La identidad: un enclave de resistencia cultural

Maria Isabel Romero

No es casual que en la última década del siglo xx el tema de la identidad haya llegado a ser medular para los movimientos populares que se resisten a la homogenización cultural. Promotor de la ética del mercado, la agudización de las desigualdades sociales, la exclusión de las grandes mayorías y la destrucción de la na- turaleza, el capitalismo neoliberal se muestra como único proyecto de sociedad viable, desvalorizando otras opciones de vida que no contribuyan a su reproducción como sistema social.
Sobre esta indiscutible realidad la revista paraguaya Acción, en su página editorial, apunta:

Se estima que existen en el mundo unas cinco mil identidades étnicas. Esto quiere decir que existen casi el mismo número de lenguas, culturas, sistemas de vida y formas de religión. Ahora bien, hay menos de doscientas naciones-Estado. Este fenómeno, que no es del todo nuevo (…) se ha superpuesto a las etnias que caían dentro de sus fronteras, y ha intentado asimilarlas e integrarlas. En muchos casos, ha pretendido hacerlas desaparecer, por lo menos en cuanto a sus diferencias. Realidades muy divergentes por geografía, historia y cultura se encuentran así, como se diría vulgarmente, metidas en la misma bolsa.1

Sin necesidad de recurrir a demasiados argumentos, la afirmación de las identidades de los grandes grupos excluidos se ha convertido, necesariamente, en un enclave de resistencia cultural y de construcción de contrahegemonía. La defensa de las raíces, el rescate de la memoria, la posibilidad de ser sujetos históricos se revelan como alternativas para cuestionar el orden presente y proyectar un futuro de equidad, dignidad y justicia social.
Los caminos para alcanzar estas alternativas no resultan sencillos. Al estar condicionadas histórica y socialmente, las diversas identidades llevan impregnadas la cultura, que naturaliza las relaciones de poder caracterizadas por la dominación de unos grupos sociales sobre otros. A su vez, complejiza este problema el hecho de que los seres humanos portan múltiples identidades,2 que pueden enriquecerlos o conflictuarlos en caso de no existir armonía entre ellas. Estas tensiones, sin embargo, pueden contribuir al cambio, tanto en el nivel de la subjetividad individual como social.
Es así que nuestras prácticas como educadoras y educadores populares nos revelan que nuestra constitución como sujetos históricos o como identidades resistentes a reproducir esa cultura de dominación-dependencia, precisa de estudio e investigación. Aproximarnos a los elementos que intervienen en la conformación de las identidades individuales y colectivas aporta luces para construir un mundo diferente.
Dedicaré la primera parte de este artículo, en lo fundamental, al abordaje teórico de la categoría identidad desde la perspectiva de la psicología, y, la segunda, a reflexionar sobre la educación popular como opción pedagógica para construir nuevas identidades.

