El reto hispano

Samuel P. Huntington

El continuo ingreso de inmigrantes hispanos en los Estados Unidos amenaza dividir a esa nación en dos pueblos, dos culturas y dos idiomas. A diferencia de otros grupos de inmigrantes llegados en épocas pasadas, los mexicanos y otros latinos no se han asimilado a la corriente principal de la cultura estadounidense; por el contrario, han creado sus propios enclaves políticos y lingüísticos –de Los Angeles hasta Miami– y rechazado los valores angloprotestantes que están en la base del sueño norteamericano. Los Estados Unidos, al no hacer caso de este reto, ponen en peligro su existencia.

Norteamérica fue creada en los siglos XVII y XVIII por colonos que eran, en su inmensa mayoría, blancos, británicos y protestantes. Sus valores, sus instituciones y su cultura fueron la base de sustentación del desarrollo de los Estados Unidos en los siglos posteriores y dibujaron los contornos de ese desarrollo. Definieron en sus inicios a Norteamérica en términos raciales, étnicos, culturales y religiosos. Más tarde, en el siglo XVIII, también se vieron obligados a definir a Norteamérica ideológicamente para fundamentar su independencia de la metrópoli, que también era blanca, británica y protestante. Thomas Jefferson fue quien formuló este “credo”, como lo llama el economista y premio Nobel Gunnar Myrdal, en la Declaración de Independencia, y desde entonces sus principios han sido reiterados por los estadistas y abrazados por la población como un componente esencial de la identidad estadounidense.

Hacia fines del siglo XIX, sin embargo, el componente étnico se había ampliado para incluir a alemanes, irlandeses y escandinavos, y la identidad religiosa de los Estados Unidos se redefinió para pasar a ser cristiana y no simplemente protestante. Con la Segunda Guerra Mundial y la asimilación de un gran número de inmigrantes del sur y el este de Europa y sus descendientes en la sociedad estadounidense, la etnia virtualmente desapareció como componente definitorio de la identidad nacional. Lo mismo sucedió con la raza, tras los logros del movimiento en pro de los derechos civiles y la aprobación de la Ley de Inmigración y Nacionalidad de 1965. Hoy en día, los norteamericanos consideran que su país es multiétnico y multirracial. De ahí que la identidad nacional se defina en términos de cultura y de credo.

La mayoría de los norteamericanos considera que el credo es el elemento crucial de su identidad nacional. Pero este credo fue producto de la cultura angloprotestante de los primeros habitantes del país. Entre los elementos claves de esta cultura están el idioma inglés, el cristianismo, el compromiso religioso, conceptos ingleses sobre el predominio de la ley, incluida la responsabilidad de los gobernantes y el derecho de los individuos, y valores protestantes disidentes como el individualismo, la ética del trabajo y la creencia en que los seres humanos tienen la capacidad y el deber de tratar de fundar un cielo en la tierra, una “ciudad sobre una colina”. Históricamente, millones de inmigrantes se sintieron atraídos a los Estados Unidos por esta cultura y las oportunidades económicas y las libertades políticas que ella posibilitaba.

Las contribuciones de las culturas de los inmigrantes modificaron y enriquecieron la cultura angloprotestante de los primeros pobladores. No obstante, los componentes esenciales de esa cultura fundacional siguieron siendo la piedra angular de la cultura estadounidense, al menos hasta las últimas décadas del siglo XX. ¿Serían los Estados Unidos lo que han sido y lo que en buena medida siguen siendo hoy en día si hubieran sido colonizados en los siglos XVII y XVIII por católicos franceses, españoles o portugueses y no por protestantes británicos? Es obvio que la respuesta es no. No serían los Estados Unidos; serían Québec, México o Brasil.

Sin embargo, en las últimas décadas del siglo XX la cultura angloprotestante de los Estados Unidos y el credo que ella produjo se vieron amenazados por la popularidad de que gozaban en los círculos intelectuales y políticos las doctrinas del multiculturalismo y la diversidad; el surgimiento de identidades grupales sustentadas en las raza, la etnias y el género en detrimento de la identidad nacional; el impacto de diásporas culturales transnacionales; el número creciente de inmigrantes con doble nacionalidad y dobles lealtades; y la creciente significación para las elites intelectual, de negocios y política de las identidad cosmopolitas y trasnacionales. La identidad nacional de los Estados Unidos, como la de otros Estados-naciones, se ve amenazada por las fuerzas de la globalización y por las necesidades que la globalización produce de identidades más pequeñas y con más sentido, más “apegadas a la tierra”.

En esta nueva era, la amenaza más inmediata y más seria para la identidad tradicional norteamericana proviene de la inmensa y continua inmigración procedente de la América Latina, en especial de México, y de las tasas de fertilidad de esos inmigrantes, comparadas con las de los norteamericanos nativos, tanto blancos como negros. A los norteamericanos les gusta jactarse de sus pasados éxitos al asimilar a millones de inmigrantes en el seno de su sociedad, su cultura y su política. Pero han tendido a generalizar, al hablar de los inmigrantes, sin hacer distinciones entre ellos, y se han centrado en los costos y los beneficios económicos de la inmigración, dejando a un lado sus consecuencias sociales y políticas. Como resultado, han obviado las características y los problemas singulares que plantea la inmigración hispana contemporánea. La dimensión y la naturaleza de esta inmigración difieren fundamentalmente de inmigraciones previas, y no es probable que las exitosas asimilaciones del pasado se repitan con el actual ingreso de inmigrantes latinos. Esta realidad plantea una pregunta básica: ¿los Estados Unidos seguirán siendo un país con un único idioma nacional y una cultura básica angloprotestante? Al no hacer caso de esta pregunta, los norteamericanos, de hecho, aceptan su eventual transformación en dos pueblos con dos culturas (anglo e hispana) y dos idiomas (inglés y español).

El impacto de la inmigración mexicana en los Estados Unidos se evidencia cuando imaginamos qué sucedería si esa inmigración cesara abruptamente. La entrada anual de inmigrantes legales se reduciría en alrededor de 175 000 personas, lo que la llevaría a un nivel cercano al recomendado por la Comisión sobre Reforma Migratoria presidida por la excongresista Barbara Jordan en la década de los noventa. Las entradas ilegales disminuirían mucho. Los salarios de los estadounidenses de bajos ingresos mejorarían. Terminarían los debates sobre el uso del español y sobre si el inglés debe ser declarado idioma oficial de los gobiernos estaduales y nacional. Las polémicas que genera la educación bilingüe virtualmente desaparecerían, lo mismo que las polémicas sobre la concesión o no de los beneficios de la seguridad social y otros a los inmigrantes.

