Las identidades del coordinador de grupo: aquí y ahora

Mario Flores

Algunas reflexiones y otras tantas provocaciones para el diálogo

Yo ofrezco a usted, sin temor de negativa,
este nuevo trabajo, hoy que no tengo
más remuneración que brindarle
que el placer del sacrificio y la ingratitud
probable de los hombres José Martí,
carta a Máximo Gómez
del 13 septiembre de 1892

Siempre se habla desde un lugar. Siempre se actúa desde una posición. Y me sigue quedando claro que es fundamental tener conciencia plena de estas certezas. Esta condicionante nos alumbrará para “saber lo que uno se trae entre manos”, como dijera con trascendencia Carola de la Torre.
La coordinación no es solo un rol, no es solo un importante elemento en las dinámicas de los grupos, o una piedra significativa en la ingeniería de los procesos grupales. La coordinación es una identidad. Y es raro que, por lo general, la identidad se defina desde el “yo soy”, cuando se me ocurre que, por su carácter dialéctico, se ajustaría más al “yo estoy”. Quizás por eso Tato Pavlovsky habla de un “estar” del coordinador (molar y molecular). Dejémoslo entonces en un ser-estar. Yo soy-estoy coordinador, y en esa condición se sintetizan mi biografía emocional y mis mapas racionales, mis visiones de mundo y el uso de la gestualidad, los criterios, los gustos, las preferencias, los miedos, las rabias, las alegrías, etcétera. Sobre todo etcétera.
Desde mi identidad hago opciones, desde ella me miro y miro al grupo, desde ahí también construyo. No puedo ni quiero entender la identidad y mi condición de coordinador fuera de su determinación intervinculante instalada en un momento, para usar la categoría moreniana. No puedo ni quiero entender el yo sin el nosotros, y tampoco viceversa.
Estoy esperando la guagua, y sacando los mandados del mercado, y haciendo la cola de la pizza en 23, y viendo la Mesa Redonda, y disfrutando de la belleza de la oratoria de don Eusebio Leal en Mercaderes y Lamparilla, y aguantándome la descarga de un socio que me encontré a la salida del cine, y entre col y col, me pregunto sobre la identidad del coordinador y los procesos grupales. ¿Y por qué está tan en desuso el trabajo de grupos?
¿Dónde están los psicólogos y las psicólogas? ¿Por qué esa opción casi exclusiva por la “clínica” individual? ¿Solo a mi me molesta que en este municipio en que vivo y que tiene doscientos mil habitantes, haya solamente veinte psicólogos en labores, y todos “clínicos”? ¿Por qué no estamos en los barrios populares trabajando en grupos con un enfoque comunitario?
Si creo en el determinismo sociohistórico, me resulta imposible no hacerme estas preguntas y otras más escabrosas. No puedo estar en la coordinación de grupalidades reflexionando sobre mi identidad desde ese rol y no cuestionarme sobre la macrogrupalidad y sus fenómenos subjetivos. El ejercicio de la coordinación, así como la grupalidad misma, son una expresión directa de lo que acontece en todas las dimensiones del contexto societal. Y tiro la piedra no porque crea que conmigo no es la cosa. Por el contrario: me siento lleno de responsabilidad y de autocrítica. Me seguiré preguntando una y otra vez lo mismo, aunque hable de pececitos o piedras en la ventana, como dijera don Mario Benedetti. Y no puede ser de otra manera, porque si no fuera así, no me quedaría otra alternativa ―que ya ha probado más de una― que irme para la casa y meterme bajo la cama; o peor aun: irme para mi mismo y meterme bajo la inercia.

