La identidad
ambiental caribeña
Vegetación exuberante, extensas playas, voluble clima, aguas azules, verdes, transparentes, fauna marina, sol radiante, arena ardiente, calor insoportable, palmeras, manglares, loros, gaviotas, cocuyos, mosquitos, viento hura-
canado, negros nubarrones, lluvias torrenciales, mar embravecido, mortales arrecifes, barcos naufragados, tesoros sumergidos, puertos de abrigo, campos cultivados, azúcar, tabaco, cafetos, bananas, selvas intrincadas, montañas escarpadas, volcanes activos, valles extendidos, ingenios, centrales, bateyes, bohíos, piñas coladas, rones destilados, aromas embriagantes, arroyos cristalinos, poblados pintorescos, dispersos caseríos, ciudades que cantan, bailan, lloran, sudan, bosques de piedra, cemento, acero, barro recocido, chapas de zinc, vidrios, cristales, maderas tropicales, costeñas trigueñas, morenas sensuales, rubias delirantes, blancos bronceados, mestizos, mulatos, jabaos, Caribe milenario, ritmo, mucho ritmo, todos los negros tomamos café.
Un aspecto que me interesa destacar particularmente en este ensayo es la gran diversidad y riqueza cultural que caracteriza a esta región, expresada entre otras cosas en el pluralismo y el sincretismo lingüístico, etnológico, religioso y ambiental. Lugar de encuentro y mestizaje de múltiples culturas —las originarias indoamericanas, las europeas, las africanas, las asiáticas—, subyace sin embargo aquí un cierto sentido de unidad, de identidad común, al que han contribuido mucho las migraciones internas y externas, así como los constantes intercambios.
Este tema de la identidad cultural caribeña cobra relevancia en el período de entreguerras del siglo XX, cuando tienen lugar en la región acontecimientos de muy diversa índole que la sacuden en sus cimientos, reflejo de un mundo convulso y contradictorio en el que comienza a abrirse la caja de Pandora. Frank Moya Pons es contundente al decir que 1930 es “un año que marcó una profunda ruptura en la historia del Caribe. Comenzando ese año, y bajo el impacto duradero de la Gran Depresión, el sistema de plantaciones entró en una larga crisis, y un nuevo Caribe comenzó a surgir”.1
Este nuevo Caribe del que nos habla el historiador dominicano tiene entre sus múltiples expresiones una transformación de su cultura ambiental, es decir, de las formas de vida que adopta su población, particularmente la urbana. El ambiente, precisemos, es la unidad del ser humano y el entorno, natural y artificial. En la Conferencia de las Naciones Unidas sobre los Asentamientos Humanos realizada en Vancouver, Canadá, en 1976, quedó definido el sistema ambiental —el habitat— como “el ámbito físico natural y artificial en el que desarrollan su vida las sociedades humanas”. Es el “habitar” lo que le da sentido a un sistema ambiental, trátese de minúsculos poblados rurales o de grandes centros urbanos. Las obras arquitectónicas y urbanas —edificios, calles, puentes, muelles, parques, plazas, monumentos, acueductos, cloacas, postes de luz, mobiliario urbano…— cobran vida solamente cuando son habitadas por una determinada sociedad. Puntualicemos. La cultura ambiental de toda ciudad o poblado es tan multifacética y variada como lo sean sus habitantes, unidos y diferenciados por motivos económicos, políticos, ide-
ológicos, sociales, religiosos, étnicos y culturales, en su más amplia acepción. Son los sujetos sociales, con su actuación e interacción consciente e inconsciente, quienes crean ese complejo entramado de la vida urbana.