Sobre las identidades individuales y colectivas

De manera general, la identidad es una construcción subjetiva de dimensiones biológicas, psicológicas, sociales, culturales y ecológicas. Si bien esta última se ha incorporado más recientemente al discurso de las ciencias sociales, sin duda el clima y las características geográficas del hábitat intervienen en el modo de vida de individuos y grupos.
En su trabajo Los grupos étnicos y sus fronteras, el antropólogo noruego Frederick Barth refiere que las oportunidades ofrecidas por el entorno en que un grupo se desarrolla pautan determinados estilos de vida, patrones de actividad característicos relacionados con su subsistencia y su economía. Si bien la ecología local constituye un criterio que permite definir una identidad, no es determinante, según este autor, en tanto los grupos étnicos que conviven en medios ecológicamente diferentes mantienen “las formas institucionales manifiestas constitutivas de los rasgos culturales que los identifican como categoría social”.3
Por otra parte, cuando menciono los factores biológicos me refiero a los rasgos físicos –fenotípicos y genotípicos– que explican la fisonomía, el tipo de sistema nervioso o la predisposición a ciertas enfermedades. Son ellos los que determinan, por ejemplo, la estatura de las personas, el color de su piel, el sexo o algunas características temperamentales. Barth aclara que, en el caso de las identidades étnicas, estos rasgos pueden cambiar si el grupo se mantiene abierto a la entrada de miembros de otros grupos con componentes raciales diferentes.
Los factores psicológicos, a los que prestaré especial atención en estas líneas, se derivan del conjunto de relaciones del individuo con otros seres humanos. Incluyen los aprendizajes cognoscitivos, afectivos y conductuales que van conformando la subjetividad individual y social. Como se conoce, si bien al nacer ya existen rasgos que nos distinguen, la identidad –es decir, la autoconciencia de qué nos identifica y diferencia de los demás– va construyéndose paulatinamente, cristaliza en la adolescencia, y es a la vez mantenida en sus rasgos generales y modificada en muchas de sus particularidades en correspondencia con las experiencias de vida y los cambios en los sistemas de relación del individuo y los grupos sociales.
Los factores sociales y culturales se derivan de los contextos en que se desarrollan las personas. De ahí que las identidades individuales y colectivas sean el resultado de un interjuego dialéctico entre lo heredado culturalmente, a través de los diversos canales de socialización,4 y lo construido mediante las interacciones de los individuos en el marco de las relaciones sociales. La teoría del sociólogo francés Pierre Bourdieu permite entender esta afirmación al explicar cómo se estructura en la subjetividad un complejo sistema de disposiciones, esquemas básicos de percepción, pensamiento y acción llamado habitus, engendrado por la sociedad y no por el individuo. En este proceso, no totalmente consciente, el lenguaje se torna un canal fundamental de transmisión de valores, normas, costumbres, patrones de funcionamiento social. A su vez, el habitus organiza las prácticas de los individuos y grupos en la sociedad.
Aunque el tema de las identidades no fuera desarrollado especialmente por Sigmund Freud, sus vivencias personales, relacionadas con su identidad judía, así como sus ideas sobre los orígenes y el desarrollo del psiquismo humano no sólo lo aproximaron inevitablemente a él, sino que lo convirtieron en un antecedente importante.
Las consideraciones de Freud en el sentido de que los mecanismos inconscientes de identificación5 tienen un peso importante en la conformación del yo, fueron retomadas años después por estudiosos del tema provenientes del campo de la sociología y de la propia psicología. Sobre este particular, el científico austríaco señaló: “En la vida anímica individual aparece integrado siempre, efectivamente, ‘el otro’ como modelo, objeto, auxiliar o adversario, y de este modo, la psicología individual es, al mismo tiempo y desde un principio, psicología social”.6
Seguidor de su pensamiento, el psicoanalista alemán, profesor y pionero de la investigación psicohistórica, Erick Ericsson, fue el primero en abordar a profundidad la categoría identidad en el campo de la psicología del individuo.
A partir de los años cuarenta del siglo xx, durante el tratamiento de las neurosis de guerra, Ericsson constató que sus pacientes se sentían confundidos en sus propios vecindarios y padecían de una pérdida de identidad. Según el psicólogo, había un trastorno central de la identidad del yo, y sobre esto apuntaba: “ese sentimiento de identidad permite experimentar al ‘sí mismo’ como algo que tiene continuidad y mismidad, y actuar en consecuencia”.7 A partir de entonces, los conceptos de identidad, crisis de identidad y confusión de identidad se convirtieron en ideas centrales de su pensamiento.
A su modo de ver, la identidad es una necesidad inherente a los seres humanos. En su obra Infancia y sociedad, este autor sostiene la importancia de los mecanismos de identificación en la conformación de la identidad. Explica que un niño o una niña tiene muchísimas oportunidades para identificarse en forma más o menos experimental con hábitos, rasgos, ocupaciones e ideas de personas reales o ficticias de ambos sexos, pero ciertas crisis lo obligan a hacer selecciones radicales y a apropiarse de determinados rasgos o características.
El psicólogo L. S. Vigotsky sustenta una visión diferente a partir de su enfoque histórico-cultural. Según el científico soviético, el desarrollo de la psiquis y, por tanto, la conformación de la subjetividad, sólo es posible en la interacción que se verifica entre las niñas y niños y los adultos.
Dos conceptos resultan fundamentales en ese proceso: la internalización y la mediatización. Las funciones psíquicas superiores existen en dos dimensiones diferentes: en primera instancia, en el plano social interindividual, y después, en el plano intraindividual.
La internalización de lo externo opera en un proceso de construcción con otros, que implica la transformación de la realidad y, al mismo tiempo, de las estructuras psicológicas del individuo. La utilización posterior de lo internalizado, ya elaborado subjetivamente, se manifiesta como una externalización que conduce a transformar los procesos culturales. Esa transformación está mediada por los instrumentos socioculturales en un contexto histórico determinado. 8
