La historia ambiental –o, si se quiere, elabordaje de lo ambiental como objeto de estudio histórico– constituye un campo en formación. En lo esencial, ella se ocupa de las interacciones entre las sociedades humanas y el mundo natural, y de las consecuencias de esas interacciones para ambas partes a lo largo del tiempo. Esta definición, sin embargo, debe tomar en cuenta dos aspectos: uno, la estructura interna del campo; otro, el proceso que conduce a su formación. Cada uno de ellos merece una referencia por separado.
La estructura del campo
Con relación a la estructura interna del campo, Donald Worster1 señala que la historia ambiental se constituye a partir de un diálogo entre las ciencias humanas y las naturales, que opera a partir de tres verdades esenciales. La primera consiste en que las consecuencias de las intervenciones humanas en la naturaleza a lo largo de los últimos cien mil años, al menos, forman parte indisoluble de la historia natural de nuestro planeta. Tal es el caso, por ejemplo, del vasto impacto ambiental de las culturas y civilizaciones prehispánicas en zonas tan disímiles como el Darién, el Valle de México y el Altiplano andino,2 y las formas –a veces sutiles, a veces desembozadas– en que ese impacto se puede prolongar hasta el presente. A esto se añade que nuestras ideas sobre la naturaleza tienen un carácter histórico, se imbrican de múltiples maneras con intereses, valores y conductas referidos a otros planos de nuestra existencia, y desempeñan un importante papel en nuestras relaciones con el mundo natural.3 Y, por último, está el hecho evidente de que nuestros problemas ambientales de hoy tienen su origen en nuestras intervenciones en los ecosistemas de ayer. Para Worster, la historia ambiental asume esas premisas en tres áreas de relación, estrechamente vinculadas entre sí. La primera está constituida por el medio biogeofísico natural en el que tiene lugar la actividad humana. La segunda, por las relaciones entre las formas y propósitos de ejercicio de esa actividad y las tecnologías de que ella se vale, por un lado, y las consecuencias que provoca para la organización social humana –desde emigraciones o inmigraciones masivas hasta el surgimiento o desaparición de grupos sociales completos– la reorganización de la naturaleza producida por tales intervenciones. La tercera, y última, tiene que ver con las expresiones de la experiencia histórica acumulada en la cultura, los valores, las normas y conductas que caracterizan las formas de relación con el mundo natural dominantes en cada sociedad, y que se orientan hacia la reproducción o la transformación de las mismas.
Todo eso, por supuesto, implica consideraciones de orden metodológico que aquí sólo cabe mencionar. Por ejemplo, como advierte Germán Palacio,4 se hace necesario atender al hecho de que la historia ambiental vincula entre sí los tiempos de la acción humana y los tiempos de la historia natural, y se proyecta tanto hacia un pasado que, a fin de cuentas, es el de nuestra especie –unos cuatro millones de años– como hacia la prefiguración de opciones de futuro que operan en plazos muy extensos. Lo mismo puede decirse del espacio: si de manera general la historia ambiental se refiere a la expansión de nuestra especie por el planeta, de manera particular, entonces, esa expansión sólo puede ser comprendida y explicada a escala de una economía y unas relaciones sociales y políticas que funcionan como un mercado y un sistema mundiales, ambos en construcción durante los últimos quinientos años, tal como lo expresa el lema del escudo nacional adoptado en 1904 por los creadores de la República de Panamá: Pro Mundi Beneficio.
Por otra parte, la dinámica fundamental de esas interacciones entre las sociedades humanas y su entorno natural puede expresarse idealmente a través de las transformaciones sucesivas que experimentan los paisajes por la intervención de los humanos en los ecosistemas, y las sociedades responsables de esas transformaciones. Para el geógrafo francés Pierre Gourou, cada paisaje constituye una síntesis de las “técnicas de producción” y “las técnicas de encuadramiento” de la sociedad que lo ha creado, sobredeterminada a menudo por los “paisajes fósiles” legados por las sociedades precedentes.5
Esa visión del paisaje como síntesis de las relaciones que los humanos establecen entre sí y con su entorno permite establecer una periodización de los procesos de reorganización del mundo natural y de los de la organización social. Ello está en correspondencia con los medios técnicos empleados y los propósitos políticos con los que esa transformación del mundo natural se llevó a cabo, en el sentido indicado por Worster.
La formación del campo
Años atrás, en algún texto de lectura obligada en mi periodo de universidad, encontré a dos historiadores franceses (cuyos nombres debería recordar) que señalaban que la historia, como práctica cultural, había nacido en Grecia, más o menos simultáneamente con el desarrollo de las primeras formas de vida democrática. Las nuevasn relaciones políticas, emergentes entonces, abrían la posibilidad de controlar el futuro mediante la disputa por el control del pasado a través del análisis racional. Ciertamente, la política desempeña un importante papel en el surgimiento de la historia ambiental en el mundo anglosajón en el último cuarto del siglo XX y, sin dudas, anima hasta hoy el desarrollo de esa nueva forma de encarar y entender el pasado en nuestra cultura contemporánea.
