Mis primeras palabras son, como siempre, de agradecimiento a los organizadores de este necesario foro de discu- sión teológica por la invitación que me han hecho a compartir o entrecruzar algunas ideas y percepciones acerca de la teología cubana y, más concretamente, sobre sus aportes y desafíos, como parte de la aquí llamada tercera generación de personas que intentan hacer teología desde Cuba.
Debo comenzar diciendo que el tema no es nuevo. En los últimos tiempos he participado o he escuchado de en-cuentros, talleres o reuniones donde se ha abordado este tema, e incluso se ha cuestionado si en realidad pudiera hablarse de una teología cubana. Sin embargo, lo que hace al tema algo novedoso en esta oportunidad, a mi juicio, es, en primer lugar, el acercamiento al mismo desde varias perspectivas, sobre todo desde el punto de vista generacional. En segundo lugar, habría que mencionar la dinámica que ha ido alcanzando el contexto en el que estamos, nos movemos y somos, o lo que es lo mismo, la cotidianidad más cercana. Nunca será lo mismo hacer referencia al quehacer teológico cubano de hace dos años y al de abril del 2005, sencillamente porque la realidad no es exactamente la misma, ha cambiado, es otra. Por esa razón considero que este no es un encuentro más. Creo que es un momento importante para el diálogo y el desarrollo del pensamiento teológico cubano, y por eso he aceptado la invitación y el reto.
Soy de los que considera que es lícito hablar de un quehacer teológico cubano, si es que por teología y por quehacer teológico entendemos el intento serio y honesto de repensar la fe y la práctica de la Iglesia desde una rea-lidad particular y concreta, en este caso, la cubana. Por supuesto, con eso no estoy negando que esta teología o este quehacer teológico haya tomado prestadas herramientas y categorías de análisis provenientes de otros contextos, de lo cual, dicho sea de paso, nadie ha podido escapar. Pero tampoco se podrá negar que ha habido elementos originales dentro del pensamiento teológico cubano, y que esa originalidad no viene dada únicamente por el aspecto formal –es decir, por el estilo o la forma de exponer el dis-curso–, sino por algo más profundo: a) por la propia originalidad del contexto desde el cual surge este quehacer; b) por la manera de emplear las categorías de análisis, principalmente filosóficas, a fin de tratar de dar cuenta de la realidad socioeconómica y política que se está viviendo, y articular, en consecuencia, un discurso teológico que oriente una práctica eclesiológica; c) por los contenidos que se le asignan a conceptos teológicos fundamentales: encarnación, salvación, santificación, pecado, etc., que rompen con una interpretación tradicionalista de los mismos, justamente para dar cuenta de esa nueva realidad social. Es decir, no sólo para entenderla desde el punto de vista teológico, sino –como diría Ignacio Ellacuría– para hacerse cargo de ella desde el punto de vista práctico. Todo esto para decir que parto del presupuesto, quizás errado, de que existe un quehacer teológico cubano, con independencia de cuáles sean las cotas cronológicas que le atribuyamos.
Ahora bien, con lo que sí no estoy de acuerdo es con hablar de una teología cubana monolítica, por muy importantes o emblemáticas que hayan sido y continúen siendo determinadas figuras dentro de ese pensamiento. No creo que haya habido, ni antes ni ahora, una teología cubana homogénea o monolítica. Es más, no me gusta hablar de teología cubana, porque me da la impresión de que se trata de algo ya establecido, acabado, concluso, listo para ser exhibido como objeto de crítica o de aprendizaje. Prefiero hablar de quehacer teológico porque me parece que transmite más la idea de un proceso abierto, inconcluso, inclusivo, dinámico, siempre en transformación y enriquecimiento. Por eso digo que más que una teología cubana monolítica u homogénea, ha habido y existe un quehacer teológico que se ha verificado en diferentes niveles y en diferentes direcciones, o a través de diferentes corrientes, con una no siempre muy clara retroalimentación entre unos y otros niveles y corrientes. No obstante, reconozco que resulta muy difícil no dejarse atrapar en el análisis por el influjo de estas figuras que se han tornado emblemáticas y que, de una u otra forma, han marcado los derroteros por los que se ha encauzado ese pensamiento o quehacer. De manera que dejando claro el presupuesto del cual estoy partiendo –y para no desentonar–, voy a referirme básicamente al pensamiento teológico más académico y que quedó registrado bibliográficamente con un apreciable nivel de articulación y sistematización.
Independientemente de que puedan señalarse otros mu-chos aportes y de que, de hecho, con toda seguridad, ya se han mencionado, quisiera hablar de tres aportes que, en mi opinión, se convierten, al mismo tiempo, en tres desafíos para el quehacer teológico cubano actual a todos los niveles, desde el llamado académico o profesional hasta el que se da en nuestras comunidades eclesiales locales o de base.