Para Vigotsky, existen dos formas de mediación: la influencia del contexto (personas, grupos, sociedad) y los instrumentos socioculturales de los que se sirve el individuo –es decir, herramientas y signos. Las transformaciones cualitativas que experimenta el desarrollo psíquico se relacionan con las apropiaciones cada vez más certeras de los usos de los instrumentos como formas de mediación, lo cual le posibilita al sujeto realizar acciones más complejas, cualitativamente superiores.
A diferencia del psicoanálisis, para Vigotsky la comunicación y la actividad práctica con los instrumentos sociales resultan decisivas en la aprehensión de la realidad por parte del niño o la niña. Estos aprendizajes –mediados por el desarrollo psíquico alcanzado hasta ese momento y por los contextos culturales– suceden de manera activa y consciente, dado que para que se produzcan se requiere de la participación del individuo.
Hasta aquí, constatamos la presencia de dos enfoques que permiten explicar cómo se conforman las identidades individuales. Hemos visto que se diferencian en cuanto a las determinantes del desarrollo del psiquismo. Si para el psicoanálisis la determinación es, básicamente, inconsciente y universal en tanto ocurre así en cualquier medio social, para el enfoque histórico-cultural se trata de un proceso consciente en el que la comunicación, la experiencia práctica del individuo, el desarrollo psíquico alcanzado y el contexto donde transcurre la relación con su realidad resultan determinantes.
La psicología social de orientación sociológica norteamericana aporta también un enfoque interesante que constituye otro valioso antecedente. Charles H. Cooley y George H. Mead fueron sus representantes más genuinos. Ambos autores hicieron contribuciones fundamentales a la comprensión del “sí mismo”.9 El primero, porque reconoce en el grupo primario una vía indispensable de socialización del individuo; el segundo, por el valor que otorgó a las interacciones entre los individuos para la formación del yo.
Según Cooley, el grupo primario se caracteriza por una cooperación y una asociación íntimas y directas. Es primario en varios sentidos, pero ante todo porque resulta básico en la formación de la naturaleza social y de los ideales de los individuos. Apunta los tres grupos primarios principales: la familia, el grupo infantil de juegos y la comunidad de los mayores, prácticamente universales, que se encuentran en todas las épocas y en todos los pueblos, al margen de su estadio de desarrollo.10
Por su parte, Mead, que elaboró y enriqueció las ideas de Cooley, indica que alcanzamos un sentimiento de mismidad actuando hacia nosotros mismos en forma parecida que hacia otras personas. De manera que, a través del lenguaje y la adopción de funciones o papeles en los juegos y en las competencias, la niña o el niño es capaz de salir de sí mismo y adquirir conciencia de otros significativos para él. Lo esencial en la conducta, para este autor, es la interacción, y el surgimiento del yo, esto es, de la autoconciencia.
El interaccionismo simbólico, del cual Mead es la figura principal, se centra en la interpretación que una persona da de su propia conducta y de la conducta de los demás. Esta corriente incursiona en la cuestión de los roles o papeles sociales y afirma que estos designan patrones de comportamiento de acuerdo con el lugar que se ocupe en la sociedad; de ahí que estén atravesados por la clase, el género, la raza, la edad y otras categorías sociales. La sociedad espera, entonces, determinados comportamientos de acuerdo con el rol que se ha construido históricamente. Sin embargo, cada uno supone la construcción de una realidad social nueva a través del dar y recibir de la interacción. En la medida en que un rol social determinado adquiera importancia para el individuo, su identidad lo hará suyo.
Es así como el interaccionismo simbólico se concentró en una visión de la sociedad mediada por las interacciones personales. Para sus seguidores, la conformación del “sí mismo” está determinada por la apropiación de los diferentes roles con los que se identifica el individuo, roles que en los primeros años se concretan en las personas con las que primariamente se relaciona. Como se puede apreciar, esta tesis redujo las relaciones sociales a lo interpersonal o interindividual.
Autores más contemporáneos, como Vander Zanden,11 por ejemplo, entienden la identidad como la respuesta a la pregunta “quién soy yo”, o sea, el sentido que cada persona tiene de su lugar en el mundo y el significado asignado a los demás en el contexto más amplio de la vida humana. Según este autor, el sí mismo es una abstracción referida a nuestros atributos, capacidades y actividades: entraña la concepción que desarrollamos acerca de nuestra propia conducta, el sistema de conceptos que empleamos para tratar de autodefinirnos, algo así como el custodio de la conciencia, y el hecho de que nos vivenciamos como entidades separadas de las demás y dotadas de continuidad temporal (somos la misma persona a lo largo del tiempo). Es decir, la idea del sí mismo nos hace sentir como una unidad diferenciada, identificable, limitada.
Continuando las reflexiones sobre las identidades individuales, Anthony Giddens12 sostiene que, a diferencia del yo en cuanto fenómeno genérico, la identidad supone conciencia refleja, que no es un rasgo distintivo, ni siquiera una colección de rasgos poseídos por el individuo, sino el yo entendido reflexivamente por la persona en función de su biografía. Aquí, identidad presupone continuidad en el tiempo y el espacio; pero la identidad del yo es esa continuidad interpretada reflejamente por el agente, lo cual incluye el componente cognitivo de la personalidad.
Para este autor, el sentimiento de identidad depende, en primera instancia, del desarrollo psicológico individual, sustentado en la confianza básica adquirida en los primeros años de la vida; también de la historia del individuo y, por último, de su lucidez e inteligencia para la construcción-reconstrucción de un sentido de identidad coherente y provechoso a lo largo del tiempo.
En esta definición merece subrayarse el acento en la reflexividad y en la elaboración de la historia personal como procesos cognitivos imprescindibles para la construcción subjetiva individual de la identidad.
La psicología cubana contemporánea ha hecho importantes aportes a este campo de la investigación. Carolina de la Torre señala que:

Cuando se habla de identidad de un sujeto individual o colectivo hacemos referencia a procesos que nos permiten suponer que ese sujeto, en determinado momento y contexto, es y tiene conciencia de ser él mismo, y que esa conciencia de sí se expresa (con mayor o menor elaboración) en su capacidad para diferenciarse de otros, identificarse con determinadas categorías, desarrollar sentimientos de pertenencia, mirarse reflexivamente y establecer narrativamente una continuidad a través de las transformaciones y los cambios.13

Muestra entonces esta definición que las identidades colectivas14 –también conocidas como identidades sociales, a pesar de que, como hemos visto, tanto las individuales como las colectivas son sociales– se asemejan a las individuales por su naturaleza y conformación, aun cuando tengan sus especificidades. La misma conciencia de permanencia, al margen de los cambios, la misma percepción de sí mismo como unidad única y diferente a los demás ocurre no sólo en los individuos, sino también en los grupos sociales.
En su conocida obra La construcción social de la realidad, Berger y Luckmann, sociólogos austriaco y alemán, respectivamente, continuadores y superadores del interaccionismo simbólico, reconocen que la identidad es un fenómeno surgido de la dialéctica entre el individuo y la sociedad, y que los sistemas sociales, a través de sus instituciones, influyen en la conformación de las diferentes identidades colectivas. Los diversos grupos sociales, en los que el individuo se inserta desde su nacimiento, actúan como transmisores del conjunto de normas y valores que dan cuenta de las características de la sociedad donde se desarrolla.
Estos autores se refieren a los procesos de socialización primaria y secundaria como dos momentos fundamentales para la internalización o apropiación de la realidad objetiva (estructura y funcionamiento social, por ejemplo) y la construcción de la realidad subjetiva (el yo, la identidad). Sostienen que la socialización primaria es la primera por la que el individuo atraviesa en la niñez, y que por medio de ella se convierte en miembro de la sociedad. Afirman que todo individuo nace en el seno de una estructura social objetiva en la cual se encuentra los otros significantes encargados de su socialización, y que le son impuestos. Estas personas significantes, que mediatizan el mundo para él o ella, lo modifican en el curso de esa mediatización, seleccionan aspectos del mundo según la situación que ocupan dentro de la estructura social y también en virtud de sus historias personales.
Berger y Luckmann anotan que además de proporcionar un aprendizaje cognoscitivo, la socialización primaria se efectúa en circunstancias de enorme carga emocional. La internalización se produce sólo cuando ocurre la identificación. El niño o la niña aceptan los roles y actitudes de los otros significantes; o sea, los internalizan. Al respecto, señalan: “Esto no es un proceso mecánico y unilateral: entraña una dialéctica entre la autoidentificación y la identificación que hacen los otros, entre la identidad objetivamente atribuida y la que es subjetivamente asumida.”15
Así, la identidad se define objetivamente como la ubicación en un mundo determinado, y puede asumirse subjetivamente sólo con ese mundo. La socialización primaria crea en la conciencia del niño o niña una abstracción progresiva que va de los roles y actitudes de otros específicos, a los roles y actitudes en general. Esta abstracción se denomina el otro generalizado; esto significa que el individuo se identifica no sólo con otros concretos, sino con grupos sociales. En este proceso, el lenguaje desempeña un papel fundamental. En este tipo de socialización se aprehende el contexto institucional, y los otros significantes se aprehenden como parte de esas instituciones sociales.
Aunque Berger y Luckmann reconocen en el interaccionismo simbólico un valioso referente, consideran que las identidades no constituyen resultado solamente de las dinámicas producidas al calor de las interacciones sociales introyectadas por los individuos, sino intervienen de manera sustancial en su conformación el contexto histórico en el que se desarrolla la actividad social, las relaciones sociales resultantes y la estructura del sentido común en la vida cotidiana.
Henry Tajfel, profesor de la Universidad de Bristol y uno de los pilares de la llamada nueva psicología europea, aportó otras reflexiones teóricas sobre las particularidades de las identidades colectivas, a partir de las relaciones intergrupales. A él se debe la teoría de la identidad social, según la cual el énfasis en lo interindividual desatiende un importante aspecto que contribuye a la autodefinición del individuo: el hecho de ser miembro de numerosos grupos sociales, y que esa pertenencia contribuye, positiva o negativamente, a la imagen que cada uno tiene de sí.