En efecto, el origen de la historia ambiental se puede ubicar en el gran momento de fractura de la geocultura global creada por el liberalismo clásico a partir de 1848 (proceso analizado reiteradamente por Immanuel Wallerstein), en el que el mundo natural fue siendo reducido a la categoría de naturaleza externa al mundo creado por los humanos, cuya propia historia se reducía, a su vez, a la de sus características políticas, económicas y sociales.6 No es el caso reiterar aquí la estructura general de la organización del conocimiento gestada al interior de esa geocultura, con su nítida separación aparente entre los campos de las ciencias naturales, las sociales y las humanas, porque el debate en torno a la crisis de esa estructura constituye uno de los ejes más visibles del proceso de transformaciones por el que viene atravesando la cultura contemporánea.
Se trata de recordar apenas que nuestro campo comienza a formarse en el marco de complejos procesos de movilización social y política, de transformaciones económicas y cambio cultural, que incluyen, por ejemplo, la desintegración del sistema conceptual que se había organizado en torno a la noción de desarrollo. A partir de la Segunda Guerra Mundial esta encarnó la esperanza de que “el progreso técnico y sus frutos” llegaran a todos los pueblos del planeta, según expresó en una ocasión Raúl Prebisch.7
Dicha fractura tuvo sus inicios en los países centrales del sistema mundial, donde catalizó y potenció preocupaciones y temores de vieja data en los más diversos sectores de la vida social y dio paso a movimientos sociales de nuevo tipo (el ambientalismo entre ellos) que, a su vez, iniciaron una lenta y persistente irradiación hacia todas las sociedades del planeta. La historia ambiental se forma al interior de ese proceso, porque es allí donde se forjan sus interlocutores en cada sociedad del planeta. Siguiendo a Enrique Leff, esa forja opera a lo largo de un proceso en el que el ambiente “emerge en el discurso político y científico de nuestro tiempo como un concepto que resignifica nuestra concepción del mundo, del desarrollo, de la relación de la sociedad con la naturaleza”. Por esa razón “lo ambiental” pasa a constituirse en “una visión holística que busca reintegrar las partes de una realidad compleja” en “el campo del saber que vendría a completar las formaciones centradas de los paradigmas científicos de la modernidad”.8
El origen de la historia ambiental coincide con el momento en el que la humanidad comienza a tomar conciencia del vasto alcance y las graves implicaciones de la crisis en que han venido a desembocar sus relaciones con el mundo natural al cabo de doscientos años de crecimiento económico y polarización social incesantes. Este periodo culmina en el “siglo despilfarrador”, al que hace referencia John McNeill en su historia ambiental del siglo XX, publicada recientemente.9
En ese marco, Leff añade que, ante la pregunta de si la historia ambiental es la historia del ambiente o es una nueva manera de mirar la historia, es necesario entender que “el término que habría que definir para seguir una indagatoria fructífera no es la historia, tan elusiva a toda aprehensión entre el devenir de las estructuras ontológicas de lo real y el acontecer de sucesos generados por acciones humanas”, sino que “es lo ‘ambiental’ lo que redefine a la historia; es la definición sustantiva de esta forma adjetivada del concepto la que habrá de delimitar el campo de la historia ambiental. Es pues la historia del concepto de ambiente –una historia epistemológica– la que habrá de responder a la pregunta sobre la historia ambiental”.
Esto provoca un primer movimiento inevitable de ajuste de cuentas con las ideologías del progreso en el campo de las relaciones con el mundo natural, a través de un movimiento que osciló de la denuncia a la crítica y, de allí, a la construcción –hoy en curso– de la historia ambiental como expresión y medio para el florecimiento de la nueva cultura que anima nuestras relaciones con el mundo natural desde fines de los ochenta.
Haciendo historia ambiental al Sur
Es en el marco de ese proceso donde cabe situar, justamente, la discusión sobre la labor cumplida y las tareas pendientes de la historia ambiental en la América Latina, para entenderlas desde nuestra contemporaneidad. En esa perspectiva discurre la reflexión que hiciera José Martí en 1891 sobre el papel de la historia en la construcción de sociedades nuevas en la América hispana:
¿Cómo han de salir de las universidades los gobernantes, si no hay universidad en América donde se enseñe lo rudimentario del arte del gobierno, que es el análisis de los elementos peculiares de los pueblos de América? A adivinar salen los jóvenes al mundo, con antiparras yanquis o francesas, y aspiran a dirigir un pueblo que no conocen… El premio de los certámenes no ha de ser para la mejor oda, sino para el mejor estudio de los factores del país en que se vive… Conocerlos basta, sin vendas ni ambages; porque el que pone de lado, por voluntad u olvido, una parte de la verdad, cae a la larga por la verdad que le faltó, que crece en la negligencia, y derriba lo que se levanta sin ella. Resolver el problema después de conocer sus elementos, es más fácil que resolver el problema sin conocerlos… Conocer es resolver. Conocer el país, y gobernarlo conforme al conocimiento, es el único modo de librarlo de tiranías.
