Al intentar un adentramiento en el diálogo, como fenómeno humano, se nos revela la palabra –de la cual podemos decir que es el diálogo mismo. Y, al encontrar en el análisis del diálogo la palabra como algo más que un medio para que este se produzca, se nos impone buscar, también, sus elementos constitutivos.
Esta búsqueda nos lleva a sorprender en ella dos dimensiones –acción y reflexión– en tal forma solidarias, y en una interacción tal que, sacrificada aunque sólo fuera en parte una de ellas, se resiente inmediatamente la otra. No hay palabra verdadera que no sea una unión inquebrantable entre acción y reflexión y, por ende, que no sea praxis. De ahí que decir la palabra verdadera sea transformar el mundo.1
La palabra inauténtica, por otro lado, con la que no se puede transformar la realidad, resulta de la dicotomía que se establece entre sus elementos constitutivos. De tal forma que, privada la palabra de su dimensión activa, se sacrifica también, automáticamente, la reflexión, transformándose en palabrería, en mero verbalismo. Por ello, alienada y alienante. Es una palabra hueca de la cual no se puede esperar la denuncia del mundo, dado que no hay denuncia verdadera sin compromiso de transformación, ni compromiso sin acción.
Si, por el contrario, se subraya o se hace exclusiva la acción con el sacrificio de la reflexión, la palabra se convierte en activismo. Este, que es acción por la acción, al minimizar la reflexión, niega también la praxis verdadera e imposibilita el diálogo.
Los hombres no se hacen en silencio,2 sino en la palabra, en el trabajo, en la acción, en la reflexión. Mas si decir la palabra verdadera, que es trabajo, que es praxis, es transformar el mundo, decirla no es privilegio de algunos hombres, sino derecho de todos los hombres. Precisamente por esto nadie puede decir la palabra verdadera solo, o decirla para los otros, en un acto de prescripción con el cual quita a los demás el derecho de decirla. Decir la palabra referida al mundo que se ha de transformar implica un encuentro de los hombres para esta transformación.
El diálogo es este encuentro de los hombres, mediatizados por el mundo, para pronunciarlo, y no se agota, por tanto, en la mera relación yo-tú. Esta es la razón que hace imposible el diálogo entre aquellos que quieren pronunciar el mundo y los que no quieren hacerlo, entre los que niegan a los demás la pronunciación del mundo y los que la quieren, entre los que niegan a los demás el derecho de decir la palabra y aquellos a quienes se ha negado este derecho.
Primero, es necesario que los que así se encuentran, negados del derecho primordial de decir la palabra, reconquisten ese derecho, prohibiendo que continúe este asalto deshumanizante.
Si diciendo la palabra con que, al pronunciar el mundo, los hombres lo transforman, el diálogo se impone como el camino mediante el cual los hombres ganan significación en cuanto tales. Por esto, el diálogo es una exigencia existencial.
Y siendo el encuentro que solidariza la reflexión y la acción de sus sujetos encauzados hacia el mundo que debe ser transformado y humanizado, no puede reducirse a un mero acto de depositar ideas consumadas por sus permutantes.
Tampoco es discusión guerrera, polémica entre dos sujetos que no aspiran a comprometerse con la pronunciación del mundo ni con la búsqueda de la verdad, sino que están interesados solamente en la imposición de su verdad.
Dado que el diálogo es el encuentro de los hombres que pronuncian el mundo, no puede existir una pronunciación de unos a otros. Es un acto creador. De ahí que no pueda ser mañoso instrumento del cual eche mano un sujeto para conquistar a otro. La conquista implícita en el diálogo es la del mundo por los sujetos dialógicos, no la del uno por el otro. Conquista del mundo para la liberación de los hombres.
Es así como no hay diálogo si no hay un profundo amor al mundo y a los hombres. No es posible la pronunciación del mundo, que es un acto de creación y recreación, si no existe amor que lo infunda.3
Siendo el amor fundamento del diálogo, es también diálogo. De ahí que sea, esencialmente, tarea de sujetos, y que no pueda verificarse en la relación de dominación. En esta, lo que hay es patología amorosa: sadismo en quien domina, masoquismo en los dominados. Amor no. El amor es un acto de valentía, nunca de temor; el amor es compromiso con los hombres. Dondequiera que exista un hombre oprimido, el acto de amor radica en comprometerse con su causa. La causa de su liberación. Este compromiso, por su carácter amoroso, es dialógico.
Como acto de valentía, no puede ser identificado con un sentimentalismo ingenuo; como acto de libertad, no puede ser pretexto para la manipulación, sino que debe generar otros actos de libertad. Si no es así, no es amor.
Por esta misma razón, no pueden los dominados, los oprimidos, en su nombre, acomodarse a la violencia que se les imponga, sino luchar para que desaparezcan las condiciones objetivas en que se encuentran aplastados. Solamente con la supresión de la situación opresora es posible restaurar el amor que en ella se prohibía. Si no amo el mundo, si no amo la vida, si no amo a los hombres, no me es posible el diálogo.