El debate acerca de si los inmigrantes son una carga económica para los gobiernos estaduales y federal se resolvería de una vez y para siempre. Los niveles de educación y formación profesional de los inmigrantes que siguieran llegando serían los más altos de la historia de los Estados Unidos. El flujo de inmigrantes volvería a diversificarse mucho, y se crearían incentivos para que aprendieran inglés y conocieran la cultura de los Estados Unidos. Y lo que es más importante, la posibilidad de una división de facto entre unos Estados Unidos predominantemente hispanohablantes y unos Estados Unidos predominantemente angloparlantes desaparecería, y con ella una gran amenaza potencial a la integridad cultural y política del país.

Un mundo de diferencia

La inmigración mexicana y, en un sentido más general, la inmigración latinoamericana, no tienen precedentes en la historia de los Estados Unidos. La experiencia y las lecciones de las inmigraciones anteriores no resultan muy pertinentes para entender su dinámica y sus consecuencias. La inmigración mexicana difiere de inmigraciones anteriores y de la mayoría de las inmigraciones contemporáneas debido a una combinación de seis factores: contigüidad, escala, ilegalidad, concentración regional, persistencia y presencia histórica.

Contigüidad. La idea que tienen los norteamericanos sobre la inmigración a menudo se simboliza con la estatua de la libertad, Ellis Island, y, más recientemente, quizás con el aeropuerto J.F. Kennedy de Nueva York. En otras palabras, existe la imagen de que los inmigrantes llegan a los Estados Unidos después de haber cruzado varios millares de millas a través del océano. Las actitudes de los estadounidenses hacia los inmigrantes y las políticas de inmigración del país se han creado a partir de esas imágenes. Sin embargo, esas creencias y esas políticas no resultan aplicables, o sólo en muy escasa medida, a la inmigración mexicana. Los Estados Unidos enfrentan hoy la entrada masiva de personas procedentes de un país pobre y vecino, con una población que es más de un tercio de la estadounidense. Entran al país por una frontera de dos mil millas de largo que, históricamente, sólo fue una línea en la tierra y un río poco profundo.

Esta situación es única en los Estados Unidos y en el mundo. Ningún otro país del Primer Mundo tiene una frontera terrestre tan extensa con un país del Tercer Mundo. El significado de la larga frontera entre México y los Estados Unidos se ve magnificado por las diferencias económicas entre los dos países. El historiador David Kennedy, de la Universidad de Stanford, ha señalado que “la diferencia de ingresos entre los Estados Unidos y México es la mayor entre dos países contiguos en todo el mundo”. La contigüidad les permite a los inmigrantes mexicanos mantener un contacto estrecho con sus familias, amigos y pueblos en México, como ningún otro grupo de inmigrantes ha podido hacer.

Escala. Las causas de la inmigración mexicana, al igual que de otras, se encuentran en la dinámica demográfica, económica y política del país emisor y los atractivos económicos, políticos y sociales de los Estados Unidos. No obstante, es obvio que la contigüidad alienta la inmigración. La inmigración mexicana comenzó a crecer gradualmente a partir de 1965. En la década de los setenta, unos 640 000 mexicanos emigraron legalmente a los Estados Unidos; en los ochenta fueron 1 656 000 y en los noventa 2 249 000. En esas tres décadas, los mexicanos representaron el 14%, el 23% y el 25% de la inmigración legal total. Esos porcentajes son menores que los de los inmigrantes procedentes de Irlanda entre 1820 y 1860 o de Alemania en las décadas de 1850 y 1860. Pero son altos si se los compara con la dispersión de las fuentes emisoras de inmigrantes antes de la Primera Guerra Mundial y con otras inmigraciones contemporáneas. A ello hay que agregar también el enorme número de mexicanos que ingresan cada año ilegalmente en los Estados Unidos. A partir de la década de los sesenta, el número de personas nacidas en el extranjero que viven en los Estados Unidos ha aumentado enormemente; los asiáticos y los latinoamericanos han reemplazado a los europeos y los canadienses, y la diversidad de fuentes emisoras ha cedido su lugar al predominio de una única fuente: México.

Los inmigrantes mexicanos representaban el 27,6 % del total de la población estadounidense nacida en el extranjero en el 2000. Los grupos que le siguen en tamaño, el de los chinos y los filipinos, representaban solo el 4,9 % y el 4,3% de la población nacida en el extranjero.

En los años noventa, los mexicanos constituían más de la mitad de los nuevos inmigrantes latinoamericanos en los Estados Unidos, y en el 2000, los hispanos totalizaban alrededor del 50% de todos los inmigrantes que ingresaban en los Estados Unidos continentales. En ese año, los hispanos representaban el 12% del total de la población estadounidense. Este grupo aumentó casi un 10% del 2000 al 2002 y ha superado en población al de los negros. Se estima que en el 2050 los hispanos pueden representar hasta un 25% de la población de los Estados Unidos. Estos cambios no solo se deben a la inmigración, sino también a la fertilidad. Se estimaba en el 2002 que las tasas de fertilidad en los Estados Unidos eran de 1,8 para los blancos no hispanos; 2,1 para los negros y 3 para los hispanos. “Esa es la tasa característica de los países en vías de desarrollo”, comentaba The Economist en el 2002. “Cuando esa gran masa de latinos llegue a la edad fértil en una o dos décadas, el porcentaje de los latinos en la población norteamericana crecerá enormemente.”

A mediados del siglo XIX, angloparlantes procedentes de las islas británicas controlaban la migración hacia los Estados Unidos. La inmigración previa a la Primera Guerra Mundial era muy diversificada desde un punto de vista lingüístico, ya que incluía a muchos hablantes de italiano, polaco, ruso, yiddish, inglés, alemán, sueco y otros idiomas. Pero ahora, por primera vez en la historia de los Estados Unidos, la mitad de quienes ingresan en el país hablan un único idioma que no es el inglés.

