todas por igual.
En la comunidad primitiva, la comunidad perseguida incluye a las mujeres. Ellas están en la imagen comunitaria, corpórea, de Cristo. Ellas entran en la imagen de la vid y las ramas. Ellas siguen compartiendo los sufrimientos de Cristo en su iglesia. El símbolo de la Sabiduría personificada para la cristología ofrece un repertorio de metáforas que interpretan el significado salvífico de Jesús y su origen en Dios, contrarrestando el monopolio de las imágenes masculinizantes del logos y el “hijo”.
La Sophía en Jesús muestra el camino para la reconciliación de los opuestos, no la jerarquización de género. La capacidad salvífica de Jesús no reside en su masculinidad, sino en sus gestos de amor y liberación en medio de los contextos de destrucción y muerte. Inclusive, la Sabiduría establece relaciones cósmicas en la cristología: más allá de los seres humanos, abarca la ecología del mundo, de los seres y de la tierra. Jesús-Sophía promueve la redención de toda la creación y orienta la fe hacia un ecumenismo global en el que la bondad divina actúa y genera un orden nuevo y justo. Los caminos de la Sophía son la justicia y la paz. La esencia del Dios-Sophía es la relación, la comunicación con el mundo por su bondad y su amor. En Jesús, lo divino se relaciona con lo creado como un todo, las dicotomías del patriarcado son superadas. Dios es origen y meta final del universo.22
Llegamos así finalmente a algunas consideraciones sobre el misterio de la trinidad, imagen que guarda muchas riquezas e impulsa opciones de vida y relacionamientos sobre la base de la equidad, la mutualidad y el amor. No podemos seguir pensando en jerarquizaciones cuando hablamos de la trinidad para poder afirmar su esencia igualitaria. En Dios no existe la subordinación: Dios es una comunión relacional. El modelo jerarquizado de la trinidad ha justificado estructuras patriarcales en la iglesia y en la sociedad. Dios no es tanto una realidad personal como interpersonal o transpersonal, es misterio vivo de relacionamiento.
La trinidad es unidad en la diversidad, es fuente de vida, es familia, es comunión, es comunidad de iguales. Aquí se recogen fuertes valores femeninos, aunque la vida divina trasciende los conceptos de género. Tampoco hay razón para ajustar ciertos títulos o nombres de forma inalterable a personas específicas de la trinidad. Las metáforas de Madre, Espíritu y Sabiduría pueden usarse para las tres personas. El uso durante mucho tiempo de las metáforas de Padre, Hijo y Espíritu Santo en la Teología, la educación cristiana y la liturgia, ha reducido la riqueza del lenguaje.23 No basta, incluso, para recuperar una imagen femenina de Dios, con descubrir el lado femenino de Dios (relacionado siempre con la persona del Espíritu), si la figura principal de la trinidad sigue siendo masculina.
El misterio trinitario orienta su amor sagrado hacia la sanidad y la liberación del mundo. Todos y todas somos convocados a participar del ser de Dios en la lucha por la esperanza, en la muestra de la solidaridad, en el ofrecimiento de la gracia a los perdidos y desamparados. Las mujeres son especialmente invitadas a crecer hasta la plenitud de su poder humano, creador, amoroso y renovador, y enfrentar la exclusión y la violencia de la cual han sido y son objeto. Dios no es un ego solitario ni una realidad aislada, Dios es compañía, relación, amistad, reciprocidad en la libertad. Dios no es competencia ni jerarquía, sino singularidad e igualdad; no existe quien domine ni quien sea marginado. Las personas de la trinidad se envuelven entre sí, se entrelazan, se transmiten amor y fuerza; hay en ella mutua apertura y entrega al otro.
El símbolo trinitario nos habla de expresiones de vida y no se debe encerrar en una teoría o dogma. Si vivimos, existimos y nos movemos en el ser de Dios, debemos relacionar nuestras experiencias de vida con la esencia de la trinidad. La trinidad nace de nuestra experiencia y es mayor que ella.24 Vivimos en la multiplicidad, en la diferencia, en la variedad, en el cambio, en la transformación, en la mezcla de vida y muerte. Por eso las imágenes de la trinidad son múltiples en las diferentes culturas y expresiones de vida. La trinidad no sólo nos contiene, sino que se convierte en nuestro ideal de vida, vida armoniosa y comunitaria, capaz de superar todos los dolores y sufrimientos. La trinidad es, así, nuestro espacio vital y nuestro gran desafío para vivir plenamente, el motor que impulsa nuestros esfuerzos por un mundo justo y benévolo.
