El artículo de Samuel Huntington “El choque de las civilizaciones”, que apareció en el verano de 1993, abordaba como asunto las relaciones exteriores y de inmediato atrajo una sorprendente cuota de atención y reacción. Como tenía el interés de brindar a los norteamericanos una tesis original sobre “una nueva fase en la política internacional después del fin de la Guerra Fría”, los términos del autor en su argumento parecían obligadamente grandes, atrevidos e incluso visionarios. Con mucha claridad, puso sus ojos en los rivales de los encargados de hacer las políticas –los teóricos como Francis Fukuyama y sus ideas sobre “el fin de la historia”, así como las legiones que habían celebrado el comienzo del globalismo, el tribalismo y la disipación del Estado. Pero ellos, admitía Huntington, habían comprendido sólo algunos aspectos de este nuevo período. En su texto estuvo a punto de anunciar “un aspecto crucial, en realidad central” de lo que la “política global probablemente sea en los años venideros”. Sin vacilar, enfatizaba:
Es mi hipótesis que la fuente principal de conflicto en este mundo nuevo no será, fundamentalmente, ni ideológica ni económica. Las grandes divisiones entre los seres humanos y la fuente dominante de conflicto serán culturales. Las naciones seguirán siendo los actores más poderosos en los asuntos internacionales, pero los principales conflictos de la política global tendrán lugar entre naciones y grupos de diferentes civilizaciones. El choque de las civilizaciones dominará la política mundial. Las líneas de errores entre las civilizaciones serán las líneas de batalla del futuro.
La mayor parte del debate en las páginas subsiguientes se basaba en una vaga noción de algo a lo que Huntington llamó “identidad de civilización” y “las interacciones entre siete u ocho grandes civilizaciones”, extendiéndose en consideraciones en torno al conflicto entre dos de ellas, el Islam y el llamado “Oeste”. Para este tipo de reflexión beligerante, se apoyaba especialmente en el artículo de 1990 del veterano orientalista Bernard Lewis, cuyos colores ideológicos se expresan en su título: “Las raíces de la rabia musulmana”. En ambos textos, la personificación de esas entidades enormes llamadas “el Oeste” y “el Islam” se afirma implacablemente, como si asuntos tan complicados como la identidad y la cultura existieran en un mundo de dibujos animados donde Popeye y Pluto se golpearan uno al otro, con un pugilista siempre virtuoso encimando su puño sobre su adversario. Seguramente, ni Huntington ni Lewis tienen mucho tiempo disponible para abordar las dinámicas internas y las pluralidades de cada civilización; ni para asumir el hecho de que la principal competencia en las culturas más modernas tenga que ver con la definición o interpretación de cada cultura; ni interés en referirse a la poca atractiva posibilidad de que gran parte de la demagogia y la completa ignorancia se involucran al intentar hablar a nombre de toda una religión o civilización. No, para ellos el Oeste es el Oeste y el Islam, el Islam.
El desafío para los encargados de hacer la política occidental, dice Huntington, es garantizar que se fortalezca el Oeste rechazando a todos los demás, fundamentalmente al Islam. Aún más inquietante es la seguridad de Huntington de que su punto de vista –que consiste en analizar el mundo entero desde una posición fuera de todas las ataduras y fidelidades escondidas– es el correcto, como si todos estuvieran buscando por doquier las respuestas que él ya ha encontrado.
En realidad, Huntington es un ideólogo, alguien que quiere que las “civilizaciones” y las “identidades” sean lo que no son: entidades cerradas y selladas que han sido purgadas de una miríada de corrientes y contracorrientes capaces de animar la historia humana y de permitir, con el decursar de los siglos, que esa historia no sólo contenga guerras de religión y conquista imperial sino, además, intercambio, interfertilización y simbiosis. Esta historia mucho menos visible se ignora en el apuro por destacar la guerra ridículamente comprimida y limitada que “el choque de las civilizaciones” esgrime como la realidad.
