El llamado del medio ambientea las cosmovisiones religiosas

Idalberto Carbonell

_La revolución sólo será verdaderamente ecológica
si es macroecuménica en el sentido de estructurarse
en el respeto a todas las tradiciones espirituales,
de estimular a que ellas se encuentren y actúen juntas
por la paz, la justicia y la defensa de la naturaleza.
Marcelo Barros_

_¿Cuál es la teología de la vida que no solamente
satisfaga nuestras exigencias actuales, sino que también
tome en cuenta las necesidades de la naturaleza
y los derechos de las generaciones venideras?
Geiko Müeller-Fahrenholz_

Conocer la realidad medioambiental que vive la humanidad en pleno siglo XXI es común para gran parte de los cubanos, pues diariamente hay muchas informaciones al respecto, tanto nacionales como internacionales. Se reciben noticias de alarmantes eventos climáticos, pérdida de biodiversidad a ritmos que asustan, agotamiento de los recursos naturales, catástrofes de todo tipo, para mencionar sólo el entorno físico. Además, la incertidumbre se hace presente en hombres y mujeres condenados a vivir en las redes de la pobreza, las enfermedades, las guerras, las migraciones del desespero, la manipulación mediática, la ilusión de la democracia y tantos otros factores que configuran el planeta en que vivimos.
Las religiones han estado y están en la vida de los pueblos: de ello tenemos pruebas históricas y actuales. Llevamos miles de años abriendo caminos y desandándolos en la construcción de lo que con orgullo llamamos civilización planetaria, de la que creemos ser amos y señores, con todos los derechos y nada de deberes. Este recorrido histórico de desarrollo material ha estado acompañado por fuerzas, ideas, utopías que surgen del ser humano —esa extraordinaria criatura capaz de pensar, aprender, comunicarse, trabajar y soñar— que han dado sentido y futuro al esfuerzo creador de nuestra especie, del fuego a los ordenadores electrónicos, de la rueda al avión, de la esclavitud a la libertad, de las pinturas rupestres al cine, de Platón a Confucio a Martin Luther King, de la aldea a la megápolis, y así hasta el infinito en todas las dimensiones de la realidad. Ello significa que al identificar el curso de la corriente cultural que nos sostiene debemos entender que el río es uno y desemboca en el mar. La cultura nos forma, y a la vez la transformamos continuamente, para bien o para mal, en ocasiones en carreras de velocidad, otras a marchas forzadas e incluso a saltos. Podemos convenir con José María Vigil en que,

La identidad cultural incluye, en principio, la identidad religiosa. Hasta hoy día —y todavía hoy día en la mayor parte de los casos—, toda cultura es, normalmente, cultura religiosa. En el siglo pasado la población del mundo se multiplicó por 3,74, casi se cuadruplicó, pero el sector de población de los “no creyentes” pasó del 0,2% en 1900 al 12,7% de la población mundial en el año 2000: un factor de multiplicación de más de 63 veces. Fue, en efecto, el grupo “religioso” que más creció. No obstante, hoy por hoy, casi el 90% de la población mundial está encuadrada en alguna de las grandes religiones mundiales, y las personas se definen a sí mismas como personas con identidad cultural religiosa.1