Y agregaba:
La universidad europea ha de ceder a la universidad americana. La historia de América, de los incas acá, ha de enseñarse al dedillo, aunque no se enseñe la de los arcontes de Grecia. Nuestra Grecia es preferible a la Grecia que no es nuestra. Nos es más necesaria.10
Pero, ¿de qué Grecia hablamos hoy, de la nuestra o de una ajena? ¿A qué necesidades ha de responder la historia que demanda nuestro presente? A lo largo de los últimos veinte años, la América Latina ha atravesado una persistente combinación de crecimiento económico, deterioro social y degradación ambiental, en un contexto de exacerbación de lo que algunos han llamado una “economía de rapiña”,11 cuyas raíces se remontan al menos al siglo XVI. Una situación así podría resultar la más adecuada para el desarrollo de una historia de las transformaciones producidas por los humanos en los ecosistemas de la región mediante el trabajo socialmente organizado, y del impacto de dichas transformaciones en el desarrollo humano. Sin embargo, eso no ha ocurrido, y casi a un cuarto de siglo de haberse iniciado el desarrollo de ese campo, ya no tan nuevo, Lise Sedrez puede afirmar que “la disciplina ‘historia ambiental de América Latina’ está aún en proceso de formación, tanteando su definición y fronteras en un terreno donde sus practicantes tienen muchos lugares para buscar inspiración”.12
Para explorar el problema en el sentido que nos interesa, es bueno distinguir la historia ambiental de la América Latina de la historia ambiental latinoamericana. Aquí, la primera se refiere simplemente a la historia ambiental que encuentra su objeto de estudio en la región, con independencia de la cultura de origen de quien realiza dicho estudio. La segunda, en cambio, se refiere a las tendencias y problemas que caracterizan el quehacer de los latinoamericanos en ese campo.13 La primera supone un diálogo entre culturas –sobre todo la anglosajona y la iberoamericana–, que llega a alcanzar una gran riqueza en autores como el colombiano Alberto Flórez Malagón, por sólo citar un ejemplo destacado.14 La segunda supone un diálogo intrarregional que aún está en vías de constituirse.
En esa perspectiva, cabe ubicar algunas expresiones precedentes de una historia ambiental latinoamericana impulsada a fines de la década del setenta en el marco del creciente interés por los problemas ambientales de la región que comenzaban a manifestar organismos internacionales de desarrollo y algunas instituciones académicas de la América Latina. En estas instituciones se discutía la utilidad de un análisis de esos problemas en perspectiva histórica.
En 1978, el geógrafo chileno Pedro Cunill señaló la necesidad de establecer un horizonte histórico para el análisis de los problemas ambientales, y, en 1980, Nicolo Gligo y Jorge Morello publicaron su breve ensayo “Notas para una historia ecológica de América Latina”, como parte de la antología en dos volúmenes Medio ambiente y desarrollo en América Latina. Editada por el propio Gligo, sociólogo, y el economista Osvaldo Sunkel, ambos funcionarios de la Comisión Económica para la América Latina de las Naciones Unidas (CEPAL), la antología sintetizaba el estado del debate en la región.
En 1983, Luis Vitale publicó Hacia una historia del ambiente en América Latina, una réplica a las ideas de Sunkel y otros científicos sociales vinculados a la CEPAL sobre el impacto ambiental del desarrollo económico y social de la región. En 1987, un grupo de autores publicaron Tierra profanada: historia ambiental de México, una denuncia-manifiesto contra el saqueo y la destrucción de los recursos naturales de México por parte de los conquistadores europeos. Sin embargo, en lo adelante, ese promisorio comienzo pareció detenerse.
La década de los noventa presenció una actividad más sostenida, que se inició al calor del renovado interés oficial por los problemas ambientales y los preparativos de la Conferencia Mundial sobre Ambiente y Desarrollo, a celebrarse en Rio de Janeiro en 1992 (Río 92). Así, en 1990 el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente y la Agencia Española de Cooperación Internacional publicaron en Madrid el libro Desarrollo y medio ambiente en América Latina: una visión evolutiva, que intentaba analizar en perspectiva histórica los problemas de la región que se abordarían en Río 92, bajo la coordinación del ambientalista mexicano Fernando Tudela. También en 1990, pero fuera del ámbito institucional, Fernando Mires publicó en Costa Rica El discurso de la naturaleza: ecología y política en América Latina, que incorpora referencias históricas al planteamiento de su tema principal.