En el caso del Caribe, la mimesis y la parodia son características de muchas de sus ciudades de origen colonial inglés, francés u holandés, como Nassau, Kingston, Belice, St. George, Fort-de-France, Point-a-Pitre, Oranjestad o Willemstad, entre otras. Bridge-
town, por ejemplo, la capital de Barbados, es tan británica que sus estrechas calles de nombres ingleses, como Broad Street, desembocan en una Trafalgar Square en miniatura, estatua de Nelson incluida.2 Dichas características también se manifiestan, si bien con diferentes matices, en las modernas urbes de lo que alguna vez fue el Caribe hispano, como San Juan de Puerto Rico, Santo Domingo, Cartagena de Indias, Santiago de Cuba, La Habana o Veracruz, por citar solo algunas de ellas. No es de extrañar. En general, las manifestaciones culturales dominantes de los países colonizados y dependientes han estado determinadas siem-
pre por los cánones dictados por las metrópolis, que han coercio-
nado así, históricamente, la crea-
tividad de sus pueblos originarios y mestizos. Carpentier mismo lo hacía notar en una de sus crónicas parisinas de 1931, en la que afirma que en “América Latina, el entusiasmo por las cosas de Europa ha dado origen a cierto espíritu de imitación, que ha tenido la deplorable consecuencia de retrasar en muchos lustros nuestras expresiones ver-
náculas… Hemos soñado con Ver-
salles y el Trianón, con marquesas y abates, mientras los indios cantaban sus maravillosas leyendas en paisajes nuestros, que no queríamos ver”.3
Los cánones y dogmas importados se han confrontado siempre, sin embargo —en un interesante ejercicio dialéctico—, con los diversos factores que conforman la cuenca de los huracanes, imposibles de soslayar. Las condiciones físico ambientales, por ejemplo, rebasan las fronteras geopolíticas y temporales, y tienen una influencia determinante en el carácter y la idiosincrasia de los pobladores, y en su modo de vida. En realidad, los pueblos caribeños han sabido desarrollar una cultura propia a lo largo de los siglos, una cultura híbrida que no ha podido ser engullida por el “progreso” y la “modernidad” a pesar de los entonados cantos de sirenas eurocéntricas, lo que ha sido clave para la construcción de su identidad regional. La riqueza de lo vernáculo se expresa en los espacios arquitectónicos construidos con materiales y técnicas artesanales preservadas celosamente por la tradición, en los que la adecuación al clima y la idiosincrasia es fundamental. Los magníficos ejemplos que podemos encontrar todavía en algunos ámbitos del Gran Caribe, que contrastan con las anónimas torres de cristal que extienden sus tentáculos al ámbito bucólico, son buena muestra de ello, como lo son también la música, los bailes, las fiestas, la gastronomía, la vestimenta, los giros lingüísticos y las artesanías, entre tantas otras manifestaciones populares.
Será en los conflictivos años treinta del siglo XX —época de transición, de incertidumbre, de modernidad incipiente—, cuando quede develada finalmente esta realidad, encubierta mucho tiempo por los dictados coloniales y neocoloniales. La unidad en la diversidad. La identidad más allá de la religión y de la lengua. La resistencia cultural del oprimido. La voz de los pueblos. El sincretismo que tiene lugar en esos años en la cultura ambiental de La Habana y Veracruz, ciudades ambas fundadas en 1519 y hermanadas a lo largo de los siglos, es un buen ejemplo de ello.
Habaneras
“El aspecto de La Habana, cuando se entra en su puerto” —dice Alejandro de Humboldt en su Ensayo político sobre la Isla de Cuba— “es uno de los más rientes y de los más pintorescos que puedan gozarse en el litoral de la América equinoccial, al norte del ecuador… Solicitado por tan suaves impresiones, el europeo se olvida del peligro que le amenaza en el seno de las ciudades populosas de las Antillas; trata de entender los elementos diversos de un vasto paisaje, contemplar esas fortalezas que coronan las rocas al este del puerto, ese lago interior, rodeado de poblados y de haciendas, esas palmeras que se elevan a una prodigiosa altura; esta ciudad, medio oculta por una selva de mástiles y los velámenes de las naves…”4
Corrían los primeros años del siglo XIX. La importancia de las flotas para la economía colonial habanera era todavía indiscutible, tanto de la Flota de Tierra Firme que se armaba en Portobelo y Cartagena de Indias, como de la Flota de Nueva España que venía del puerto de Veracruz, ambas cargadas de oro, plata y productos agrícolas del continente americano que debían depositar en la metrópoli, allende el mar océano. Su estancia en la abrigada bahía de La Habana para protegerse de la temporada de nortes y huracanes llegaba a prolongarse hasta seis meses del año, en los que pasajeros y marinería se incorporaban de variadas formas al ambiente urbano, lo que significaba una inyección de dinero fresco para la ciudad y un impulso a su actividad comercial, pero también un rico intercambio de experiencias culturales y costumbres diversas.
Más de un siglo después, en los años treinta del siglo XX, ya no había mástiles y velámenes en la bahía, sino humeantes chi-
meneas y sordos bramidos de sirenas de los vapores surtos en
ella, que desembarcaban un torrente de personas y mercaderías en los atestados muelles, entre un enjambre de alijadores, estibadores y empleados aduanales. Permanecían, eso sí, las fortalezas del Morro y La Cabaña coronando las laderas orientales del puerto, y el cañonazo que marca las horas. Las murallas que cercaban el casco antiguo de la ciudad hacía medio siglo que habían sido demolidas, abriendo paso a la expansión de la ciudad hacia el ring y los territorios de occidente: El Vedado, Miramar, Marianao, Cubanacán…, coto de la burguesía; y del sur: La Víbora, Santos Suárez, Lawton, Luyanó… en don-
de se asentaron las clases populares. Poco más de seiscientos cin-
cuenta mil habitantes tenía para entonces la ciudad, lo que la hacía una de las más populosas de la América Latina y el Caribe. Y de las más alegres, según Vicente Blasco Ibáñez, quien la llama precisamente Habana la Alegre, “una ciudad que sonríe al que llega, sin que pueda decirse con certeza dónde está su sonrisa”.5
La Habana, como puerto de entrada al Gran Caribe, fue siempre particularmente sensible a los usos y las costumbres foráneos, que la dotaron de un inconfundible perfil cosmopolita.
