Para los cubanos en armas contra la dominación española, el año 1898 fue un período de sorpresas, y el siguiente –ya intervenida la Isla por la dominación norteamericana– una etapa angustiosa.
Durante la guerra de 1895-1898 algunos jefes de la Revolución cubana se esforzaron –con las notables excepciones de José Martí, Antonio Maceo, Eusebio Hernández– por lograr del gobierno norteamericano el reconocimiento de beligerancia contra España; inútilmente, pues Washington prefirió siempre la amistad con la nación europea antes que la liberación de los cubanos. (Esta había sido también su política durante la etapa combatiente anterior, la del decenio 1868-1878). Para Manuel Sanguily, soldado y escritor, habría bastado, por parte de los norteamericanos, con “un fiat que fuese moral”, pero ni eso.
Cuando los insurgentes cubanos tenían ya prácticamente ganada su independencia por el triunfo de sus armas, William McKinley, en la búsqueda de su reelección a la presidencia de los Estados Unidos, decide intervenir en el conflicto, con la tesis engañosa, aprobada por el Congreso, de que “Cuba es –y por derecho debe ser– libre e independiente” (18 de abril de 1898). La coyuntura histórica le proporcionó tres buenas excusas: 1) el inhumano hostigamiento a los campesinos cubanos (decenas de miles de ellos muertos de hambre y enfermedades) por parte del gobernador español Valeriano Weyler; 2) la injuriosa revelación de una carta del embajador español en Washington, Dupuy de Lome, en la que enjuiciaba despectivamente (“politicastro ruin”) al presidente norteamericano; 3) la voladura del acorazado Maine en la bahía de La Habana, que produjo la muerte de más de doscientos tripulantes. Se desató entonces la mal llamada Guerra Hispano-Americana, pues sólo por la ayuda eficaz del ejército cubano –solicitada insistentemente por los generales norteamericanos– pudo ser tan fácilmente ganada por estos.
Lo más sorprendente estuvo en la declaración oficial posterior de que la guerra había sido librada a la vez contra España y contra los cubanos en armas “para pacificar la Isla”. Ya tomada esta por las fuerzas yanquis, y ocupado militarmente todo el territorio, ni siquiera se reconoció al Consejo de Gobierno de la República en Armas, ni a la Asamblea electa por votación de los cubanos combatientes. La ocupación militar yanqui fue una sorpresa total, sin fijar límite al tiempo de ocupación.
Al entrar las tropas norteamericanas en Santiago de Cuba (primera ciudad ocupada), no se permitió hacerlo igualmente al general cubano Calixto García, quien había sido hasta ese momento el más firme respaldo de las tropas yanquis en la campaña. A la concertación del Tratado de París (diciembre de 1898), que puso fin a la guerra entre los Estados Unidos y España, no fue invitada una delegación del Gobierno Cubano en Armas, ni siquiera como observadora. El primero de enero de 1899 se efectuó el traspaso de mandos, y los Estados Unidos iniciaron su ocupación militar en Cuba bajo la dirección de un gobernador general y seis gobernadores de provincias, todos oficiales de alto rango del ejército norteamericano.
La política expansionista de los Estados Unidos en 1898
La ocupación de Cuba coincidió con la de Puerto Rico y Filipinas, y los tres archipiélagos se convirtieron en laboratorio de una nueva política expansionista que tenía que ver con la adquisición y el dominio de tierras y gentes no inmediatamente contiguas al territorio norteamericano, es decir, con el mar por medio. Además, con distinto idioma, distintas costumbres, y con instituciones, culturas y valores asentados durante siglos. El caso de Puerto Rico resultó el más expedito: de inmediato se convirtió en colonia, sin mayores impedimentos. El de Filipinas, el más conflictivo: hubo un levantamiento general de protesta y se agruparon numerosas guerrillas antiyanquis bajo la osada jefatura de Emilio Aguinaldo. El de Cuba, el más complejo: las circunstancias inmediatas impedían la anexión y como alternativa se desarrollaron algunos métodos de dominio indirecto, al cabo más beneficiosos para los norteamericanos.
Tales métodos, ensayados en Cuba y después utilizados en otras tierras de América, fueron los siguientes:
1. El establecimiento de un protectorado no declarado, informal, que permitía a la vez cierto grado de gobierno propio.
2. La utilización eventual de la fuerza militar de ocupación, aunque sin arrogarse esta la absoluta soberanía.
3. El aseguramiento –por medio de “tratados” comerciales– de ataduras económicas casi absolutamente inquebrantables.
4. La penetración financiera por la invasión (compra ilimitada de tierras y negocios) y el asentamiento y desarrollo de industrias bicontinentales.
No hay duda alguna de que a comienzos del año 1898 se produjo en el pueblo norteamericano –atizado por políticas y periódicos de miras interesadas– una honesta adhesión y simpatía hacia el pueblo cubano en guerra contra España, y que el simple ciudadano de los Estados Unidos abogaba por la constitución de la República de Cuba, independiente y soberana.
Pero desde el 11 de agosto, cuando se suspendieron las hostilidades, este mismo ciudadano comenzó a recibir –por las mismas vías y los mismos intereses– una muy distinta influencia propagandística con el propósito de ir preparando los ánimos para la anexión de la Isla al coloso del Norte. La prensa norteamericana y las grandes figuras de los partidos políticos –con escasas y honrosas voces de protesta–, aducían entonces la necesidad de la permanencia indefinida en Cuba de las tropas norteamericanas, con carácter de buen ejemplo y aleccionamiento en los procedimientos democráticos. Así fue creada, en el momento más propicio para los Estados Unidos (1902), y con los materiales más dúctiles, una república dependiente, una neocolonia con fachada de nación soberana.
Participación de las iglesias norteamericanas en la política expansionista de 1898
Todo lo expuesto anteriormente es una introducción indispensable al estudio que señala este trabajo. ¿Cuál fue la actitud de las iglesias norteamericanas —específicamente las protestantes— hacia el expansionismo alentado por el gobierno de McKinley? ¿Cómo visualizaron sus deberes “evangelísticos” y “misioneros” para con las nuevas tierras a su alcance? ¿Cuánta verdadera libertad tuvieron en su programa de trabajo? ¿Cuánto sirvieron –consciente o candorosamente– al propósito anexionista de la administración de Washington?
Sé muy bien que será imposible responder cabalmente aquí a todas esas preguntas, y se debe tomar este análisis sólo como una aproximación o acercamiento a un tema de muy vasto alcance, que requiere una investigación mucho más exhaustiva. No he tenido acceso todavía a declaraciones oficiales de las iglesias, cuando las hubo, ni al cruce de correspondencia entre las autoridades eclesiásticas responsables, lo cual hubiera sido aún más revelador. Por lo tanto, me he limitado a lo que está a la disposición de los investigadores en bibliotecas, archivos y centros de información y documentación en los Estados Unidos: algunas de las publicaciones periódicas de las iglesias en el año 1898. En algunos casos, la opinión expresada pudiera ser un reflejo mayoritario del pensamiento de la institución; en otros, no más que una tesis individual o de minorías. Tampoco será posible citar artículos completos, sino sólo frases aisladas o breves párrafos, los más concretos y específicos respecto al tema dado.
Hay que anotar primeramente que en la última década del siglo XIX norteamericano estaba en su clímax un extendido sentimiento de autosuficiencia y autocomplacencia, reflejado en todas las capas y segmentos de la sociedad: una nación arrogante que confiaba en su poderío bélico y en su destino: “el nuevo Destino Manifiesto”. Esta alegría de ser fuertes, y de creerse vocados al dominio del mundo, constituían el sustrato ideológico del expansionismo y el imperialismo.