Un año después, el economista Elio Brailovsky y la bióloga Dina Foguelman, muy activos en la investigación de temas ambientales desde los años setenta, ganaron un premio de la Editorial Sudamericana con el libro Memoria verde: historia ecológica de la Argentina, texto que desde entonces ha sido reeditado varias veces en ese país. En 1994, el libro Naturaleza y sociedad en la historia de América Latina, del panameño Guillermo Castro, obtuvo el Premio Casa de las Américas y, en 1996, el historiador colombiano Alberto G. Flórez Malagón publicó el ensayo teórico “La historia ambiental: hacia una ubicación disciplinar”, que proponía una mirada a la historia ambiental como subdisciplina de la historia y evaluaba sus posibilidades de desarrollo en el medio académico de Colombia. En 1995 y 1999, Cunill publicó nuevos trabajos de geografía histórica, relevantes para la historia ambiental de la región, y, en 1999, Bernardo García y Alba González Jácome publicaron en México la antología Estudios sobre historia y ambiente en América, que incluye trece textos de dieciséis autores, trece de ellos latinoamericanos, sobre la historia ambiental de Argentina, Bolivia, México y Paraguay (en su mayoría relativos al período que media entre los siglos XVI y XIX).
Sin llegar nunca a ser exhaustiva, la lista podría ser más larga.15 Lo esencial aquí parece ser, por un lado, el contraste entre la tendencia de la historia ambiental a consolidarse como un campo de trabajo en el medio académico latinoamericano, y, por el otro, la persistente dispersión y desconexión (en espacio y tiempo) de las comunidades intelectuales vinculadas a ese proceso.16 Más allá del tamaño y la diversidad de la región –factores ineludibles cuando se considera cuán poco relacionadas se encuentran entre sí las comunidades académicas hispanoamericanas y brasileña, por ejemplo–, esta última tendencia parece estar más bien asociada a las tradiciones culturales y la evolución social y política de nuestros países.
En lo académico, los campos de estudio emergentes, sobre todo cuando relacionan entre sí áreas de actividad tradicionalmente separadas, suelen encontrar dificultades para establecer un lugar propio en las universidades e instituciones de investigación científica de la región. En lo sociopolítico, el ambientalismo latinoamericano ha tenido que formarse y evolucionar durante largo tiempo bajo la pesada sombra del Estado, los organismos financieros y las ONG internacionales, a la vez que mantiene vínculos usualmente muy débiles con su propia sociedad y el interés público de sus conciudadanos. Lo fundamental es, en todo caso, que en ausencia de una demanda interna significativa para el abordaje de los problemas ambientales de la región en perspectiva histórica, una parte al menos del impulso inicial para el desarrollo de la historia ambiental latinoamericana proviene de instituciones internacionales como la CEPAL y el Banco Interamericano de Desarrollo, que tienden a enfatizar lo estructural por encima de lo temporal en su labor de análisis, y a subordinar al ámbito económico el tratamiento de lo ambiental. Esto podría explicar algunos de los elementos característicos de la primera fase del proceso arriba descrito. Uno de ellos, por ejemplo, se refiere a los momentos sucesivos de efervescencia, vinculados a conferencias internacionales sobre el ambiente, que abrieron espacios para la participación de académicos interesados en la dimensión histórica de los problemas ambientales. Otro, a la casi general ausencia de contribuciones teóricas y metodológicas a lo largo de la década de los ochenta, y al carácter apenas incipiente de estas en los noventa,17 tanto más notable en una región en la que el debate sobre estos temas tiene una rica tradición, sobre todo en las ciencias sociales.