Y con él advertimos que si las religiones ocupan su lugar se obligan a una integralidad ética incómoda, porque se obligan a escuchar no sólo los reclamos de la comunidad humana, sino también de la naturaleza, a pensar con interdependencia y a actuar por un perfecto equilibrio de la vida.
Este es quizás el punto crítico, pues en nuestras religiones, y aun por fuera de ellas, tenemos espiritualidades divergentes que influyen de manera duradera en nuestro compromiso ético y que, lamentablemente, se mueven hacia conductas descontextualizadas al distorsionar las relaciones de los actores del escenario cósmico cambiando las reglas que rigen su presencia. ¿De qué modelo ético hablamos cuando los seres humanos aceptamos desde nuestras religiones una intervención que agrede, maltrata o destruye la creación? Es difícil entender esta lógica de exterminio que aplica la familia humana al sostén de la vida, y que muchas veces aprobamos y otras hasta defendemos. Nuestra casa común es una y es deber de las religiones afirmar que todos sus habitantes, es decir, los seres humanos, los animales, las plantas, el agua y las montañas formamos una estructura interdependiente, y que la tierra y sus bienes nunca pueden pertenecer a una persona o a un grupo de personas. De ahí emana una comprensión del trabajo esencialmente dirigida por la idea de la administración y la conservación de equilibrios.
Hablar de la privatización de bienes cósmicos como el aire, el agua, la tierra, el tiempo y el saber ya no es un problema individual ni nacional, sino síntoma de la irracionalidad del “progreso”, porque definitivamente afecta al bienestar de la humanidad y, más aún, su propia supervivencia. Es evidente que este “progreso”, y especialmente su versión cristiana occidental, nos está matando, pues a más civilización y técnica más se pierde el sentido elemental de los límites en lo que toca a los ingredientes del caldo de la vida. Pero lo más grave es su materialización en la subjetividad humana, que alcanza incluso las regiones de la espiritualidad que se manifiestan en las diferentes formulaciones religiosas que nos han acompañado históricamente en la aventura diaria de vivir juntos.
Aparte de los discursos teológicos formales de los sistemas religiosos y la escasa expresión profética de los mismos en el plano práctico, debemos reconocer que las culturas religiosas de sustrato africano y las autóctonas de América son las que con más relevancia apuntan a ese concepto de integralidad perdida tan necesaria. Las prioridades de la teología india americana, por ejemplo, muestran una relación íntima con la naturaleza y con los fenómenos de la vida y de la muerte, y sus prioridades son la lucha por la tierra, considerada santa, y la conservación de la naturaleza. Algo parecido vemos en las religiones africanas, en las que, según Dilma de Melo Silva, “Los procesos de socialización y de reproducción del orden social se construyen en términos de las relaciones de los seres humanos entre sí, con la naturaleza y con lo sagrado, y reflejan una visión del mundo experimentada por todos. No existe el deseo de dominar la naturaleza, porque la relación con esta siempre es sagrada. No se controla la naturaleza, se vive en perfecto equilibrio con ella”.2 Ello nos habla de la enorme riqueza que podemos encontrar en las diferentes cosmovisiones con respecto al medio ambiente y su crisis actual y quizás terminal, independientemente de sus categorías teológicas, filosóficas y promocionales.
Se trata de enfrentarnos a la disyuntiva abierta ya desde hace cientos de años por una única opción de desarrollo que seduce a la humanidad y que se levanta no con la naturaleza sino contra ella. Sería necesario marcar el recorrido que nos ha traído al punto actual de destrucción,miseria y amenaza, pero no es nuestro propósito historiar, pues hay suficiente información disponible, sino enfocarnos en las encrucijadas culturales que han convertido nuestras espiritualidades en soporte y justificación de las atrocidades que sostiene el modelo de civilización. No veo otra alternativa que motivarnos y trabajar fuerte, a veces a contracorriente y con renuncias, en el tema ecológico, que todavía no abordamos en toda su dimensión en nuestras comunidades religiosas. Hay que pasar del naturalismo, el paisaje, el folklore y la lástima a un profundo estudio de causas y efectos para provocar el cambio, que es esencialmente de conciencia. El oficio nos toca a nosotros, independientemente del credo, de ser o no ser practicantes de alguna religión: se trata de una tarea humana, pensante, sabia y compasiva, capaz de revelar misterios, destruir entuertos, denunciar maldades y calificar las líneas correctas del comportamiento de la sociedad en que vivimos y la que ya vislumbramos cercana.
Diferentes sectores de la sociedad en todo el mundo han empezado a atender las señales de peligro que nos llegan del medio ambiente y comprenden que las respuestas se hacen cada vez más complejas, tanto técnica como financieramente. Las circunstancias de nuestro hábitat natural no dejan margen a las dudas. Hay que actuar y pronto. Esto no lo niega ya casi nadie, pero los intereses económicos establecen barreras difíciles de romper para lograr consensos políticos reales en el expediente medioambiental del planeta. Después de la reunión sobre cambio climático celebrada en diciembre del 2009 en Copenhague, que había despertado esperanzas, ya se sabe que no habrá compromisos cuantitativos sobre la reducción de gases de efecto invernadero por parte de los países desarrollados, que son emisores del 82% de los mismos. El sector humano más vulnerable, unos mil millones de personas, sigue pasando hambre y no dispone de agua dulce suficiente; las enfermedades se llaman pandemias y los tambores de la guerra redoblan cada vez más fuertes. Las religiones danzan a este ritmo. Son parte de esta cultura y se saben portadores de varios mensajes de diferentes signos.
