Declaración de Independencia de la guerra en Vietnam

Martin Luther King, Jr.

He acudido esta noche a este magnífico templo de oración porque mi conciencia no me deja otra alternativa. Me uno a todos ustedes porque estoy completamente de acuerdo con los objetivos y tareas que están desarrollando los organizadores de este encuentro, la asociación Clergy and Laymen Concerned About Vietnam (Clérigos y laicos preocupados por la situación en Vietnam). La reciente declaración de su comité ejecutivo refleja los sentimientos de mi propio corazón, y por eso coincido plenamente con dicha declaración cuando afirma que “llega un momento en que el silencio equivale a traición”. Dicho momento ha llegado para nosotros en relación con Vietnam.

La verdad de estas palabras está fuera de toda duda. Sin embargo, más complicada resulta la misión que hemos de desempeñar. Incluso cuando se encuentran bajo la presión de las demandas de la verdad interior, a los hombres no les resulta sencilla la tarea de oponerse a la política que están llevando a cabo sus propios gobiernos, especialmente en tiempo de guerra. Tampoco se expresa el espíritu humano, si no es con grandes esfuerzos, contra la apatía conformista del propio pensamiento y el mundo circundante. Además, cuando los asuntos más inmediatos se presentan tan confusos como en el caso de este espantoso conflicto, estamos al borde de dejarnos confundir por la incertidumbre. Pero debemos seguir avanzando.

Algunos de los que hemos comenzado a romper el silencio de la noche nos hemos dado cuenta de que la necesidad de manifestar nuestra opinión es a menudo una vocación de agonía. En cualquier caso, debemos hacer oír nuestra voz. Debemos expresarnos con la humildad que se corresponde con la limitación de nuestra perspectiva, pero aun así tenemos que hacerlo. Y también debemos alegrarnos, pues probablemente esta sea la primera vez en la historia de nuestra nación en la que un número significativo de sus líderes religiosos ha optado por ir más allá de profetizar un patriotismo fácil para pasar a la tarea más sustancial de plantear una firme disidencia basada sobre los imperativos de su conciencia y la lectura de la historia. Tal vez un nuevo espíritu esté surgiendo entre nosotros. Ese es el caso, sigamos sus movimientos y oremos para que nuestro ser interior se muestre sensible a sus pautas, pues ciertamente necesitamos un nuevo camino para salir de las tinieblas que nos rodean.

Durante los dos años últimos, a medida que he ido poniendo fin a la traición de mi silencio y manifestándome desde las heridas de mi corazón, a medida que he optado por soluciones radicales a la destrucción de Vietnam, numerosas personas han dudado de la sensatez de mi decisión. En el fondo de sus preocupaciones, la siguiente pregunta aparece con insistencia: “¿Por qué habla usted sobre la guerra, doctor King? ¿Por qué se une usted a las voces disidentes? Los problemas de la paz y de los derechos civiles no tienen nada que ver”, afirman. “¿No cree que está perjudicando la causa de su propia gente?”, preguntan. Cuando escucho estos argumentos, aunque entiendo el origen de sus preocupaciones, no puedo sino entristecerme profundamente, pues todo ello significa que dichas personas no me conocen, ni a mí, ni a mis compromisos, ni a mi vocación. Es más, sus preguntas sugieren que desconocen el mundo en el que habitan.

A la luz de este trágico malentendido, considero de la máxima importancia aclarar por qué creo que la senda iniciada en la iglesia bautista de Dexter Avenue (la iglesia de Montgomery, Alabama, lugar donde inicié mi labor pastoral) conduce a mi posición actual.
Acudo a esta plataforma para hacer un apasionado alegato a mi querida nación. Este discurso no va dirigido ni a Hanoi, ni tampoco al Frente de Liberación Nacional, ni a China, ni a Rusia.

Tampoco supone un intento de ignorar la ambigüedad de la situación ni la necesidad de una solución colectiva a la tragedia de Vietnam. No es mi intención convertir a Vietnam del Norte o al Frente de Liberación Nacional en modelos de virtud, ni ignorar el papel que pueden desempeñar en una solución al conflicto. Aunque ambos puedan tener fundadas razones para sospechar de la buena fe de los Estados Unidos, tanto la vida como la historia proporcionan testimonios elocuentes de que los conflictos nunca se resuelven sin una confianza mutua entre las partes involucradas.