Por otro lado, en ese contexto al menos pueden identificarse dos fuentes importantes para el abordaje histórico de nuestros problemas ambientales. Una se corresponde con la tradición de denuncia y crítica al saqueo de los recursos naturales de la región por parte de las corporaciones del mundo noratlántico. Esa tradición, con hondas raíces en la narrativa y en el periodismo de investigación, ofrece un poderoso elemento de articulación en textos como el clásico Las venas abiertas de América Latina (1972), de Eduardo Galeano. Esa fuente se relaciona además con la teoría de la dependencia, ampliamente conocida en las ciencias económicas y sociales desde la década de 1970, que facilita sus propios contactos hacia fuera con corrientes noratlánticas de investigación y pensamiento, como las representadas por autores como Immanuel Wallerstein, James O’Connor y Joan Martínez Alier.18
La segunda fuente de abordaje de lo ambiental como objeto de estudio histórico se vincula a las formas más tradicionales de organización de nuestras instituciones educativas en el campo de las humanidades. Al cabo de un largo período de identificación de lo ambiental con lo ecológico y con las ciencias naturales, empieza a tomar cuerpo aquí un interés por los problemas del ambiente, sostenido inicialmente por la geografía histórica y la antropología cultural, entre otras disciplinas. Especial interés tiene la relectura en clave ambiental de autores relevantes para la formación de la cultura latinoamericana entre los siglos XVI y XIX (de Bernardino de Sahagún hasta José Martí y Euclides Da Cunha), un ejercicio, por demás, que posee sus propias vías de engarce con la labor de latinoamericanistas del mundo noratlántico. Sin embargo, la persistente organización sectorial de las estructuras de producción y difusión del conocimiento en la región sigue –y seguirá– constituyendo un obstáculo institucional de primer orden para el desarrollo de un campo cuyo mayor potencial radica, como señala Gallini, “en la interdisciplinariedad y en el trabajo en equipo”.19
En todo caso, resulta evidente la extraordinaria debilidad de la organización institucional que sería necesaria para un abordaje de los problemas ambientales de la región en perspectiva histórica. Este es, con toda probabilidad, el factor más importante en la tendencia a estructurar el campo de la historia ambiental latinoamericana a través del sistema institucional del mundo noratlántico. Ello contribuye a explicar el peso que en ocasiones adquieren entre nosotros las visiones de nuestra región construidas desde la “otra” América, incluyendo a menudo las premisas, métodos y valores en uso en la organización del estudio de la historia ambiental de la América que Martí llamó “nuestra”.
Lo anterior no excluye que la tendencia a la estructuración “desde fuera” haya producido resultados valiosos, como el texto ya mencionado Desarrollo y medio ambiente: una visión evolutiva, y el portal de Internet creado por Lise Sedrez en Stanford. Esa tendencia también facilita la tarea de vincular la labor realizada en la América Latina con la de académicos de Asia y Africa, que se comunican a menudo entre sí a través del Atlántico Norte, como ocurre con la revista Environment & History.
Todo ello podría representar un valioso recurso en la lucha contra el provincialismo característico de amplios segmentos de nuestra vida cultural y académica, y a favor de la construcción de una perspectiva global indispensable para la comprensión adecuada de los problemas ambientales de nuestro tiempo.
Con todo, una articulación externa que emerja de nuestras debilidades y no de nuestras fortalezas plantea graves problemas para el desarrollo futuro del campo. Entre estos cabe mencionar el riesgo de un atraso aún mayor en la construcción de visiones propias; la importación indiscriminada de problemas y alternativas construidas a partir de las visiones de otros; una permanente fragmentación espacial y temporal del campo de estudio; y la pérdida de contactos de verdadera utilidad entre ese campo y otros de indudable importancia –entre sí mismos y en su utilidad para el abordaje de lo ambiental– en los que la América Latina ha logrado ya resultados de gran valor, como la historia social, política, económica y cultural.
Tareas en curso
Lo planteado hasta aquí sugiere la necesidad de inscribir en la puerta de nuestro campo la advertencia que hiciera José Martí en 1891: “Injértese en nuestras repúblicas el mundo, pero que el tronco sea el de nuestras repúblicas”.20 En efecto, para definir el lugar que pueda correspondernos en el desarrollo futuro de la historia ambiental, conviene tomar en cuenta algunas peculiaridades de largo plazo –presentes tanto en nuestras relaciones sociales como en nuestras formas de relación con el mundo natural– que influyen de diversas maneras en nuestro contexto cultural. Cabe señalar:
· La persistente presencia de una “economía de rapiña”, que aún constituye uno de los ejes fundamentales del desarrollo del capitalismo en nuestra región.
· La hegemonía del capital extranjero en esa economía de rapiña a partir del siglo XIX, renovada y ampliada, además, en el contexto de la globalización.
· La influencia de dicho capital en nuestros Estados nacionales, autoritarios y centralizados en grado extremo, y subordinados al interés de grupos locales de poder que se benefician del intercambio de mano de obra y recursos naturales baratos y de capital de inversión y vías de acceso al mercado mundial.
· La ausencia de una clase numerosa de pequeños y medianos productores rurales, y del tipo de intelectuales de clase media y de instituciones culturales asociadas a los intereses y la visión del mundo de ese grupo social, que en el mundo noratlántico desempeñan un papel de primer orden en la conformación del moderno movimiento ambientalista.
· La exclusión, a menudo violenta, de las experiencias y las visiones de la naturaleza no capitalistas, y la organización de las instituciones culturales dominantes en torno a la idea, expresada por Domingo Faustino Sarmiento en 1845, de que nuestras sociedades estaban obligadas a escoger entre la civilización y la barbarie o, en términos más contemporáneos, entre articularse con éxito al sistema mundial y la hegemonía de las economías desarrolladas del Atlántico Norte, o perecer.21
Nada de esto, sin embargo, autoriza a desconocer la presencia en nuestras culturas de visiones alternativas –esto es, no oligárquicas– del mundo natural, creadas por intelectuales como el propio Martí (1853-1895), quien residió en Nueva York desde 1881 y que regresó a luchar y morir por la independencia de su país. Martí, un observador agudo y bien informado de la vida y la cultura en los Estados Unidos y Europa occidental en esos años, que llegó a familiarizarse con la obra de autores como Henry George, Henry David Thoreau, Ralph Waldo Emerson y Charles Darwin, fue uno de los críticos más relevantes de la visión oligárquica de la naturaleza en la América Latina de fines del siglo XIX.