No hay, por otro lado, diálogo, si no hay humildad. La pronunciación del mundo, con la cual los hombres lo recrean permanentemente, no puede ser un acto arrogante.
El diálogo, como encuentro de los hombres para la tarea común de saber y actuar, se rompe si sus polos (o uno de ellos) pierde la humildad. ¿Cómo puedo dialogar, si alieno la ignorancia, esto es, si la veo siempre en el otro, nunca en mí?
¿Cómo puedo dialogar, si me admito como un hombre diferente, virtuoso por herencia, frente a los otros, meros objetos en quienes no reconozco otros “yo”? ¿Cómo puedo dialogar, si me siento participante de un gueto de hombres puros, dueños de la verdad y del saber, para quienes todos los que están fuera son “esa gente” o son “nativos inferiores”?
¿Cómo puedo dialogar, si parto de que la pronunciación del mundo es tarea de hombres selectos y que la presencia de las masas en la historia es síntoma de su deterioro, el cual debo evitar?
¿Cómo puedo dialogar, si me cierro a la contribución de los otros, la cual jamás reconozco y hasta me siento ofendido por ella? ¿Cómo puedo dialogar, si temo la superación y si, sólo con pensar en ella, sufro y desfallezco?
La autosuficiencia es incompatible con el diálogo. Los hombres que carecen de humildad, o aquellos que la pierden, no pueden aproximarse al pueblo. No pueden ser sus compañeros de pronunciación del mundo. Si alguien no es capaz de sentirse y de saberse tan hombre como los otros, significa que le falta mucho que caminar para llegar al lugar de encuentro con ellos.
En este lugar de encuentro no hay ignorantes absolutos ni sabios absolutos: hay hombres que, en comunicación, buscan saber más.
No hay diálogo, tampoco, si no existe una intensa fe en los hombres. Fe en su poder de hacer y rehacer. De crear y recrear. Fe en su vocación de ser más, que no es privilegio de algunos elegidos sino derecho de los hombres.
La fe en los hombres es un dato a priori del diálogo. Por ello, existe aun antes de que este se instaure. El hombre dialógico tiene la fe en los hombres antes de encontrarse frente a frente con ellos. Esta, sin embargo, no es una fe ingenua.
El hombre dialógico, que es crítico, sabe que el poder de hacer, de crear, de transformar, es un poder de los hombres, y sabe también que ellos pueden, enajenados en una situación concreta, tener ese poder disminuido. Esta posibilidad, sin embargo, en vez de matar en el hombre dialógico su fe en los hombres, se presenta ante él, por el contrario, como un desafío al cual debe responder.
Está convencido de que este poder de hacer y transformar, si bien negado en ciertas situaciones concretas, puede renacer. Puede constituirse.
No gratuitamente, sino mediante la lucha por su liberación. Con la instauración del trabajo libre y no esclavo, trabajo que otorgue la alegría de vivir.
Notas:
1—Algunas reflexiones aquí desarrolladas nos fueron sugeridas en conversaciones con el profesor Ernani María Fiori.
2—No nos referimos, obviamente, al silencio de las meditaciones profundas en las que los hombres, en una forma aparente de salir del mundo, se apartan de él para “admirarlo” en su globalidad, pero continuando en él. De ahí que estas formas de recogimiento sólo sean verdaderas cuando los hombres se encuentran en ellas empapados de “realidad” y no cuando, significando un desprecio al mundo, constituyan formas de evasión, en una especie de “esquizofrenia histórica”.
3—Cada vez nos convencemos más de la necesidad de que los verdaderos revolucionarios reconozcan en la revolución un acto de amor, en tanto es un acto creador y humanizador. Para nosotros, la revolución que se hace sin una teoría de la revolución y, por tanto, sin conciencia, tiene en esta algo irreconciliable con el amor. Por el contrario, la revolución que es hecha por los hombres, es hecha en nombre de su humanización. ¿Qué lleva a los revolucionarios a unirse a los oprimidos sino la condición deshumanizada en que estos se encuentran? No es debido al deterioro que ha sufrido la palabra amor en el mundo capitalista que la revolución dejará de ser amorosa, ni que los revolucionarios silenciarán su carácter biófilo. Guevara, aunque hubiera subrayado el “riesgo de parecer ridículo”, no temió afirmarlo: “Déjeme decirle” –declaró, dirigiéndose a Carlos Quijano–, “a riesgo de parecer ridículo, que el verdadero revolucionario está guiado por grandes sentimientos de amor. Es imposible pensar en un revolucionario auténtico sin esta cualidad.” Ernesto Che Guevara: Obra Revolucionaria, Ediciones ERA, México D.F., 1967, pp. 637-638.