El Concilio Vaticano II (1962-1965) y la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano (26 de agosto al 7 de septiembre de 1968), celebrada en Medellín, Colombia, tienen algo en común: vivir inmersos en la historicidad del “misterio de la santa Iglesia” (Lumen Gentium 5). Desde esta perspectiva quiero acercarme al Concilio Vaticano, al cumplirse cincuenta años de su inauguración, y a Medellín, “el pequeño concilio” latinoamericano, como fue llamado. Y es desde la historia, sin abusar de ella, como trataré de identificar avatares paralelos, de diverso calado, sin duda, en ambos acontecimientos. Ellos nos pueden acercar a la necesaria historicidad de la Iglesia, ya apuntada, en la perspectiva teológica de la historia de la salvación.
Este acercamiento mira al pasado pero ineludiblemente desde el presente marcado hoy por el cambio de época al que se refiere repetidas veces el Documento Conclusivo de Aparecida (DA 44), la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, celebrada en Aparecida, Brasil (13 al 31 de mayo del 2007).
El CELAM se adelanta al Concilio1
La I Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, celebrada en Río de Janeiro (25 de julio al 4 de agosto de 1955), será recordada sobre todo por la creación del Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM), de gran influencia en la andadura de la Iglesia en la América Latina. Diez años antes de que el Concilio Vaticano II promulgara la doctrina de la colegialidad episcopal (LG 22), la Iglesia latinoamericana la ponía en marcha, no con palabras sino con obras y de verdad: algo realmente profético que serviría más tarde de modelo para otras iglesias por toda la geografía de la Iglesia universal.
En Río de Janeiro era obispo auxiliar en aquellos momentos Dom Hélder Cámara, uno de los promotores del CELAM. En la primera presidencia del CELAM estaba también presente, como segundo vicepresidente, monseñor Manuel Larraín, obispo de Talca en Chile, el gran impulsor desde entonces del CELAM.
Pío XII aceptó la petición de los obispos reunidos en Río y aprobó la organización del CELAM el 2 de noviembre del mismo 1955. Algo nuevo estaba naciendo a impulsos del Espíritu. Más tarde, Juan XXIII condensó el sentido y el trabajo del CELAM, cuando se dirigió a sus miembros en su tercera reunión ordinaria, celebrada en Roma entre el 10 y el 16 de noviembre de 1958: “Este Consejo representa sin duda alguna un medio de entendimiento y de mutua ayuda, que las especiales circunstancias de la América Latina hacen hoy particularmente útil” (Acta Apostolicae Sedis 50, p. 997).
Las reuniones ordinarias del CELAM se celebraron anualmente desde 1956. Al principio para discutir sobre la organización interna del Consejo y más tarde para abordar temas o urgencias pastorales de acuerdo a los signos de los tiempos. Fueron de particular importancia las reuniones celebradas en Roma durante el Concilio. Ocupaba ya la Presidencia del CELAM monseñor Manuel Larraín, acompañado por Dom Hélder Cámara como primer vicepresidente. Al frente de este generoso empeño estaba la lucidez profética de Don Manuel. Y, con él, la de un grupo ejemplar de pastores que por toda la América Latina sembraban la esperanza de una manera nueva de vivir la pasión por el Reino en el seno de la Iglesia. Pero el 22 de junio de 1966, a pocos meses de la X reunión ordinaria del CELAM que tendría lugar en Argentina del 9 al 16 de octubre, murió trágicamente Don Manuel en un accidente automovilístico, poco antes de llegar a su Talca querida.
Fue precisamente en la IX reunión ordinaria del CELAM, en el otoño romano de 1965, cuando Don Manuel les propuso a los obispos latinoamericanos, reunidos en Roma al término del Concilio, un encuentro episcopal que evaluara la aplicación del Vaticano II en nuestra Iglesia y diseñara estrategias pastorales coherentes con el mismo. Esta iniciativa fue aprobada días después por Pablo VI. Estaba naciendo la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, de tan profunda resonancia en la configuración de la Iglesia latinoamericana. Se quería que el Concilio se hiciera vida en la América Latina, no repitiendo, sino recreando: un generoso y ambicioso proyecto, al que pronto se puso manos a la obra.