Al respecto, Martí vinculó su propia visión de la naturaleza en el plano político con su lucha por la autodeterminación de los estados hispanoamericanos. En “Nuestra América” plantea que no hay “batalla entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza”, y aboga por la necesidad de gobernantes que sepan “con qué elementos está hecho su país, y cómo puede ir guiándolos en junto para llegar, por métodos e instituciones nacidas del país mismo, a aquel estado apetecible donde cada hombre se conoce y ejerce, y disfrutan todos de la abundancia que la naturaleza puso para todos en el pueblo que fecundan con su trabajo y defienden con sus vidas”.22
Lo dicho hasta aquí sugiere al menos tres grandes tareas pendientes para la creación de una historia ambiental latinoamericana. En primer término, no debemos construir esa historia aislados, sino en diálogo simultáneo con nuestras contrapartes en otros lugares del mundo, y en nuestras propias sociedades. Eso tiene especial importancia toda vez que en la actualidad la presencia de lo ambiental en nuestra vida cultural y política tiende a reproducir, una vez más, la visión dominante que proclama como natural –y no histórica– la reducción de la naturaleza a la condición de un conjunto de recursos a ser administrados con tanta eficiencia como sea posible en función de las demandas del mercado mundial.
Siendo esto así, una segunda tarea debe ser continuar el estudio de la historia ambiental de la región, como ya viene haciendo un número creciente de personas desde un número cada vez mayor de centros de investigación y enseñanza de México y Chile, Argentina y Brasil, Cuba, Costa Rica y Panamá. Esta es la única vía verdadera para establecer con toda claridad que nuestros problemas ambientales de hoy se prolongarán y se agravarán en el futuro, a menos que los mecanismos de la “economía de rapiña” que operan en la región sean finalmente desmantelados. Toda reorganización de la naturaleza con propósitos humanos acarrea consigo una reorganización de la sociedad humana.
En tercer lugar –pero no último–, tiene la mayor importancia llegar a conocer y comprender los procesos históricos, siempre conflictivos, mediante los cuales se ha venido construyendo el mundo natural en tanto objeto de relación de los seres humanos entre sí y con su entorno en nuestra América. Aquí cobra un inmenso valor lo que se hace por volver a descubrir el significado contemporáneo de autores como Martí –o la labor que, en el caso brasileño, vienen realizando colegas como José Augusto Pádua y Regina Horta Duarte– sobre las causas de los procesos de toma de conciencia y de luchas sociales por motivaciones ambientales que vienen ocurriendo en la región a una escala cada vez mayor. Esto, además, debe incluir una nueva exploración de nuestras fronteras socioculturales internas, en las que la necesidad de un uso previsor de los recursos naturales coexiste en estrecha relación con la de incorporar a nuestras mayorías sociales a la solución de sus propios problemas, en particular, la pobreza y la exclusión. Esta iniciativa facilitaría el diálogo entre nosotros en la América Latina, y con aquellos que vienen enfrentando problemas y preocupaciones semejantes en sus propias regiones.
Todo lo expuesto con anterioridad significa que una historia ambiental latinoamericana debe continuar los esfuerzos pioneros de Cunill, Gligo, Morello y Tudela, para enfrentar los desafíos de una nueva circunstancia en la que necesitamos como nunca ser auténticos si aspiramos a ser universales. Esto nos permitirá, además, empezar a trabajar con aquellos que, en el marco de la cultura ecológica del Norte, comparten las mismas preocupaciones respecto al impacto de la civilización sobre el mundo natural. Lo que está en juego es la necesidad de finalmente hacer –y no sólo escribir– una historia planetaria como la que una vez pidiera Donald Worster, en la que la Grecia nuestra, y la que no lo es, se fundan finalmente en una misma cultura humana.
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Notas:
1—Ver “Reencuentro de culturas. La historia ambiental y las ciencias ambientales” (1996) y “Transformaciones de la Tierra. Hacia una perspectiva agroecológica en la historia” (1990), en Transformaciones de la Tierra, Universidad de Panamá, Ciudad del Saber, IICA, Panamá, 2001.
2—David L. Lentz (ed.): Imperfect Balance. Landscape Transformations in the Precolumbian Americas, Columbia University Press, 2000.