Tal euforia permea el pensamiento y la elocuencia de algunas autoridades eclesiásticas de aquella época. Ejemplo típico es el caso del reverendo Josiah Strong, quien escribió entonces un libro, Our Country, en el que predecía que los anglosajones, colmados de habilidades y virtudes –y sobre todo de “pureza espiritual por divino favor”– en sólo un siglo dominarían, para su bien y eterna felicidad, a todos los seres humanos.1
Intereses políticos y avance eclesiástico
Desde el pórtico de un nuevo siglo, las iglesias lanzaron su mirada al futuro inmediato lleno de promesas y posibles “conquistas de almas”. Algunos periódicos eclesiásticos, como el episcopal The Churchman, en un editorial sobre Armenia, trataron de enseriar esta motivación:
Los pueblos grandes tienen grandes responsabilidades. No pueden declarar guerras por su propio beneficio. Para estar a tono con todo lo que es valedero, deben ponerse al lado de los débiles y ayudar a los necesitados, para que ondee la bandera de la misericordia y la justicia en todo el mundo.2
Por su parte, el bautista Standard, juzgando la situación en el lejano Egipto, lanzó un reto más belicoso:
En lo que se refiere al futuro de Africa del Norte, el cristianismo se encuentra ante la posibilidad de derrotar decisivamente al Islam. ¿No nos dispondremos a entrar por la brecha abierta?
Y el presbiteriano Interior, ante la posibilidad de un cambio político en China, lo vio como “una suprema oportunidad misionera”,
un toque de alerta de la Divina Providencia que nos llama a los que tenemos el Evangelio de la salvación a asir esta nueva y esplendente ocasión para predicarlo a un mundo que está esperando por nuestra palabra.3
Un libro que tuvo resonancia en aquellos años fue The Christian Conquest of Asia, escrito por el reverendo J. H. Barrows, en el que sostiene la tesis de que el comercio y la fe cristiana deben ir mano con mano hacia las nuevas tierras de promisión:
Dios nos ha situado, como al viejo Israel, en el centro de las naciones […] A nuestra izquierda está el mundo asiático, una inmensidad de tierras que –despiertas de su prolongado sueño– se combinarán con los Estados Unidos para hacer del Océano Pacífico la más importante ruta del comercio internacional […] y dondequiera que en orillas paganas se escuchen las voces del misionero y el maestro, allí se estará cumpliendo el destino manifiesto de esta república cristiana.4
Refiriéndose específicamente a las islas Hawai, el afamado laico metodista John R. Mott escribió que constituían
una verdadera encrucijada del mundo […] Dios no ha trabajado aquí en vano. El ha construido aquí una fuerte comunidad cristiana. El reconoció antes que los hombres este racimo de islas en el Pacífico central, y ordenó que se plantara una nación cristiana que es, al mismo tiempo, un faro y una base de operaciones para la empresa de la evangelización universal.5
Una mirada hacia Cuba
Los cristianos de mentalidad misionera entre las distintas denominaciones protestantes norteamericanas estaban tan ansiosos de abrir estaciones de predicación en lejanas tierras donde usar sus energías y su dinero, como los comerciantes por inversiones y ganancias. Cuba, la más cercana de las islas que España tenía que entregar, parecía ser la más prometedora en ambos sentidos. Sobre esta isla se había aprobado una Resolución Conjunta por el Congreso de los Estados Unidos, y en ella habían muerto muchos norteamericanos peleando contra los españoles. Había, pues, una responsabilidad política y moral del gobierno norteamericano con el pueblo cubano, que las iglesias interpretaron como una responsabilidad religiosa.
La verdad es que –según los textos periodísticos que veremos–, las iglesias norteamericanas, en general, estaban más interesadas que los negociantes en la intervención militar de su gobierno en el conflicto cubano-español, una guerra que había durado más de tres años.
Si tuviéramos que ir ahora a la guerra [escribió el editor del periódico metodista The Northern Christian Advocate] nuestra causa sería justa, y el metodismo está listo para cumplir su deber. Cada predicador metodista se convertirá en un oficial de reclutamiento.6
Un periódico católico, el Ave María, se quejó de la ostentosa beligerancia de los protestantes y del poco interés de estos en un arbitraje del Papa:
Los púlpitos [protestantes] de todo el país resuenan con gritos de guerra, y se lanzan calumnias contra nuestros enemigos. Muchos de los hombres piadosos que los ocupan prefieren la guerra a la paz, y guerra a cualquier costo, antes que el resultado feliz del arbitrio del Santo Padre.7
En efecto, el periódico Interior había señalado sus dudas en cuanto a que se hallaran árbitros imparciales y, aun así, que
se perdería mucho tiempo precioso. Sobre este asunto de Cuba ya se ha perdido demasiado tiempo. ¿Es que miles de cubanos hambrientos y agonizantes apelan en vano por ayuda de esta república?8
El obispo Edward Whitaker, de la diócesis episcopal en Pennsylvania, declaró que la única manera de apoyar la “humana y recta determinación del Presidente es por la fuerza de las armas; y eso significa la guerra”.9
The Religious Telescope, publicación semanal de la Iglesia de los Hermanos Unidos en Cristo, creía que era causa suficiente la revelada carta secreta de De Lome, con sus críticas a McKinley, para retirar al embajador norteamericano de Madrid y reconocer la independencia de Cuba, aunque estos pasos condujeran a la guerra, “porque hay cosas peores que la guerra”.10
El periódico Christian and Missionary Alliance, órgano de la denominación de este mismo nombre, aseguraba que el acorazado Maine había sido destruido por los españoles, e invocaba la guerra como “el único remedio a tamaño ultraje”.11
No todos los periódicos eclesiásticos apoyaron la guerra con tanta premura, pero al cabo aceptaron la idea y se dispusieron a sumarse a los acontecimientos. El Advance, de la Iglesia Congregacional, denunció al principio “el sensacionalismo de la prensa amarilla”, y en su edición del 10 de marzo de 1898 declaró que la inmensa mayoría de la nación se oponía a la solución bélica; pero tan pronto como el senador Redfield Proctor pronunció su decisivo discurso (17 de marzo) en favor de la intervención militar en la guerra de Cuba, por la independencia de este país, aceptó esta tesis.12 Igualmente sucedió con el Standard de la Iglesia Bautista: “Crece el sentimiento de que la crisis final del problema cubano está muy cerca”.13
Se inició entonces una nueva fase en el enfoque de la responsabilidad de las iglesias. Se comenzó a enfatizar el noble y humanitario servicio que podría prestar la guerra a los cubanos, y que la conciencia de los cristianos de los Estados Unidos podría quedar satisfecha si se tenía la certeza de que apoyaban el juicio de Dios. El viraje logró hacerse sobre la base bíblica de un “día del Señor, día de juicio”, por las víctimas del barco norteamericano que explotó en la bahía habanera, a la vez que los periódicos guerreristas lanzaban su slogan en grandes titulares: REMEMBER THE MAINE. El Evangelist, presbiteriano, declaró: “Si es la voluntad del Dios todopoderoso que por la guerra desaparezca toda esta inhumanidad del hombre por el hombre en el hemisferio occidental, ¡que venga la guerra!”.14
El periódico Christian Missionary Alliance admitió la conveniencia de la guerra desde un ángulo más sofisticado y racionalista:
En muchas ocasiones ha sucedido que tanto la espada como el arado han servido para abrir el mundo al Evangelio, preparando la siembra de la semilla del Reino. Ha llegado la hora de vigilar y orar para que “venga su Reino”.15
The Churchman, el periódico episcopal que en el otoño de 1897 se había declarado por el mantenimiento de la paz, sostenía en marzo de 1898 que si se producía la guerra no era por decisión de un hombre ni de un partido, sino porque ningún humano podía determinar el sesgo de los acontecimientos. “Sólo Dios conoce las cuestiones de vida o muerte, de guerra y paz”, y todo ciudadano debía luchar por la vida y por la paz, “pero no a cualquier costo, y menos al costo del honor y de la propia estimación”.16
Cuando se declaró finalmente la guerra a España, las iglesias no encontraron dificultad alguna para justificarla. El Standard aseguraba que los Estados Unidos no habían entrado a una guerra por razones de venganza, conquista o codicia de territorio, ni por simple gloria marcial, porque esa nación iría a Cuba con una hogaza de pan en la punta de la bayoneta, y con sus barcos colmados de harina y municiones. La bandera de la Cruz Roja ha precedido a sus estandartes, y será seguida por biblias y libros escolares […] Los ciudadanos cristianos apoyarán al Presidente, junto a la enseña nacional.17
Las únicas denominaciones protestantes que estuvieron genuinamente opuestas al conflicto bélico fueron los amigos (cuáqueros) y los unitarios.