Preparando Medellín a la luz del Concilio
A partir de 1966, los departamentos del CELAM desplegaron una intensa actividad que orientó ya futuras decisiones de la Conferencia de Medellín. En 1966 tuvieron lugar los encuentros de Baños, en Ecuador, para perfilar una pastoral de conjunto entre la educación, la acción social y los laicos; Mar del Plata, en Argentina, estudió la aplicación para América Latina de la Populorum Progressio; Lima trató el importante tema de las vocaciones. En 1967 se celebró el encuentro de Buga, Colombia, en torno a la universidad católica y la pastoral universitaria. Y ya en 1968, poco antes de la II Conferencia, se celebró en Melgar, Colombia, una reunión organizada por el Departamento de Misiones, orientada a estudiar los nuevos planteamientos que exigía hoy y aquí la misión ad gentes.
Hay que señalar también, como acontecimiento destacado en esos momentos previos a Medellín, la elección de monseñor Eduardo F. Pironio, obispo argentino, como secretario general del CELAM en la XI reunión ordinaria del Consejo Episcopal Latinoamericano, celebrada en Lima del 19 al 26 de noviembre de 1967. Su profunda preparación teológica y su densa vida espiritual enriquecieron la realización de la II Conferencia. Hoy lo veneramos como Siervo de Dios, al haber sido introducida ya su causa de beatificación.
Todos estos encuentros y personas propiciaron, entre otros elementos, un ambiente muy favorable que permitió el florecimiento de lo que ocurrió en Medellín.
Medellín más de cerca
Medellín supuso un paso adelante respecto al pasado y, al mismo tiempo, una cierta tensión con el entorno que rodeó la Conferencia. El Concilio Vaticano II sería su fuente de inspiración, y de ahí el título del encuentro: “La Iglesia en la actual transformación de América Latina a la luz del Concilio”.
Hubo un cambio respecto al pasado: de la presidencia vaticana del cardenal Piazza en la Conferencia de Río de Janeiro, se pasó ahora, en la de Medellín, a una presidencia tripartita, la del cardenal Samoré, que vino de Roma, junto a Dom Avelar Brandao Vilela, presidente del CELAM, y el cardenal Juan Landázuri, arzobispo de Lima, el más joven de los cardenales latinoamericanos en aquellas fechas.
Hubo también cambio, por así decir, en la composición de la Conferencia. Mientras en la de Río sólo hubo presencia de la jerarquía eclesiástica (obispos y arzobispos), a Medellín asistieron también clérigos y laicos, religiosos y religiosas, y hasta representantes de otras confesiones cristianas, incluyendo uno de la comunidad de Taizé, el hermano Robert.
Pero la novedad más importante estuvo, sin duda, en la metodología seguida y en la temática abordada.
Monseñor Eduardo Pironio, recién nombrado secretario general del CELAM, fue también el secretario de esta II Conferencia, acompañado de un equipo de buenos colaboradores. Ellos fueron clave en el desarrollo de Medellín.
Los tres grandes asuntos abordados, que dieron lugar a las tres partes del documento final, fueron: – la promoción humana centrada en los valores de la justicia, la paz, la educación y la familia; – la evangelización mediante la catequesis y la liturgia, la pastoral popular y la de las elites; – los problemas relativos a los miembros de la Iglesia. Se trataba de intensificar su acción pastoral a través de estructuras visibles, adaptadas a las condiciones de nuestro continente (Introd. no. 8).
Hubo tensiones, sin duda, pero tranquilas, creativas. Por ejemplo, cuando se abordó el tema de la paz con profundidad evangélica y pastoral y se denunció la presencia en la América Latina de una “violencia institucionalizada” (no. 16). Y cuando se señaló con vigor, y con sorpresa para muchos, que “la insurrección revolucionaria puede ser legítima en el caso de tiranía evidente y prolongada que atentase gravemente a los derechos fundamentales de la persona y damnificase peligrosamente el bien común del país (Populorum Progressio 31), ya provenga de una persona, ya de estructuras evidentemente injustas…” (no. 19).
Cuando estos textos llegaron al Vaticano para su aprobación final, no fueron rechazados. En entrevista personal con monseñor Pironio a finales de 1968, el Papa Pablo VI le dijo al secretario general del CELAM que los documentos eran válidos, provenientes de una Iglesia adulta y madura, y que podían ser publicados bajo la responsabilidad del Consejo Episcopal. Las observaciones que hizo el Vaticano —no obligatorias— iban orientadas a un enriquecimiento de los documentos de Medellín.