En tal sentido, Tajfel desarrolla varios conceptos que le permiten explicar la naturaleza dinámica de las identidades colectivas. Para definirlas, alude a aquella parte del autoconcepto de un individuo, que se deriva del conocimiento de su pertenencia a un grupo social, junto con el significado valorativo y emocional asociado a la mencionada pertenencia.16
Su definición de grupo incluye tres componentes: el cognitivo (conocimiento de que uno pertenece al grupo), el evaluativo (la noción de grupo y/o pertenencia de uno a él puede tener una connotación valorativa positiva o negativa) y el emocional (los aspectos cognitivos y evaluativos del grupo y de la propia pertenencia a él pueden ir acompañados de emociones hacia el propio grupo o hacia grupos que mantienen ciertas relaciones con él). En ese marco, Tajfel refiere que el concepto de categorización social resulta determinante para entender esta perspectiva intergrupal, pues constituye un sistema de orientación que ayuda a crear y definir el lugar del individuo en la sociedad.
Muy cercano a las ideas de Tajfel, J. C. Turner17 define la identidad social del individuo por la pertenencia categorial (autocategorización) y las categorías sociales en términos del endogrupo (grupo de pertenencia) y exogrupo (grupo de comparación). Tajfel y Turner consideran que el individuo tiende a permanecer en un grupo y buscar la pertenencia a nuevos grupos si estos tienen alguna contribución que hacer a los aspectos positivos de su identidad. Si un grupo no satisface este requisito, el individuo por lo general lo abandona. Como ningún grupo vive aislado, los aspectos positivos de la identidad social, la reinterpretación de los atributos y el comprometerse en la acción social sólo adquieren significado en relación o comparación con otros grupos.
Esta perspectiva comparativa, según estos autores, relaciona la categorización social con la identidad colectiva. Las características de un grupo nacional, étnico o comunitario, alcanzan su mayor significación cuando se conectan con las diferencias que se perciben respecto a otros grupos y con las connotaciones de valor de esas diferencias. Por tanto, la definición de un grupo no tendría sentido, a no ser que existan otros grupos.
Sin dudas, Tajfel y Turner ofrecen otras perspectivas de análisis, al acentuar el papel de los grupos a los que pertenece el individuo en la conformación de su identidad individual, y destacar que las pertenencias de los individuos a diferentes grupos sociales están mediadas por la conciencia de su pertenencia a ellos, la valoración positiva o negativa de esa pertenencia y los sentimientos que le provoquen.
A su vez, enfatizan el papel de las valoraciones y comparaciones en el mantenimiento de la autoestima individual y la pertenencia grupal de los individuos, y muestran que las identidades colectivas incluyen entre sus dimensiones la permanencia, pero también el cambio. La permanencia está muy relacionada con las contribuciones del grupo a una autoimagen positiva del individuo y a una positiva identidad social, mientras que el cambio se relaciona con las creencias compartidas del mejoramiento de estatus social si el individuo cambia de grupo, así como con las creencias compartidas de que es preciso actuar conjuntamente con su grupo para cambiar las condiciones de vida.
El sociólogo español Manuel Castells define las identidades colectivas como los procesos de construcción de sentido alrededor de un atributo cultural, o un conjunto relacionado de atributos culturales al que se da prioridad sobre el resto de las fuentes de sentido. Afirma que lo mismo para un individuo que para un actor colectivo, puede haber una pluralidad de identidades, la cual es una fuente de tensión y contradicción, tanto en la representación de sí mismo como en la acción social.
Castells analiza que las identidades pueden originarse en las instituciones dominantes, pero sólo cristalizan como tales si los actores sociales las interiorizan y construyen su sentido en torno a esta interiorización. Considera a su vez que, debido al proceso de autodefinición e individualización, son fuentes de sentido más fuertes que los roles.
En ese proceso de construcción de identidad resultan relevantes, según este autor, los materiales de la historia, las biografías, la biología, las instituciones productivas y reproductivas, la memoria colectiva y las fantasías personales, los aparatos de poder y las revelaciones religiosas. Opina Castells que todo este material lo procesan los individuos, grupos sociales y las sociedades en general, reordenando su sentido según las determinaciones sociales y los proyectos culturales implantados en su estructura social y en su marco espacial-temporal.
Este sociólogo propone tres formas y orígenes de la construcción de la identidad, a partir del presupuesto de que siempre tiene lugar en un contexto marcado por las relaciones de poder:

· Identidad legitimadora: introducida por las instituciones dominantes de la sociedad para extender y racionalizar su dominación frente a los actores sociales.
· Identidad de resistencia: generada por aquellos actores en posiciones-condiciones devaluadas o estigmatizadas por la lógica de la dominación, por lo cual construyen trincheras de resistencia y supervivencia, sobre la base de principios diferentes u opuestos a los que impregnan las instituciones de la sociedad.
· Identidad proyecto: cuando los actores sociales, sobre la base de los materiales culturales de que disponen, construyen una nueva identidad que redefine su posición en la sociedad y, al hacerlo, buscan la transformación de toda la estructura social.18

Hasta aquí este breve recorrido teórico, que ha colocado su mirada en las identidades individuales y colectivas, y que presenta, a través de los diferentes enfoques, algunas regularidades caracterizadoras. Me refiero a los elementos compartidos de carácter objetivo que distinguen a unos grupos sociales de otros (historia, biología, lengua, estructura social, relaciones de poder), elaboraciones subjetivas acerca de las características comunes, (percepciones de sí, representaciones sociales, biografías, memoria colectiva), sentimientos de pertenencia al grupo que permiten a los miembros identificarse con él.
Efectivamente, las identidades son construcciones subjetivas condicionadas histórica y culturalmente –resultantes de las relaciones interpersonales e intergrupales que se establecen durante el transcurso de la vida– y asimismo importantes fuentes de sentido para individuos y grupos, de ahí su carácter movilizador.
Las identidades se expresan integralmente, a nivel cognitivo, afectivo y conductual, lo cual se debe tener en cuenta en la propuesta metodológica que se asuma, si la pretensión es su investigación y transformación. En su constitución intervienen elementos de carácter consciente e inconsciente, heredados y construidos, objetivos y subjetivos, permanentes y cambiantes.
Reconocer la naturaleza dinámica y procesual de las identidades, asumir el papel de la educación en su constitución y transformación, deviene un punto de partida imprescindible para quienes confiamos en que el cambio social es posible.