Ambos grupos clamaron inútilmente paciencia, tolerancia y paz entre las dos naciones en pugna. Pero las rápidas victorias de los soldados estadounidenses, facilitadas por las tropas cubanas, hicieron creer a la generalidad de los cristianos norteamericanos que la intervención militar de su país en la pugna hispano-cubana tenía la aprobación de la Divina Providencia. Así lo hizo saber el periódico Christian Missionary Alliance:
La mano poderosa de Dios está guiándonos, abriéndonos el camino para la inmediata evangelización del mundo, y pidiéndonos pronta cooperación y obediencia.18
Los tiempos están maduros para que extendamos las bendiciones del gobierno democrático a todas las partes de la tierra que Dios y las victorias de la guerra han puesto bajo nuestra obligación.19
Intereses denominacionales protestantes
Las iglesias llamadas históricas entre las protestantes, mostraron al comienzo de la crisis algunas dudas acerca de la actitud más correcta a seguir en tal coyuntura histórica, pero prácticamente todas (así podemos inferirlo de sus publicaciones oficiales) llegaron pronto a la conclusión de que se habían abierto puertas al humanitarismo y las empresas evangelizadoras, a las que el pueblo norteamericano no podía dar la espalda. Por ejemplo, los bautistas. En un editorial titulado “Una nueva política”, publicado en The Baptist Union, se declaró que la guerra había marcado un nuevo punto de partida respecto a su tradicional aislamiento y su tesis de no intervención en problemas extraños:
En la administración divina la elección y la separación de un pueblo para un privilegio particular ha sido siempre motivo de bendición […] Este principio ha encontrado reciente ilustración en la historia de la nación americana.20
El mismo periódico, unos meses más tarde, aseguraba que a las islas “liberadas” había que salvarlas de la “anarquía” y la “barbarie”, porque
una más alta obligación descansa sobre nosotros. Debemos dar el Evangelio a estas islas que hemos liberado, cuyos principios son la única garantía de la libertad. La conquista por la fuerza de las armas debe ser continuada por la conquista para Cristo.21
Otra publicación bautista, The Watchman, fue más cauta cuando se volvió tensa la situación en Filipinas, y expresó tesis muy atendibles:
Si vamos a gobernar pueblos aliados con buen éxito, debemos primeramente limpiar nuestra propia casa […] La garantía debe ser un tratado de paz; la anexión es innecesaria […] Si tenemos que asumir el gobierno, hagámoslo como fiduciarios no como explotadores.22
Estos escrúpulos fueron sobreseídos por el también bautista Jornal and Messenger: “No hay nada que temer. Los ojos del mundo están sobre nosotros. Se enviarán a Filipinas hombres competentes”.23
De la misma manera, el Standard (de la propia denominación) expresó en los primeros meses de 1898 sus fuertes dudas acerca de la conveniencia de la expansión. Pero ya en julio y agosto admitía artículos de sus lectores acerca del “nuevo deber” de la nación y de la Iglesia: “el imperialismo de la virtud”.24 Otras publicaciones bautistas se mostraron siempre entusiastas con la “oportunidad” que se abría para la obra evangelizadora, tales como el Baptist Missionary Magazine y el Baptist Missionary Review,.
La mayoría de los metodistas mostraron similar parecer. El Christian Advocate de Nashville y su similar del mismo nombre, publicado en Nueva York, mostraron algunas veces un tono imperialista, para al cabo admitir que quizás algún bien resultara del mandato norteamericano en Filipinas.
Methodist Review, publicada también en Nashville y Nueva York, aprobó en 1898 la idea expansionista, pero con una condición: si se efectuaba “bajo la dirección de la Divina Providencia”, y aseguró que entonces “la política exterior de los Estados Unidos sí sería la misma que observa [la Junta de] misiones extranjeras de la Iglesia Metodista”.25
La Conferencia Central de la Iglesia Metodista en Illinois (1898) fue muy explícita al declarar en sus actas lo que sigue:
En virtud de la graciosa providencia de Dios que ha guiado y guardado a la Iglesia durante los años pasados, permitiendo victorias por toda la Tierra, se nos ofrece ahora la ocasión de mostrar sincera gratitud y alabanza. Nunca como hasta ahora se ha visto más claramente la imagen de un ángel volando en los cielos con sus alas poderosas, portando el Evangelio eterno a toda raza y nación.26
Los presbiterianos no se dejaron sobrepasar por bautistas y metodistas. Church at Home and Abroad, publicación oficial de la Iglesia Presbiteriana U.S.A. (del Norte), hizo énfasis en los propósitos idealistas de la guerra contra España y predijo que “el Gran Soberano de las naciones es capaz de usar este conflicto para la promoción de sus objetivos, de modo que el resultado final sea el progreso de su Reino”.27 En el mismo tono se expresó el Associate Reformed Presbyterian: “Creemos que los intereses del Reino de Dios serán beneficiados por esta lucha. Puede que nos encontremos en la víspera de grandes cambios”.28 El Presbyterian Banner asoció las victorias guerreras con la responsabilidad de las iglesias: “Si las gentes de las islas han de tener verdadera libertad y ser capaces del gobierno propio, deben recibir la verdad cristiana”.29 El Interior se enojó por las denuncias de que los Estados Unidos estaban en el camino de convertirse en “opresores” y “conquistadores”, lo cual representaba “un insulto al pueblo americano”:
No hay posibilidad de que nos convirtamos en opresores. La obra de emancipación se nos ha impuesto. La pregunta es esta: ¿abandonaremos nuestra responsabilidad y nuestro deber? ¿Dejaremos desamparados a los que con sus manos atadas nos ruegan por su liberación?30
Tan pronto como las consecuencias de la guerra nos abran el camino, habrá en Cuba y en las Filipinas un nuevo campo para las misiones y para la educación cristiana.31
El Evangelist, otro seminario presbiteriano, afirmó que los Estados Unidos tenían un deber por cumplir, “bien sea por medio de la anexión, o por medio del protectorado, en Cuba y Puerto Rico”.32
La Iglesia Presbiteriana del Norte fue la que tomó la iniciativa de una consulta interdenominacional para promover un trabajo misionero activo en las nuevas colonias. Su Junta de Misiones Extranjeras convocó a una conferencia en Nueva York, el 13 de julio de 1898, en la que se llegó a la conclusión de que las Filipinas eran suficientemente grandes como para que allí cupieran misioneros presbiterianos, metodistas y bautistas. En su reunión de octubre, la propia Junta acordó que “teniendo en cuenta las indicaciones de la Divina Providencia de que se establezcan trabajos en las nuevas posesiones”,33 sus directivos estaban autorizados para obtener contribuciones y financiar el trabajo, y un mes más tarde se inició la búsqueda de personas apropiadas para comenzar las operaciones en esos territorios. El periódico Church at Home and Abroad insistió en que observaran las implicaciones políticas de esta decisión:
En los próximos años nuestra influencia misionera se extenderá más y más lejos de la costa del Pacífico. Se nos ha impuesto el enfrentamiento de la cristiandad contra el paganismo asiático. No permitamos que un juicio erróneo, o un prejuicio político, o el temor de crecidos gastos, cierren esa puerta contra nosotros.34
La Iglesia Congregacional, por mucho tiempo activa en trabajos misioneros, no miró fríamente las nuevas oportunidades. Sus voceros aceptaron con entusiasmo las “responsabilidades morales” creadas por la guerra contra España. Cuba estaba a la mano, y ofrecía un campo prometedor. El Advance, periódico oficial de esta denominación, contrastaba lo hecho por el catolicismo con lo que podría hacer el protestantismo, y exhortaba:
¿Entrará el protestantismo en Cuba y mostrará un espíritu diferente? ¿Irá a Cuba con ayuda material en una mano y espiritual en la otra? Los eclesiásticos de nuestra tierra deben prepararse para invadir a Cuba tan pronto como el Ejército y la Marina nos abran el camino; invadir a Cuba en un espíritu amistoso, amoroso, con pan en una mano y biblias en la otra, y ganar al pueblo para Cristo por medio del servicio cristiano. Aquí está un nuevo campo misionero, a punto de abrirse, muy cercano a nosotros. ¿Entraremos o no?35
Otro periódico de esta denominación, el Congregationalist, echó sobre los Estados Unidos la entera responsabilidad respecto a los pueblos de Cuba y las Filipinas. Reconocía el buen espíritu de la Resolución Teller,36 y concedía que debería darse a los cubanos la oportunidad para que se gobernaran por sí mismos, pero si mostraban incompetencia en la tarea, podrían ser “anexados por su propio bien”.