El documento sobre la paz es uno de los más ricos de la Conferencia y se inscribe en un nuevo esquema interpretativo de la América Latina que tiene que ver con la realidad sentida de la dependencia injusta y la consiguiente exigencia de liberación. Supera el esquema desarrollista, de corte básicamente económico, para asumir un nuevo paradigma que encierra también planteamientos políticos, culturales y hasta de fe. En esta comisión, presidida por monseñor Partelli, arzobispo de Montevideo, trabajó como perito, entre otros, Gustavo Gutiérrez, y aquí se pueden encontrar ya huellas de la incipiente teología de la liberación. Nos tropezamos ya con una valiosa referencia al tema de la historicidad, que subyace en todo momento a estas reflexiones.
La metodología seguida en Medellín fue de gran importancia y supuso también una novedad en muchos aspectos con los planteamientos seguidos hasta entonces. Se basó en algo tan sencillo, pero tan fundamental y evangélico, como el “ver, juzgar y actuar”. Ya las ponencias iniciales de la Conferencia arrancaban de una visión de la realidad, del análisis de los signos de los tiempos presentes en ella, desde la fe y las ciencias sociales, para pasar luego a identificar las consecuencias pastorales. Hubo, por lo demás, una lógica vital en la propia presentación de las preocupaciones que dieron lugar a la composición tripartita de Medellín: la Iglesia que mira hacia el mundo, la Iglesia en su tarea evangelizadora y la Iglesia en su propia estructuración.
Grandes temas de Medellín
Uno de los temas que marcaron el desarrollo de Medellín y su posterior influencia en el continente, y en la Iglesia universal, es el de la opción por los pobres (Documento 14). Esta opción evangélica, de siempre, se había debilitado por momentos en la vida de la Iglesia. El Vaticano II (recordemos intervenciones ejemplares de Juan XXIII o del cardenal Lercaro sobre el tema) había despertado nuevamente la conciencia al respecto. En Medellín cobró un vigor inusi-tado. No se trata de optar por los pobres para aumentar su número, sino para salir con ellos de la pobreza, luchando contra la injusticia. “Solo con todos los pobres y oprimidos del mundo podemos creer y tener ánimos para intentar revertir la historia”, diría Ignacio Ellacuría en 1989, poco antes de su martirio. La pobreza no es buena ni querida por Dios. La razón última de amar a los pobres no es porque sean mejores que los ricos, sino porque el Dios compasivo y amante de la vida no quiere que les sea quitada la vida a los más débiles de sus hijos, como apunta repetidamente Gustavo Gutiérrez. Medellín proclamó: “…queremos que la Iglesia en América Latina sea evangelizadora de los pobres y solidaria con ellos, testigo del valor de los bienes del Reino y humilde servidora de todos los hombres de nuestros pueblos” (no. 8). Más tarde, la opción por los pobres se caracterizaría como “preferencial”, “evangélica”, “no exclusiva ni excluyente”, con calificativos que tratarían de precisar —y tal vez de reducir— el vigor inicial de los planteamientos hechos en Medellín. Con todo, sigue vibrando hoy la expresión profética de Jon Sobrino: “fuera de los pobres no hay salvación”. Hoy se prefiere hablar de una opción con los empobrecidos por la justicia y la paz.
Otro tema de gran importancia que floreció en Medellín fue el de las comunidades eclesiales de base. En el no. 10 del documento sobre la Pastoral de Conjunto (Doc.15) se habló por primera vez en toda la documentación de la Iglesia de estas “comunidades de base”. Era un término nuevo que se describía de una manera sencilla, existencial, que hoy día arranca una sonrisa de simpatía. Medellín fue como el bautismo de estas comunidades cristianas, Puebla sería su confirmación. El tema causó sorpresa entre algunos participantes, pero no rechazo. Con él se abría una época pastoral rica y fecunda. Desde la América Latina esta intuición profética generó “una manera nueva de ser Iglesia” —que no “una nueva Iglesia”, como maliciosamente dijeron algunos— y promovió nuevos ministerios laicales, algo que se extendió a otros continentes hasta tiempos recientes. También en las raíces de estos planteamientos estaba el Concilio, particularmente la Constitución Dogmática Lumen Gentium a la que se acude varias veces en este Documento 15 de Medellín.