En primer lugar, permítaseme reiterar lo que he señalado en otras ocasiones. Lo mejor del pensamiento teológico cubano ha estado caracterizado, entre otras cosas, por su rigor académico o científico, aun cuando haya sido expresado en poesía; un rigor que se aprecia tanto en el abordaje de los temas teológicos propiamente dichos como en su articulación con el análisis social. De igual forma, hay que destacar el carácter polémico de dicho pensamiento, así como su ya apuntada originalidad. Me parece que ese ha sido un aporte importante de buena parte del pensamiento teológico cubano y que deberíamos recibir hoy como un legado y, al mismo tiempo, como un desafío.
No creo que el quehacer teológico cubano actual pueda dar cuenta de la realidad y hacerse cargo de ella en los términos en que lo hemos expresado si no es a través de un pensamiento profundo, crítico y de un análisis que re-nuncie a todo esnobismo, superficialidad e ingenuidad en el tratamiento de los temas de su competencia. Para ello –y es algo que tomo como un desafío personal–, este pensamiento no tiene que recurrir como medio de expresión a un lenguaje falsamente académico que, intentando alcanzar rigor científico, roce con la pedantería de un barroquismo posmoderno injustificado. Recuerdo las palabras de mi profesor Reinerio Arce en la dedicatoria de unos de los libros de Moltmann que me regaló. Decía él: “Entre las muchas cosas que Moltmann me enseñó, es que el teólogo puede ser profundo en el pensamiento y sencillo en el lenguaje.”
Tampoco creo que lo pueda hacer si no es a partir de un pensamiento que genere el debate y participe activa y desprejuiciadamente en él. La historia del pensamiento cristiano nos ha demostrado que el desarrollo de la teología se hizo posible, entre otras razones, por la polémica siempre presente entre la ortodoxia, por un lado, y la heterodoxia y la herejía, por el otro. No puede haber, a mi juicio, una teología o un quehacer teológico que se pretenda o asuma auténtico y liberador y no admita el disenso o no promueva el diálogo o el debate. Sólo de esa forma estará en condiciones de ser un pensamiento o un quehacer teológico original y no repetitivo en el mejor de los ca-sos, para no decir anacrónico u obsoleto En primer lugar, porque no puede haber originalidad sin creatividad, o lo que es lo mismo, sin una ejercitación libre del pensamiento. En segundo, porque la originalidad, en teología, no es-tá dada en primer término –como ya hemos apuntado– por la invención de neologismos o por la pretensión de descubrir lo que ya seguramente los padres de la Iglesia dijeron y escribieron con mucha mayor precisión que la nuestra, sino por la capacidad que tengamos de dejarnos interpelar y cuestionar por el contexto para interpretarlo a la luz de nuestra fe en el Evangelio –y todo acto hermenéutico o de interpretación es un acto de libertad creativa– e intentar transformarlo y transformarnos en consecuencia. Siempre escuché en las clases de teología que mientras más contextual sea esta, más universal se torna. A ello podría añadirse que mientras más contextual, más original se vuelve y, por tanto, más clásica o universal.
Otro de los aportes importantes de este quehacer teológico cubano es que fue desde sus comienzos un pensamiento teológico explícitamente político. En otras palabras, fue un pensamiento que dotó, o mejor aún, devolvió a conceptos teológicos y dogmas fundamentales de la fe cristiana un contenido político que había sido ocultado o ne- gado por teologías de corte más intimista e incluso liberal burgués. Aquí, aclaro, me estoy refiriendo a lo político en el sentido de relaciones de poder, de confrontación y lucha de clases, de orden o estructuración social. Aunque en la línea de otras teologías también llamadas políticas como la de la liberación en Latinoamérica, la alemana, re-presentativa del primer mundo y las que se desarrollaron en algunas países socialistas de Europa, no cabe duda de que el quehacer teológico cubano significó en este sentido un aporte educativo notable no sólo para una iglesia que aprendía y apostaba a desarrollar su misión en un contexto sociopolítico y económico radicalmente diferente, sino para un movimiento ecuménico de teólogos, intelectuales y revolucionarios latinoamericanos y tercermun- distas que veía en este pensamiento teológico un valioso instrumento de crítica ideológica y teológica al capitalismo y a su expresión más perversa: el imperialismo estadounidense.