El American Missionary, órgano publicitario de una organización congregacionalista que apoyaba económicamente el trabajo misionero entre los negros, informaba entonces sobre el entusiasmo general de los norteamericanos para la realización de una campaña evangelística en Cuba. Uno de sus artículos llevaba el título: “¿Deberá Cuba ser tomada para Cristo?”.37 El Congregationalist continuó en agosto de 1898 con sus tesis anexionistas coberturadas por una falsa piedad y un muy dudoso espíritu de responsabilidad nacional:
Terminada la guerra, tendremos en nuestras manos a Cuba, a Puerto Rico, a Hawai, y probablemente una parte de las Filipinas, en cada una de las cuales una gran mayoría de la población esta incapacitada para el ejercicio de la ciudadanía [“unfit for citizenship”]. Pero si estamos decididos a continuar hacia donde Dios en su providencia nos guía, lo haremos con seguridad [y] ennobleceremos a nuestros propios ciudadanos si nos esforzamos honestamente por dar las bendiciones de la libertad a otras tierras.38
El periódico Republican, de Springfield, Illinois, acusó a la prensa religiosa de estar maniatada por un “delirio de jingoísmo”,39 y los editores del Independent, también congregacionalista, respondieron de inmediato:
No hay tal delirio, ni tal jingoísmo, al aceptar nuestro pueblo religioso las responsabilidades que les impone la guerra. No somos pesimistas, sino “possumists”,40 en este asunto de la capacidad de nuestro país para enfrentarse con los problemas de la anexión.41
La Iglesia Episcopal en los Estados Unidos se mostraba tan dispuesta como las otras a enrolarse en nuevas responsabilidades como una consecuencia de la guerra entre los Estados Unidos y España. Dos semanas después de la batalla de la bahía de Manila, el Church Standard saludaba alborozado la apertura al cuidado especial de la cristiandad norteamericana de dos regiones con numerosa población: Cuba y las Filipinas.42
En junio de 1898 una revista anglo-católica, Church Eclectic, planteó nuevas interrogantes. El futuro de Filipinas, de Cuba, de Puerto Rico, “quizás de las islas Canarias [¡!] estaba en las manos del Congreso norteamericano. ¿Sería correcto lo que ya se anunciaba: no añadir territorio a los Estados Unidos como botín de conquista? En verdad no debe esperarse de nosotros que luchemos por liberar a una isla [Cuba] del yugo español, y devolvamos a España otras islas que pueden ser nuestras por derecho de conquista”.43 En septiembre, el mismo periódico urgía a las juntas misioneras para que organizaran sus trabajos en América del Sur y en el Caribe, teniendo en cuenta una supuesta degeneración de la Iglesia Católica en esas áreas:
Nunca antes como ahora ha tenido la Iglesia en este país un enfrentamiento tan sorpresivo con nuevas relaciones extranjeras que requieran una nueva política. El izamiento de la bandera americana sobre las islas Hawai; la adquisición de Puerto Rico y de las Antillas Menores; la temporal –si no llega a ser permanente– ascendencia de los Estados Unidos sobre Cuba y las Filipinas, todo se combina para hacer de este momento un viraje histórico en el tratamiento de los problemas que se refieren a las relaciones con tierras fuera de los actuales límites de los Estados Unidos.44
El ya mencionado periódico The Churchman proclamaba en agosto que la anexión de Cuba con el consentimiento de sus habitantes “ahorraría a los cubanos muchos años de violencia”.45 En noviembre se enfrentó al obispo George L. Potter, de Nueva York, por sostener este una posición antimperialista:
¡Pobre la nación que, habiendo sido llamada a guiar a pueblos débiles a un futuro mejor, duda en hacerlo por razones de su propio interés! […] El poder y la riqueza, la inteligencia y la sabiduría de los Estados Unidos, ofrecen la más sólida confianza para construir un mundo civilizado.46
Los directivos de los Discípulos de Cristo vieron “claramente” la mano de Dios en los acontecimientos de 1898. Según el Christian Evangelist, “las trompetas de Jehová están llamando a su pueblo para que abandone su aislacionismo y entre en la arena de la vida internacional”.47 Otro periódico de la misma denominación, el Christian Standard, aseguraba que “providencialmente” había llegado el momento de
resquebrajar la Doctrina Monroe como a una nuez y abrir la nación a una tarea mucho más amplia […] El Señor no ha levantado a este pueblo poderoso para que viva en egoísta fruición, indiferente a los errores y dictaduras de otras tierras.48
La reacción de los periódicos católicos a los pronunciamientos protestantes
Aunque este es asunto de otro estudio, no podemos eludir mencionar brevemente la respuesta de los católicos norteamericanos a los planteamientos protestantes.
La mayor parte de la población de las islas perdidas por España era católica, aunque a decir verdad practicaban un catolicismo bastante nominal y ocasional. El entusiasmo misionero de los protestantes norteamericanos, que no desconocían este hecho, estaba fundamentado en un proyectado asalto a las ciudadelas del catolicismo en las tierras conquistadas, con un afán “evangelístico”, es decir, proselitizador.
Ya observamos cómo algunas publicaciones católicas criticaron a los clérigos protestantes por su espíritu guerrero. También lo hicieron cuando se trataba de la “ganancia de almas”. El ya mencionado periódico Ave María alertó a los filipinos acerca de la inminente invasión de los misioneros protestantes:
El infortunado pueblo de Manila recordará los bombardeos de Dewey como un día de fiesta en comparación con los tiempos que vendrán si los predicadores [protestantes] invaden las Filipinas, introduciendo el divorcio y muchos otros males de ellos.49
Sin embargo, sería un error generalizar y dar por sentado que los católicos en general se opusieron a la política expansionista. Por ejemplo, el periódico The Catholic World, aunque preveía un teórico peligro en “nuestra ansiedad de conquistas globales”, se definió por lo práctico: “es imperativo que los Estados Unidos tengan una estación carbonera, una bahía de refugio y un almacén de municiones en medio de estas actividades”. Ridiculizaba el parloteo protestante acerca de la “evangelización de las Filipinas”, preguntándose si la “religión pura” que allí se pretendía introducir no produciría los mismos “resultados fatales” que en otros lugares. Pero no era cuestión de preocuparse: “los intentos por proselitizar los católicos de Cuba y de las Filipinas serán tan inútiles como los anteriores similares en los países latinos de Europa y en la América del Sur”:
La América hispana puede que sea malvada e irreligiosa, pero nunca será protestante. Los esfuerzos de las sociedades misioneras por enviar una bandada de sus representantes a nuestras recién adquiridas posesiones sólo resultarán en el descrédito del americanismo entre esas gentes. Lo mejor sería enviar bien acreditados sacerdotes americanos.50
Algunos clérigos católicos rivalizaron con los protestantes en aquello de ver la mano de la Providencia en la guerra: las gentes de las nuevas tierras adquiridas no sólo serían beneficiadas espiritualmente, sino también por la introducción de las instituciones políticas de los Estados Unidos.