3—Baste recordar, por ejemplo, cómo ha ido cambiando nuestra valoración del trópico y sus habitantes desde los tiempos de la publicación y enorme éxito de la novela La vorágine, de José Eustacio Rivera, hasta las preocupaciones contemporáneas por la protección de la biodiversidad y el legado cultural de los pueblos indígenas.
4—Germán Palacio y Astrid Ulloa (eds.): “Historia tropical: a reconsiderar las nociones de espacio, tiempo y ciencia”, en Repensando la naturaleza. Encuentros y desencuentros disciplinarios en torno a lo ambiental, Universidad Nacional de Colombia-sede Leticia, Instituto Amazónico de Investigaciones, Instituto Colombiano de Antropología e Historia, Colciencias, 2002, p. 68.
5—Ver Pierre Gourou: Introducción a la geografía humana, Alianza Universidad, Madrid, capítulo 1, 1984.
6—Ver Immanuel Wallerstein: Después del liberalismo, Siglo XXI, México, 1996 (2001); Impensar las ciencias sociales. Límites de los paradigmas decimonónicos, Siglo XXI, México, 1998 (1999); y Geopolitics and Geoculture, Cambridge University Press, 1992.
7—Con ello se abrió paso lo que Stefania Gallini llama el “giro fundamental”, cuestión que los historiadores ambientales reivindican y que permitía “abandonar la unilinealidad economicista de la historia”, tan característica de las ideologías del progreso que florecieron al interior de la geocultura liberal. Ver “Invitación a la historia ambiental”, Cuadernos Digitales. Publicación Electrónica en Historia, Archivística y Estudios Sociales, vol. 6, no. 18, Escuela de Historia, Universidad de Costa Rica, octubre del 2002.
8—Ver Enrique Leff: “Historia ambiental” (versión ampliada de una conferencia que este autor presentara en el Simposio Internacional de Historia Ambiental, realizado en el Instituto de Ecología de Xalapa, México, del 22 al 23 de febrero del 2001), p. 1.
9—John R. McNeill: Algo nuevo bajo el Sol. Historia medioambiental del mundo en el siglo XX, Alianza Editorial, Madrid, 2003 (2001).
10—José Martí: “Nuestra América”, en Obras escogidas, t. II, Centro de Estudios Martianos, Editora Política, La Habana, 1979, pp. 521-522.
11—Jean Brunhes: Geografía humana, Editorial Juventud, Barcelona, 1955 (1910).
12—Lise Sedrez: “Historia ambiental de América Latina: orígenes, principales interrogantes y lagunas”, en Germán Palacio y Astrid Ulloa (eds.): op. cit., p. 100.
13—Los trabajos de Elinor Melville sobre México (Plaga de ovejas: Consecuencias ambientales de la conquista de México, Fondo de Cultura Económica, México, 1994) y de Antonio Brailovsky y Dina Foguelman sobre Argentina (Memoria verde: Historia ecológica de la Argentina, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1991) pueden ser considerados en el mismo nivel de análisis. En el segundo, interesa más considerar la labor de Brailovsky y Foguelman en el contexto de los hábitos y mentalidades de su cultura regional, y en su interacción con sus pares de la región.
14—Ver Alberto Flórez Malagón: “La historia ambiental: Hacia una definición disciplinar”, Ambiente y Desarrollo, año 4, no. 6-7, mayo de 1996-diciembre de 1997, Instituto de Estudios Ambientales, Universidad Javeriana, Bogotá.
15—Para mediados del 2002, los organizadores del Simposio de Historia Ambiental Americana (realizado en Chile, en julio del 2003, como parte del quincuagésimo primer Congreso Internacional de Americanista) hicieron circular una lista de sesentinueve publicaciones vinculadas al tema, en su gran mayoría latinoamericanas.
16—En mi caso particular, trabajé en una investigación de doctorado en el Centro de Estudios Latinoamericanos de la Facultad de Filosofía de la Universidad Nacional Autónoma de México, entre 1992 y 1993, sin llegar a saber de los trabajos de Brailovsky y de Vitale; del mismo modo, es probable que ninguno de ellos sepa de mi propia labor hasta ahora. El contacto con el trabajo de Gligo y Morello fue posible debido a que eran una excepción –por no decir una curiosidad– dentro de una antología multidisciplinaria de ensayos acerca de los aspectos económicos, políticos y ecológicos de las relaciones entre el ambiente y el desarrollo en la región. Fue mucho más sencillo, por otra parte, entrar en contacto con autores como Donald Worster y Richard White a través de instituciones como la biblioteca del Servicio de Información de los Estados Unidos en la Ciudad de México, y permanecer en contacto con su trabajo y con el de otros especialistas del mundo noratlántico a través de revistas como Environment & History –que entre 1996 y el 2002 sólo había publicado tres artículos sobre la América Latina– y de servicios de información por Internet como los que ofrecen la Sociedad Norteamericana de Historia Ambiental, o académicos como Lise Sedrez, de la Universidad de Stanford.