Esta noche, sin embargo, no me propongo dialogar con Hanoi y el FLN, sino más bien con aquellos compatriotas norteamericanos que, como yo, aceptan la responsabilidad de poner fin a un conflicto que supone un enorme costo en ambos continentes.

Como soy predicador, supongo que no resultará sorprendente que enumere siete razones principales que incorporan la situación que atraviesa Vietnam en la esfera de mi perspectiva moral. Para comenzar, veo una conexión evidente entre la guerra en Vietnam y la lucha que yo, y otros, hemos llevado a cabo en los Estados Unidos. Hace unos años, hubo un momento luminoso en esta lucha. Parecía como si hubiese expectativas reales de esperanza para los pobres (tanto negros como blancos) gracias al Programa Contra la Pobreza. Inmediatamente después vino el rearme en Vietnam, y el programa quedó paralizado como si se tratase de un juguete político innecesario en una sociedad enloquecida por la guerra. Entonces me di cuenta de que los Estados Unidos nunca invertirían los recursos o energías necesarios para la rehabilitación de sus pobres mientras Vietnam continuase exigiendo hombres, dinero y otros recursos como un aspirador demoníaco y destructivo. De este modo, paulatinamente llegué a la conclusión de que la guerra era enemiga de los pobres, y de que tenía que oponerme a ella por esta razón.

Tal vez el reconocimiento más trágico de esta realidad tuvo lugar cuando me percaté de que la guerra estaba haciendo algo más que acabar con la esperanza de los pobres aquí, en nuestro país. Eran esos pobres quienes estaban enviando a sus hijos, hermanos y esposos a luchar y morir en una proporción extraordinariamente alta en relación con el resto de la población. Estábamos reclutando a los jóvenes negros que habían sido previamente lisiados por nuestra sociedad y los estábamos enviando a ocho mil millas de distancia para garantizar unas libertades en el sur de Asia de las que no disfrutaban en el suroeste de Georgia o en East Harlem. De este modo, hemos sido testigos en repetidas ocasiones de la cruel ironía que supone presenciar en las pantallas de televisión cómo jóvenes negros y blancos matan y mueren juntos por una nación que se ha mostrado incapaz de reunirlos en las mismas escuelas. Así pues, les vemos en actos de brutal solidaridad prendiendo fuego a las chozas de una aldea pobre, pero simultáneamente nos damos cuenta de que en ningún caso serían vecinos en un edificio de Detroit. Ante esta cruel manipulación de los pobres no puedo permanecer en silencio.

Mi tercera razón surge de mi experiencia en los ghettos del norte del país durante los últimos tres años, en especial los últimos tres veranos. Cuando caminaba entre jóvenes desesperados, rechazados y hambrientos, les transmitía la idea de que los cocteles molotov y los rifles no iban a resolver sus problemas. He intentado ofrecerles mi más sincera compasión, al mismo tiempo que mantenía mi convicción de que el verdadero cambio social surge a través de la acción no violenta. “Pero, ¿y Vietnam?”, inquirían. Se preguntaban si acaso nuestra propia nación no estaba haciendo uso de dosis masivas de violencia para resolver sus problemas, esto es, para hacer reales los cambios que deseaba. Sus preguntas surtieron efecto, y supe que nunca podría levantar de nuevo mi voz contra la violencia sin haberme dirigido con claridad al principal protagonista de la violencia en el mundo contemporáneo: mi propio gobierno.

A todos aquellos que me preguntan, “¿no es usted acaso un líder por los derechos civiles?”, pretendiendo con ello excluirme del movimiento por la paz, les contestaré lo siguiente. En 1957, cuando algunos de nosotros fundamos la Southern Christian Leadership Conference (Conferencia de líderes cristianos del Sur), acuñamos el siguiente lema: “Para salvar el alma de los Estados Unidos”. Estábamos convencidos de que no podíamos limitar nuestra perspectiva a ciertos derechos para los negros, sino, por el contrario, teníamos la convicción de que los Estados Unidos nunca serían un país libre ni podría ser rescatado de sí mismo a menos que los descendientes de sus esclavos fuesen liberados de los grilletes que aún llevan.