Así pensaba el reverendo H. E. O’Keere: “No podemos dejar las Antillas y las Filipinas para que sean engullidas por los reinos europeos. Nuestro amor por ciertas realidades históricas –libertad, progreso, democracia– no lo permitirá”.
Y no temía este sacerdote a la influencia de las juntas misioneras protestantes en las islas, porque la riqueza es el poder más débil en la táctica del trabajo misionero. El entusiasmo, la vehemencia y la fuerza interna del catolicismo, tan correctamente representados en los Estados Unidos, conquistarán fácilmente no sólo a los que son católicos hasta la médula de sus huesos, sino también a los mongoles, a los negros y a los malayos.51
El reverendo A. P. Doyle pensaba que la llegada de los norteamericanos a Filipinas sería providencial, pero los resultados dependerían de cómo se manejara la situación. Había que persuadir a los misioneros protestantes para que se mantuvieran alejados de las islas. El seleccionaría los más “completamente americanos” entre los sacerdotes católicos del país y los enviaría a establecer una entente cordiale con las autoridades civiles.
El gobernador general, aunque no fuera un católico, debería mostrar simpatías por la Iglesia. Y debería establecer cortes de justicia, introducir medidas modernas de sanidad, suprimir el vicio, y “no molestar a los religiosos”. Con tales tácticas, aseguraba el padre Doyle, “ganaremos las Filipinas a nuestro lado, y antes de muchos años habremos plantado entre los orientales las semillas del más libre y perfecto gobierno sobre la faz de la tierra”.52
De este modo, los católicos coincidieron con los protestantes –aunque en una atmósfera de mutua sospecha– en resaltar la “misión civilizadora” de los Estados Unidos. Aun el Ave María, periódico que mostraba fuertes dudas sobre la política imperialista de aquella hora, veía posibles beneficios. Si Cuba y Puerto Rico habrían de ser parte de los Estados Unidos, se añadirían tres millones de católicos al censo de este país, y tres nuevos obispados. “Uno de ellos, el de Santiago de Cuba, el más antiguo del hemisferio occidental, estará probablemente –aunque no necesariamente– adscrito a la jerarquía de los Estados Unidos”.53
Por su parte, el Catholic Herald previó beneficios para los católicos si los norteamericanos controlaban las Filipinas. Recordaba las “atrocidades” cometidas contra los dominicos en tiempos del régimen español, aseguraba que la Iglesia sería respetada como en los propios Estados Unidos, y que la religión [católica] florecería. Es más: las leyes norteamericanas reinarían en las Filipinas… ¡hasta que Inglaterra consintiera en permutar estas islas por el territorio de Canadá!54
Las honrosas excepciones
Todas las informaciones que hemos logrado hacen aparecer que los únicos cuerpos eclesiásticos que ofrecieron una oposición seria al expansionismo fueron los mismos que se opusieron a la guerra: los cuáqueros (Sociedad de los Amigos) y los unitarios (American Unitarian Association).
El periódico The Friend deploró el alza de las ideas imperialistas y del Destino Manifiesto, y manifestaba el temor de que la guerra había trastornado la mentalidad norteamericana hacia la glorificación de una tarea mesiánica en asuntos internacionales.55 El Christian Register se lamentó de la proyectada “explotación” de los pueblos de Cuba, Hawai y las Filipinas “para beneficiar a nuestros industriales y a nuestro comercio. Esa concepción es antiamericana, porque pertenece a la idea de un gobierno fuerte”.
Nada hay que ennoblecería más a nuestro pueblo, nada que aumentaría más su influencia entre las naciones, que el dominio propio. De la misma manera que Washington rehusó el convertirse en monarca, así debe América rehusar la compañía de los gigantes que se están dividiendo entre ellos los gajes del mundo.56
Los cubanos patriotas y misioneros
El masivo éxodo de cubanos a los Estados Unidos como exiliados por razones económicas, a mediados del siglo XIX, facilitó el contacto con las iglesias protestantes y el conocimiento de sus doctrinas. Mientras se desarrollaba la guerra de 1868-1878 de los insurgentes cubanos contra España, los de la emigración apoyaron decididamente el movimiento libertario y lo ayudaron eficazmente con sus óbolos. Además, comenzaron a surgir líderes que unían en sus personas no sólo la fe cristiana, sino también un intenso patriotismo. Quisiera mencionar preferentemente los que fueron pastores de iglesias de distintas denominaciones: Joaquín de Palma (episcopal), Enrique Someillán (metodista), Manuel Deulofeu (metodista), Alberto J. Díaz (bautista), Evaristo Collazo (presbiteriano) y Pedro Duarte (episcopal). Todos estos hombres estuvieron después solidarizados con el apóstol José Martí y su instrumento de lucha, el Partido Revolucionario Cubano, el que llevó la guerra a Cuba en el período 1895-1898.
Joaquín de Palma siempre vivió (como pastor) en Jamaica y en los Estados Unidos, pero su iglesia era un vivero de celebraciones y recolecciones de fondos para la adquisición de armas y pertrechos de guerra. Evaristo Collazo siempre vivió en Cuba, y al comenzar la guerra en 1895 se unió a los soldados cubanos y llegó a ser subteniente del Ejército Libertador. Los demás viajaban desde los Estados Unidos y por breves períodos residieron en Cuba, estableciendo iglesias al estilo protestante y a la vez participando en la lucha clandestina de trasiego de municiones, pólvora y medicinas. Pedro Duarte fue el más conocido representativo del Partido Revolucionario Cubano en Matanzas, y en el sótano de su iglesia se celebraron las reuniones clandestinas del grupo director de aquella provincia. Alberto J. Díaz fue gran amigo y colaborador del general Antonio Maceo. Manuel Deulofeu trató íntimamente a Martí en Key West y fue vocero de los emigrados revolucionarios. Por lo tanto, los primeros cubanos que establecieron iglesias protestantes cubanas fueron –al mismo tiempo que predicadores– revolucionarios comprometidos. Al producirse la llamarada del alzamiento nacional el 24 de febrero de 1895, se produjo la dispersión de pastores y feligreses, simpatizantes y colaboradores del movimiento de liberación nacional. De aquí que ninguna iglesia protestante continuara funcionando regularmente hasta 1898, ya invadida militarmente la Isla por los norteamericanos e iniciado el trabajo misionero de las “juntas”.
Los misioneros norteamericanos en Cuba
Un capitán de artillería del ejército norteamericano, asignado para las tropas del general cubano Calixto García, de nombre Carlos Muecke, escribió desde Gibara a su comandante, G. Greighton Webb:
Los cubanos son un pueblo hambriento de educación y progreso. Otra cosa que ellos anhelan es la libertad religiosa, es decir, la oportunidad de ir a una iglesia diferente si continúan, como años atrás, la opresión financiera y el chantaje de la Iglesia Católica. Los misioneros norteamericanos encontrarán aquí en Cuba un campo magnífico que les espera. La gente no tiene que ser activada y conquistada, porque ellos mismos están en la búsqueda del evangelista que ofrezca darles justicia, derechos y privilegios, y no venderles estos beneficios.57
Impulsados por las muy diversas razones que ya hemos leído en revistas y periódicos de las iglesias norteamericanas, en 1898 comenzaron a arribar misioneros de los Estados Unidos a las costas de Cuba. Es necesario consignar aquí los primeros nombres, los de aquellos que reorganizaron el trabajo disperso de los cubanos que los precedieron y estructuraron los primeros intentos de evangelización, extensión y consolidación de sus respectivas iglesias en territorio cubano:
Iglesia Metodista: Warren A. Candler.
Iglesia Bautista del Sur: C. D. Daniel.
Iglesia Bautista del Norte: H. R. Moseley.
Iglesia Presbiteriana del Sur: Juan G. Hall.
Iglesia Presbiteriana del Norte: J. M. Greene.
Iglesia Episcopal: Albion W. Knight.