Una heterogénea mezcla de comportamientos, consecuencia del encuentro de varios mundos y diversos grupos sociales y etnoculturales, contribuía a definir su personalidad y su cultura ambiental. La influencia francesa, por ejemplo, agudizada por la emigración haitiana al triunfar en 1804 la rebelión de escla-
vos en la colonia francesa de Saint Domingue-Haití, impactó a la música y el baile, a las artes plásticas, la literatura, la gastronomía y la arquitectura, cuyos interiores comenzaron a decorarse con gusto afrancesado.
Aun costumbres como la de tomar café o asistir al teatro son de origen francés, lo mismo que la moda de salir a dar la vuelta a los paseos, que adquiere gran popularidad entre la burguesía habanera a principios del siglo XIX, cuando se inaugura el primero de ellos, la Alameda de Paula.
El café era una infusión más apropiada a las condiciones climáticas caribeñas, y pronto relegó a la tradición española de beber chocolate acompañado de
churros. En ese año de 1804 ya existía el Café de los Franceses
por el rumbo del Campo de Marte y muchos otros sitios se irían abriendo posteriormente, como La Taberna, De Copas, De Marte y Belona, La Dominica y El Louvre, en los que se vendería la bebida y la gente se reuniría a conversar y entretenerse en la típica tertulia. En otros rumbos más modestos, la cultura afrocubana se manifestaba ruidosamente de múltiples maneras, lo mismo que
la de los emigrantes chinos, que llegaban en buen número a la isla en esos tiempos decimonónicos, y muchos de los cuales se asentaban en el barrio chino de la capital. Los canarios y gallegos estaban también presentes, con su morriña y sus tradiciones. Cantos, risas, bromas, gritos, llantos, susurros, reclamos, trifulcas, conflictos, regaños, amores, olores, sabores (¡congrí, mamita, congrí… y un traguito de aguardiente!), pregones, redobles, timbales, bongós, tumbadoras, pare cochero, cochero pare… no entiendo nada compadre, ¿que tú dices mi socio?, ¡que viva Changó!, señores. Incluso, los yucatecos avecindados en el viejo barrio de Campeche, al sur de la ciudad, le ponían sal y pimienta al asunto. Los contrastes en el ambiente urbano, derivados de la estructura social, eran evidentes. Y el sincretismo.
La dictadura del general Machado, que mantenía al país atrapado en un puño, promueve en esos años de entreguerras jugosos negocios a pesar de la crisis económica —la gran depresión del 29—, en los que campea la corrupción. Muchos de ellos se derivan de importantes obras públicas en la capital, como el Capitolio Nacional, inspirado en el de Washington, y la ampliación del Malecón. Machado, el “asno con garras”, como lo bautizó Rubén Martínez Villena, si bien entregado política y económicamente a los Estados Unidos, en lo cultural mira más bien hacia París. En todo el período en que se mantiene en el poder (1925-1933), la Ciudad Luz será el principal polo de atracción de la intelectualidad cubana y de la alta burguesía habanera. El proyecto de modernización de La Habana, sumida en un creciente caos urbanístico y arquitectónico, se encargó por ello en 1925, a través del Ministro de Obras Públicas, Carlos Miguel de Céspedes, al connotado arquitecto paisajista francés Jean Claude Nicolas Forestier, quien diseña el plan director de la ciudad con la estructura clásica de ejes y focos parisinos. Será hasta después del derrocamiento de Machado, en 1933, que la burguesía local, enriquecida con la especulación de tierras y los negocios de la banca, y asociada con los capitales estadounidenses que controlaban ya en buena medida la economía cubana, abandone sus querencias parisinas para volcarse a las del American way of life. La Babel de Hierro sustituye así a la Ciudad Luz; la Coca Cola y el hot-dog al croissant y el Beaujolais.