Ahora bien, debería quedar meridianamente claro que nadie que se preocupe por la integridad moral de los Estados Unidos de hoy puede ignorar la guerra que está teniendo lugar en Vietnam. Si el alma de los Estados Unidos resulta totalmente envenenada, la autopsia debe rezar: “Vietnam”. Nuestra nación nunca podrá alcanzar la salvación mientras destruya las más sentidas esperanzas de los hombres de todo el mundo.

Por si la responsabilidad de tal compromiso con la supervivencia y la salud de los Estados Unidos no fuese suficiente, otra responsabilidad adicional recayó sobre mis hombros en 1964. No puedo olvidar que el Premio Nobel de la Paz también significó un compromiso: el de trabajar con mayor empeño que nunca en pro de la “hermandad humana”. Dicha responsabilidad es también un llamamiento que trasciende la lealtad con mi país. Pero incluso en el caso de que no hubiese recibido el premio, tendría que cumplir mi compromiso con el ministerio de Jesucristo. En mi opinión, la relación entre mi ministerio y el trabajo por la paz resulta tan evidente que no puedo sino sorprenderme ante quienes cuestionan mi posicionamiento contra la guerra. ¿Puede ser que ignoren que la buena nueva está dirigida a todos los hombres, a comunistas y capitalistas, a sus hijos y a los nuestros, a blancos y negros, a revolucionarios y conservadores? ¿Han olvidado que mi ministerio está al servicio de Aquel que amó a Sus enemigos hasta el punto de que murió por ellos? ¿Qué puedo decir entonces al Viet Cong, a Castro o a Mao en mi calidad de fiel ministro del Señor? ¿Puedo amenazarlos de muerte, o debo compartir mi vida con ellos?

En la medida en que reflexiono sobre la locura que está teniendo lugar en Vietnam, mi pensamiento se centra en la población de esa península. No me estoy refiriendo a los soldados de cada bando contendiente, ni a la junta militar de Saigón; hablo sencillamente de la gente que ha vivido bajo la maldición de la guerra durante casi tres décadas ininterrumpidas. También pienso en ellos porque no albergo ninguna duda de que no es posible ninguna solución duradera hasta que no hagamos un esfuerzo por conocerlos mejor y por oír su llanto.

Los vietnamitas seguramente consideran a los estadounidenses como unos libertadores muy peculiares. Vietnam proclamó su independencia en 1945, después de un período de ocupación de franceses y japoneses y antes de la revolución comunista en China. A pesar de que citaba la Declaración de Independencia norteamericana en su documento de liberación, nos negamos a reconocerlo. No sólo eso, sino que decidimos apoyar a Francia en la reconquista de su antigua colonia.

Nuestro gobierno entendía que los vietnamitas aún no estaban “preparados” para la independencia, y una vez más fuimos víctimas de esa arrogancia occidental que ha envenenado durante tanto tiempo el panorama internacional. Con esta trágica decisión, le negamos el reconocimiento a un gobierno revolucionario en lucha por la autodeterminación, un gobierno que no fue establecido por China (país por el que los vietnamitas no sienten gran simpatía), sino por grupos autóctonos que incluían algunos comunistas. Para los campesinos, este nuevo gobierno significaba una reforma agraria efectiva, que es una de las necesidades básicas de su existencia.

Durante nueve años a partir de 1945, le negamos al pueblo vietnamita el derecho a la independencia. Durante nueve años apoyamos activamente a los franceses en su baldío intento de recolonizar a Vietnam.

Antes de que acabara la guerra con los franceses, nuestro país estaba financiando el 80% de sus costos. Incluso antes de su derrota en Dien Bien Phu, los franceses estaban empezando a desesperar de sus esfuerzos bélicos, pero nosotros no. Nosotros les alentamos, al proporcionarles enormes recursos financieros y militares para continuar la guerra, a pesar de que ellos mismos no estaban muy convencidos.