Cuando publicó su libro homónimo, en 1996, Huntington trató de darle a su argumento un poquito más de sutileza y muchas más notas al pie. Lo que logró, sin embargo, fue confundirse a sí mismo y demostrar el tipo de escritor torpe y de pensador no elegante que era. El paradigma básico del Oeste contra el resto –la oposición reformulada de la Guerra Fría– se mantuvo intacto, y es esto lo que ha persistido, a menudo insidiosa e implícitamente, en los debates desde los terribles acontecimientos del 11 de septiembre de 2001. El horrendo ataque suicida y la matanza masiva, patológicamente motivados y cuidadosamente planificados por un pequeño grupo de militantes trastornados, se han convertido en una prueba de la tesis de Huntington. En lugar de verlo como lo que es –la puesta en práctica de “grandes ideas” (uso los términos con libertad) por una minúscula banda de fanáticos alocados con propósitos criminales–, las luminarias internacionales desde el ex primer ministro pakistaní Benazir Bhutto, hasta el primer ministro italiano Silvio Berlusconi, han pontificado sobre los problemas del Islam y, en el caso del último, se han usado las ideas de Huntington para vociferar sobre la superioridad del Oeste, en el sentido de que “nosotros” tenemos a Mozart y a Michelangelo y “ellos” no. Berlusconi, con posterioridad, ha ofrecido una disculpa “mediosentida” por su insulto al Islam.
Pero, ¿por qué no considerar, en su lugar, la existencia de posibles comparaciones –admitiendo que son menos espectaculares en su carácter destructivo– entre Osama bin Laden y sus seguidores en culto –como la secta de los Branch Davidians–, o los discípulos del reverendo Jim Jones en Guyana, o el japonés Aum Shinrikyo? Incluso el normalmente sobrio semanario británico The Economist, en su número de septiembre último, no puede resistir realizar una vasta generalización, alabando extravagantemente a Huntington por sus “crueles y devastadoras, pero de todos modos precisas” observaciones sobre el Islam. El diario USA Today dijo, con solemnidad no aparente, que Huntington escribe: “mil de millones aproximadamente de musulmanes del mundo están ‘convencidos de la superioridad de su cultura y obcecados con la inferioridad de su poder’.” ¿Él contó a cien indonesios, doscientos marroquíes, quinientos egipcios y cincuenta bosnios? Incluso, si lo hizo, ¿qué tipo de muestra es esa?
Han sido innumerables los editoriales en cada periódico y revista norteamericana y europea que han agregado a la nota tal vocabulario desmesurado y apocalíptico, diseñado simplemente no para edificar sino para inflamar la pasión indignada del lector como miembro del Oeste, e inclinarlo hacia lo que “necesitamos hacer”.
La retórica de Churchill ha sido utilizada de modo inapropiado por autonominados combatientes de la guerra del Oeste, y, en especial, de la guerra de los Estados Unidos contra quienes “los odian y los destruyen”, discurso que presta escasa atención a fenómenos más complejos cuyos elementos, desafiando tal reducción y desconociendo fronteras, no pueden ser encasillados en un territorio u otro de los supuestamente inviolables campos armados divididos. Este es el problema con las etiquetas no edificantes como Islam y Oeste: desorientan y confunden la mente de quienes tratan de hallar sentido en una realidad desordenada que no podrá ser encasillada o atada tan fácilmente.
Recuerdo haber interrumpido a un hombre, quien, después de una conferencia que yo había dado en una universidad del West Bank, en 1994, se levantó de la audiencia y comenzó a atacar mis ideas como “occidentales”, contrarias a las estrictas islámicas que él defendía. “¿Por qué estás usando un traje y una corbata?”, fue la primera réplica que me vino a la mente. “Son occidentales también”. Se sentó con una sonrisa apenada en su rostro. Recordé el incidente cuando comenzó a llegar información sobre los terroristas del 11 de septiembre: ellos dominaban todos los detalles de las técnicas requeridas para infligir su mal homicida sobre el World Trade Center, el Pentágono y las naves aéreas que secuestraron. ¿Dónde puede uno trazar la línea entre la tecnología “occidental” y, como declarara Berlusconi, la inhabilidad del Islam de ser parte de la “modernidad”? Uno no puede hacer eso fácilmente, por supuesto. En definitiva, las etiquetas, las generalizaciones y las afirmaciones culturales absolutas son inadecuadas.