La educación popular como opción pedagógica para la construcción de nuevas identidades

El desmontaje de la cultura de la dominación, introyectada en las personas y grupos mediante diversos canales de socialización, así como la construcción de una cultura emancipatoria sustentada en relaciones de equidad, solidaridad y justicia social, es, sin duda, uno de los sentidos y desafíos más urgentes de nuestro trabajo como educadoras y educadores populares hoy. La educación popular como movimiento cultural, ético y político impulsa la constitución de nuevos sujetos sociales que, desde otras maneras de entender y asumir las relaciones de poder, propongan y construyan nuevas relaciones sociales, nuevas relaciones con la naturaleza y nuevas identidades.
Lo anterior no significa la negación de las identidades ya existentes, sino recuperar aquellas que, invisibilizadas por las lógicas de la dominación, portan un conjunto de prácticas sociales alternativas, con lo cual se revelan como enclaves de resistencia cultural. Significa también la deconstrucción de aprendizajes que afirman las asimetrías sociales, al tiempo que indica la conformación de una subjetividad cualitativamente diferente, que asuma la diversidad cultural como riqueza, en el entendido de que “las culturas no son mejores ni peores, son diferentes entre sí”.19
Todas estas intencionalidades se sustentan en un nuevo paradigma epistemológico que privilegia el trabajo con la subjetividad a partir de investigar e interpretar la realidad durante el proceso educativo, donde el diálogo y la participación resultan esenciales.
El diálogo se entiende como praxis y reflexión sobre el mundo para transformarlo, como impulsor del pensamiento crítico, pilar de un nuevo tipo de relaciones sociales no autoritarias, en las que los polos que dialogan tengan la posibilidad de proponer y crear. En otras palabras, constituye una superación de las dicotomías que naturalizan las contradicciones entre el educador y el educando, entre la enseñanza y el aprendizaje, entre la teoría y la práctica, entre la razón y los sentimientos, entre la transmisión y la construcción de conocimientos, entre la sociedad y la naturaleza.
Por otra parte, la participación se asume como actitud ante la vida, que implica el desarrollo de una subjetividad activa, crítica, propositiva, dialógica, protagonista de la historia, orientada al respeto a la vida, a la diversidad cultural y al rechazo a las exclusiones sociales. Es decir, una participación que se plantee resignificar el papel de la política, entendida como relaciones de poder que operan también en la vida cotidiana de las personas.
La propuesta pedagógica de la educación popular porta, a mi modo de ver, un conjunto de presupuestos y principios que la convierten en una opción privilegiada para la construcción-reconstrucción de identidades libres de sumisión y exclusión social.
En primer lugar, se trata de una concepción humanista que considera a los seres humanos, en su diversidad, protagonistas de la historia, que cree en sus fortalezas y, sobre todo, en sus potencialidades creadoras, que valoriza la dignidad, la equidad, la libertad responsable y el compromiso social.
Propone una ética de la vida sustentada en valores que sitúan a los seres humanos como centro y fin de la actividad social, contrapuesta a la racionalidad instrumental que rige en el capitalismo, pragmática y discriminatoria por naturaleza. Esa ética promueve la liberación de todas las opresiones y la autonomía de los sujetos al entender que, desde su vida cotidiana, producen acciones y saberes portadores de profundos contenidos simbólicos, los cuales forman parte de una verdadera tradición cultural, organizativa y participativa que ha de ser retomada y revalorizada.
Se asume la concientización como un camino imprescindible para el cambio social, en tanto intenciona el desarrollo de la capacidad de análisis crítico de la realidad, la identificación de las causas que justifican las desigualdades sociales y ocultan las diferencias entre lo natural y lo que puede cambiar, una propuesta de alternativas desde la perspectiva de la liberación.
La educación popular explicita la naturaleza política de la educación, al pronunciarse y accionar a favor de sustituir las opresiones que se verifican en los diferentes espacios sociales –la escuela, la familia, la iglesia, la comunidad– por la inclusión y el empoderamiento de los grupos segregados por razones de género, pobreza, orientación sexual, raza, entre otras. Su fin es la emancipación humana, reinventar el poder a partir del sueño de que es posible una nueva sociedad sin oprimidos ni opresores; en función de ello, promueve el desarrollo reflexivo y crítico de los hombres y mujeres en los procesos de liberación y de construcción de sus realidades sociales cotidianas.
Propone un enfoque holístico, integrador de la realidad, que permite abordarla en sus múltiples dimensiones: culturales, sociales, psicológicas, históricas, antropológicas y ecológicas. La inclusión de la perspectiva ecológica en los procesos educativos promueve el desarrollo de una visión diferente sobre las relaciones sociedad-naturaleza, seres humanos-naturaleza, que genere responsabilidad, compromiso y sentido de pertenencia.
Acentúa la necesidad de partir de la realidad cotidiana de las personas para, desde ahí, propiciar el diálogo con los conocimientos científicos y volver a la práctica enriquecidos por los nuevos aprendizajes; la opción por el trabajo grupal, que intenciona la construcción colectiva de conocimientos, la vivencia de relaciones de horizontalidad, cooperación, autonomía, participación y creatividad con el fin de irradiar esos aprendizajes a otros espacios sociales; la incorporación al proceso educativo de diferentes recursos para el aprendizaje que no sólo apelen a la razón como única manera de apropiar conocimientos, sino también a los sentimientos, al cuerpo, como partes del todo que conforma a los seres humanos.
Múltiples son los grupos sociales que se resisten a seguir viviendo bajo las lógicas del orden imperante en el mundo actual y luchan por su visibilización, convirtiéndose en referentes para el cambio social. La formación en educación popular, la incorporación de los avances de las ciencias sociales, la posibilidad de edificar propuestas desde las prácticas cotidianas han facilitado la producción de nuevos discursos, de formas diferentes de organización y acción que invierten los sentidos comunes de la cultura de la dominación.
Los movimientos a favor de la paz en el mundo, promotores del cuidado de la naturaleza, impulsores de la inclusión social de grupos marginados por razones de etnia, orientación sexual o de género, constituyen prácticas emancipatorias alternativas al pensamiento único. El Ejército Zapatista de Liberación Nacional, en México, el Movimiento de los Trabajadores Sin Tierra, en Brasil, o las Madres de la Plaza de Mayo, en Argentina, son ejemplos de movimientos sociales que apuestan a la educación popular como opción pedagógica para construir nuevas identidades. Nutrirnos de sus aprendizajes se revela hoy como necesidad de primer orden en las luchas por un mundo mejor.