Después de que los franceses fueron derrotados, parecía como si la independencia y la reforma agraria volvieran de nuevo de la mano de los acuerdos de Ginebra. Pero en vez de ello, los Estados Unidos determinaron que no sería Ho el encargado de reunificar la nación temporalmente dividida. Entonces los campesinos presenciaron una vez más cómo apoyábamos a uno de los más perversos dictadores contemporáneos: el primer ministro Diem, el hombre que elegimos. Los campesinos fueron testigos de la cruel represión de que fue víctima la oposición por parte de Diem, de su apoyo a la extorsión encabezada por los terratenientes, y de su negativa incluso a discutir la reunificación con la parte norte del país. Los campesinos contemplaban mientras todo esto sucedía bajo la influencia de los Estados Unidos, y más tarde con la presencia de un creciente número de tropas estadounidenses que llegaron para ayudar a sofocar la insurgencia nacida de los métodos empleados por Diem. Cuando Diem fue derrocado, debieron de sentirse satisfechos, pero la larga lista de dicaduras militares no parecía ofrecer ningún cambio real, especialmente en lo que se refiere a la necesidad tanto de tierra como de paz.

El único cambio vino de los Estados Unidos, que incrementó el contingente de tropas en apoyo a gobiernos singularmente corruptos, ineptos y sin el menor apoyo popular. Entretanto, la población leyó nuestros panfletos y recibió promesas periódicas de paz, democracia y reforma agraria. Ahora esas promesas languidecen bajo los efectos de nuestras bombas, y nos consideran a nosotros (y no a sus compañeros vietnamitas) el verdadero enemigo. Se desplazan con tristeza y apatía cuando los desalojamos de las tierras de sus padres y los llevamos a campos de concentración en los que raramente se satisfacen las necesidades sociales más elementales. Saben que su alternativa es irse o ser aniquilados por nuestras bombas. Esa es la razón de su desplazamiento.

Son testigos de cómo envenenamos su agua y arruinamos un millón de acres de sus cosechas. No pueden sino llorar al contemplar las excavadoras destrozar sus árboles. Pueblan los hospitales, con al menos veinte bajas por armas norteamericanas por cada baja ocasionada por el Viet Cong. Hasta el momento, hemos aniquilado a un millón de personas, niños en su mayoría.

¿Que opinan los campesinos cuando nos ven aliarnos con los terratenientes, y al percatarse de que no convertimos en acciones nuestras palabras sobre la reforma agraria? ¿Qué piensan cuando experimentamos con ellos nuestras últimas armas, del mismo modo que los alemanes probaron nuevas medicinas y nuevas torturas en los campos de concentración de Europa?1 ¿Dónde están las raíces del Vietnam independiente que afirmamos estar construyendo?
En estos momentos, salvo la amargura, son escasos los cimientos sobre los cuales edificar. En breve, la única base sólida que quedará serán nuestras bases militares y el cemento de los campos de concentración que denominamos “aldeas estratégicas”. Los campesinos se preguntan con razón si acaso planeamos nuestro nuevo Vietnam sobre estas bases. ¿Podemos culparlos por albergar tales pensamientos? Debemos hablar por ellos y plantear las cuestiones que ellos no pueden plantear. También ellos son nuestros hermanos.

Tal vez la tarea más complicada, pero no por ello menos necesaria, consista en hablar en nombre de quienes han sido designados como nuestros enemigos, como el Frente de Liberación Nacional, al que llamamos VC, o los comunistas. ¿Qué deben de pensar ellos de nosotros, los norteamericanos, cuando se dan cuenta de que permitimos la represión y crueldad del régimen de Diem, que tan decisivamente contribuyó a que se convirtieran en un grupo de resistencia en el sur? ¿Cómo van a creer en nuestra integridad cuando ahora hablamos de “agresión desde el norte”, como si no hubiese nada más importante en la guerra? ¿Cómo van a confiar en nosotros cuando los acusamos de comportarse violentamente tras la experiencia del régimen asesino de Diem, y de comportarse violentamente mientras bombardeamos su territorio con nuevos proyectiles mortíferos?