Ilegalidad. La entrada ilegal a los Estados Unidos es fundamentalmente un fenómeno mexicano posterior a 1965. Durante casi un siglo después de la adopción de la Constitución, ninguna ley de nivel nacional restringía o prohibía la inmigración, y sólo unos pocos estados le imponían límites modestos. La ley de inmigración de 1965, el incremento de la disponibilidad de transporte y la intensificación de las presiones que promueven la inmigración mexicana cambiaron drásticamente esa situación. Las detenciones practicadas por la patrulla fronteriza de los Estados Unidos aumentaron de 1,6 millones en los sesenta a 8,3 millones en los setenta; 11, 9 millones en los ochenta y 14,7 millones en los noventa. Los estimados de los mexicanos que lograban entrar ilegalmente cada año en los noventa oscilan entre 105 000 (según una comisión binacional mexicano-norteamericana) y 350 000 (según el Servicio de Inmigración y Naturalización de los Estados Unidos).

La Ley de Reforma y Control de la Inmigración de 1986 contenía disposiciones para legalizar el estatus de los inmigrantes ilegales que ya estaban en el país y para reducir la futura inmigración ilegal mediante sanciones a los empleadores y otros medios. El primer objetivo se cumplió: alrededor de 3,1 millones de inmigrantes ilegales, casi el 90% de los cuales provenía de México, se convirtieron en residentes legales en los Estados Unidos mediante la concesión de la “tarjeta verde”. Pero el segundo objetivo no se cumplió en lo absoluto. Los estimados del número de inmigrantes ilegales en los Estados Unidos subieron de 4 millones en 1995 a 6 millones en 1998, 7 millones en el 2000 y entre 8 y 10 millones en el 2003. En 1990, los mexicanos representaban el 58% de la población ilegal total de los Estados Unidos; en el 2000, un estimado de 4,8 millones de mexicanos ilegales constituía el 69% de dicha población. En el año 2000 los mexicanos ilegales en los Estados Unidos eran veinticinco veces más numerosos que el segundo contingente, que es el de El Salvador.

Concentración regional. Los padres fundadores de los Estados Unidos consideraban que la dispersión de los inmigrantes era esencial para lograr su asimilación. Ese fue el patrón histórico y sigue siéndolo para la mayoría de los inmigrantes contemporáneos no hispanos. Sin embargo, los hispanos han tendido a concentrarse regionalmente: los mexicanos en el sur de California; los cubanos en Miami; los dominicanos y los puertorriqueños (estos últimos no son técnicamente inmigrantes) en Nueva York. Mientras más concentrados se encuentran los inmigrantes, más lenta y menos completa es su asimilación.

En los noventa, la proporción de hispanos continuó creciendo en las regiones de mayor concentración. Al mismo tiempo, los mexicanos y otros hispanos comenzaron a establecer “cabezas de playa” en otros lugares. Si bien las cifras absolutas a menudo son reducidas, los estados con los mayores incrementos porcentuales de población hispana entre 1990 y el 2000 fueron, en orden descendiente, Carolina del Norte (449%), Arkansas, Georgia, Tenessee, Carolina del Sur, Nevada y Alabama (222%). Los hispanos también se han concentrado en ciudades y pueblos de los Estados Unidos. Por ejemplo, en el año 2003, más del 40% de la población de Hartford, Connecticut, era hispana (fundamentalmente puertorriqueña) y superaba al 38% de población negra de la ciudad. “Hartford se ha convertido en una especie de ciudad latina”, declaró el primer alcalde de la ciudad. “Es un signo de los tiempos que vendrán.” El español se utiliza cada vez más en el comercio y la administración pública.

No obstante, las mayores concentraciones de hispanos se encuentran en el suroeste del país, especialmente en California. En el 2000, casi dos tercios de los inmigrantes mexicanos vivían en el oeste, y casi la mitad de ellos en California. Es cierto que en el área de Los Angeles viven inmigrantes de muchos países, entre ellos, de Corea y Vietnam. Sin embargo, las fuentes de la población californiana no nacida en los Estados Unidos difieren notablemente de las del resto del país, ya que los procedentes de un solo país, México, superan el total de los inmigrantes de Europa y Asia. En Los Angeles, los hispanos –sobre todo los mexicanos– son más numerosos, con mucho, que otros grupos. En el 2000, el 64% de los hispanos de Los Angeles eran de origen mexicano, y el 46,5% de los residentes de Los Angeles eran hispanos, mientras que sólo el 29,7% eran blancos no hispanos. Se estima que en el 2010, más de la mitad de la población de Los Angeles será hispana.

La mayoría de los grupos inmigrantes tienen tasas de fertilidad mayores que las de los nativos, de modo que el impacto de la inmigración se siente muy fuertemente en las escuelas. La inmigración altamente diversificada de Nueva York, por ejemplo, origina el problema de que los maestros tienen que dar clases en aulas a las que asisten alumnos que pueden hablar veinte idiomas diferentes en su casa. Por el contrario, los niños hispanos son una mayoría sustancial de los alumnos que asisten a las escuelas en muchas ciudades del suroeste. “Ningún sistema escolar de una ciudad importante de los Estados Unidos había experimentado antes una afluencia tan grande de estudiantes provenientes de un solo país extranjero. Las escuelas de Los Angeles se están tornando mexicanas”, expresaron los politólogos Katrina Burguess y Abraham Lowenthal en su estudio sobre vínculos entre México y California, realizado en 1993. En el 2002, más del 70% de los alumnos del distrito escolar unificado de Los Angeles eran hispanos, predominantemente mexicanos, y la proporción aumenta gradualmente; el 10% de los niños en edad escolar eran blancos no hispanos. En el 2003, por primera vez desde la década de 1950, la mayoría de los niños nacidos en California eran hispanos.