A estos dos grandes temas, que identificaron desde entonces el perfil de la Iglesia latinoamericana en su interpretación y adaptación del Concilio a nuestras latitudes, se unió otro de gran calado teológico y pastoral, como es el de la liberación. La toma de conciencia de la situación que se vivía en esos momentos “provoca en amplios sectores de la población latinoamericana… aspiraciones de liberación” (Doc. 10, 2). Este deseo se verifica también en otros párrafos de varios documentos (Doc. 1,4; 4,9; 12,2, etc.) y se señala su dimensión teológica en diversos lugares y sentidos, como cuando se afirma que “la obra divina es una acción de liberación integral y de promoción del hombre en todas sus dimensiones…” (Doc. 1,4). Las múltiples alusiones a las exigencias de la liberación, de honda raigambre evangélica, desembocarían poco después de terminar Medellín, en 1970, en la formulación de la teología de la liberación (Gustavo Gutiérrez). Esta reflexión, nacida en la América Latina y también extendida luego a otros rincones de la Iglesia universal, con diversas formulaciones en el correr de los tiempos, sigue manteniendo viva la conciencia de que Jesús de Nazaret vino fundamentalmente a anunciar el Reino liberador desde los pobres de la tierra (ver, por ejemplo, Mt 11,5; Lc 4,16).
Las tres dimensiones —opción por los pobres, comunidades eclesiales de base y liberación— enmarcaron el caminar de la Iglesia en la América Latina a partir de Medellín. Las tres se articulan íntimamente entre sí, se exigen mutuamente. La toma de conciencia de esta riqueza provocó en los primeros momentos un gran entusiasmo en buena parte de los sectores eclesiales, sobre todo en los pobres con espíritu. Era un entusiasmo semejante al de Jesús cuando “se regocijó en el Espíritu, y dijo: Yo te alabo, oh Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque escondiste estas cosas de los sabios y entendidos, y las has revelado a los niños” (Lc 10,21).
La historicidad en clave teológica
Se insiste en la historicidad de la Iglesia y sus acontecimientos. Todo es kairós (Rm 8,8-29). El Concilio y Medellín fueron un kairós en el caminar hacia el Reino. Por eso es importante recordar aquí la lúcida reflexión de Pironio en su ponencia de Medellín, sobre la interpretación cristiana de los signos de los tiempos:
Todo momento histórico, a partir de la Encarnación de Cristo, es momento de salvación. Porque la salvación —en germen ya desde los comienzos del mundo y admirablemente preparada en la alianza con el Israel de Dios— irrumpe radical y definitivamente “en los últimos tiempos”… Pero hay “momentos” especiales en la historia que van marcados con el sello providencial de la salvación. Este “hoy de América Latina” es uno de ellos.
Cuando el hombre toma conciencia de la profundidad de su miseria —individual y colectiva, física y espiritual— se va despertando en él hambre y sed de justicia verdadera que lo prepara a la bienaventuranza de los que han de ser saciados, y se va creando en su interior una capacidad muy honda de ser salvado por el Señor… por eso —si bien él “día de la salvación” es todo el tiempo actual de la Iglesia que va desde la Ascensión hasta la Parusía— este hoy de América Latina señala verdaderamente “el tiempo aceptable, el día de la salvación” (2 Cor 6,2)
Estas palabras de Pironio siguen teniendo plena vigencia hoy para la comprensión de lo que significaron el Concilio Vaticano y Medellín, el pequeño Concilio. Pero, ¿qué sucedió luego y nos preocupa hoy? Hoy también es kairós.
Mirando atrás sin ira
Poco a poco se apagaron los entusiasmos de la década del sesenta y de Medellín en concreto. Como se olvidaron también las grandes y exigentes llamadas del Concilio. Se pasó de los tiempos del éxodo (cuando se sabía de dónde se partía y cuál era meta, así como las motivaciones para caminar) a tiempos de exilio, con un dolor y una incertidumbre semejantes a los del pueblo judío en Babilonia.