¿De qué modo nos juzgan los activistas del FLN cuando nuestros oficiales saben que menos de un 25% de ellos son comunistas, y a pesar de ello siguen insistiendo en referirse a ellos como comunistas? ¿Qué pensamientos cruzarán por sus mentes cuando saben que nos consta su control de amplias regiones de Vietnam y, sin embargo, nos mostramos dispuestos a permitir la celebración de elecciones en que su bien organizado gobierno paralelo no podrá participar? Se preguntan cómo podemos hablar de elecciones libres cuando la prensa de Saigón está censurada y bajo control de la junta militar. Probablemente tienen razón en recelar del tipo de gobierno que estamos contribuyendo a formar sin la participación de su grupo, el único en estrecho contacto con los campesinos. Sospechan de nuestros objetivos políticos y rechazan un acuerdo de paz del que se ven excluidos. Sus dudas son estremecedoramente relevantes.

El verdadero valor y significado de la compasión y la no violencia aflora más fácilmente cuando vemos el punto de vista del enemigo, escuchamos sus preguntas, conocemos la valoración que hace de nosotros. Desde su perspectiva podemos apreciar la debilidad de nuestra condición, y si de verdad interpretamos todo esto con madurez, entonces debemos aprender y aprovechar el saber de los hermanos a los que llamamos opositores.

Tal es el caso de Hanoi. En el norte, donde nuestras bombas castigan la tierra y nuestras minas amenazan el tráfico marítimo, somos recibidos con profunda pero comprensible desconfianza. En Hanoi se encuentran los hombres que condujeron a la nación a la independencia contra los japoneses y los franceses, los mismos que trataron de incluir a su país en la mancomunidad francesa y fueron traicionados por la debilidad del régimen de París y la obstinación de los ejércitos coloniales. Fueron ellos los que emprendieron una segunda lucha contra la dominación francesa a un costo enorme, y luego fueron persuadidos en Ginebra para que abandonasen, como una medida temporal, el territorio bajo su control entre los paralelos 13 y 17. Después de 1954 se dieron cuenta de nuestra conspiración con Diem para obstaculizar las elecciones que probablemente habrían llevado a Ho Chi Minh al poder en un Vietnam reunificado, y comprendieron que habían sido traicionados una vez más.
Cuando preguntamos por qué no dan el primer paso para las negociaciones, deben tomarse en cuenta todos estos datos. Igualmente, debe quedar claro que los líderes de Hanoi consideraron la presencia de tropas norteamericanas en apoyo al régimen de Diem como la primera violación de los Tratados de Ginebra respecto a las tropas extranjeras, y nos recuerdan que ellos no comenzaron a enviar tropas y equipos militares en cantidades considerables hasta que el despliegue de tropas norteamericanas alcanzó las decenas de miles de hombres.

Hanoi recuerda que nuestros líderes se negaron a hacer pública la verdad sobre los primeros intentos de paz norvietnamitas, que el presidente afirmó que tales intentos no existían cuando era evidente que se habían producido. Ho Chi Minh ha visto el modo en que los Estados Unidos, al mismo tiempo que hablaban de paz, armaban sus tropas, y probablemente en estos momentos hayan llegado a sus oídos los rumores internacionales acerca de los planes norteamericanos de invadir Vietnam del Norte. Tal vez sólo su sentido del humor y su ironía puedan ayudarle cuando escucha que el país más poderoso del mundo habla de agresión al tiempo que arroja miles de bombas sobre una nación pobre y débil a ocho mil millas de sus costas.

A estas alturas, debo aclarar que, a la vez que he pretendido dar voz a los sin voz de Vietnam y comprender los argumentos de los que llamamos enemigos, estoy igualmente preocupado por el futuro de nuestras tropas. Efectivamente, se me ocurre que no solamente están sometidos en Vietnam al proceso de embrutecimiento inherente a una guerra en la que los ejércitos se enfrentan y persiguen su mutua destrucción. Estamos añadiendo cinismo a ese proceso mortífero, pues nuestras tropas se percatan, tras un breve período de estancia allí, que ninguna de las cosas por las que afirmamos estar luchando tiene que ver con la realidad. Antes de que transcurra mucho tiempo, se percatarán de que su gobierno les ha enviado a una guerra entre vietnamitas, y los más perspicaces probablemente se darán cuenta de que estamos del lado de los poderosos mientras generamos un infierno para los pobres.
De algún modo, toda esta locura debe acabar. Hablo como siervo de Dios y como hermano de los pobres que sufren en Vietnam y en Norteamérica, y que están pagando el doble precio, por un lado, de ver desvanecerse sus esperanzas en su país y, por el otro, de la muerte y la corrupción en Vietnam. Hablo como ciudadano del mundo, de un mundo que contempla horrorizado el camino que hemos elegido. Me dirijo también, como ciudadano, a los líderes de mi propia nación. La iniciativa de esta guerra está en nuestras manos. La iniciativa para detener esta guerra también debe partir de nosotros.