La limitación estuvo, a mi juicio, en que este pensamiento o quehacer teológico se concentró tanto en la crítica al capitalismo que olvidó o no le concedió importancia –al menos esa es la impresión que da– al hecho de que el socialismo es un sistema socioeconómico también susceptible de ser criticado, incluso políticamente, en el sentido en que estamos empleando el término. Es decir, en el socialismo también operan relaciones de poder que generan y expresan pecaminosidad no sólo desde el punto de vista individual, sino social y estructuralmente hablando. En el socialismo se dan también conflictos de clases y grupos sociales, existen contradicciones, en mi opinión an-tagónicas, desde el punto de vista económico, y sin duda alguna no hemos llegado tampoco con él al fin de la historia. Me parece que faltó –habría que analizar más profundamente las razones– una crítica teológica constructiva desde el adentro que hubiese hecho todavía más contundente y creíble la crítica del afuera.
El desafío para el actual quehacer teológico sería entonces, desde mi óptica, tratar de rescatar la dimensión política, inherente a los orígenes del cristianismo y a la historia del pensamiento cristiano, aun cuando muchas veces se haya querido invisibilizar, y desplegarla entonces en todas las direcciones o en todos los frentes de lucha por la reivindicación de los derechos, pero de manera que ni el sujeto ni el discurso teológico resulten atomizados.
En tercer lugar, considero que un aporte importante de ese quehacer teológico –propiciado justamente por el contexto en el que este se origina– es que, a diferencia de la teología latinoamericana de la liberación, aquí el lugar teológico no va a ser el pobre o la víctima, sino el propio proceso de transformación social, la Revolución, que persigue precisamente eliminar la condición de pobre y de víctima. En to- do caso, diría este pensamiento, somos pobres y víctimas como resultado de la agresión criminal de un sistema que no acepta que haya una alternativa a él y mucho menos tan cercana geográficamente. O sea, que el aporte en ese sentido apunta hacia el hecho de que la teología cubana, especialmente durante las primeras tres décadas del proceso revolucionario, contó con la posibilidad de ser un discurso en positivo, no desde lo que se quiere negar, sino desde y acerca de lo que se quiere construir. Tuvo la po-sibilidad de acompañar teológica y prácticamente a un proceso de cambio y construcción de una alternativa en el orden social. ¿Hasta dónde se logró lo uno y lo otro? Es algo que se podría y debería discutir. Pero creo que cuando uno compara esto que he mencionado con el discurso de la teología de la liberación, uno percibe que aquí hay un aporte o, por lo menos, que existió la posibilidad de ofrecer una contribución no sólo al pensamiento teológico más comprometido con la realidad del tercer mundo, sino a la propia izquierda internacional, en términos de reflexión a partir de una experiencia concreta.
El desafío, para mí, radica en el hecho de que todavía tenemos nosotros, los cubanos y las cubanas, la posibilidad de construir algo mejor, ética y humanamente hablando, de lo que se ha podido producir hasta ahora. Aclaro que aquí no estoy haciendo referencia básicamente a lo intelectual, sino principalmente a lo social. A mi juicio, esa frase de que “Otro mundo es posible” guarda en sí misma una gran verdad, y no creo que pueda ser utilizada únicamente como utopía para alimentar el romanticismo o la ingenuidad de las grandes masas de gente oprimida. Otro mundo es posible, ya lo habían avizorado los profetas de Israel y un campesino sin tierra judío de Nazaret llamado Jesús. Otra realidad social se puede construir y los cristianos y las cristianas cubanas tenemos mucho que hacer y decir en ese sentido. Pero, repito, tiene que ser a través de un ejercicio de pensamiento, de diálogo, de debate abierto, libre, creativo, crítico y sobre todo, muy contextual. Y, por supuesto, a través de una articulación coherente de esa reflexión con una práctica transformadora, creadora, liberadora.
Finalmente, creo que los principales desafíos para el actual quehacer teológico no provienen tanto de la teología cubana precedente como de la realidad que estamos vi-viendo, y de la que está esperando a que la construyamos. Por eso voy a repetir, para concluir, algunas temáticas que, más que necesario, considero impostergable abordar:
a) La misión de la Iglesia en una sociedad socialista en el actual contexto, tomando como referente más directo la práctica diacónico-profética del movimiento de Jesús.
b) Una antropología teológica que tenga en cuenta al ser humano como una criatura con derechos y responsabilidades en tanto imago Dei.
c) Una reflexión crítica en clave escatológica en torno a las utopías y las alternativas sociohistóricas.
d) Una reflexión acerca del trabajo como fuente de espiritualidad, teniendo en cuenta la existencia en nuestra sociedad de trabajo alienado y alienador.
e) Una crítica a la retórica de la sacrificialidad empleada por el discurso teológico y político como instrumento de dominación.