En algún nivel, por ejemplo, las pasiones primitivas y el conocimiento práctico convergen falsificados en modos que refieren una frontera fortificada no solamente entre el Oeste y el Islam, sino también entre el pasado y el presente, nosotros y ellos, por no mencionar los mismos conceptos de identidad y nacionalidad sobre los cuales existe un debate y desacuerdo sinfin. Una decisión unilateral hecha para trazar líneas en la arena, para asumir cruzadas, para oponer su mal a nuestro bien, para extirpar el terrorismo y, en el vocabulario nihilista de Paul Wolfowitz, para terminar completamente con las naciones, no hace ver más fácil a las supuestas entidades; más bien, habla de cuánto más simple es hacer declaraciones belicosas con el propósito de movilizar las pasiones colectivas que reflexionar, examinar, discriminar lo que estamos tratando en la realidad: la interconexión de innumerables vidas, “las nuestras” y “las suyas”.
En una destacada serie de tres artículos publicada entre enero y marzo de 1999 en el Dawn, el semanario más respetado de Pakistán, y escribiendo para una audiencia musulmana, el ya fallecido Eqbal Ahmad analizó lo que denominó “las raíces del derecho religioso” a partir de la ruda descripción de las mutilaciones del Islam por parte de absolutistas y tiranos fanáticos cuya obsesión por regular la actitud personal ha promovido “un orden islámico reducido a un código penal, desprovisto de estética, humanismo, búsquedas intelectuales y devoción espiritual”. Y esto, a juicio del autor, “implica una afirmación absoluta de un aspecto de la religión, generalmente descontextualizado, y la no consideración de otro. El fenómeno distorsiona la religión, envilece la tradición y tuerce el proceso político donde quiera que se despliega”. Como un ejemplo oportuno de este envilecimiento, Ahmad procede, primero, a presentar un significado pluralista, complejo y rico de la palabra jihad. Continúa mostrando que a partir de la actual restricción inauténtica de la palabra, en la guerra indiscriminada contra supuestos enemigos es imposible “reconocer la religión, la sociedad, la cultura, la historia ni la política islámicas, como la han vivido y la han experimentado los musulmanes a través de los años”. “Los islámicos modernos –concluye Ahmad– están preocupados por el poder, no por el alma; por la movilización de las personas para propósitos políticos y no por compartir y aliviar sus sufrimientos y aspiraciones. Su agenda política es muy limitada y ceñida al tiempo”.
Lo que ha empeorado las cosas es que distorsiones similares y el celo desmedido ocurren en los universos del discurso judío y cristiano. Fue Conrad, más poderosamente que lo que cualquiera de sus lectores al final del siglo XIX pudo haber imaginado, quien comprendió que las distinciones entre el Londres civilizado y “el corazón de la oscuridad” rápidamente se derrumban en situaciones extremas, y que las alturas de la civilización europea pudieran caer al instante ante las prácticas más bárbaras, sin preparación ni transición. Fue además Conrad, en The Secret Agent (1907), quien describió la afinidad del terrorismo con abstracciones como “ciencia pura” –y, por consiguiente, con “el Islam” o “el Oeste”–, así como la degradación moral del terrorista.