Iglesia Congregacional: L. C. Eric.
Sociedad de los Amigos (Cuáqueros): Silvester Jones.
Discípulos de Cristo: L. C. MacPherson.
Los misioneros norteamericanos, y los que los siguieron, implantaron modelos eclesiásticos prácticamente calcados de las iglesias norteamericanas, tales como: 1) el denominacionalismo, es decir, la escandalosa división en compartimientos sectarios; 2) el pietismo (en su forma más absurda e ineficaz), con sus derivaciones más frecuentes: el literalismo bíblico y el moralismo religioso.
Para la realización de su trabajo, los misioneros utilizaron un instrumento entonces muy eficaz: la escuela parroquial. La costumbre se hizo ley: al lado de cada iglesia, una escuela. En un país arruinado, con un altísimo porcentaje de analfabetismo y un gran afán de progreso, las escuelas de los misioneros vinieron a llenar una necesidad apremiante, y a través de ellas se realizaba una diaria y persistente tarea de evangelización. Muchos cubanos llegaron a conocer las historias bíblicas y vinieron a ser feligreses de las iglesias por medio de las escuelas.
En realidad, la enseñanza era muy superior a la de la entonces incipiente escuela pública. Muchas de estas escuelas misioneras pervirtieron más tarde su propósito inicial y se transformaron en centros educativos para las clases medias, olvidando a los pobres y desheredados. El autor de este trabajo ha observado dos corrientes de opinión en lo que se refiere a las escuelas fundadas y sostenidas por los misioneros. La primera, anterior a 1959, cuando miles de cubanos elogiaban el trabajo realizado por aquellos extranjeros, se enorgullecían de haber estudiado en sus escuelas, y desdeñaban toda posibilidad de análisis. La inmensa mayoría de los que así pensaban abandonaron el país en 1961, cuando dos hechos impactantes los aterraron: la declaración oficial de Cuba como Estado socialista y la nacionalización de las escuelas privadas, en un mismo mes.
La otra corriente de pensamiento, que se mostraba tan extremista como la primera, fue la del iconoclastismo: al producirse el vuelco revolucionario de 1959, y más agudamente después de 1961, muchos de los que habían recibido beneficios evidentes de tales escuelas, las maldijeron, juntamente con sus directores y maestros, los misioneros. En algunos, sin duda, por convicción revolucionaria; en otros por oportunismo. Todavía queda por realizar un estudio serio, objetivo, con una base científica de análisis, para llegar a conclusiones valederas sobre las escuelas parroquiales protestantes en Cuba.
En lo que se refiere a los misioneros como ciudadanos de un país que mantenía injustamente un ejército de ocupación en Cuba, hemos escuchado la tesis –discutida y sostenida en innumerables reuniones donde se ha debatido la cuestión– de que los misioneros –muy inconscientemente y muy candorosamente– no eran más que “agentes”, “puntas de lanza”, “coberturas inocentes” del proteccionismo o del anexionismo; en fin, del neocolonialismo y la expansión imperialista.
Es necesario decir, por pura honestidad, que el autor de este trabajo conoció a muchos de estos misioneros cuando eran ya muy ancianos, los tuvo por maestros primeramente, y después por compañeros de trabajo, y que jamás –aun siendo muy sensible a todo lo que fuere desconocimiento o irrespeto a su cubanía– se sintió menospreciado o maltratado por ellos, ni pudo asociarlos a encubiertos manejos del imperialismo, por mucho que ya se dolía de la rapacidad política y económica de los Estados Unidos en Cuba.
Para tipificar esta aseveración (quizás singular y excepcional), hemos de referirnos a uno de estos misioneros: el presbiteriano Robert L. Wharton. Después de 1959 salió a flote una acusación que se proponía degradar a un hombre de radiante personalidad, reconocido y amado por miles de cubanos. Se dijo entonces que Wharton era un discriminador, un racista, un antinegro, porque en su escuela no admitía alumnos de piel oscura. (En lo que se refiere a los cubanos, la mayor parte de ascendencia africana, cabría preguntar, como Nicolás Guillén: “¿Y tu abuela, dónde está?”). En verdad, yo no recuerdo haber visto “negros realmente negros” en la época cuando él era director. Si esto es algo para imputarle un pecado, desconociendo por completo su procedencia y su formación, bien está. Pero, a la vez, hemos de reconocer que cuando enviaba informes de su trabajo en Cuba a los directivos de su iglesia en Nashville, Tennessee, insistía en que los cubanos estaban perfectamente capacitados para gobernarse por sí mismos, y que la idea de la anexión era completamente absurda. Por sostener esta última tesis contra los cubanos, Wharton atacó públicamente a un colega, el reverendo Samuel W. Small, un evangelista por su propia cuenta que en sus sermones trataba de convencer a los cubanos de que pidieran la anexión a los Estados Unidos. Frente a un error de procedimientos, un acierto ideológico. Y valga lo uno por lo otro.58
Tampoco podemos ignorar que estos misioneros eran de algún modo representativos de una nación que, por una parte, provocaba el malestar de su presencia impuesta, pero a la vez deslumbraba con sus adelantos científicos y técnicos, desconocidos tanto por españoles como por cubanos. El afán de saneamiento en Cuba como medida preventiva para no contaminar a los Estados Unidos; la construcción de calles, carreteras, puentes, líneas férreas, aunque beneficiando a empresarios norteamericanos; la organización de correos y de aduanas; la extensión de nuevas redes telefónicas y telegráficas bajo administración norteamericana; la imposición de disciplinas administrativas; el cumplimiento exacto del horario de trabajo, nuevos métodos estadísticos y de archivo, utilización de máquinas de escribir y reproducir, etc. En otro sentido, una más amplia libertad de prensa y de cultos. Todo ello creaba en los más ingenuos la impresión de que los interventores eran gentes de una raza superior, dignos por lo menos de permanecer en Cuba durante muchos años, instruyendo a los cubanos en el ejercicio de la “democracia” y la “civilización”. De esmerada educación académica, y de conducta irreprochable, los misioneros norteamericanos contribuían –aun sin pretenderlo– a la formación de una imagen atrayente de la dominación yanqui en Cuba.
Juicio de los misioneros sobre Cuba y los cubanos
Como era de esperarse, los misioneros que se establecieron en Cuba remitieron de inmediato sus informes a las “juntas” que los enviaron, y escribieron desde Cuba artículos de divulgación y promoción para diversas revistas eclesiásticas norteamericanas.
Por carencia de tiempo y de recursos, ha sido imposible el acceso a información oficial –ni siquiera a diversas opiniones individuales– que produzca un muestreo del pensamiento de los misioneros de todas las denominaciones protestantes norteamericanas que establecieron su obra en Cuba (ya entonces bajo su dirección) durante el período 1898-1899. Me limito, pues, a lo que sí me ha sido posible obtener de la Iglesia Presbiteriana, aunque con la certeza de que es representativo –siempre es posible detectar ciertos matices diferenciales– de una experiencia generalizada y de una reacción común ante el nuevo enfrentamiento. Esto se afirma por el hecho de que las publicaciones presbiterianas recogen con frecuencia las opiniones concordantes de misioneros de otras iglesias que entonces laboraban conjuntamente en Cuba.
Tanto la denominada Presbyterian Church in the U.S. (del Sur), como la Presbyterian Church in the U.S.A. (del Norte) enviaron sus misioneros a Cuba en el mismo período, lo que también hicieron (con poco margen de diferencia cronológica) varias otras iglesias de las llamadas históricas. La primera había tenido activa participación –por medio de sus misioneros en México– durante los primeros intentos del pastor cubano Evaristo Collazo por establecer iglesias presbiterianas (propósito que fue logrado) al comenzar la década de 1890. La segunda, utilizando también obreros que habían tenido larga experiencia en México, inició su trabajo en Cuba durante la primera intervención norteamericana con el envío de un obrero de origen latinoamericano, Pedro Rioseco.