Para mi la crítica no ha sido nunca más que el mero ejercicio del criterio.No hay tormento mayor que escribir contra el alma, o sin ella.
José Martí, 1882

En nuestro contexto cultural la crítica se ha convertido en una palabra obscena, de esas que se usan después de La Calabacita. El ejercicio de la crítica se hace a media voz y en círculos cerrados, o peor aún, en un ritual de travestismo, se disfraza de crítica la letanía quejumbrosa autovictimizante, circular y monótona, y se la quiere hacer pasar por “Ella”, cuando con solo levantarle la saya nos damos cuenta de que es otra cosa. Ello evidencia una culpabilidad implícita en su uso, o un autoengaño con olor a resistencia, que refuerza mecanismos perversos. ¿Qué trastornos de la comunicación y mal entendimiento de la dialéctica se nos albergaron en el corazón?
La crítica puede ser positiva o negativa: aunque cueste creerlo, cuando le decimos a una amiga “qué lindo te quedó ese corte de pelo” estamos también haciendo una crítica. Criticar es estar involucrado, perteneciente, motivado, convocado a sumarse. Criticar es empoderarse y responsabilizarse con ese empoderamiento. Empoderarse para transformar.
Esta ha sido una revolución asediada y agredida constantemente durante cincuenta años por un poderoso enemigo sin escrúpulos que solo está a unas cuantas millas. Ese hostigamiento ha tomado cuerpo (también) en una permanente campaña comunicacional, y quizás de ahí se nos haya ido fortaleciendo eso de entender la crítica como un intento de destrucción. Y es lógico: cuando nos sentimos agredidos la reacción es la defensa. Ya dirán los más entendidos los decursares de este mecanismo que se alberga en representaciones culturales.
Eso por una parte, pero también están nuestras propias insuficiencias, los procesos de desarrollo de la democracia socialista, la forma en que se aplican algunas directrices de manera dogmática y burocrática, que pueden llegar al absurdo de hacer ver la crítica como un “quien no esté conmigo está contra mi”. A quien se cuestiona y problematiza ―momentos fundamentales de la toma de conciencia― se le cuelga el cartelito de “conflictivo”, y el estigma, como cualquier estigma, limita, coarta, bloquea, excluye. Por eso es mejor tomar las cosas con espíritu deportivo, dejar que todo te resbale y permanecer en una constante desconexión. Y ahí sale a escena un peligroso personaje digno de análisis: “el sinflictivo”.
O sea, también está lo otro: ese desdibujarse de la autorresponsabilidad, de lo que compete a cada uno directamente. Cada quien tiene un poder, y en la acción u omisión lo ejerce. Es más fácil tirarle toda la responsabilidad a la institución X y depositarlo fuera de sí: ese particular fenómeno del “limpiarse” y que quede claro que yo no fui. Este fenómeno subjetivo de la Cuba contemporánea quizás tenga sus remotas raíces en la polaridad entre “Don Tabaco” y “Doña Azúcar”, que nos puntualizara don Fernando Ortiz, y tenga un sabor vinculante directo con ese otro fenómeno de “se acata pero no se cumple” que refiere Guillermo Rodríguez Rivera en su magnífico libro.1
¿Y qué tiene que ver todo esto con la coordinación y los procesos grupales? Todo.

Las palabras están de más
cuando no fundan,
cuando no esclarecen,
cuando no atraen,
cuando no añadenJosé Martí, 1890