Persistencia. Las oleadas previas de inmigrantes disminuyeron con el tiempo, las proporciones fluctuaban mucho entre los diferentes países, y después de 1924, la corriente de la inmigración se redujo a un goteo. Por el contrario, la oleada actual no muestra señales de agotamiento y lo más probable es que se mantengan las condiciones que explican la gran inmigración mexicana, a no ser que se produzca una guerra o una recesión. A largo plazo, la inmigración mexicana podría disminuir cuando el bienestar económico de México se aproxime al de los Estados Unidos. Pero en el 2002, el producto interno bruto per cápita estadounidense era unas cuatro veces mayor que el de los mexicanos (en términos de paridad del poder adquisitivo). Si esa diferencia se redujera a la mitad, los incentivos económicos para la inmigración también disminuirían sustancialmente. No obstante, para alcanzar esa proporción en un futuro previsible se requeriría un crecimiento económico en extremo rápido de México, a un ritmo que excediera con mucho el de los Estados Unidos. Pero incluso, ese desarrollo económico acelerado no necesariamente reduciría el dinamismo de la emigración. Durante el siglo XIX, cuando Europa se industrializaba rápidamente y el ingreso per cápita se incrementaba, cincuenta millones de europeos emigraron a las Américas, Africa y Asia.

Presencia histórica. Ningún otro grupo inmigrante en la historia de los Estados Unidos ha planteado o podría plantear un reclamo histórico a una porción de territorio estadounidense. Los mexicanos y los norteamericanos de origen mexicano pueden hacer ese reclamo y lo hacen. Casi todo Texas, Nuevo México, Arizona, California, Nevada y Utah eran parte de México, hasta que los perdió como resultado de la guerra por la independencia de Texas (1835-1836) y la guerra entre México y los Estados Unidos (1846-1848). México es el único país que los Estados Unidos ha invadido, ocupado su capital , llenado de marines el “Palacio de Moctezuma”, y después se ha anexado la mitad de su territorio. Los mexicanos no olvidan esos hechos. Resulta comprensible que crean tener derechos especiales en esos territorios. “A diferencia de otros inmigrantes, los mexicanos llegan de una nación vecina que fue derrotada militarmente por los Estados Unidos; y se asientan principalmente en una región que fue parte de su patria (…) Los mexicano-norteamericanos tienen la sensación de estar en su propio terreno, cosa que no comparten con otros inmigrantes”, señala Peter Skarry, politólogo de Boston College.

Algunos estudiosos han sugerido que el suroeste podría llegar a convertirse en el Québec de los Estados Unidos. En ambas regiones hay una población católica, y ambas fueron conquistadas por pueblos angloprotestantes, pero por lo demás tienen muy poco en común. Québec está a tres mil millas de Francia, y no hay varios centenares de miles de franceses que intenten llegar cada año a Québec legal o ilegalmente. La historia ha demostrado que existe un alto potencial de conflicto cuando los habitantes de un país comienzan a referirse a un territorio perteneciente a un país vecino como si se tratara de algo propio, y empiezan a reclamar derechos especiales y la posesión de dicho territorio.

El espanglish como segundo idioma

En épocas anteriores, los inmigrantes venían de ultramar, y a menudo tenían que vencer graves obstáculos y dificultades para llegar a los Estados Unidos. Provenían de muchos países diferentes, hablaban distintos idiomas y entraban legalmente al país. Su número fluctuaba: hubo importantes reducciones como resultado de la Guerra Civil, la Primera Guerra Mundial y la ley aprobada en 1924. Se dispersaron en muchos enclaves rurales y urbanos del nordeste y el centro-oeste. No tenían ningún reclamo histórico a una porción del territorio estadounidense. En todos estos aspectos, la inmigración mexicana es fundamentalmente diferente. Esas diferencias se combinan para hacer de la asimilación de los mexicanos a la cultura y la sociedad estadounidenses una empresa mucho más difícil de lo que fue en el caso de inmigrantes previos. Particularmente llamativa, en comparación con inmigrantes anteriores, es la incapacidad de las personas de origen mexicano de tercera y cuarta generaciones para aproximarse a las normas educativas, el estatus económico y las tasas de matrimonio fuera de la comunidad de los estadounidenses.

Las dimensiones, la persistencia y la concentración de la inmigración hispana tiende a perpetuar el uso del español en las sucesivas generaciones. La información sobre adquisición del inglés y retención del español por parte de los inmigrantes es limitada y ambigua. No obstante, en el 2000, más de 28 millones de personas en los Estados Unidos hablaban español en su hogar (10,5% de todos los mayores de cinco años) y casi 13,8 millones de ellos hablaban inglés por debajo de “muy bien”, un incremento del 66% desde 1990. Según un informe del Buró del Censo de los Estados Unidos, en 1990 alrededor de un 95% de los inmigrantes nacidos en México hablaban español en el hogar; un 73,6% de ellos no hablaban inglés muy bien; y un 43% estaban “aislados lingüísticamente”. Un estudio anterior realizado en los Los Angeles arrojó resultados diferentes para la segunda generación nacida en los Estados Unidos. Solo un 11,6% sólo hablaba español o más español que inglés, un 25,6% hablaba igual ambos idiomas, un 32,7% más inglés que español y 30,1% solo inglés. En ese mismo estudio, más del 90% de las personas de origen mexicano nacidas en los Estados Unidos hablaban inglés fluidamente. Sin embargo, en 1999, unos 753 505 estudiantes de escuelas del sur de California, presumiblemente de segunda generación, que hablaban español en sus hogares, no dominaban suficientemente el inglés.

El empleo y el dominio del idioma inglés por parte de los mexicanos de primera y segunda generaciones parecería, por tanto, seguir el patrón de inmigraciones anteriores. No obstante, quedan dos preguntas sin respuesta. Primero, ¿han ocurrido cambios a lo largo del tiempo en la adquisición del inglés y la retención del español por parte de los inmigrantes mexicanos de segunda generación? Podría suponerse que con la rápida expansión de la comunidad inmigrante mexicana, las personas de origen mexicano tendrían menos incentivos para adquirir un dominio del idioma inglés en el 2000 de lo que tenían en 1970.

Segundo, ¿seguirá la tercera generación el patrón clásico de dominio del inglés y un conocimiento nulo o escaso del español, o mantendrá el dominio de ambos idiomas que se observa en la segunda generación? Los inmigrantes de segunda generación a menudo desprecian y rechazan su lengua de origen y se sienten avergonzados por la incapacidad de sus padres para comunicarse en inglés. Presumiblemente, el hecho de que los mexicanos de segunda generación compartan o no esta actitud determinará el grado hasta el cual la tercera generación mantiene su conocimiento del español. Si la segunda generación no rechaza de plano el español, es muy probable que la tercera generación también sea bilingüe, y que el dominio de ambos idiomas se institucionalice en la comunidad mexicano-norteamericana.