Este es, precisamente, el mensaje de los principales líderes budistas de Vietnam. Recientemente, uno de ellos escribió lo siguiente: “Con cada nuevo día de guerra, el odio se incrementa en los corazones de los vietnamitas y en el corazón de todas las personas de sentimientos humanitarios. Los norteamericanos están obligando hasta a sus amigos a convertirse en sus enemigos. Resulta curioso que los estadounidenses, que calculan tan cuidadosamente las posibilidades de victoria militar, no se percaten de que en el proceso están inmersos en una derrota psicológica y política. La imagen de los Estados Unidos no volverá a ser nunca la imagen de la revolución, la libertad y la democracia, sino la imagen de la violencia y el militarismo”.

Si seguimos por este camino, no quedará ninguna duda, ni en mi mente ni en la mente del mundo, de que nuestras intenciones en Vietnam no son honorables. Quedará claro que nuestro deseo es ocupar el país y convertirlo en una colonia norteamericana, y nadie podrá abstenerse de pensar que nuestra mayor esperanza es incitar a China a una guerra, con el fin de que podamos justificar el bombardeo de sus instalaciones nucleares.
El mundo exige una madurez de los Estados Unidos que es posible que no seamos capaces de demostrar. Nos exige el reconocimiento de que estábamos equivocados desde el inicio de nuestra aventura en Vietnam, de que nuestra intervención ha sido perjudicial para sus habitantes.

Para expiar nuestros pecados y errores en Vietnam, deberíamos tomar la iniciativa de detener la guerra. Me gustaría sugerir cinco puntos que nuestro gobierno debería emprender inmediatamente en el largo y complicado camino que nos permita salir de esta pesadilla:

1. Poner fin a los bombardeos en Vietnam del Norte y del Sur.
2. Declarar un alto al fuego unilateral para que así surjan las condiciones de una negociación.
3. Emprender iniciativas inmediatas para evitar que otras zonas conflictivas del Sudeste Asiático se conviertan en campos de batalla. En este sentido, deberíamos interrumpir nuestro rearme en Tailandia y nuestra injerencia en Laos.
4. Aceptar de modo realista el hecho de que el Frente de Liberación Nacional goza de un apoyo sustancial en Vietnam del Sur y de que, en consecuencia, debe desempeñar un papel protagónico en el proceso negociador y en un futuro gobierno de Vietnam.
5. Establecer una fecha para el repliegue de todas las tropas extranjeras de Vietnam según el Tratado de Ginebra de 1954.

Parte de nuestro compromiso actual se podría traducir en una oferta de asilo a todos los vietnamitas que teman por sus vidas bajo un nuevo régimen que incluya al FLN. Además, deberíamos proporcionar todas las compensaciones de las que seamos capaces por el mal que hemos hecho. Debemos proveer la ayuda médica que se necesita tan desesperadamente, incluso en nuestro país, si fuera preciso.

Entretanto, las iglesias y sinagogas tenemos una ardua tarea instando a nuestro gobierno para que se retire de esta empresa deshonrosa. Debemos estar preparados para luchar por nuestras ideas por todos los medios de protesta creativa que resulten posibles.
Cuando asesoramos a los jóvenes sobre el servicio militar, debemos aclararles el papel que nuestro país desempeña en Vietnam y, al mismo tiempo, darles a conocer la alternativa de la objeción de conciencia. Me alegra poder decir que esta es la opción elegida por más de setenta alumnos de mi alma mater, Morehouse Collage, opción que recomiendo a todos aquellos que opinan que la intervención norteamericana en Vietnam es deshonrosa e injusta. Más aún, animo a todos los clérigos en edad militar a que renuncien a sus privilegios religiosos y se acojan al estatus de objetores de conciencia. Cada uno debe decidir qué modo de protesta se ajusta mejor a sus convicciones, pero todos debemos protestar.