Transitemos este horizonte de retos y esperanzas. En la humildad que le compete, la espiritualidad humana debe ser llamada al combate por la vida. Somos portadores de saberes, experiencias, principios y visiones que apuestan por un mundo mejor y más humano. Joaquín García Roca escribe muy certeramente en la Agenda Latinoamericana 2009: “Hay una conciencia política y religiosa que permite imaginar que otro mundo mejor es posible como horizonte moral y sociopolítico de la humanidad. Es un proceso que universaliza la dignidad humana, la vida participada, la justicia en paz, el desarrollo sostenible”. Y más adelante: “La interdependencia se podrá construir sobre el miedo o sobre la solidaridad, sobre el choque de civilizaciones o sobre el diálogo civilizatorio de la familia humana, con su diversidad de culturas y religiones”.
Los intentos humanos por alcanzar el otro mundo —que se manifiestan de diversas maneras en las cosmovisiones con sus doctrinas y prácticas religiosas particulares, todas respetables y honestas— nos dan una anticipación de lo que ha de ser el bregar de hombres y mujeres en el tiempo planetario que les toca vivir. Es como aprender a viajar con dos ciudadanías, una de pasaporte y la otra de conciencia y fe. Reflexionar sobre ese doble papel es nuestra responsabilidad religiosa, y asumirla representa el salto que nos levantará de los egoísmos, las hipocresías y las divisiones. Es urgente que nos rencontremos con la creación/medio ambiente/naturaleza/entorno, siempre y cuando lo hagamos desde nuestra espiritualidad de vida abundante. El escritor Alfredo Gonzálvez lo expresa así: “La sinergia con la naturaleza —mineral, vegetal y animal— es una de las fuentes más universales y ecuménicas para nuestro caminar personal y colectivo. El concepto de biodiversidad emerge hoy con fuerza, cargado de un sentido espiritual, cósmico y místico”.3
Lo primero sería validar cada identidad, y ello significa diálogo y respeto. Creo que no hay otro camino. Frecuentemente hemos oído hablar de la idea de que lo que amenaza la paz mundial, el planeta, la vida, no es un choque de civilizaciones, sino un choque de fundamentalismos. Y aquí debemos hacer un alto estratégico y preguntarnos cuánto, dónde, cómo somos parte de los fundamentalismos, y en la respuesta empezar a reconstruir nuestra espiritualidad. Por supuesto, no nos referimos a cambiar, cruzarnos de bando o renunciar, sino a escuchar con amor y respeto al otro, comenzar el diálogo fecundo donde lo verdadero prevalece. Paulo Freire lo resume de forma genial cuando expresa: “No hay diálogo si no hay un profundo amor al mundo y a los hombres… No hay, por otro lado, diálogo, si no hay humildad”.4 Esa es la marcha que proponemos, en la que las religiones todos y todas, y el medio ambiente es el centro de nuestra responsabilidad, sin obviar que otras muchas tareas y actividades también nos comprometen y nos esperan, y por supuesto son importantes, porque la vida es diversa y compleja. Aprendamos a escuchar y a compartir ideas con los demás sin poses autoritarias ni de dominio.
En este clima de diálogo y respeto invitamos a tener confianza, porque somos portadores de valores que no son mercancía ni adorno: son intangibles como el aire que respiramos, la risa de un niño, la lágrima ante el dolor o la amistad. A veces no alcanzamos a medir el lugar que ocupan los principios religiosos en nuestras comunidades, y es que aparecen bajo máscaras culturales que los ridiculizan y subestiman, haciéndonos perder el norte de su espiritualidad.
Ser portadores de un mensaje de espiritualidad ante la trampa del desarrollo insostenible significaría darle nuevas dimensiones a la lucha por la vida, en la que muchas personas decentes están involucradas. Aquí deberíamos, en primer lugar, desmitificar los fundamentalismos que nos acompañan a cada uno, y luego construir puentes de solidaridad para proteger la naturaleza contra todas las banderas y dificultades, haciendo santuarios de respeto de los ecosistemas que sostienen la vida, dignificando la sacralidad del cuerpo humano. Son tareas de una competencia especial. No hay armas ni combates, sólo voluntad y humildad. Probablemente haya lastimaduras, pero nada comparable con los objetivos propuestos de contribuir a la continuidad de la vida desde nuestras espiritualidades.
El tema del poder ocupa una posición clave en los fundamentalismos. Básicamente se trata de tener la autoridad para decidir presente y futuro, pues supuestamente se ha recibido la encomienda del Creador para ello, y no importa que los equilibrios y las leyes en que se expresan los ecosistemas sean violentados por intereses nada divinos. Conjuntos de factores manipulan la razón, de manera que las religiones y cualquier otra formación social, política o económica, funcionan reprimiendo la libertad humana e imponiendo estilos de vida, costumbres, maniqueísmos, rechazos de la diferencia, y lo peor, haciendo creer que eso es lo justo.
Las religiones han caído muchas veces en las trampas históricas del poder, pero contamos también con el valor de las religiones en los pueblos, en su depósito de resistencia, en los principios formidables que heredamos, en su presencia profética, en la asignatura de esperanza que las envuelve. No tenemos que avergonzarnos de nuestras religiones, unas reveladas, otras humanas, y todas con niveles decisivos de sincretismo, que nos mantienen en el horizonte de la vida como don supremo de la creación. Analizar cómo ven el medio ambiente algunas religiones universales es el reto que debemos aceptar y del que no saldremos defraudados, porque en la base de nuestras espiritualidades está el respeto amoroso por la naturaleza.
Esta observación nos adentra en la dimensión operativa de las religiones, pues ellas mueven culturas, sociedades, proyectos históricos y anhelos de desarrollo. El escritor latinoamericano Harold Segura nos da estas apreciaciones que comparto:

Las grandes corrientes religiosas movilizan a gran parte de la población mundial, y son la clave en las decisiones diarias de millones de personas y familias. Los valores espirituales son un componente esencial del capital social de una sociedad y al mismo tiempo, un fin en sí mismos. Las religiones contienen principios éticos fundamentales a favor de la paz, de la justicia, de la igualdad de los seres humanos y de la defensa de la naturaleza. Las religiones del mundo tienen un conjunto de valores compartidos —una base de creencias comunes— de los que bien puede brotar la savia de una nueva ética planetaria al servicio del desarrollo integral de los pueblos.5

Aquí estamos nosotros, con nuestro ajiaco de religiones, pero no estamos solos: muchas personas, comunidades y grupos, a lo largo y ancho del planeta, se preocupan por el destino de nuestra casa común y también, en la medida de sus posibilidades, trabajan por revertir el actual proceso de destrucción. Los principales líderes de las llamadas religiones universales se mantienen alertas y hacen declaraciones, convocan reuniones y emprenden proyectos a favor de la Creación. A manera de ejemplo, véanse unas declaraciones recientes del Reporte del Congreso Mundial de la Naturaleza, celebrado en Barcelona:

Los creyentes necesitan de la ciencia, porque sin ella serían incapaces de conocer la catástrofe ecológica que amenaza el planeta. Pero el ecologismo también necesita de la religión, porque sin ella los humanos pueden perder la esperanza de que la salvación de la tierra es posible… Las religiones son necesarias, pero no suficientes… estamos frente a la sexta gran extinción, pero esta vez causada por la humanidad, y la religión debe implicarse… La ciencia, si está sola, lleva al calentamiento global, al armamento nuclear. Y la religión puede ser su brújula espiritual. Pero cuando la religión no cuenta con la racionalidad y el proceso analítico de la ciencia, acaba en el fundamentalismo… Tenemos que dejar de pensar que somos el centro y pasar del antropocentrismo al ecocentrismo.6