17—Con las excepciones de Guillermo Castro: Los trabajos de ajuste y combate: naturaleza y sociedad en la historia de América Latina, Premio Casa de Las Américas 1994, CASA/Colcultura, Bogotá/ La Habana, 1995; Alberto Flórez Malagón: op. cit.; Guido Galfassi y Luciano Levin: “Las preocupaciones por la relación naturaleza- cultura-sociedad. Ideas y teorías en los siglos XIX y XX. Una primera aproximación”, Revista THEOMAI, no. 3, primer semestre del 2001 (www.unq.edu/revista-theomai); y, más recientemente, las obras ya citadas de Germán Palacio y Stefania Gallini.
18—En su “Invitación a la historia ambiental latinoamericana”, Gallini plantea que, al aplicar el “modelo progresista” en su forma inversa, los historiadores vinculados a este campo terminan por escribir “historias regresivas e igualmente unilineales” que reducen la historia ambiental “a la narración de la pérdida del estado de gracia en un supuesto Edén dominado por relaciones armónicas entre hombres y naturaleza”. La América Latina, agrega, “parece ser particularmente sensible” a “esta infructífera forma de entender la historia ambiental”, lo que podría ser consecuencia “del economicismo que ha permeado la comprensión de la historia latinoamericana” y “la respuesta que mejor se acomoda a paradigmas interpretativos de larga tradición, como el de la teoría de la dependencia, que tanta fuerza ha tenido y sigue teniendo en la historiografía latinoamericana y latinoamericanista”.
Naturalmente, hay aquí una discusión que va más allá de lo inmediatamente planteado. En otro momento de su ensayo, la autora aboga por la búsqueda de lo universal en lo particular: “develar la relación de las sociedades con los ecosistemas a partir de las microhistorias de la contaminación del arroyo por la fábrica”, asumiendo lo local como una unidad fundamental de análisis, frente a la tradición latinoamericana que ubica esa unidad fundamental en el sistema mundial y asume lo regional, lo nacional y lo local como niveles dentro de aquel todo mayor y complejo.
19—La autora agrega que “Siendo imposible lograr una competencia especializada de alto nivel en disciplinas tan distintas como las que elaboran e interpretan estas tipologías de fuentes, el historiador ambiental no puede seguir la tradición ermitaña de sus colegas historiadores. Debe, en cambio, alimentarse de un trabajo de equipo integrado por geógrafos, cartógrafos, paleoecólogos, geólogos, biólogos, entre otros, tratando de desarrollar un lenguaje común más allá de los tecnicismos de cada disciplina”. Stefania Gallina, op. cit.
20—José Martí: op. cit., p. 522.
21—Más allá de esto, parecería tentador decir que otra peculiaridad de nuestra historia ambiental es el papel desempeñado por la política –y, en particular, por la violencia, su forma más extrema– en la continua reorganización de las sociedades y el mundo natural en la América Latina. Sin embargo, este parece ser un fenómeno muy difundido en la historia de las relaciones de todas las sociedades humanas con el mundo natural.
22—José Martí: op. cit., p. 521. Considerada hoy una fuente fundamental de nuestra identidad, la obra de Martí nos presenta ideas sobre la naturaleza, la autodeterminación y lo que el ambientalismo contemporáneo llamaría “desarrollo sostenible”, que ofrecen un suelo fértil y aún poco explorado para la colaboración entre las sociedades y las culturas del Norte y el Sur de América, sin la cual nunca serán resueltos los problemas ambientales que aquejan a nuestro hemisferio. Sin embargo, nada de eso hace de Martí un “posible precursor de la historia ambiental de la América hispánica”, como generosamente pareció deducir Lise Sedrez en “Historia ambiental de América Latina…” (p. 101), a partir de la lectura de mi libro Naturaleza y sociedad la historia de América Latina. Tan sólo ubica al cubano como expresión de una cultura –esto es, de una visión del mundo dotada de una ética acorde a su estructura– distinta y opuesta a la que ha venido expresando la hegemonía oligárquica en la formación y desarrollo de los Estados latinoamericanos desde fines del siglo XIX. Desde dicha cultura se abren posibilidades aún poco y mal exploradas para una lectura de nuestras relaciones con el mundo natural que, en efecto, supere y deje atrás al economicismo característico del liberalismo desarrollista que con tanta razón cuestiona Gallini. Aun así, la importancia de Martí para la historia ambiental de la América Latina –como la de otros autores de la región en su tiempo– apenas empieza a ser comprendida. De hecho, en 1975 algunas de sus ideas más sugerentes en relación con este tema fueron clasificadas como “artículos misceláneos” en la excelente edición cubana de sus obras completas. Ver José Martí: Obras completas, veintisiete tomos, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975.