La retención del español también se ve impulsada por la abrumadora mayoría (entre un 66 y un 85%) de inmigrantes mexicanos e hispanos que insisten en la necesidad de que sus hijos dominen el español. Esa actitud contrasta con la de otros grupos de inmigrantes. El Education Testing Service (Servicio de Evaluación Educacional) de Nueva Jersey ha encontrado “una diferencia cultural entre los padres asiáticos e hispanos con respecto a hacer que sus hijos mantengan su lengua natal”. En parte, esta diferencia sin dudas se debe al tamaño de las comunidades hispanas, que crea incentivos para que se domine el idioma de origen.

Aunque los mexicano-norteamericanos y otros hispanos de segunda y tercera generación adquieren competencia en el idioma inglés, también parecen desviarse del patrón usual al mantener su competencia en el idioma español. Los mexicano-norteamericanos de segunda o tercera generación que sólo hablaron inglés en su infancia han aprendido español de adultos y alientan a sus hijos a dominar el idioma. Según F. Chriss García, profesor de la Universidad de Nuevo México, la competencia en el idioma español es “la capacidad de la que se enorgullece y quiere proteger y promover todo hispano”.

Podría plantearse que en un mundo cada vez más pequeño todos los norteamericanos debían conocer al menos un idioma importante –chino, japonés, hindi, ruso, árabe, urdu, francés, alemán o español– para comprender una cultura extranjera y comunicarse con su pueblo. Pero es muy diferente plantear que los norteamericanos tengan que conocer un idioma que no sea el inglés para comunicarse con sus conciudadanos. Sin embargo, eso es lo que tienen en mente los proponentes del idioma español. Fortalecidos por el crecimiento de la influencia de los hispanos, los líderes de esa comunidad intentan activamente transformar a los Estados Unidos en una sociedad bilingüe. “El inglés no basta”, plantea Osvaldo Soto, presidente de la Liga Hispanoamericana contra la Discriminación. “No queremos una sociedad monolingüe”. De manera similar, el profesor de literatura de la Universidad de Duke e inmigrante chileno, Ariel Dorfman, pregunta: “¿hablará este país dos idiomas o sólo uno?” Y su respuesta, por supuesto, es que debe hablar dos.
Las organizaciones hispanas desempeñan un papel central en inducir al Congreso de los Estados Unidos a autorizar programas culturales de educación bilingüe; como resultado, los niños se incorporan lentamente a las clases normales. La entrada de grandes cantidades de inmigrantes hace cada vez más posible que los hispanohablantes de Nueva York, Miami y Los Angeles lleven vidas normales sin conocer el inglés. Un 65% de los niños incorporados a la educación bilingüe en Nueva York son hispanohablantes y, por tanto, tienen pocas motivaciones para emplear el inglés en sus escuelas.

Los programas de educación en dos idiomas, que constituyen un paso más allá de la educación bilingüe, son cada vez más populares. En esos programas se enseña a los alumnos en inglés y en español, alternado los idiomas, con vistas a lograr que los angloparlantes dominen el español y los hispanoparlantes dominen el inglés, convirtiendo así al español en un idioma igual al inglés y transformando a los Estados Unidos en un país con dos idiomas. El entonces secretario de Educación, Richard Riley, avaló explícitamente esos programas en su discurso “Excelencia para todos- Excelence for all”, pronunciado en marzo del 2000. Organizaciones de derechos civiles, líderes reigiosos (especialmente católicos) y muchos políticos (tanto republicanos como demócratas) apoyan el bilingüismo.

Quizá igualmente importante es que diversos grupos de negocios que tratan de introducirse en el mercado hispano también apoyan el bilingüismo. De hecho, la orientación de los negocios estadounidense hacia los clientes hispanos significa que necesitan cada vez más empleados bilingües; por tanto, el bilingüismo comienza a traducirse en ingresos; los policías y bomberos bilingües de ciudades del suroeste como Phoenix y Las Vegas ya ganan más que los que sólo hablan español. Un estudio realizado en Miami mostró que las familias que sólo hablaban español tenían ingresos promedios de dieciocho mil dólares; las familias que solo hablaban inglés, de treintidós mil dólares; y las familias bilingües, de más de cincuenta mil. Por primera vez en la historia de los Estados Unidos, un número creciente de norteamericanos (particularmente negros) no recibirán los empleos o el salario que podrían obtener porque sólo pueden dirigirse a sus conciudadanos en inglés.
En los debates sobre la política relativa a los idiomas, el ya fallecido senador republicano por California S. I. Hayakawa subrayó, en cierta ocasión, la singular oposición de los hispanos al inglés. “¿Por qué ni los filipinos ni los coreanos tienen objeciones a hacer del inglés el idioma oficial? Ningún japonés lo ha hecho. Ni tampoco los vietnamitas, que se sienten inmensamente felices de estar aquí. Aprenden inglés lo más rápido que pueden y ganan los concursos de ortografía en todo el país. Sólo los hispanos dicen que hay un problema. Existe una presión considerable para hacer del español el segundo idioma oficial.”

Si el español sigue difundiéndose como el segundo idioma de los Estados Unidos ello podría llegar a tener consecuencias significativas en la política y el gobierno. En muchos estados, los aspirantes a puestos políticos tendrían que dominar ambos idiomas. Los candidatos bilingües a la presidencia y a otros cargos federales electivos tendrían una ventaja sobre quienes sólo hablan inglés. Si la educación en los dos idiomas comienza a predominar en las escuelas elementales y secundarias, cada vez sería un requisito más urgente para los maestros ser bilingües. Los documentos y las planillas gubernamentales tendrían que publicarse en los dos idiomas. El uso de las dos lenguas llegaría a ser aceptable en las audiencias y los debates del Congreso y el funcionamiento cotidiano del gobierno. Como la mayoría de quienes tendrían al español como primer idioma también dominarían hasta cierto punto el inglés, los angloparlantes que no hablaran español probablemente estarían en desventaja en la competencia por los empleos, las promociones y los contratos.