Otro informe de la reunión de líderes de las principales religiones monoteístas, celebrada en la sede del Ejecutivo de la Unión Europea se expresó por “Un cambio urgente de mentalidad y hábitos de consumo para impulsar una transición hacia sociedades más respetuosas con el medio ambiente, por la responsabilidad que tenemos hacia las generaciones futuras de nuestro planeta. Lo más importante es cambiar los hábitos y se reclama una estrategia coordinada entre la ciencia, la política, las religiones y los medios de comunicación, por ser la única manera para impulsar a un cambio de hábitos”.
Y muy interesante resulta el mensaje del Pontificio Consejo para el Diálogo Interreligioso de la Iglesia Católica, “Cristianos y budistas: cuidar del planeta tierra”, que, entre otras cuestiones afirma: “La tutela del ambiente, la promoción de un desarrollo sostenible y una atención particular al cambio climático son materia de grave preocupación para todos… El cristianismo y el budismo han promovido siempre un gran respeto por la naturaleza y enseñado que debemos ser administradores gratos de la tierra… Podemos ser portadores de esperanza para un mundo limpio, seguro y armonioso”.7
En este contexto, aspiramos a que nuestras voces se unan al clamor mundial por la supervivencia. Ese clamor nos viene de la naturaleza, de los ecosistemas deteriorados, del agotamiento de los recursos naturales, de la pérdida de la biodiversidad, del calentamiento global…, pero también de las injustas condiciones en que malvive la mayoría de los seres humanos. Amenazas de catástrofes naturales y sociales nos exigen respuestas y acciones a las religiones y a los creyentes sin excepción. Por tanto, la lógica del entendimiento, el acercamiento y el diálogo activo nos resulta imperativa. Abramos las puertas y ventilemos las relaciones para que la religión constituya, en su unidad de fe, también una manifestación de una unidad cultural que sintetice un nuevo modo de vida.
Quiero terminar con unas palabras pronunciadas por el sociólogo y sacerdote belga François Houtart en una conferencia que tituló “Podemos transformar el curso de la historia”:
Se trata de permitirles a todos los saberes —aun los tradicionales—, a todas las filosofías y las culturas, a todas las fuerzas morales y espirituales capaces de promover la ética necesaria, participar en la construcción de alternativas, quebrando así el monopolio de la occidentalización. Entre las religiones, la sabiduría del hinduismo en su relación con la naturaleza, la compasión del budismo en sus relaciones humanas, la búsqueda permanente de la utopía del judaísmo, la sed de justicia de la corriente profética del islamismo, las fuerzas emancipadoras de una teología de la liberación en el cristianismo, el respeto de las fuentes de vida en el concepto de la madre tierra de los pueblos autóctonos de la América Latina, el sentido de solidaridad expresado en las religiones de Africa constituyen las contribuciones potenciales importantes en el marco de una tolerancia mutua garantizada por la imparcialidad de la sociedad política.8

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Notas:

1José María Vigil: “La aportación de la teología del pluralismo religioso”, Reflexión y Diálogo, no. 10, 2007.
2 Dilma de Melo Silva: “La religiosidad en Africa: los bijagó”, Caminos, no. 42, 2008.
3 Alfredo Gonzálvez, “Socialismo con espíritu”, Agenda Latinoamericana 2009.
4 Paulo Freire: “La esencia del diálogo”, Caminos, no. 49, 2008.
5 Harold Segura: “Moral y desarrollo ¿el oficio social de las religiones?”, Signos de Vida, CLAI, no. 51-52, 2009.
6 “Reporte del Congreso Mundial de la Naturaleza en Barcelona”, Nuevo Siglo, CLAI, Quito, diciembre del 2008.
7 Reporte del mensaje del Pontificio Consejo para el Diálogo Interreligioso de la Iglesia Católica: “Cristianos y budistas: cuidar del planeta tierra”, Nuevo Siglo, CLAI, Quito, junio del 2008.
8 François Houtart: “Podemos transformar el curso de la historia”, Caminos, no. 51, 2009.

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