Decimos con las palabras, pero sobre todo decimos con los actos.
Decir desde la praxis es el gran reto.
Las palabras, como todo lo aguantan, pueden llegar a ser guirnaldas faramallosas que sirven para una fugaz noche de fiesta, o ser solo cenizas de la realidad, como dijera Marguerite Yourcenar, o ser sucedáneas de acciones, como teorizara Michel Foucault. Reivindico la palabra como una herramienta comunicativa, simplemente para no usar el dedo y señalar a lo que nos queremos referir. Reivindico la palabra como un patrimonio de la especie, que interdesarrolla cultura y sociedad. Reivindico la palabra como ese territorio político responsable y coherente que construye realidades. Constructos con sentido, de propiedad social, significantes transparentemente vinculados a sus significados.
La epistemología puede ser también un mercado de consumo, en el cual adquirimos palabras-conceptos desechables para lucirlas a la hora del té, y que, al no tener una práctica consecuente, se van convirtiendo, a lo Frankenstein, en una jaula mutante que nos va encarcelando.
Y entonces, desde mi identidad, ¿soy-estoy coordinador, facilitador, entrenador, director? ¿Y en relación a qué coordinados, facilitados, entrenados, dirigidos? (Asociación: ¿si unos son los pacientes, los otros son los impacientes?) Un lugar común: los roles son posiciones de poder, marcan lugares y vínculos. Otro lugar común: no confundamos autoridad con autoritarismo. La democracia, entendida como el ejercicio del poder de las mayorías, puede ser un valor en sí, mas no por eso aplicable siempre por ser políticamente correcta.
Ante cualquier duda, preguntémosles, por ejemplo, a las minorías o a los emergentes grupales. O a las mujeres, que siendo mayoría son invisibilizadas. Como dice José Saramago: tenemos que democratizar la democracia. A veces, para proyectar una imagen nice, somos tan “horizontales” que nos anclamos en la inmovilidad. Y ahí se me antoja interesante volver a pensar en la tarea pichoniana.2
Carlos Marx escribía en 1845, en sus Tesis sobre Feuerbach, que “los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo”, y este axioma podemos extrapolarlo a los científicos sociales, a las psicólogas, a los coordinadores de grupos, y desde ahí preguntarnos sobre nuestra función social, o sea, sobre una de las aristas de nuestra identidad. Preguntarnos hasta dónde somos administradores de la sintomatología social o facilitadores de procesos de desarrollo.
Soy de los que creen profundamente en que nuestra responsabilidad es interpretar, pero para que nuestra interpretación tenga coherencia y contundencia y no siga hablando de vida que está a “mil kilómetros del ropero y del refrigerador”, debe llevar un honroso apellido: interpretación crítica. Así, y solo así, los que nos sentimos herederos del Moro podemos asumir en este presente la esencia de la tesis 11, de su escrito antes citado. La interpretación crítica es transformación. Y las palabras deben ser una digna rima en esta poesía.

El deber de un hombre está allí donde es más útil José Martí, carta a su madre del 23 marzo de 1895