En 1917, el expresidente Theodore Roosevelt dijo: “Debemos tener una bandera. Pero también debemos tener un idioma. Debe ser el idioma de la Declaración de Independencia, del discurso de despedida de Washington, del discurso de Lincoln en Gettysburg y de su segunda toma de posesión.” Sin embargo, en junio del 2000, el presidente Bill Clinton dijo: “Confío en que seré el último presidente de la historia de los Estados Unidos que no sabe hablar español”. Y en mayo del 2001, el presidente Bush conmemoró la fiesta nacional mexicana del 5 de mayo inaugurando la práctica de trasmitir el programa de radio semanal del presidente en inglés y en español. En septiembre del 2003, uno de los primeros debates entre los candidatos a la presidencia por el partido demócrata también se desarrolló en inglés y en español. A pesar de la oposición de grandes mayorías de norteamericanos, el español se está sumando al idioma de Washington, Jefferson, Lincoln, los Roosevelt y los Kennedy como idioma de los Estados Unidos. Si continúa esta tendencia, la división cultural entre hispanos y anglos podría reemplazar a la división racial entre negros y blancos como el más grave conflicto de la sociedad norteamericana.

La sangre tira más que la frontera

La inmigración masiva de hispanos afecta a los Estados Unidos de dos maneras significativas: partes importantes del país se tornan predominantemente hispanas en su idioma y su cultura, y la nación como un todo se hace bilingüe y bicultural. El área más importante donde la hispanización avanza rápidamente, por supuesto, es el suroeste. Como plantea el historiador Kennedy, los mexicano- norteamericanos del suroeste pronto tendrán “una coherencia y una masa crítica suficientes en una determinada región para, si lo desean, preservar indefinidamente su especificidad cultural. Con el tiempo podrían también intentar lo que ningún grupo previo de inmigrantes soñó hacer: impugnar los sistemas cultural, político, legal, comercial y educacional existentes para transformar de un modo fundamental no sólo el idioma, sino también las instituciones mismas en las que participan”.

Abundan las anécdotas sobre esas impugnaciones. En 1994, los mexicano-norteamericanos realizaron vigorosas demostraciones contra la Propuesta 187 del estado de California –que limitaba los beneficios sociales de los hijos de inmigrantes ilegales– marchando por las calles de Los Angeles con banderas mexicanas en alto y banderas de los Estados Unidos inclinadas hacia el suelo. En 1998, en un partido de fútbol entre México y los Estados Unidos, los mexicano-norteamericanos abuchearon el himno nacional de los Estados Unidos y agredieron a los jugadores norteamericanos. Ese dramático rechazo a los Estados Unidos y esa afirmación de la identidad mexicana no se limitan a una minoría extremista de la comunidad mexicano- norteamericana. Muchos inmigrantes mexicanos y sus hijos no parecen identificarse en primer lugar con los Estados Unidos.

Los datos empíricos confirman esas impresiones. Un estudio realizado en 1992 de hijos de inmigrantes en el sur de California y el sur de la Florida incluía la siguiente pregunta: “¿cómo te identificas, o sea, de qué país te consideras?” Ninguno de los niños nacidos en México respondió “norteamericano”, comparado con el 1,9% al 9,3% de los nacidos en otros países de la América Latina o el Caribe. El porcentaje mayor de niños nacidos en México (41,2%) se identificó como “hispano”, y el segundo mayor porcentaje (36,2%) como “mexicano”. Entre los niños mexicano-norteamericanos nacidos en los Estados Unidos, menos del 4% respondió “norteamericano”, comparado con entre un 28,5 y un 50% de los nacidos en los Estados Unidos cuyos padres eran de otros países de la América latina. Fueran nacidos en México o en los Estados Unidos, una inmensa mayoría de los niños mexicanos no se identificaba como “norteamericano”.

La reconquista demográfica, social y cultural del suroeste de los Estados Unidos por parte de los inmigrantes mexicanos ya está en curso. No parece probable que se produzca un movimiento importante encaminado a reunificar esos territorios con México, pero el profesor Charles Trujillo, de la Universidad de Nuevo México, predice que para el año 2080 los estados del suroeste de los Estados Unidos y los estados del norte de México formarán parte de la República del Norte. Varios autores se han referido al suroeste de los Estados Unidos y el norte de México como “Mexamérica”, o “Améxica”, o “Mexifornia”. “En este valle todos somos mexicanos”, declaró en el 2001 un funcionario del condado de El Paso, Texas.
Esta tendencia podría consolidar las áreas predominantemente mexicanas de los Estados Unidos para que se tornaran un bloque autónomo cultural y linguísticamente diferenciado y económicamente autosuficiente dentro de los Estados Unidos. El exvicepresidente del Consejo Nacional de Inteligencia, Graham Fuller, ha advertido: “puede que estemos construyendo el arma que destruiría el melting-pot: un agrupamiento étnico tan concentrado en un área que ni deseará ni necesitará asimilarse a la corriente hegemónica de la vida norteamericana multiétnica y angloparlante.”

Ya existe un prototipo de una región así: Miami.

Bienvenido a Miami

Miami es la más hispana de las grandes ciudades de los cincuenta estados de la Unión. En el curso de unos treinta años, los hispanohablantes –mayoritariamente cubanos– establecieron su predominio prácticamente en todos los aspectos de la vida de la ciudad, al cambiar de manera fundamental su composición étnica, su cultura, su política y su idioma. La hispanización de Miami no tiene precedentes en la historia de las ciudades estadounidenses.

El crecimiento económico de Miami, encabezado por los primeros inmigrantes cubanos, hizo de la ciudad un imán para los inmigrantes de otros países latinoamericanos y caribeños. En el 2000, dos tercios de los habitantes de Miami eran hispanos y más de la mitad eran cubanos o de ascendencia cubana. Ese mismo año, el 75,2% de los habitantes adultos de la ciudad hablaban en sus hogares un idioma que no era el inglés, comparado con un 55,7% de los residentes de Los Angeles y un 47,6% de los de Nueva York (de los habitantes de Miami que hablaban en sus hogares un idioma que no era el inglés, el 87,2% hablaba español). En el 2000, el 59,5 % de los residentes de Miami había nacido en el extranjero, comparado con un 40,9% en Los Angeles, un 36,8 % en San Francisco y un 35,9% en Nueva York. Ese año, sólo el 31,1% de los residentes adultos de Miami decían hablar el inglés muy bien, comparado con un 39% en Los Angeles, un 42,5% en San Francisco y un 46,5 % en Nueva York.