J. Milton Greene, la figura más destacada entre los misioneros presbiterianos de los primeros tiempos, por su mayor edad y experiencia, amplia cultura, dominio del español y su habilidad como pastor y maestro ofrece el siguiente informe:
Del campo misionero cubano como un todo, debo decir que se empareja con las otras antiguas colonias españolas en lo que se refiere al dominio romanista de las clases más altas de la sociedad, especialmente entre sus mujeres.
Pero en todo lo que se refiere a los hombres, aun en la sociedad más aristocrática, la Iglesia no es más que un lugar de comparecencia en bodas, bautismos y ritos funerales. Ni siquiera uno de cada cien hombres cubanos busca lo que la Iglesia ofrece semanalmente, a la vez que existe entre ellos una general desestimación –por no decir desconfianza– respecto a los clérigos. Sólo una pequeña minoría de los padres cubanos consienten que sus esposas e hijas frecuenten el confesionario. Estos hombres alegan lo que también dicen muchos inteligentes observadores: que juzgado por sus frutos el romanismo, como sistema religioso y moral, ha fallado completamente en su misión, y más bien ha impulsado la ignorancia y la superstición entre las gentes.
Pero este hecho no debe considerarse como una indicación de una actitud favorable al protestantismo. La increencia y la indiferencia a todo lo que sea religioso van parejas con una adhesión nominal al romanismo. Es decir, guardan cierto respeto a algo que viene a ser como un objeto venerado desde las pasadas generaciones, pero no tiene uso práctico. Para algunos, la adhesión al romanismo tiene cierto carácter patriótico, porque consideran nuestra fe protestante como una religión “americana”. Pero cuando hablamos de las masas, y especialmente de la clase campesina, debe decirse que hay espíritu generalizado de curiosidad entre ellos, en la búsqueda de una religión que produzca “lo bueno”, y una característica distinta de nuestras congregaciones rurales es que hay en ellas mayoría de hombres.
Entre nuestros más grandes obstáculos, está el hecho de que no más del 20% de los adultos está alfabetizado, y esto, como es natural, entorpece nuestro progreso en la instrucción del pueblo. El absoluto desconocimiento del domingo como día de reposo, los juegos de azar, las peleas de gallos y el sensualismo, en unión de las muy extendidas falsedades, deshonestidad, insinceridad e inestabilidad, todo ello maraca una conducta colectiva que no es aquí una simple teoría ni una filosofía moral. Esto publica muy claramente la falsedad imbíbita en las enseñanzas morales de la Iglesia Romana, porque todo lo mencionado anteriormente, y otras cosas que no pueden describirse, no aparecen en el catálogo de pecados de los que hay que arrepentirse como crímenes contra Dios. Estas gentes necesitan una nueva terminología moral y un nuevo diccionario. Los términos morales y religiosos que para nosotros expresan verdades solemnes, no tienen aquí significación alguna. Todos ellos son “cristianos” porque han sido bautizados y confirmados. Y si tienen que confesar algunas faltas, las clasifican bajo el título general de “pecados veniales”, para los cuales se obtiene fácil perdón.
Tales son los frutos de la educación romanista, o la carencia de la misma. Lo que pudiera haber sido hecho aquí por la Iglesia hereditaria durante sus cuatro siglos de oportunidades espléndidas, se ejemplifica con el carácter cristiano de las almas renovadas en nuestras congregaciones. Al decir esto, no pierdo de vista las tendencias impulsivas, emocionales, convulsivas e inestables que son características de los cubanos como pueblo, pero no podemos dudar del poder Espíritu Santo que acompaña a su Palabra para transformar todo este mal, como podemos ver en muchos casos la firmeza bajo la persecución, la fidelidad en medio de las tentaciones, la generosidad desde la pobreza, tanto como un incansable espíritu de testimonio y promoción del Evangelio. Se me pregunta con frecuencia qué tipos de cristianos son los cubanos, y yo siempre respondo: “Muchos mejores que lo que usted y sus conciudadanos hubieran sido si hubieran estado en la misma condición”.
Para referirnos a una cuestión mucho más agradable, encontramos un gran aliento en nuestras escuelas diarias. Los niños cubanos son rápidos en el aprendizaje, y responden bien al trato bondadoso. De disposición afectiva, de temperamento extravertido, con imaginación y memoria que maravillan, son fácilmente moldeables y progresan rápidamente bajo sabia y eficiente enseñanza y disciplina.59
Se hace muy claro que quien emite tales opiniones es un hombre honesto y capaz de análisis serios. Sin embargo, siempre es posible errar, o no ser hábil para percatarse de todos los ángulos de un mismo problema.
Por ejemplo, Greene no establece una distinción entre los cubanos (criollos), tanto negros como blancos, y los españoles que permanecieron en Cuba después de la ocupación militar norteamericana. Los últimos constituyeron el más alto porcentaje de extranjeros, dueños en su mayoría de pequeños comercios y pequeñas industrias. Estos residentes en Cuba continuaron apoyando a la Iglesia Católica como su institución religiosa, aunque deseaban y trabajaban por la permanencia de los gobernadores yanquis, en su mayoría protestantes. Las opiniones y actitudes de ambos estratos de la población no aparecen diferenciadas por Greene.
Una segunda cuestión sorprendente es que esta fuerza de los primeros tiempos misioneros estuviera tan preocupada por el alto porcentaje de analfabetismo, y tan ocupada en la enseñanza de los niños, sin realizar esfuerzo alguno conocido por la alfabetización de los adultos ni el progreso de los semianalfabetos. Las “almas renovadas en nuestras congregaciones” (frase de Greene), mejoradas indudablemente en muchos aspectos de su vida moral, continuaron siendo en su mayoría analfabetas o semianalfabetas, incapaces por sí mismas de un análisis bíblico. Fueron sólo recipientes pasivos de una interpretación foránea, generalmente desencajada de la realidad de los problemas económico-políticos de una nueva nación.
Pero todavía más sorprendente es la referencia a las “masas”, a la “clase campesina”, curiosa por lo nuevo, en la búsqueda de “lo bueno”, cuando al mismo tiempo la Iglesia Presbiteriana se centraba sólo en los pueblos grandes y en ciudades básicas, sin establecer estaciones de predicación en las zonas eminentemente rurales.
El obispo Warren A. Candler, metodista de Georgia, visitó a Cuba en 1899, y escribió lo que sigue para el periódico The Independent:
El protestantismo debe venir acá, hacerlo rápidamente. El mundo ha visto en la Revolución Francesa lo que sucede cuando un pueblo explotado se rebela contra la monarquía y la clerecía en un mismo acto, y no tiene una mejor fe a la que echarle mano para situarla en el lugar de la que ha abandonado. ¿Es posible que ocurra lo mismo en estas islas si nuestro pueblo creyente no se mueve con rapidez para encarar una responsabilidad en este momento crucial? El patriotismo, la fe y el humanitarismo deben impulsar a las iglesias protestantes de los Estados Unidos a apoyar en amplio modo la obra de educación y evangelización por la que Cuba clama, con sus manos desplegadas pidiendo nuestra ayuda.
El hombre de Macedonia implora por el Evangelio. El pueblo americano se ha sacrificado demasiado por esta infeliz isla, y ahora no debe quedarse a medias en su completa regeneración. El soldado y el marino han hecho y están haciendo bien su trabajo. Que las iglesias envíen ahora al predicador y al maestro.60
El obispo Candler, desde Cuba, repite las argumentaciones que ya leímos en periódicos norteamericanos de 1898, pero lo novedoso y sintomático de su “llamado macedónico” –frase repetida hasta el cansancio en aquellos años– es lo que plantea como fundamento impulsor de la obra misionera: 1) el patrimonio (de los norteamericanos); 2) la fe (cristiana-protestante); y 3) el humanitarismo (la caridad ostentosa). Hay en el breve escrito un evidente afán triunfalista y proteccionista. En cuanto a la frase “el soldado y el marino han hecho y están haciendo bien su trabajo”, o muestra ignorancia total de la situación, o encubrimiento intencionado, porque en los periódicos cubanos del año 1899 había constantes denuncias del mal comportamiento de las tropas de ocupación.