A fines de la década del sesenta se produjeron las revueltas estudiantiles en París, Berkeley y otras universidades, europeas y estadounidenses. “Prohibido prohibir” y “la imaginación al poder” fueron algunos de los gritos que conmovieron el panorama de la cultura occidental, principalmente, y que removieron otros ámbitos de la convivencia social. Por aquellas fechas, un joven teólogo alemán, de cuarentidós años, perito conciliar poco antes, Josef Ratzinger, pronunciaba en una entrevista radial palabras que cobran hoy valor de profecía y que vale la pena recordar en estos momentos:
Después de las actuales crisis, la Iglesia que surgirá mañana tendrá que ser despojada de muchas cosas que ahora todavía mantiene. Será una Iglesia mucho más pequeña. Y tendrá que recomenzar como lo hizo en sus principios. Ya no tendrá condiciones para llenar los edificios que han sido construidos en sus periodos de gran esplendor.
Con un número mucho menor de seguidores, perderá muchos de los privilegios que ha acumulado en la sociedad. Al contrario de lo que viene aconteciendo hasta el presente momento, surgirá mucho más como una comunidad de libre opción… Siendo entonces una Iglesia menor, va a exigir mayor participación y creatividad de cada uno de sus miembros.
Ciertamente aprobará formas nuevas de ministerios; convocará al presbiterado a cristianos probados que ejercen simultáneamente otras profesiones… Todo eso va a tornarla más pobre; será una Iglesia de gente común. Claro está que todo eso no va acontecer de un momento para otro. Va a ser un proceso lento y doloroso.2
Volviendo a la América Latina, hay que reseñar que en noviembre de 1973 cambió la cúpula del CELAM, en la reunión de Sucre (Bolivia), y cambió también su orientación profética. Se pretendió enseguida celebrar una nueva conferencia general para celebrar los diez años de Medellín… y corregir sus planteamientos. Tales fueron la primeras orientaciones en la preparación de la que sería la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano a celebrarse en Puebla de los Angeles, México (1978, pero pospuesta para 1979 por el fallecimiento del Papa Pablo VI). Afortunadamente Dom A. Lorscheider, presidente entonces del CELAM, tomó lúcida conciencia de la situación y cambió el rumbo de los acontecimientos. Puebla, contrariamente a las iniciativas del Secretariado General del CELAM, reafirmó Medellín.
Con todo, el contexto político, económico, social y cultural que rodeaba la vida de los pueblos latinoamericanos en la década del setenta se iba volviendo opaco y complejo. Ya Rockefeller, vicepresidente de los Estados Unidos, había visitado varias naciones de nuestra área después de Medellín, y se había entrevistado con personas claves de nuestras iglesias. Posteriormente había formulado un informe en el que precavía a su gobierno contra los peligros de un catolicismo ingenuamente orientado hacia ideas y comportamientos pastorales poco favorables a los intereses de los vecinos del Norte.
En esta perspectiva sociológica, se llegaría a la década perdida y a la aparición de la obra de un profesor de Harvard, Francis Fukuyama, El último hombre y el fin de la historia. En ella se pregonaba que habíamos llegado a los límites históricos a los que la humanidad podía y debía llegar: era inútil —e imposible— buscar otras alternativas. La caída del muro de Berlín confirmaba sus suposiciones históricas. Con todo, la obra no tuvo el eco ni la influencia que algunos vaticinaban y deseaban. Todo, en fin, ayudó a crear un clima de confusión en la entrada del Tercer Milenio.
Y todo influyó también en la marcha histórica de la Iglesia, incluida la latinoamericana y caribeña. Aparecieron un centralismo y un clericalismo crecientes (el eclesiocentrismo del que hablara Karl Rahner); vinieron las sospechas —y hasta las prohibiciones— sobre las co-munidades eclesiales de base, tildadas de fomentar una “iglesia popular” o una “iglesia paralela”; arreció la vigilancia sobre la vida religiosa o sobre la teología de la liberación (castigo a Leonardo Boff); se trató de debilitar el compromiso de la opción por los pobres, de varias y su
tiles maneras; y hasta se ignoró desde diferentes posturas el valor martirial de la vida y la muerte de Oscar Romero, Gerardi, Angellelli y tantos otros mártires, religiosos y religiosas, laicos y laicas, campesinos…
Falta diálogo. La jerarquía, en muchos lugares e instancias, aparece distante, por no decir distinta, de los intereses del Pueblo de Dios. Resurgen ideas y comportamientos propios de los tiempos preconciliares, muy ajenos a los planteamientos del Vaticano II y Medellín. Aparecen la desorientación y “el cansancio de los buenos”. Algunos hablan de tiempos de invernadero, otros de semillas creciendo hacia dentro… En lo que todos coinciden es en que la Iglesia está en crisis.