Entonces, todo es trinidad, formamos parte de esa realidad múltiple y entrelazada. Estas consideraciones trinitarias deben ampliar el horizonte antropológico para captar lo esencial para la religiosidad de la vida humana; hay que ser humildes y respetuosos ante las diversas maneras en que se nos presenta el misterio de la vida, el cual debe ser respetado y celebrado. Debemos asumir comportamientos de comunión, igualdad y reciprocidad. La estructura trinitaria que se revela en los niveles cósmico, terrestre, cultural, humano y personal,25 nos convoca a sentir a Dios desde una perspectiva más integradora, incluyente y reconciliadora.
En situaciones actuales en las que impera el individualismo y la falta de comunión, la imagen y la realidad trinitarias invitan a fijarnos en el modo de relación que vincula a las divinas personas como fundamento de toda solidaridad humana.26 Las siempre nuevas imágenes de la trinidad acompañan y sustentan los movimientos de emancipación y redención desde las situaciones de destrucción, pobreza y marginación.
Nuevas imágenes de Dios para
una nueva creación
La nueva creación a donde nos conduce la fe en el evangelio renovador del amor divino es el sueño y la realidad que construimos todos los días. Recreamos el rostro de la vida cuando realizamos gestos de liberación, proclamamos la igualdad en Dios y exigimos el Shalom de Dios para la sociedad, la iglesia, la familia, las personas, la tierra y las víctimas de todo tipo de exclusión. Cuando hablamos de nueva creación, recordamos los propósitos de la primera creación, proyecto del Dios de vida para compartir la vida. Sustentamos hoy ese proyecto de relación amorosa entre todas las formas de vida como única salida para la salvación de nuestro mundo, nuestro hogar común.
Los textos de Génesis 1 y 2 siempre han sido objeto de comparación como dos modelos de creación, dos tradiciones para explicar y entender los orígenes del mundo y la sociedad israelita. Uno de los elementos de más contraste es precisamente el que se relaciona con el origen y la responsabilidad de los seres humanos en la creación. Génesis 1 presenta la igualdad del hombre y la mujer en su origen común en Dios; ambos son creados a imagen divina, sin acentuar diferencias o jerarquizaciones. Son iguales en su naturaleza y en sus posibilidades y niveles de decisión y participación en el mundo (Gn 1,27-29). Génesis 2-3 ya introduce elementos de privilegio y autoridad para el hombre, la mujer llega como ser secundario, siempre sujeta y sumisa (Gn 2,22-23; 3,16). Y lo más importante: la mujer es quien introduce por su desobediencia primera el pecado en la existencia humana (Gn 3,6 y 12).
Este relato que realza la autoridad masculina se entiende en el trasfondo de las luchas por la legitimación del poder monárquico en Israel, cuando el pueblo no tenía ningún problema en asociar a Yahve con los demás dioses y diosas cananeas. Las autoridades monárquicas usan este relato para defender e imponer la religión oficial y contrarrestar las inconformidades de las masas que protestan y se rebelan contra las injusticias de la monarquía. El mito expresa, así, una lucha de ideologías (la tribal contra la monárquica). Tanto la mujer como la serpiente son símbolos de los antagonismos religioso-culturales que el estado monárquico patriarcal fundamentado en Yahve necesita someter y dominar.
Por su parte, Génesis 1 destaca la unidad esencial de la raza humana, la igualdad de hombres y mujeres y su responsabilidad ante Dios. De esta semejanza con Dios se deriva la dignidad humana. Se podría decir que en Dios se integran muy bien la masculinidad y la feminidad en perfecta armonía.27 Dios incorpora ambas realidades y las supera. Los hombres y las mujeres encuentran el sentido de su existencia en la participación de la vida de Dios, en la relación con el amor fundante y con toda su creación. El camino de la liberación de todos los marginados (mujeres incluidas) se puede encontrar en la integración de todos los seres humanos en un proyecto de vida que dé expresión a su vocación humana/divina más profunda.
La lectura patriarcal ha cerrado las posibilidades de reivindicar a Eva porque ella sigue siendo, por naturaleza, culpable y propensa al mal. Sin embargo, una lectura liberadora de Eva nos lleva a pensar que esta mujer juega un papel importante en la toma de conciencia de la humanidad,28 en la libre expresión del deseo y la intuición, en el nacimiento de una espiritualidad nueva que la relaciona con toda la sabiduría presente y actuante en la creación (símbolo de la serpiente). La mujer/Eva siente que las imágenes masculinas de Dios ya no le acomodan y no le sirven para su autovaloración y rescate como persona digna. Comienza a crear imágenes nuevas y a realizar nuevas valoraciones sobre Dios y su justicia, la vida, las relaciones humanas, las necesidades de participación social y eclesial, el futuro de la creación. Eva, en su gesto liberador, se abre a un nuevo conocimiento que la hace consciente de su historia humillante y de su poder alternativo enraizado en su imago dei, poder que no guarda para sí, sino que comparte con sus semejantes. En la adquisición de este nuevo/viejo saber, la mujer es capaz de sentir todos los gemidos, lamentos, voces que reclaman redención, sus intuiciones se agudizan y la fuerza de su lucha por la vida se hace sentir en la médula de las estructuras androcéntricas que desprecian y oprimen la vida de otros/as.