En una de sus canciones, Caetano Veloso dice que “de lejos todos parecemos inocentes”.
De cerca cambia el panorama, diría yo. Ni las palabras, ni los conocimientos, ni las acciones son neutros. El marxismo como doctrina filosófica, aunque a más de alguno le duela, sigue dándonos luces para una visión de mundo y nos sigue interpelando permanentemente.
La categoría grupo y todas las teorías que la sustentan nacen y se desarrollan a partir de condiciones históricas y sociales concretas, y siguen conservando su vigencia. Pero ya en el siglo XXI, las interpretaciones críticas que podemos hacer de las realidades son diferentes a la de los setenta, es más, son totalmente diferentes a las que hubiésemos realizado hace tan solo dos meses, antes de los huracanes Gustav y Ike. Es insuficiente a estas alturas hablar de grupos si no los interconectamos orgánicamente a esa otra categoría sistémica: la comunidad. Y en este paso cualitativo, el imaginario de algunos coordinadores, sobre grupos humanos reunidos entre cuatro paredes, con ciertas condiciones controladas, motivados desde alguna parte para estar ahí, en espera (latente o manifiesta) de su coordinador (pantalla, depósito, etc.) que desde sus propuestas los haga transitar de un punto “A” a un punto “B”, puede verse cuestionado. Esos modelos siguen siendo pertinentes y necesarios, pero el diapasón se abre, y nos encontramos con otras estructuras de las grupalidades, otras dinámicas, otros sentidos. Y ahí los recursos teóricos y metodológicos deben desarrollarse para que lo adecuado (al decir de Moreno) nos asista. Si son “otras” las grupalidades (comunidad), también el coordinador debe ser “otro”. Mejor aún: su identidad debe seguir en expansión (para usar un concepto de la física cuántica).
La sociedad de las esquinas dirán algunos, las del barrio, la plaza pública, los microespacios, dirán otros. Los enfoques se tensionan, los objetivos se refocalizan, los dispositivos se relaboran.
Me asalta en estos momentos la imagen del parque Rumiñahüi. En el año 2004, como cierre de un taller de Teatro Espontáneo Comunitario (La Zona Segura), que se había desarrollado intensamente, cobijado por los memoriosos muros de una azotea de La Habana Vieja, propuse una culminación con una función en la vía pública, en un parque cercano: Rumiñahüi. Las primeras miradas de mis compañeros de taller fueron de incredulidad, luego de ansiedad, hasta que surgieron los cuestionantes: “¿Y tenemos permiso? ¿Y si viene la policía? ¿Nos dejarán?” Preguntas grupales que, como radiografías del alma colectiva, nos mostraban un sinfín de fantasías persecutorias y proyecciones de inseguridad. Esa función de cierre fue espectacular e histórica. Desde hace cuatro años, el primer sábado de cada mes seguimos realizando un taller-función en el parque Rumiñahüi, con los amigos que lleguen y con los transeúntes que pasen. Por supuesto, nunca nos han pedido ninguna autorización para estar ahí.
La experiencia en este parque habanero, así como las que hemos venido llevando a cabo en otros espacios públicos (barrios, terminales de trenes, calles, patios, etc.) a lo largo de estos años, nos mantienen en un cuestionamiento permanente sobre los soportes teóricos y técnicos empleados, tratando de que sea una búsqueda colectiva. Las características idiosincrásicas y culturales son un referente ineludible para entender las grupalidades y su coordinación. Me imagino que sería un poco más complicado un Rumiñahüi en Berlín.
Grupos. Comunidades. ¿Ciudadanía? Los teórico del desarrollo local señalan que existen tres grandes dimensiones intervinculantes, entidades dialógicas que, en coordinación, emprenden esa evolución cualitativa de las localidades: 1) una autoridad político-administrativa con claridad y voluntad de llevar a cabo estrategias sustentables de desarrollo; 2) una comunidad participativa, empoderada y organizada, que sea contraparte y coconstructora de esas estrategias. Y entre la una y la otra, debe existir un puente operativo imprescindible para materializar técnicamente las directrices de esas estrategias, y viabilizar permanentemente un punto de encuentro: 3) profesionales competentes y técnicos capacitados.
Y se me antoja interesante que en los espacios locales, barrios-repartos-municipios pudiésemos levantar un diagnóstico de los científicos sociales, trabajadores comunitarios o coordinadoras de grupos que allí laboran: quiénes, cuántos, qué hacen, cómo y por qué lo hacen, qué modelos o enfoques los regulan, cuáles son sus criterios y valoraciones.
En los últimos tres lustros he trabajado casi con exclusividad en comunidades de barrios populares y municipios periféricos, y esta experiencia me ha llevado atener un alto respeto por los profesionales que han hecho una opción de trabajo por estos espacios, pues se enfrentan a una población de mucha demanda, carencias y vulnerabilidades, y por lo general desempeñan sus actividades con precarios recursos materiales, bajos salarios e inexistentes estimulaciones. Sumémosle que algo flota en el ambiente, en el imaginario social, que valora que quien trabaja en un municipio o en un barrio popular es porque no le dio para más, que se encuentra lejos de ese fetiche mercantil de la “carrera exitosa”.
Si de los quince municipios de la ciudad de La Habana, tomamos como referencia los de Diez de Octubre, Arroyo Naranjo, Playa, Boyeros y Habana del Este, y vemos que en ellos se concentra el 45% del total poblacional de la capital (993 191 de 2 201 610, según datos del censo del 2002), desde esta focalización podemos preguntarnos por ese “puente operativo”: ¿cuántos coordinadores de grupo estarán en funciones? ¿Se estarán cuestionando sobre su identidad de coordinadores? ¿Con qué métodos y bajo qué paradigmas estarán trabajando? ¿Serán partícipes directos en la planificación de las políticas de salud mental y desarrollo comunitario de sus localidades? ¿Tendrá presencia en esos barrios la Alta Academia? Cada uno de nosotros, desde la observación y la experiencia, cual Newton viendo caer la manzana, podemos aproximarnos a estas preguntas, elaborar otras y bosquejar algunas respuestas. Por ahora me voy quedando con una metáfora a manera de conclusión preliminar: Ni Cuba es La Habana, ni La Habana es El Vedado.