Marcelo Pogolotti describió así la cultura ambiental habanera de esos años treinta al despuntar la década:
A pesar del hambre que consumía el interior de Cuba, La Habana guardaba todavía su aspecto alegre y despreocupado. La acera del Louvre, aunque declinaba, seguía siendo muy concurrida por políticos de jipi y tabaco, ciertas viejas glorias y determinado tipo de jóvenes “bien” de los que se ponían almidonado cuello y camisa color de rosa y aún llevaban alfiler de corbata, todos ellos de traje blanco inmaculado, incluyendo los zapatos cuando no eran de dos colores. Frente al Anón del Prado, repleto de fragantes frutas tropicales y sus multicolores jugos y helados, se estacionaban en sus automóviles abiertos, sin salir de ellos, las familias burguesas para que los camareros acudiesen corriendo a servirles sus refrigerios a la vista de todos. Era un exhibicionismo chocante, tanto más cuanto después de un viaje o paseo en coche uno tiene ganas de dar siquiera dos pasos para cruzar la acera y estirar las piernas. Paco Ichaso, de refulgente dril blanco, alquilaba un “fotingo” para andar tres cuadras, hasta el cine Fausto, a reunirse con su novia. Terminábase la modernización de las avenidas y la desproporcionada mole del Capitolio se alzaba cada día más, como una monumental burla a la democracia. El Dinámico planeó abrir una anchurosa avenida desde aquí hasta el puerto, a través de La Habana Vieja, la cual hubiera presentado una espléndida perspectiva rematada por la soberbia cúpula, pero este proyecto nunca se llevó a cabo, no solo por su desmesurado costo sino porque implicaba la demolición del convento de San Francisco, y la conciencia del valor de las joyas artísticas que empezaba a despertar en algunos sectores, se opuso. Con todo, Machado, que avanzaba a grandes zancadas hacia la dictadura, quería encubrir con una magnífica fachada, al igual que tantos predecesores a lo largo de la historia, la miseria del pueblo… Los buenos restaurantes aún tenían alguna clientela, sobre todo en la temporada de turismo: Los Dos Hermanos, en una azotea, al borde de la bahía. La Zaragozana y El Cosmopolita por sus mariscos. De vez en cuando yo iba con amigos al de Giovanni, instalado en un simpático entresuelo de los soportales del Prado, cerca del Parque Central… Por el ambiente, y a veces por saborear algún bocado regional, prefería las buenas fondas españolas de La Habana Vieja, con paredes de un metro de grosor tapizadas con anuncios de compañías de navegación…”6
Era esta Habana de entreguerras una ciudad que, si bien con rasgos provincianos y castizos todavía, se transformaba paulatinamente ante los embates de la modernidad que venía de París, es cierto, pero también de Miami y Nueva York, una modernidad permeada por el sensual ambiente tropical, en el que se fundían el exotismo y el erotismo con la magia y la fantasía, la opulencia aristocrática con la pobreza y la marginalidad social. El periodista norteamericano Leland Hamilton Jencks describe dicho ambiente en una crónica de 1929:
De Nueva York a La Habana apenas hay tres días de viaje a vapor. Pero el tapiz mágico de los trópicos puede transportar al periodista desde un ambiente que podría juzgar con espíritu crítico a otro en que todas las cosas parecen igualmente extrañas e igualmente creíbles. La fantasía se desarrolla exuberante bajo la influencia del sol habanero y de ese maravilloso cocktail que… se ha bautizado con el nombre de daiquirí. Hay en el ambiente de La Habana un miasma que se desprende de un charloteo incesante y contra cuyo veneno están inmunizados los antiguos residentes, pero que merece pasar la cuarentena en los puertos de Norteamérica aun cuando viaje en valija diplomática.7
Surgían en el paisaje urbano habanero hitos arquitectónicos que la marcarían en adelante, como el Capitolio (1930), el Hotel Nacional (1930), el edificio Bacardí (1930), el edificio de apartamentos López Serrano, en el Vedado (1932), la librería La Moderna Poesía, y, a finales de la década, para disfrute de propios y extraños —si podemos llamar así a las oleadas de turistas norteamericanos que llegaban al puerto en los ferries que cubrían la ruta entre Nueva York, Cayo Hueso y La Habana o en los vuelos de la Pan American Airways—, el famosísimo cabaret Tropicana, en un rincón de Marianao. Una ciudad híbrida, es cierto, en la que se fueron sobreponiendo diversos estilos —neocolonial, art decó, español californiano, racionalista del movimiento moderno, marginal urbano— a los heredados de los siglos anteriores. Un “estilo sin estilo”, al decir de Carpentier. Y una ciudad injusta también, en la que las políticas estatales —incluido el plan Forestier— estaban dirigidas principalmente a maquillar la ciudad y atender los repartos de la burguesía, pero poco hacían para aliviar las precarias condiciones de vida de los pobres, hacinados en los guetos y asentamientos irregulares que la crisis había multiplicado al interior de la ciudad y en la periferia.8
Acordes veracruzanos
Al puerto de Veracruz se le consideró siempre como la puerta mayor de México, por la que todas las riquezas de estos vastos territorios continentales —y muchas que venían de Oriente— fluían hacia Europa. Llave de los caminos y las comunicaciones, Veracruz era el único puerto del Golfo de México que permitía un fácil acceso al interior; por él penetraron también las diversas invasiones de ejércitos extranjeros que ha sufrido el país, destacadamente, las de las tropas estadounidenses en 1847, del ejército imperial francés en 1862 y nuevamente de las tropas yanquis en abril de 1914, mismas que le valieron el título de Cuatro Veces Heroica Veracruz, en reconocimiento al papel jugado por sus pobladores en dichos a contecimientos.