Hay algo de tentador en la idea de limitar nuestra intervención a lo que en ciertos círculos se ha convertido en una cruzada popular contra la guerra en Vietnam. Afirmo que debemos participar en esa lucha, pero quiero continuar diciendo algo más molesto, si cabe. La guerra en Vietnam no es sino el síntoma de una enfermedad profundamente enraizada en el espíritu estadounidense, y si ignoramos esta grave realidad nos veremos organizando comités de religiosos (y laicos) preocupados hasta la próxima generación. Acudiremos a manifestaciones sin fin, mientras no haya un cambio significativo y profundo en la vida y en la política estadounidenses.

En 1957, un diplomático norteamericano en el extranjero afirmó que, en su opinión, nuestro país estaba en el lado equivocado de la revolución mundial. A lo largo de los últimos diez años hemos visto surgir un patrón de prácticas represivas que ahora nos ha llevado a justificar la presencia de “asesores” militares en Venezuela. La necesidad de mantener la estabilidad social necesaria para nuestras inversiones explica la actividad contrarrevolucionaria de nuestras fuerzas militares en Guatemala. También explica por qué los helicópteros norteamericanos están siendo utilizados contra la guerrilla en Colombia y por qué el napalm norteamericano y los boinas verdes han actuado contra los rebeldes en Perú. Con estas acciones en mente, las palabras de John F. Kennedy nos rondan como fantasmas. Hace cinco años afirmó: “Aquellos que hacen imposible la revolución pacífica, harán que la revolución violenta resulte inevitable.”

Cada vez más, consciente o inconscientemente, este es el papel por el que nuestro país ha optado al no renunciar a los privilegios procedentes de los inmensos beneficios de sus inversiones en el extranjero.

Estoy convencido de que si, como nación, queremos estar correctamente situados en la revolución mundial, debemos emprender una radical revolución en nuestros valores. Cuando las máquinas y las computadoras, los beneficios y los derechos de propiedad se consideran más importantes que la gente, resulta imposible doblegar a los gigantes del racismo, el materialismo y el militarismo.

Una verdadera revolución en los valores nos llevará a cuestionarnos la justicia de muchas de nuestras políticas presentes y pasadas. La compasión verdadera consiste en algo más que arrojar una moneda a un mendigo; no es algo fortuito y superficial. Es un sentimiento que llega a la conclusión de que un sistema que produce mendigos necesita de ajustes. Una verdadera revolución en los valores pronto nos haría sentirnos incómodos ante el patente contraste entre la riqueza y la pobreza. Con justa indignación, miraría más allá de nuestras fronteras y vería capitalistas occidentales invirtiendo ingentes sumas de capital en Africa, Asia y Latinoamérica, para después cosechar los beneficios sin preocuparse del bienestar social de los países, y afirmaría: “Esto no es justo.” Miraría nuestra alianza con los terratenientes de Latinoamérica y diría: “Esto no es justo.” La arrogancia occidental de pensar que tiene mucho que enseñar y nada que aprender de los demás no es justa. Una verdadera revolución de los valores abordaría el problema del orden mundial y diría de la guerra: “Este modo de resolver las diferencias no es justo.” Todo este asunto de quemar seres humanos con napalm, de llenar nuestros hogares de huérfanos y viudas, de inyectar la venenosa droga del odio en las venas de personas que en circunstancias normales son humanas, de enviar de vuelta a casa desde campos de batalla sangrientos y tenebrosos a hombres físicamente inválidos y psicológicamente perturbados, todo esto es irreconciliable con la sabiduría, la justicia y el amor. La nación que año tras año desembolsa más dinero en gastos militares que en programas sociales está al borde de la muerte espiritual.
Norteamérica, la nación más rica y poderosa del mundo, bien podría encabezar esta revolución de los valores. No hay nada, a excepción de un trágico deseo de muerte, que nos disuada de reordenar nuestras prioridades, de modo que la búsqueda de la paz adquiera prioridad sobre la búsqueda de la guerra. No hay nada que nos impida transformar un recalcitrante status quo hasta convertirlo en una hermandad.