La mujer es quien se anima a dialogar, a conocer su realidad y sus causas, a conocerse a sí misma a través de sus propios ojos y sentimientos, y así conoce la fuerza del amor y la justicia en muchas realidades y contextos. La mujer convoca, entonces, todas estas fuerzas de buena voluntad que aman la vida y luchan por ella. Claro que los hombres también son llamados, pero desde una perspectiva incluyente y desprejuiciada. La idea no es construir ahora el matriarcalismo, sino la nueva creación de hombres y mujeres en una convivencia justa, solidaria, respetuosa, amorosa, ética y ecológica.
Para que la igualdad sea plena, los hombres y las mujeres deben compartir el poder, la palabra, la razón, las utopías que promueven el bienestar común.29 Deben compartir la responsabilidad de trazar una historia común y una identidad humana integradora, en el respeto a la diversidad, la alteridad, la diferencia que no significa dualismo, ni enemistades, ni egoísmos, sino trazar caminos de salvación colectiva, comunión en el tejido común de la existencia, en el amor universal. Se trata del nuevo cielo y la nueva tierra hechos, a partir de las nuevas imágenes de Dios, según la esencia comunitaria y vivificante de la trinidad, de la fuente de justicia, de la belleza salvadora, de la amistad eterna.
Notas:
1—Esperanza Bautista: “Dios”, en Mercedes Navarro (ed.): 10 mujeres escriben teología, Editorial Verbo Divino, Navarra, 1993, pp. 105-129.
2—Ibid.
3—María P. Aquino: “Teología y mujer en América Latina”, en Y… Dios creo a la mujer. XII Congreso de Teología, Centro Evangelio y Liberación, Madrid, 1993, p. 133.
4—R. R. Ruether: Sexismo y religión, Editorial Sinodal, Sao Leopoldo, 1993, pp. 46-59.
5—Id.
6—Esperanza Bautista: op. cit., pp. 106-107.
7—R. R. Ruether: op. cit.
8—Carol P. Christ: “Por qué las mujeres necesitan a la diosa: reflexiones fenomenológicas, psicológicas y políticas”, en Del cielo a la tierra. Una antología de teología feminista, Editorial Sello Azul, Santiago de Chile, 1994, pp. 160-172.
9—Id.
10—Celia Amorós: “El feminismo, respuesta a una historia de marginación”, en Y… Dios creó a la mujer…, p. 11.
11—R. R. Ruether: op. cit.
12—Elizabeth S. Fiorenza: Pero ella dijo. Prácticas feministas de la interpretación bíblica, Trotta, Madrid, 1996, pp. 127-128.
13—Id.
14—María P. de Miguel: “Cristo”, en 10 mujeres escriben teología…, pp. 63-104.
15—Esperanza Bautista: op. cit.
16—Sallie Mc Fague: “Dios como madre”, en Del cielo a la tierra…, pp. 297-308.
17—Id.
18—Ute Seibert-Cuadra: “Explorando la diversidad: imágenes de Dios en la Biblia”, Tópicos, no. 6, septiembre de 1993, pp. 149-162.
19—Elizabeth A. Johnson: Aquella que es, Voces, Petrópolis, 1995, pp. 337-346.
20—Ute Seibert-Cuadra: op. cit.
21—Elizabeth A. Johnson: op. cit.
22—Ibid., pp. 228-248.
23—Ibid., pp. 282-308.
24—Ivone Gebara: El rostro nuevo de Dios. La reconstrucción de los significados trinitarios y la celebración de la vida, Ediciones Dabar, México D.F., 1994, pp. 5-28.
25—Ibid., pp. 37-63.
26—Leonardo Boff: “Trinidad”, Pasos, DEI, no. 48, San José, julio-agosto de 1993, pp. 1-9.
27—C. René Padilla y Catalina Feser: “Hombre y mujer: perspectiva bíblica”, Textos para la Acción, Instituto Cristiano de Estudios Sociales Juan A. Mackay, Lima, no. 10, julio de 1998, pp. 16-39.
28—Maité Del Moral: “Mitos en torno a la mujer: Eva y María”, en Y… Dios creó a la mujer…, p. 56.
29—Margarita Pintos: “Hombres y mujeres: hacia una comunidad de iguales”, en Y… Dios creó a la mujer…, p. 164.