En la década del treinta del pasado siglo, la ciudad de Veracruz emergía de profundas transformaciones físicas y sociales. Su estructura urbana había sido transformada radicalmente a fines del siglo XIX, cuando el régimen porfirista encomendó a la prestigiada casa inglesa de ingeniería Pearson and Sons las
obras de modernización del puerto, que además de establecer una dársena funcional, acorde con la demanda del tráfico marítimo de la época, ganaron terreno al mar y sanearon el ambiente urbano, que lo mismo que el de La Habana se había visto liberado de las murallas un par de décadas antes. Estas obras, entre las que se contaban edificios importantes como el de Faros, el de Correos y el de la Aduana Marítima, todos en estilo neoclásico, fueron inauguradas por el presidente Porfirio Díaz el 6 de marzo de 1902. La vía de la modernidad para el puerto jarocho quedaba abierta finalmente, lo que provocó de inmediato el arribo de gente de muchas latitudes deseosa de participar en la generación de negocios y fortunas. La oleada migratoria comprendió españoles, cubanos, alemanes, franceses, ingleses, italianos, libaneses, chinos y otros más, que se fundieron pronto con la población autóctona y enriquecieron la cultura ambiental veracruzana. La vocación comercial de Veracruz, como la de La Habana, era indiscutible. La vida de la población peninsular y criolla de ambas ciudades giró desde los primeros tiempos de la colonización, en gran medida, en torno a esa actividad, mientras que los indígenas, mestizos, mulatos y negros eran ocupados en los trabajos domésticos y otros menesteres, como lavanderas, jornaleros, cargadores de muelle y milicias de pardos. La ciudad tiene entonces un discreto crecimiento físico y demográfico: su población se incrementa de setenta mil habitantes al inicio de la década, en 1930, a ochenta mil aproximadamente a su término.
Frescas estaban todavía en esos años las huellas del movimiento inquilinario liderado por Herón Proal y el Sindicato Revolucionario de Inquilinos, de inspiración anarcosindicalista, que había agitado el ambiente social del puerto la década anterior.9 Lucha vinculada directamente con la estructura ambiental de la ciudad y, en particular, con los patios de vecindad situados en los barrios aledaños al centro histórico, en los que se hacinaba una parte considerable de la población de más bajos recursos, asfixiada por los alquileres que les imponía la elite que acaparaba la propiedad de las fincas urbanas, así como por la desenfrenada carestía que hacía mella en los bolsillos de los trabajadores. Estos “patios danzoneros”, en los que se bailaba de forma íntima el danzón llegado de Cuba con el siglo (que de inmediato adquirió carta de ciudadanía veracruzana), fueron habitados originalmente por trabajadores de las obras portuarias y después por todo un ejército de estibadores y obreros vinculados a la actividad del puerto, muchos de ellos llegados de otras regiones del país, entre los que se mezclaba, además, una cierta cantidad de combativas prostitutas.10 Eran construcciones endebles, cuartos adosados unos a otros de muros de tablas de madera pintadas de varios colores y techos de lámina de zinc, que hacían la vida insoportable ante los rigores del clima veracruzano, fueran los calores infernales del estío o los vientos desbocados del norte en el otoño y el invierno. La fetidez y la insalubridad eran evidentes, al carecer de los servicios elementales de agua y drenaje, que se reducían a unos cuantos lavaderos y letrinas comunes. El vómito prieto o fiebre amarilla había sido siempre un flagelo para la ciudad, y todavía en las primeras décadas del siglo XX era causa de miles de muertes. El mal, originado en los pantanos circunvecinos en los que pululaban los mosquitos transmisores, encontró siempre un excelente caldo de cultivo en el pésimo estado de la vivienda popular, la insuficiencia de agua potable, la falta de servicios sanitarios y el aire enrarecido del espacio urbano.