Porque hay lazos más íntimos entre civilizaciones aparentemente beligerantes que lo que a muchos de nosotros nos gustaría creer; tanto Freud como Nietzsche mostraron cómo el tráfico a través de fronteras cuidadosamente mantenidas, incluso las policíacas, se mueve con una facilidad a menudo aterradora. Pero, entonces, tales ideas fluidas, llenas de ambigüedad y escepticismo, sobre nociones a las cuales nos aferramos, muy pocas veces nos brindan las orientaciones prácticas y adecuadas para situaciones como la que enfrentamos ahora. De ahí que existan las órdenes de batalla más alentadoras –una cruzada, el bien contra el mal, la libertad contra el miedo, etc.– extraídas de la oposición alegada por Huntington entre el Islam y el Oeste, y de la cual el discurso oficial obtuvo el vocabulario empleado en los primeros días después de los ataques del 11 de septiembre. Desde entonces se ha producido una atenuación de ese tipo de enfoque, pero a juzgar por la cantidad estable de discurso y acciones de odio, más los informes de los esfuerzos por la administración de la ley dirigidos contra árabes, musulmanes e hindúes, en los Estados Unidos se mantiene el paradigma.
Otra razón más para su persistencia es la presencia aumentada de los musulmanes en Europa y Norteamérica. Piensen en las poblaciones de Francia, Italia, Alemania, España, Inglaterra, los Estados Unidos e incluso Suecia y deberán admitir que el Islam no está ya sólo en los bordes del Oeste, sino en su propio centro. Pero ¿qué es lo que resulta tan amenazador en esa presencia? Sepultados en las culturas colectivas están los recuerdos de las primeras conquistas árabe-islámicas, que comenzaron en el siglo VII y las que –como escribió el célebre historiador belga Henri Pirenne en su trascendental libro Mohammed y Carlomagno (1939)– destrozaron una vez y para siempre la antigua unidad del Mediterráneo, destruyeron la síntesis cristiano-romana y trajeron consigo una nueva civilización dominada por las potencias del norte, la Alemania y la Francia carolingias, cuya misión –parecía estar diciendo– era reanudar la defensa del Oeste contra sus enemigos culturales históricos. Lo que olvidó Pirenne, por suerte, es que en la creación de esta nueva línea de defensa, el Oeste se aprovechó del humanismo, la ciencia, la filosofía, la sociología y la historiografía del Islam, que ya se había interpuesto entre el mundo de Carlomagno y la antigüedad clásica. El Islam está dentro desde el principio, como incluso Dante –gran enemigo de Mohammed– tuvo que admitir cuando ubicó al Profeta en el mismo corazón de su Infierno.
Habría que agregar el persistente legado del propio monoteísmo, las religiones abrahameses, como muy acertadamente las llamó Louis Massignon. Comenzando por el judaísmo y el cristianismo, cada una es una sucesora perseguida por lo que lo antecedió; para los musulmanes, el Islam cumple y termina la línea de la profecía. Todavía no hay una historia decente ni una desmitificación de la competencia multifacética entre estos tres grupos de seguidores –ninguno de los cuales es, en lo absoluto, un campo monolítico unificado– de los más celosos de todos los dioses, aunque la convergencia moderna sangrienta sobre Palestina provea un rico ejemplo secular de lo que ha sido tan trágicamente irreconciliable en ellos. No nos sorprende, entonces, que los musulmanes y los cristianos se presten a hablar de cruzadas y jihads, ambos ignorando la presencia judaica a menudo con sublime despreocupación. Tal agenda, dice Eqbal Ahmad, es “muy alentadora para los hombres y las mujeres que están abandonados en el medio del vado, entre las aguas profundas de la tradición y la modernidad”. Pero estamos nadando en esas aguas, los occidentales, los musulmanes y otros por el estilo. Y como las aguas son parte del océano de la historia, tratar de separarlas o de dividirlas resulta fútil.
Vivimos en una época tensa, pero es mejor pensar en términos de comunidades poderosas o sin poder, política secular de razón e ignorancia, y principios universales de justicia e injusticia, que perderse en la búsqueda de vastas abstracciones que puedan traer satisfacción momentánea pero muy poco autoconocimiento o análisis informado. La tesis de “el choque de las civilizaciones” es un truco como el de “la guerra de los mundos”, más útil para reforzar el auto-orgullo defensivo que para la comprensión crítica de la desconcertante interdependencia inherente a nuestros tiempos.
Traducción: Alberto González Rivero.