En medio de esa crisis, cuando nos preguntamos hacia dónde camina hoy la Iglesia, no podemos desoír el grito de Pablo que nos recuerda que todo sirve al bien de los que aman a Dios y que nada nos podrá separar del amor de Cristo, es decir del amor que El nos tiene (Rm 8).
No faltan voces proféticas
Algunos, como Roger Lenaers, insisten en que “otro cristianismo es posible”. Otros señalan tres desafíos fundamentales que enfrenta hoy la Iglesia: actualizar la expresión de la fe, reformar sus estructuras (ineludible), todas, y reubicarse en la sociedad nueva que nos toca vivir (Martín Velasco), pasados ya los tiempos de cristiandad, adentrándonos en tiempos de poscristianismo. En todo caso, no se precisaría un III Concilio Vaticano (Martini), sino poner en práctica el II… ¿enterrado?
Como tampoco es necesario repetir Medellín, sino recrearlo en el nuevo contexto histórico que nos toca vivir. Esa ha sido en buena medida la intención de Aparecida, la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe (13 al 31 de mayo del 2007). Aun reconociendo debilidades y omisiones, no se puede ignorar que el espíritu de Medellín está presente en las conclusiones de Aparecida, comenzando por el método (DA 19), olvidado en la Conferencia de Santo Domingo (1992). En estos momentos, Aparecida es el instrumento válido a nuestro servicio para buscar el Reino de Dios, la pasión de Jesús y nuestra tarea de hoy.
Pues bien, en Aparecida se nos dice proféticamente que “Nuestra mayor amenaza es el ‘gris pragmatismo de la vida cotidiana de la Iglesia en el cual aparentemente todo procede con normalidad, pero en realidad, la fe se va desgastando y degenerando’” (DA 12).
Palabras tan fuertes provienen del cardenal Ratzinger, cuando en 1996 participó en Guadalajara, México, en un encuentro latinoamericano de responsables de las comisiones episcopales para la doctrina de la fe. Sin duda que planteamientos tan cuestionantes tienen que ver también con la situación de la Iglesia universal tras el olvido del Vaticano II.
En el mismo numeral de Aparecida se nos ofrece la otra cara de esta dolorosa realidad:
A todos nos toca recomenzar desde Cristo, reconociendo que “no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva” (DA 12).
Son, de nuevo, palabras de Benedicto XVI en el primer numeral de su primera Encíclica (Deus Caritas Est 1, 2007). El mismo teólogo diagnostica el mal y da pistas para su superación.
Nuestros pastores, finalmente, hacen un cálido llamado ante la exigente situación que vive la Iglesia tras el olvido, una vez más, del Concilio y de Medellín:
La Iglesia necesita una fuerte conmoción que le impida instalarse en la comodidad, el estancamiento y en la tibieza, al margen del sufrimiento de los pobres del Continente. Necesitamos que cada comunidad cristiana se convierta en un poderoso centro de irradiación de la vida en Cristo. Esperamos un nuevo Pentecostés que nos libre de la fatiga, la desilusión, la acomodación al ambiente; una venida del Espíritu que renueve nuestra alegría y nuestra esperanza (DA 362).
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Notas
1 Para los elementos históricos he tenido fundamentalmente en cuenta la obra minuciosa y exhaustiva de Silvia Scatena: In populo pauperum. La Chiesa Latinoamericana dal Concilio a Medellín (1962-1959), Ed. Il Mulino, 2007, 545 pp. También me he servido de mi pequeño estudio Iglesia para el Reino de Dios. En torno a Aparecida, PPC, Madrid 2007.
2 Estas palabras proféticas fueron publicadas por el New York Times, con la colaboración de CNN, en la última semana de mayo del 2010.