El factor climático es determinante en la cultura ambiental que se desarrolla en el puerto jarocho desde su fundación (como lo será también para La Habana). Así como las flotas coloniales españolas tenían que atracar en La Habana y esperar varios meses a que pasara la temporada de huracanes para volver a hacerse a la mar, en Veracruz, “durante toda la época caliente —abril a octubre— era evitado todo contacto con la ciudad. Los viajeros esperaban días enteros en altamar hasta que el ‘norte’ llegara con su aire saludable a sacudir el caldo tibio propicio a las pestes”,11 mientras los burgueses del puerto se trasladaban con su servidumbre a pasar la temporada en Xalapa, en las faldas de las grandes montañas de la Sierra Madre Oriental. Dice Ricardo Pérez Montfort:
En los interiores frescos de aquellos grandes edificios de piedra múcar, como el de las Atarazanas o el que ahora guarda el Archivo Histórico y la Biblioteca de la Ciudad, en los ardientes cuchitriles de madera de los barrios populares de la Huaca y Caballo Muerto o en los húmedos patios de las vecindades del Callejón del Alambique o de las calles de Bravo y Arista, se fueron construyendo innumerables elementos de una cultura muy particular que tanto se ha manifestado en bailes y música como en la forma de hablar, en la comida, la bebida, en el deporte o incluso en la manera de salir a dar la vuelta o de sobrellevar las canículas y los nortes.12
Los grandes contrastes, las contradicciones sociales, las luces y las sombras, estaban presentes en la estructura urbana e imprimían su sello a la cultura ambiental de la época. Una cultura híbrida, lúdica, festiva, alegre y bullanguera, cargada del exotismo, el erotismo y la sensualidad propios del ambiente del trópico y de la condición mestiza de la mayoría de sus habitantes, en la que las tres raíces étnicas fundamentales —la indígena, la africana y la española, con todas sus mezclas previas incluidas— se funden en un cóctel explosivo sazonado con unas gotas del jarabe multinacional de inmigrantes y viajeros provenientes de las más diversas latitudes, como suele suceder en todos los puertos de mar. Cultura ambiental muy semejante a la generada por ese tiempo en los solares, accesorias y barracones de los barrios populares de La Habana, que tan bien describe Guillermo Cabrera Infante en sus novelas, y ciertamente diferente a la que tenía lugar en las mansiones de la gran burguesía, en donde se jugaba bridge, se bebía scotch, se comía roast-beef, se bailaba fox-trot y se decía plismaidarling… Burguesía y proletariado, identidades encontradas…
La cultura ambiental porteña conjuga para esos años espacios urbanos y arquitectónicos de indudable personalidad, que se despliegan en un entorno natural en el que la canícula y los nortes son asumidos como parte del paisaje y se combaten con ventiladores, abanicos, volados, parteluces, celosías o suetercitos. Hay que vivir con ellos, lo mismo que con los médanos, los mosquitos, la piedra múcara, el rumor del oleaje, los bramidos de las sirenas de los buques y las palmeras borrachas de sol. Además de los destinados a los asuntos portuarios, podemos men-
cionar los paseos, parques, plazas y calles que la bullanguera sociedad jarocha llena de vida a todas horas, como la Plaza de Armas con sus portales de Lerdo, su Palacio de Gobierno y su Catedral; el Parque Zamora, la avenida Independencia, 5 de Mayo y, desde luego, el Malecón; los hoteles, como el Diligencias y el Imperial; las cafeterías, restaurantes y bares como La Parroquia, La Merced y La Sirena; los salones de baile, como El Recreo Veracruzano, el Trianón, La Bombilla y el Alhambra; los cines y teatros, como el Variedades, el Eslava y el Carrillo Puerto; los balnearios y playas, como el Club Regatas y el Villa del Mar (con su gran salón de baile); las canchas deportivas, como la arena Miramar, el Parque España y el Parque Deportivo Veracruzano (en el que jugaba el Águila de Veracruz de Martín Dihigo y Santos Amaro, peloteros cubanos ambos, por cierto…); y, poco más allá, a un tiro de piedra, San Juan de Ulúa, la isla de Sacrificios, Mocambo con su hermosa playa, Boca del Río, Antón Lizardo y la laguna de Mandinga, para los paseos dominicales…
En la década del treinta vuelve a cobrar también impulso el Carnaval, fiesta que ya se celebraba en Veracruz desde la época colonial, aunque más en su carácter litúrgico religioso. Pero ahora adquirirá el toque pagano, condimentado con el sensual ambiente caribeño que había hecho ya famosas las ediciones de La Habana y Santiago de Cuba. El puerto comenzaba a llenarse en esos días de febrero previos a la Cuaresma de una multitud proveniente de todos los ámbitos de la geografía nacional, que, confundida con el alegre pueblo jarocho, bailaba sin cesar los ritmos de moda y los tradicionales de estas tierras a lo largo de las calles de Independencia, 5 de Mayo y, poco después, el Bulevar. Se elige a la Reina del Carnaval entre las damitas más agraciadas de la sociedad local, y al Rey Feo, se entierra al Mal Humor y desfilan por las calles los carros alegóricos y las comparsas con disfraces y máscaras y un alegre fondo musical. Ese cálido y desinhibido ambiente impacta sin duda al poeta tabasqueño Carlos Pellicer, y lo hace decir en su “Divagación del puerto”: “Es claro: / me gusta más Veracruz, / que Curazao. / Aquí llega la primavera / en buque de vapor / y allá en barco de madera. / Y con la primavera / el amor…”13