Nunca turbaré con actos, ni palabras, ni escritos míos la paz del pueblo que me acoja. Vengo a comunicar lo poco que sé, y a aprender mucho que no sé todavía.
José Martí, 1877

No es un dato menor estar problematizándome por las grupalidades y las coordinaciones en Cuba, donde un proceso revolucionario socialista lleva ya cincuenta años de resistencia y construcción. El sol con su luz y sus manchas, pero sobre todo con su luz. Creo que es un privilegio estar en uno de los epicentros planetarios, y además sentirme protagonista (fresco que es uno). La responsabilidad tiene que ser directamente proporcional a los grados de “privilegio” y libertad de que uno disponga. Mi identidad de coordinador está atravesada por esta temporalidad espacial.
En el preámbulo de la Constitución de la República de Cuba, antes incluso del desarrollo de capítulos y artículos, se explicita su identificación con “el internacionalismo proletario, en la amistad fraternal, la ayuda, la cooperación y la solidaridad de los pueblos del mundo, especialmente los de América Latina y el Caribe”, y un alma sensible no puede dejar de estremecerse de emoción ante esta belleza de la ética, consagrada en una Carta Magna; y entender con igual emoción por qué desde la mayor de las Antillas la solidaridad tiene rango de política de Estado. Y claro, ahí podemos comprender mejor por qué en la isla estudian actualmente y de forma gratuita más de treinta mil jóvenes de más de ciento veinticinco países, de los cuales más de diez mil lo hacen en la Escuela Latinoamericana de Medicina. Y que en todos estos años seamos centenares de miles los que nos hayamos formado profesionalmente en sus aulas, que las brigadas médicas cubanas estén en decenas de países del Tercer Mundo, o el apoyo con profesores y metodología a los hermanos bolivianos, y etcétera y etcétera, y aquí el etcétera sí es largo.
Y las imágenes saltan como en un calidoscopio: un mar de negros al machete y mambises coronados por sombreros de yarey. Amalia abandonada por la rabia, la vergüenza, el amor. El Apóstol cayendo en Dos Ríos. “Condenadme, no importa, la historia me absolverá”, el Granma y sus expedicionarios, la lucha en la Sierra, “¿Voy bien Camilo?”, el Che cargando sacos en trabajo voluntario, la Campaña de Alfabetización, Bahía de Cochinos, “Nikita, mariquita, lo que se da no se quita”, la Zafra de los 10 Millones, la era pariendo un corazón, Haydée abriendo las puertas y las ventanas de nuestra Casa, los murales de Roberto Matta, Allende y Fidel sentados en una plaza de Alamar, Cortázar arrastrando erres y ternura, las familias cubanas sacando de su cuota de libreta una libra de azúcar para enviarla al gobierno de la Unidad Popular de Chile, bicicletas y alumbrones del Periodo Especial, miles de estudiantes en la escalinata una noche de enero en los años ochenta entonando La Bayamesa con un respeto sacro que vive indeleble en mi memoria.
Y están también las otras imágenes: la UMAP, el quinquenio gris o el decenio negro, la polémica de Blas Roca y las respuestas de Alfredo Guevara, Silvio en el Playa Girón, Leo Brouwer prohibido de la radiodifusión, el manualismo soviético y el realismo socialista, José Lezama Lima mirando tras la ventana de su casa de Trocadero, el pelo largo como desviación ideológica, “todos somos iguales, pero hay algunos más iguales que otros”, las cafeterías que venden café y leche por separado pero es imposible que te den un café con leche juntos, el síndrome de la unanimidad, las meseras del Coppelia que te atienden como si fuera una molestia, las colas, el quítate tú pa ponerme yo, la “bidimensionalidad” de Jorge Mañach, la indolencia de las personas arrojando basura y basura y basura en la calle, los baños públicos, la guayaba.
Quizás porque me creo realmente eso del internacionalismo proletario, y que la Revolución cubana es un patrimonio de todos, especialmente de los latinoamericanos, y que la construcción de proyectos de cambio social de este continente deben necesariamente nutrirse de este proceso, es que transito las calles habaneras, vibro desde su cotidianidad y trato honestamente de asumir la responsabilidad que me compete en esta construcción colectiva. Respiro desde sus logros y contradicciones, que ya son míos. A pesar de la generosa hospitalidad de mis hermanos cubanos, no dejo de ser un chileno patiperro, cuya identidad andina se funde con la exuberancia del Caribe, dejando de tener claro dónde termina una y dónde empieza la otra.
En mi, en mis inseguridades disfrazadas de soberbia, en mi timidez camuflada de personalidad desbordante, en mi extrema sensibilidad vestida de dureza, me cuestiono: ¿tengo la autoridad moral, al no ser cubano, de levantar el dedo y opinar e involucrarme y enrabiarme y discutir e interpelar y proponer y hacer y sentirme como el que más? ¿Tengo el derecho de la responsabilidad de la interpretación crítica, yo que no estuve ni en la Sierra Maestra, ni en la Campaña de Alfabetización, ni en los gloriosos días de la Crisis de Octubre, ni en la Zafra de los 10 Millones? ¿Sentirán algo similar mis colegas, mis compañeras de maestría, mis pares generacionales y los más jóvenes? Y nuevamente la misma pregunta: ¿qué tiene que ver todo esto con la coordinación y los procesos grupales? Y nuevamente la misma respuesta: todo.