Este tipo de revolución positiva de los valores sería nuestra mejor defensa contra el comunismo. La guerra no es la solución. El comunismo nunca será derrotado usando armas nucleares. No nos unamos a aquellos que proclaman la guerra y, debido a sus descaminadas pasiones, propugnan que los Estados Unidos abandonen su participación en las Naciones Unidas. Corren tiempos que exigen sabia moderación y calma razonable.

No debemos tildar de comunistas o de entreguistas a quienes propugnan que la China comunista debe tener un lugar en las Naciones Unidas, y reconocen que el odio y la histeria no son las respuestas finales al problema de estos días turbulentos. No debemos participar en un anticomunismo negativo, sino en un avance positivo hacia la democracia, percatándonos de que nuestra mejor defensa contra el comunismo consiste en emprender una ofensiva en favor de la justicia. Debemos, por medio de la acción positiva, poner fin a las condiciones de pobreza, inseguridad e injusticia, condiciones que son el terreno propicio en el que la semilla del comunismo crece y se desarrolla.

Corren tiempos revolucionarios. En todos los rincones del mundo los hombres se rebelan contra sistemas establecidos de explotación y opresión, y de las entrañas de un mundo debilitado están surgiendo nuevos sistemas de justicia e igualdad. Los descalzos y descamisados de la tierra se están alzando como nunca antes lo habían hecho. “Los que moraban en tinieblas han visto una gran luz.” Occidente debe apoyar estas revoluciones. Es lamentable que debido a la comodidad, la complacencia y un malsano pánico al comunismo, todo ello sumado a nuestra tendencia a acostumbrarnos rápidamente a la injusticia, las naciones occidentales que iniciaron el espíritu revolucionario en el mundo moderno se hayan transformado en los antirrevolucionarios por excelencia. Este hecho ha conducido a muchos a creer que sólo el marxismo trasmite un espíritu revolucionario. Por tanto, el comunismo es una reacción ante nuestro fracaso en construir una democracia real y continuar las revoluciones que iniciamos. Hoy día, nuestra única esperanza estriba en nuestra habilidad para recuperar el espíritu revolucionario y salir al mundo, hostil en ocasiones, declarando una perenne hostilidad a la pobreza, al racismo y al militarismo.

Debemos pasar de la indecisión a la acción. Debemos encontrar la manera de luchar por la paz en Vietnam y la justicia en todo el mundo en desarrollo, un mundo que está a nuestras puertas. Si no actuamos, lo más probable es que nos veamos arrastrados a los interminables, tenebrosos y vergonzosos tiempos reservados a quienes ejercen el poder sin compasión ni moralidad, y usan la fuerza sin consideración.

Comencemos entonces. Dediquémonos de nuevo a la prolongada y amarga (pero apasionante) lucha por un mundo nuevo. Esta es la misión de los hijos de Dios, y nuestros hermanos esperan con ansiedad nuestra respuesta. ¿Diremos que los enemigos son demasiado poderosos? ¿Que la lucha es demasiado dura? ¿Transmitiremos el mensaje de que los norteamericanos están en contra de que lleguen a ser hombres íntegros, y que lo sentimos profundamente? ¿O, por el contrario, hay otro mensaje de anhelo, de esperanza, de solidaridad con sus deseos, de compromiso con su causa, al precio que sea necesario? La decisión está en nuestras manos, y aunque podríamos desear que las cosas fuesen de otra manera, tenemos que tomar una decisión en este momento crucial de la historia de la humanidad.

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Notas:

1 La prensa y algunos analistas han sacado esta afirmación fuera de contexto. Mi intención no era equiparar a los Estados Unidos con la Alemania nazi. De hecho, mi reconocimiento de las tradiciones democráticas norteamericanas, y de su ausencia en la Alemania nazi, confunden aún más el panorama, si se tiene en cuenta que se advierten ciertos elementos de conducta similares.

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