La influencia de la migración cubana en la cultura veracruzana es significativa. Particularmente en el último tercio del siglo XIX, una vez desatada la guerra de independencia en la isla, este fenómeno cobrará inusitada importancia, al arribar al litoral jarocho más de tres mil cubanos de muy variada condición, desde intelectuales, empresarios y gente acomodada hasta humildes guajiros, jornaleros de la caña, torcedores de tabaco y trabajadores urbanos de muy diversos oficios.14 Los músicos ocuparán un lugar fundamental, y no solo los integrantes de las danzoneras. “Una nueva huella caribeña se dejará sentir en el auge de la décima y el punto en las inmediaciones del puerto y el Papaloapan”, dice Antonio García de León.15 Aunque, en realidad, los antecedentes musicales característicos de la región se pierden en la bruma del tiempo, cuando se fue gestando en las llanuras de sotavento un espacio festivo en el que el pueblo conjuntaba la música con los versos y el baile. Surgen así los fandangos campesinos, en los que lucían el arpa, la jarana y el requinto, acompañados por troveros y bailadores que zapateaban el son jarocho en tarimas específicas con su típico atuendo, en el que predomina el color blanco: guayabera con paliacate rojo al cuello, pantalón, sombrero de cuatro pedradas y botines blancos, los hombres; y blusa, falda, enaguas, chalina y zapatos también blancos, las mujeres.16 Aquí se dan cita los cancioneros, que entonan los cantos a contrapunto con las coplas improvisadas por los decimeros, dedicadas al amor, al ambiente, a la fauna, a la flora y al acontecimiento puntual que se celebra: un cumpleaños, una boda, un bautizo, una fecha patriótica o religiosa… Son ampliamente conocidos El Colás, El Siquisirí, El Balajú, La Iguana, El Cascabel, El pájaro cu, El Tilingo Lingo, La Bamba (que se asocia todavía en la memoria popular al reino angolano de Mbamba y al ataque de Lorencillo a Veracruz en 1683),17 La manta… ay vámonos al fandango, ay vámonos a bailar. Hay que tener en cuenta, además, que la música afrocubana es la simbiosis del canto de los negros (y las lamentaciones propias de su condición de esclavos) y de la rumba andaluza, plena de gracia y expresividad, en la que lo moro y lo gitano juegan un destacado papel. Y señalar también que el fandango veracruzano tiene gran semejanza con otras fiestas populares del Caribe, como el zapateo en Cuba, el joropo en Venezuela y la mejorana en Panamá.
El factor principal En la presentación que hace al libro La Habana/Veracruz, Veracruz/La Habana, las dos orillas, Víctor A. Arredondo, entonces rector de la Universidad Veracruzana, escribe:
Cuando un habanero arriba al puerto de Veracruz percibe pronto el aire familiar, de casa, que envuelve a la ciudad y a sus habitantes; un aire inconfundible que hermana a las grandes ciudades portuarias del Caribe de habla hispana, pero que en este caso evidencia en forma particular la entrañable relación que desde sus orígenes han mantenido los dos legendarios puertos… Un sentimiento casi idéntico experimenta el veracruzano que visita La Habana. Le parece que mucho de La Habana, y de Cuba, hay no solo en Veracruz, sino a lo largo de toda la costa veracruzana, marcada en su paisaje por tierras de tabaco y ron, por un afortunado proceso de afromestizaje, y por una impetuosidad espiritual y musical parangonable a la antillana. Por ello, no es gratuito que mucho de La Habana prexista ya en la imaginación y en los sueños de los veracruzanos antes de entrar en contacto con la Perla de las Antillas18.
Es interesante pasar revista a todas estas características que identifican a La Habana y Veracruz, que en los años treinta del siglo XX asumen especial relevancia. Pero hay un factor en particular que ambas comparten y nos interesa destacar: el amor inmenso de sus habitantes a sus respectivas ciudades, que en el caso de los habaneros los llevó incluso a crear en 1936 la Oficina del Historiador de la Ciudad, para contribuir a preservarla.19 Amor ambiental que los jarochos expresan bien en las siguientes décimas de Rodrigo Gutiérrez Cas-
tellanos:20
Oh Veracruz del Portal
de Villa del Mar su Playa
de la comparsa que ensaya
los pasos del carnaval
de la Huaca y Principal
Bulevar y el Malecón
reina del jarocho son
que han bailado hasta los reyes
en los históricos muelles
por donde llegó el danzón.
Tus hijos de ti se ufanan
por ti con amor protestan
con orgullo manifiestan
el amor que les emana
en su entrega se desgrana
el cariño que contiene
a la historia y bien se aviene
por ti Veracruz hermoso
al encuentro del glorioso
pueblo que a ti te sostiene.