Lo imposible es posible. Los locos somos cuerdos
José Martí, 1880

Las grupalidades y su dimensión cualitativamente superior, las comunidades, pueden ser un espacio de resistencia cultural, pero sobre todo son un territorio propositivo donde se construyen colectivamente los proyectos propios de transformación. Ya no son más esos pacientes objetos de estudio o esos “sujetos” a los que hay que intervenir (desde afuera y desde arriba) para salvarlos, o esas abstractas cifras estadísticas declamadas en congresos internacionales. Son actores y actrices sociales (al decir de Maritza Montero), coconstructores reales y cogeneradores de conocimiento-acción. La coordinación, desde la identidad del rol y de la persona-coordinador, sin abandonar la responsabilidad que le compete, cristaliza (acompañando, facilitando, proponiendo, socializando poderes) condiciones objetivas y subjetivas para el desarrollo de estas entidades colectivas.
No se trata ahora de llenarnos de culpa, paralizarnos en la duda perpetua y fosilizarnos en la inseguridad. Por el contrario, se trata de incorporar activamente el reto de ampliar las miradas, enriquecer los paradigmas, evolucionar teórica y metodológicamente, potenciando desde el texto y el contexto, con memoria, presente y proactividad. Desde el pensar, desde el hacer, desde la praxis. De habitar con conciencia (es decir, sin enajenación ni alienación) las grupalidades y sus procesos. Asumiendo explícitamente, sin ponerlo entre paréntesis o darlo por sobrentendido, que el coordinador o la coordinadora de grupo tienen una función social. Y esto es evidente siempre y en todos lados, pero especialmente Aquí y Ahora. ¡Seguimos en combate!

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Notas
1 Por el camino de la mar o Nosotros, los cubanos, Boloña, La Habana, 2006. (N. de los E.)
2 Se refiere al psiquiatra y psicoanalista suizo-argentino Enrique Pichón Rivière, quien, entre numerosos aportes, desarrolló la técnica del grupo operativo. (N. de los E.)

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