La masiva presencia cubana ha tenido consecuencias de la mayor importancia para Miami. La elite y los empresarios que huyeron del régimen de Fidel Castro en la década del sesenta comenzaron un desarrollo espectacular del sur de la Florida. Imposibilitados de mandar su dinero a su país de origen, invirtieron en Miami. El crecimiento de los ingresos personales en Miami promedió un 11,5% anual en los setenta y un 7,7% anual en los ochenta. Las nóminas del condado de Miami- Dade se triplicaron entre 1970 y 1995. El motor económico cubano convirtió a Miami en un dinamo económico internacional, gracias a la expansión del comercio y las inversiones internacionales. Los cubanos promovieron el turismo internacional, que en los noventa ya superó el turismo interno e hizo de Miami un centro importante de la industria de los cruceros. Importantes empresas manufactureras, de las comunicaciones y de bienes de consumo estadounidenses trasladaron sus casas matrices latinoamericanas de otras ciudades de los Estados Unidos y la América Latina a Miami. Surgió una vigorosa comunidad artística y del espectáculo en español. Hoy por hoy, los cubanos pueden afirmar con toda legitimidad que, como señala el profesor Damián Fernández, de la Universidad Internacional de la Florida, “nosotros construimos el Miami moderno”, y tornaron mayor su economía que la de muchos países latinoamericanos.

Un elemento clave de este desarrollo fue la expansión de los lazos económicos de Miami con la América Latina. Brasileños, argentinos, chilenos, colombianos y venezolanos se apresuraron a trasladarse a Miami, llevando con ellos su dinero. En 1993 se movían en la ciudad unos 25,6 mil millones de dólares en el comercio internacional, sobre todo con la América Latina. A lo largo de todo el hemisferio, los latinoamericanos que buscaban inversiones, comercio, cultura, entretenimiento, vacaciones y tráfico de drogas se volvieron cada vez más hacia Miami.

Esa preminencia trasformó a Miami en una ciudad hispana liderada por los cubanos. Estos no crearon un enclave de inmigrantes según el patrón tradicional. Por el contrario, crearon una ciudad enclave con su cultura y su economía, en la cual la asimilación y la norteamericanización eran innecesarias y hasta cierto punto indeseadas. En el 2000, el español no era sólo el idioma hablado en la mayoría de los hogares, sino también el principal idioma del comercio, los negocios y la política. La industria de los medios y las comunicaciones se tornó cada vez más hispana. En 1998 una estación de televisión en español se convirtió en la de mayor audiencia de Miami: era la primera vez que una estación en un idioma extranjero alcanzaba ese rating en una ciudad importante de los Estados Unidos. “Son forasteros”, dijo un exitoso hispano de los no hispanos. “Somos miembros de una estructura de poder”, se jactaba otro.

“En Miami no hay presión para norteamericanizarse”, señalaba un sociólogo de origen cubano. “La gente puede ganarse la vida perfectamente bien en un enclave de habla hispana.” En 1999, los directivos del mayor banco, la mayor compañía de bienes raíces y la mayor firma legal de Miami eran todos nacidos en Cuba o de ascendencia cubana. Los cubanos también se adueñaron de la política. En 1999, el alcalde de Miami, y el alcalde, el jefe de la policía y el fiscal del condado de Miami-Dade, más dos tercios de los delegados de Miami al Congreso de los Estados Unidos y casi la mitad de los legisladores del estado eran de origen cubano. Tras el affaire de Elián González en el 2000, el administrador y el jefe de policía de la ciudad de Miami fueron sustituidos por cubanos.

El predominio cubano e hispano de Miami dejó a los anglos (y a los negros) como minorías que a menudo podían ser ignoradas. Incapaces de comunicarse con la burocracia gubernamental y discriminados por los dependientes de tiendas, los anglos se percataron, como dijo uno de ellos, de que “esto es lo que significa ser miembro de una minoría”. Los anglos tenían tres opciones. Podían aceptar su situación subordinada. Podían intentar adoptar las maneras, las costumbres y el idioma de los hispanos y asimilarse a la comunidad hispana, una “aculturación al revés”, como la denominaran los académicos Alejandro Portes y Alex Stepick. O podían marcharse de Miami, y eso fue lo que hicieron unos ciento cuarenta mil de ellos entre 1983 y 1993. Su éxodo se reflejó en una popular calcomanía: “el último americano en salir, por favor, que se lleve la bandera”.

Desprecio por la cultura

¿Es Miami el futuro de Los Angeles y del suroeste de los Estados Unidos? Al final, los resultados podrían ser similares: la creación de una gran comunidad hispanohablante específica con suficientes recursos económicos y políticos para sustentar su identidad hispana aparte de la identidad nacional de otros norteamericanos y capaz de influir sobre la política, el gobierno y la sociedad de los Estados Unidos. No obstante, los procesos que pueden dar ese resultado son diferentes. La hispanización de Miami ha sido rápida, explícita, y su motor ha sido la economía. La hispanización del suroeste ha sido más lenta, continua, y su motor es la política.

El ingreso de los cubanos en la Florida fue intermitente y respondió a las políticas del gobierno cubano. La inmigración mexicana, por su parte, es continua, incluye un vasto componente ilegal y no da señales de disminuir. La población hispana (fundamentalmente mexicana) del sur de California es mucho mayor en términos absolutos, aunque menor en términos relativos, que la población hispana de Miami, aunque está aumentando rápidamente.

Los primeros inmigrantes cubanos en el sur de la Florida pertenecían sobre todo a las clases medias y altas. Los inmigrantes posteriores eran de clases más bajas. En el suroeste, la mayoría de los inmigrantes mexicanos son pobres, no calificados y poco educados, y es muy probable que sus hijos tengan características similares. La presión hacia la hispanización del suroeste viene de abajo, mientras que la del sur de la Florida vino de arriba. A la larga, sin embargo, la cantidad se traduce en poder, particularmente en una sociedad multicultural, una democracia política y una economía de consumo.