Santiago de Cuba,
julio del 2012
Notas
1. Frank Moya Pons: Historia del Caribe, Ferilibro, Santo Domingo, 2008, p. 14.
2. Ver Silvia L. Cuesy: “Vientos del Caribe”, Universidad de México, no. 616, octubre del 2002.
3. Alejo Carpentier: Crónicas, t. II, Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1985, p. 481.
4. Alexander Von Humboldt: Ensayo político sobre la isla de Cuba, Ediciones Doce Calles, Junta de Castilla-León, Madrid, 1998. Este ensayo fue publicado por su autor en 1827. Humboldt visitó Cuba dos veces: en 1801 y en 1804, cuando llegó procedente de Veracruz luego de su estancia de un año en México.
5. Vicente Blasco Ibáñez: La vuelta al mundo de un novelista, Planeta, Barcelona, 1958, p. 38.
6. Marcelo Pogolotti: Del barro y las voces, Letras Cubanas, La Habana, 1982, pp. 231-234.
7. Leland Hamilton Jencks: Nuestra colonia de Cuba, M. Aguilar Editor, Madrid, 1929, p. 299.
8. El único proyecto habitacional para trabajadores realizado en ese entonces fue el de Lutgardita, construido en 1929 cerca de Rancho Boyeros. Su diseño se encargó a la prestigiada firma de arquitectos Govantes y Cabarrocas y fue uno de los primeros experimentos de su clase en América Latina. Ver Joseph L. Scarpaci, Roberto Segre y Mario Coyula: Havana. Two Faces of the Antillean Metropolis, The University of North Carolina Press, 2002, p. 71. (En realidad se edificó antes un proyecto habitacional para trabajadores: el barrio de Pogolotti, cuya fecha de fundación es el 24 de febrero de 1911. N. de los E.)
9. El entonces gobernador, Adalberto Tejeda, respondió positivamente al movimiento que pedía su intervención a favor de los inquilinos para regular sus relaciones con los arrendatarios, enviando a la legislatura local la Ley del Inquilinato, que se expidió en abril de 1923. Ver Carmen Blázquez Domínguez: Breve historia de Veracruz, El Colegio de México-Fondo de Cultura Económica, México, 2000, pp. 188,189.
10. Al mes de constituirse el Sindicato Revolucionario de Inquilinos por Proal y sus compañeros, las mujeres públicas, por eufemismo las “horizontales”, se pusieron en pie de lucha y se negaron a pagar rentas, actitud asumida en el patio El Salvador. Ver Roberto G. Williams: Yo nací con la luna de plata. Historia de un puerto, Secretaría de Educación y Cultura, Veracruz, 1998, p. 12.
11. Hipólito Rodríguez: Una ciudad hecha de mar, IVEC, México, 1998, p. 191.
12. Ricardo Pérez Montfort: “Expresiones y colorido de la cultura popular en el Puerto de Veracruz”, en Gobierno del Estado de Veracruz y Fundación ICA: Veracruz, primer puerto del continente, México, 1999, p. 206.
13. Carlos Pellicer: La vida en llamas, Asociación Nacional del Libro A. C., México, 1986, p. 14.
14. Bernardo García Díaz: “La migración cubana a Veracruz 1870-1910”, en Bernardo García Díaz y Sergio Guerra Vilaboy (coordinadores): La Habana / Veracruz, Veracruz / La Habana, las dos orillas, Universidad Veracruzana, México, 2002.
15. Antonio García de León: “Los patios danzoneros”, Del Caribe, no. 20, Santiago de Cuba, 1993, p. 39.
16. Ver Jessica Gottfried Hesketh y Ricardo Pérez Montfort: “Fandango y son entre el campo y la ciudad, Veracruz-México, 1930-1990”, en Yolanda Juárez Hernández y Leticia Bobadilla González (coordinadoras): Veracruz: sociedad y cultura popular en la región Golfo Caribe, CIALC-UNAM, 2009. p. 69. El sustantivo “son” designaba a principios del siglo XIX a cualquiera de los “sonecitos del país” que incorporaban baile en el evento popular y contenía rasgos estilísticos mestizos.
17. Ver Francisco Rivera: La bamba, Ayuntamiento de Veracruz, 1992. Fernando Winfield Capitaine, en su ensayo “La bamba” (Contrapunto, no. 12, septiembre-diciembre del 2009, Editora de Gobierno del Estado de Veracruz), dice que el término se venía utilizando en México cuando menos desde mediados del siglo XVII.
18. Víctor A. Arredondo,“Presentación”, en Bernardo García Díaz y Sergio Guerra Vilaboy (Coordinadores): op. cit., p. 9.
19. El primer titular del cargo que hoy detenta Eusebio Leal Spengler fue Emilio Roig de Leuchsenring.
20. En Rodrigo Pérez Montfort: op. cit., p. 217.
Genaro Ochoa dice:
Muy buen blog para quienes quieren aprender un poco de nuestra historia.