Desde Cárdenas, centro de los presbiterianos del Sur, el misionero Juan G. Hall envió sus primeros informes, en los que alerta a sus hermanos de los Estados Unidos en cuanto a la posibilidad de una estruendosa victoria proselitista, una conversión masiva de cubanos y el establecimiento de una Iglesia numerosa y poderosa, lo que muchos anunciaban y en lo que él no creía:
Las entrevistas que he tenido con los cubanos indican que un gran número de personas tienen una idea favorable al establecimiento de una misión protestante en este lugar, aunque no saben exactamente lo que esto significa. Un hombre que mostró su entusiasmo por nuestra misión, dijo que la quería especialmente para sus hijos, y que podíamos contar con él, que él no los enviaba a la Iglesia Católica porque en ella había mucho fanatismo, y mencionaba como un ejemplo “esa ridícula historia del hombre que mató mil con la quijada de un asno”. Otro hombre manifestó que nuestro plan sería bueno para sus hijos, y que estaba dispuesto a contribuir algo para el mismo, pero en cuanto a su persona, no necesitaba ninguna religión, porque él siempre había sido bueno, y tenía limpia su conciencia. El carácter de los cubanos en esta ciudad, y su actitud respecto al protestantismo, es más o menos el mismo que encuentro en todas partes. Es raro encontrar a un hombre inteligente que no abrigue prejuicios contra algunas partes de la Biblia [17 de abril de 1899].
Muchos parecen pensar que todo lo que se necesita en Cuba es abrir un lugar de predicación, y que multitudes de cubanos vendrán a buscar los caminos de salvación. Este es un gran error. Los cubanos no están más ansiosos de la salvación que lo que están otros pueblos en circunstancias parecidas, y aun los que proclaman públicamente su deseo de convertirse en protestantes, no se sienten llamados a conformar sus vidas a los principios cristianos. Yo creo que hay un gran trabajo que nosotros debemos realizar en Cuba, y creo también que Dios bendecirá su causa en esta tierra, pero mi observación y mi experiencia no me dan seguridad alguna de que la historia de la propagación del Evangelio aquí será distinta a la de otros países que han pasado por condiciones similares. Yo espero sinceramente que todos los que están relacionados con este trabajo podrán algún día entender la verdad del caso, porque de otro modo estarán cometiendo errores que serán obstáculos al programa de la obra [1 de mayo de 1899].61
El misionero Hall –que antes lo había sido en Colombia y en México– se basa, como casi todos los demás al emitir juicios, en la estructura fundamentalista-pietista en la que ellos fueron conformados, la que trasmitieron a los cubanos con su énfasis en el literalismo bíblico. Pero, a la vez, muestra mayor capacidad de análisis cuando no se deja sorprender por subjetivismos y emocionalismos. Su juicio sobre la involuntariedad de los cubanos en cuanto a un hondo, serio y permanente compromiso de fe, es acertado hasta el día de hoy. Si se le hubiera escuchado entonces, quizás hubiera habido distintos énfasis, distintos enfoques y procedimientos, y posiblemente distintos resultados.
Un misionero metodista, David W. Carter, probablemente un estudioso de tesis sociológicas, con su carga de estadísticas, dio gran importancia al censo de población que se efectuó en Cuba en 1899. Así escribió para el periódico The Intercollegian:
Cuba no es en el presente un campo prometedor para el capitalista, ni para el hacendado o el industrial, ni siquiera para el obrero. ¿Qué significa para el misionero evangélico? El toral de la población alcanza un poco más de un millón y medio de cubanos. Todos hablan el mismo idioma: el español. Casi todos viven en ciudades y pueblos de fácil acceso. Cerca de las dos terceras partes son blancos; los otros son negros y mulatos, con todo tipo de gradaciones en sus mezclas, y chinos. De estos últimos hay cerca de 15 000, de los cuales sólo 163 son mujeres. En la ciudad de La Habana hay una población china de 2 794 en total. Todos, menos 57, son hombres. De una población mulata de 36 000 en La Habana, más de 20 000 son mujeres. No es infrecuente ver en las calles de La Habana gentes que tienen los ojos chinos, narices de negro, y el resto de su fisonomía con rasgos españoles. Tal mezcla de razas no se podría encontrar, probablemente, en ningún lugar de Norteamérica.
Esto da una idea de las condiciones morales existentes. El porcentaje de casados en toda la Isla no pasa de 16. Esto es menos de la mitad de lo que presentan los Estados Unidos: 35 y siete décimas. Allá una tercera parte de la población es soltera; en Cuba hay dos terceras partes. Entre los solteros, un largo porcentaje viven como marido y mujer sin la sanción de la ley o la bendición de una iglesia; como resultado, hay en Cuba más de 185 000 personas nacidas ilegalmente. Mientras más se estudian los resultados del reciente censo, se hace más clara la evidencia de que las condiciones morales son de lo peor, y que es grande la necesidad de predicar el Evangelio.
Hay 418 000 hombres en edad electoral. Más de la mitad de los mismos son analfabetos. Entre los cubanos blancos con derecho el voto, el 51%, y el 74% entre los de color, no saben leer. Estos últimos son escandalosos, y activos en la política. Recientemente, 80 de ellos solicitaron plazas en la fuerza policial de La Habana. Se les requirió el juramento de que nunca habían sido condenados por ofensa criminal, y juraron. Se examinaron sus expedientes judiciales y se comprobó que un gran número de ellos tenía causas pendientes, o habían estado presos. La mayor parte no pasó el examen físico. Esto redujo el número a nueve, y al firmar el contrato ninguno pudo hacerlo porque no sabían escribir. Por lo tanto, hubo que rechazarlos a todos. Estos hechos ponen a luz el problema de las virtudes cívicas en Cuba. Hay mucho trabajo para los misioneros.
El porcentaje de la población de mayores de diez años que son capaces de leer es de 43,5%; en los Estados Unidos es de 86,6%.
La próxima generación estará mejor educada que la presente, pero la gran deficiencia de estas escuelas es que son enteramente seculares, y a veces hostiles a la religión. Nunca podrán satisfacer las demandas de los que saben que el mero intelectualismo no es base suficiente de una nueva conducta, ni para construir una nación. La necesidad de fundar escuelas cristianas es evidente para todos los que reconocen el valor de la religión.62
Los juicios emitidos por este misionero son una mezcla de verdades y de prejuicios. Hay puntos de comparación desfocados, y discriminación racial acentuada.
Son también candorosas las conclusiones. Afirmar que las iglesias protestantes por sí mismas serán capaces de resolver el problema de las “condiciones morales” de un país, y las escuelas privadas cristianas el problema del analfabetismo, es mucho decir.
Por este mismo reverendo Carter, después de un año de experiencia en Cuba, se percató de que todos los males no residían en la Isla. Para la revista Review of Missions escribió en 1900 sobre el creciente desinterés de los norteamerica
José Guillermo Montero Quesada dice:
Considero que las prácticas religiosas, sociales y culturales relacionadas con las denominaciones protestantes, constituyeron importantes espacios de contacto comunitario entre cubanos y grupos culturales foráneos (estadounidense y canadiense), en los cuales se facilitÓ el intercambio de experiencias, opiniones, concepciones morales, la concertación de compromisos y la discusión de intereses comunes de la feligresía y habitantes de muchas comunidades cubanas; ellos contribuyeron a la transmisión de una actitud de laboriosidad hacia el trabajo; alimentaron valores sociofamiliares; socializaron, además de creencias religiosas, las míticas y racionales; enseñaron hábitos y reglas de educación formal; estimularon el hecho de compartir los éxitos individuales y colectivos, en fin, reanimaron el sentido de conservación identitaria de los grupos etnicos portadores de la doctrina protestante y del etnos cubano.En factores como estos estan una parte importante de las raíces de la actual cultura e identidad cubana.