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Notas:

1—“Identidad y globalización” (página editorial), en Acción, no. 191, marzo, 1999.
2—Me refiero a la identidad nacional, étnica, de género, barrial u otras que pueden coexistir en un mismo individuo.
3—Frederik Barth: Los grupos étnicos y sus fronteras, Fondo de Cultura Económica, México, 1976.
4—Constituyen canales de socialización la familia, la escuela, la iglesia, los medios de comunicación, entre otros.
5—La identificación es la apropiación, la introyección por parte del niño o de la niña de características, actitudes, patrones conductuales de figuras significativas de su entorno.
6—Sigmund Freud: “Psicología de las masas y análisis del yo”, Obras completas, t. 7, Ed. Biblioteca Nueva, Madrid, 1996, p. 2 563.
7—Erick Ericsson: Infancia y sociedad, Editorial Paidós, Buenos Aires, 1966.
8—Raquel Bermúdez y Lorenzo Pérez: La teoría histórico-cultural de L. S. Vigotsky. Algunas ideas básicas acerca de la educación y el desarrollo psíquico, Pueblo y Educación, La Habana, 1999.
9—En la literatura es frecuente encontrar usados, indistintamente, los términos “identidad” y “sí mismo”.
10—Carmen Huici: Estructura y procesos de grupos, Universidad Nacional de Educación a Distancia, Madrid, 1987, p. 30.
11—J. W. Vander Zanden: Manual de psicología, Ediciones Paidós, Buenos Aires, 1995.
12—Anthony Giddens: Modernidad e identidad del yo, Ediciones Península, Barcelona, 1997.
13—Carolina De la Torre: Las identidades: una mirada desde la psicología, Centro de Investigación y Promoción de la Cultura Cubana Juan Marinello, La Habana, 2001, p. 68.
14—Ejemplos de identidades colectivas son las étnicas, nacionales, religiosas, comunitarias, de género, entre otras.
15—Paul Berguer y Thomas Luckmann: La construcción social de la realidad, Amorrortu Editores, Buenos Aires, 1969, p. 67.
16—Henry Tajfel: Grupos humanos y categorías sociales, Barcelona, Herder, 1984, p. 292.
17—J. C. Turner: Redescubrir el grupo social, Editorial Morata, Madrid, 1990.
18—Manuel Castell: El poder de la identidad, Siglo XXI Editores, México, 1999, p. 30.
19—Paulo Freire: Hacia una pedagogía de la pregunta, Ed. La Aurora, Buenos Aires, 1986, p. 28.

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