Otra diferencia importante tiene que ver con las relaciones de los mexicanos y los cubanos con sus respectivos países de origen. La comunidad cubana ha sido unánime en su hostilidad al régimen cubano y en sus esfuerzos por castigarlo y derrocarlo. El gobierno cubano le ha pagado con la misma moneda. La comunidad mexicana de los Estados Unidos ha sido más ambivalente y matizada en sus actitudes hacia el gobierno mexicano. No obstante, desde los ochenta, este ha tratado de expandir las dimensiones, la riqueza y el poder político de la comunidad mexicana en el suroeste de los Estados Unidos, y de integrar esa población a México. “La nación mexicana se extiende más allá de sus fronteras”, dijo el presidente mexicano Ernesto Zedillo en los noventa. Su sucesor, Vicente Fox, llamó “héroes” a los emigrantes, y se describe como el presidente de ciento veintitrés millones de mexicanos, cien millones en México y veintitrés millones en los Estados Unidos.
A medida que aumenta su número, los mexicano-norteamericanos se sienten cada vez más cómodos con su propia cultura y a menudo desprecian la cultura norteamericana. Exigen que se reconozca su cultura y la identidad histórica mexicana del suroeste de los Estados Unidos. Llaman la atención sobre su pasado hispano y mexicano y lo celebran, como ocurrió en las ceremonias y festividades llevadas a cabo en 1998 en Madrid, Nuevo México, a las que asistió el vicepresidente español, para honrar la fundación cuatrocientos años antes del primer asentamiento europeo en el suroeste, casi una década antes de Jamestown. Como comentara el New York Times en septiembre de 1999, el crecimiento del número de hispanos “ha contribuido a ‘latinizar’ a muchos hispanos, a quienes ahora les resulta más fácil reivindicar su legado… Su gran cantidad les ha dado fuerzas, y las jóvenes generaciones crecen con mayor orgullo étnico, al tiempo que la influencia latina comienza a permear campos como los del espectáculo, la publicidad y la política.” Un dato permite adivinar cuál será el futuro: en 1998, “José” sustituyó a “Michael” como el nombre más popular de varón tanto en California como en Texas.

Diferencias irreconciliables

La persistencia de la inmigración mexicana a los Estados Unidos reduce los incentivos para la asimilación cultural. Los mexicanos-norteamericanos ya no se consideran miembros de una pequeña minoría que debe adaptarse al grupo dominante y adoptar su cultura. Con el incremento de sus filas, se identifican más con su propia identidad étnica y su cultura. La sostenida expansión numérica promueve la consolidación cultural y lleva a los mexicano-norteamericanos a no minimizar, sino a exaltar las diferencias entre su cultura y la estadounidense. Como dijera el presidente del Consejo Nacional de la Raza en 1995, “el mayor problema que enfrentamos es el del choque cultural entre nuestros valores y los de la sociedad norteamericana”. A continuación explicó la superioridad de los valores hispanos con respecto a los valores norteamericanos. De manera similar, Lionel Sosa, un exitoso empresario mexicano-norteamericano de Texas, celebró en 1998 el surgimiento de un grupo de profesionales hispanos de clase media que parecían anglos, pero cuyos “valores siguen siendo muy diferentes a los de los anglos”.
No hay duda de que, como ha señalado el politólogo de la Universidad de Harvard, Jorge I. Domínguez, los mexicano-norteamericanos se sienten más favorablemente dispuestos hacia la democracia que los mexicanos. No obstante, existen “feroces diferencias” entre los valores culturales estadounidenses y mexicanos, como observara en 1995 Jorge Castañeda, quien fuera canciller de México.

Castañeda citó diferencias en términos de igualdad social y económica, poca predictibilidad de los acontecimientos, conceptos de tiempo condensados en el “síndrome de mañana”, la capacidad para alcanzar resultados rápidamente y actitudes con respecto a la historia, expresadas en “el cliché de que los mexicanos están obsesionados con la historia y los norteamericanos con el futuro”. Sosa identifica varias características hispanas (muy diferentes a las angloprotestantes) que “a los latinos nos impiden avanzar”: desconfianza en las personas que no son de la familia; falta de iniciativa, confianza en sí mismos y ambición; poca valoración de la educación; aceptación de la pobreza como una virtud necesaria para llegar al cielo. El escritor Robert Kaplan cita a Alex Villa, un mexicano-norteamericano de tercera generación que vive en Tucson, Arizona, y que afirma que no conoce a casi nadie en la comunidad mexicana al sur de Tucson que crea en “la educación y el trabajo duro” como la vía para alcanzar la prosperidad material, y que esté dispuesto, por tanto, a “norteamericanizarse”. Es obvio que hay profundas diferencias culturales que separan a mexicanos y norteamericanos, y el alto nivel de inmigración desde México sustenta y refuerza el predominio de los valores mexicanos entre los mexicano-norteamericanos.
La continuación de esta gran inmigración (sin una mejor asimilación) podría dividir a los Estados Unidos y convertirlo en un país con dos lenguas y dos culturas. Hay unas pocas democracias estables y prósperas –como Canadá y Bélgica– que han seguido ese patrón. Las diferencias culturales en el seno de esos países, sin embargo, no se acercan ni de lejos a las existentes entre los Estados Unidos y México, e incluso en esos países persisten las diferencias idiomáticas. No son muchos los anglocanadienses que dominan por igual el inglés y el francés, y el gobierno canadiense ha tenido que imponer sanciones para lograr que los funcionarios de más alto nivel adquieran el dominio de ambos idiomas. Lo mismo ocurre con los valones y los flamencos en Bélgica. La transformación de los Estados Unidos en un país como esos no sería necesariamente el fin del mundo; sin embargo, sí sería el fin de los Estados Unidos tal como han existido durante más de tres siglos. Los norteamericanos no deberían dejar que eso sucediera a menos que estuvieran convencidos de que esa nueva nación sería un país mejor.

Una transformación de esas dimensiones no sólo revolucionaría a los Estados Unidos, sino que también tendría graves consecuencias para los hispanos, quienes estarían en los Estados Unidos pero no pertenecerían a los Estados Unidos. Sosa termina su libro, The Americano Dream, con palabras de aliento para los empresarios hispanos con aspiraciones. “¿El americano dream?”, pregunta. “Existe, es realista y todos lo podemos compartir.” Sosa se equivoca. El americano dream no existe. Lo único que existe es el sueño norteamericano creado por una sociedad angloprotestante. Los mexicano-norteamericanos participarán de ese sueño y de esa sociedad sólo si sueñan en inglés.

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