No es acertado pensar que el cristianismo haya infundido a la cultura pagana, partidaria de las alegrías del placer y de la sensualidad, la virtud del dominio de sí mismo y el espíritu de la ascesis. La hostilidad hacia el placer, la desconfianza hacia la sensualidad y el pesimismo sexual son más bien una herencia recibida de la Antigüedad y que el cristianismo ha contribuido, en buena medida, a conservar hasta nuestros días. No son los cristianos quienes enseñan a los disolutos e inmorales paganos la virtud de la continencia y la condena del placer, sino que son los mismos paganos quienes se ven en la necesidad de reconocer que los cristianos son ya casi como ellos mismos. Galeno (siglo II D.C.), un pagano griego y médico del emperador Marco Aurelio, encuentra digno de encomio el hecho de que los cristianos, que carecen propiamente de una auténtica filosofía, consigan practicar durante toda la vida virtudes que, como la continencia sexual, tienen para él un alto valor. Así, escribe:
La mayor parte de la gente está incapacitada para seguir un razonamiento coherente; necesita imágenes o comparaciones de las cuales extrae una aplicación útil, como nosotros hoy vemos personas, llamadas cristianas, que extraen su fe de parábolas y milagros, y, sin embargo, se comportan a veces exactamente como aquellos que viven siguiendo una filosofía. El desprecio a la muerte y sus consecuencias nos son manifiestas todos los días, como igualmente se puede constatar su abstinencia sexual. Pues entre ellos existen no solamente varones, sino también mujeres que durante toda la vida se abstienen de las relaciones sexuales. También se encuentran entre ellos personas que en su disciplina y autodominio en lo referente a la comida y bebida, así como en lo que concierne a la aspiración y búsqueda de la justicia, han alcanzado una perfección tan alta como a la que llegaron los filósofos más genuinos.1
El pesimismo sexual de la Antigüedad no deriva, como posteriormente el pesimismo sexual del cristianismo, de la maldición y castigo que acompañan a un pecado, sino que dimana de consideraciones eminentemente de orden médico. Se cuenta, por ejemplo, que Pitágoras (siglo VI a.C.) aconsejaba mantener las relaciones sexuales en invierno, en modo alguno en verano, con moderación en primavera y otoño; de todos modos, en cualquier estación del año que se practiquen siempre serían nocivas para la salud. Y cuando se le preguntaba cuál sería el momento más propicio para el amor, respondía: “cuando uno quiere perder fuerza”.2 Por lo demás, las relaciones sexuales no perjudican a las mujeres, ya que ellas no son como los varones, que pierden energía con la pérdida del semen. El acto sexual se concibe peligroso, difícil de controlar, perjudicial para la salud y extenuador. Así pensaban Jenofonte, Platón, Aristóteles y el médico Hipócrates (siglo IV a.C.). Platón dice en Las leyes, a propósito del campeón olímpico Ico de Tarento, que este era ambicioso y “poseía en su alma la técnica y la fuerza de la sobriedad”. Tan pronto como se entregaba al entrenamiento, “no tocaba ni a una mujer ni a un joven”. Hipócrates nos habla del trágico destino de un joven que murió afectado de locura después de sufrir durante veinticuatro días una enfermedad que comenzó manifestándose como un simple dolor de estómago. El joven se había dado previamente, y de una manera excesiva, al placer sexual.3 Hipócrates piensa que el hombre comunica al cuerpo el máximo de energía cuando retiene el semen, pues una excesiva pérdida del mismo conduce a la tabes dorsal y a la muerte. La actividad sexual conlleva un peligroso derroche de energía. También Sorano de Efeso (siglo II d.C.), médico del emperador Adriano, considera la continencia duradera como un factor de buena salud y, según él, sólo la procreación justifica la actividad sexual. Describe las consecuencias nocivas de todo exceso cometido al margen de la procreación.
Michel Foucault († 1984), en su obra Historia de la sexualidad, analiza a estos pensadores de la Antigüedad. A su entender, la valoración estimativa de la actividad sexual ha evolucionado hacia una negatividad creciente a lo largo de los dos primeros siglos del cristianismo. Los médicos recomiendan la abstinencia y aconsejan la virginidad en lugar de buscar la satisfacción. Los filósofos de la escuela estoica condenan cualquier relación fuera del matrimonio y exigen fidelidad conyugal entre los esposos. El amor entre mancebos pierde valor. Durante los dos primeros siglos del cristianismo se asiste a un reforzamiento del vínculo conyugal. Las relaciones sexuales quedan autorizadas sólo dentro de la vida matrimonial. Sexualidad y matrimonio llegan a ser uno y lo mismo. El escritor griego Plutarco († 120 d.C.), uno de los autores más importantes y más leídos de la literatura universal, tiene palabras de alabanza para Lelio porque en su larga vida tuvo relaciones sólo con una mujer, la primera y la única con la que se casó.4
El estoicismo
Esta severidad creciente y esta limitación de la actividad sexual que se da en los dos primeros siglos del cristianismo recibe su impulso del estoicismo, la corriente filosófica más influyente que domina aproximadamente desde el año 300 a.C. hasta el 250 d.C. Todavía en nuestros días la palabra “estoico” alude a imperturbabilidad, a ausencia de pasiones. Mientras los filósofos griegos le concedían al placer, en general, una importancia considerable dentro del ideal de la vida humana, los estoicos –sobre todo en los dos primeros siglos de la era cristiana– abandonaron esa concepción y rechazaron la tendencia al placer. Esa aversión a la satisfacción tuvo una consecuencia positiva: la actividad sexual quedó enmarcada dentro del espacio interno del matrimonio. Pero dada la desconfianza que rodea el deseo de placer y la satisfacción carnal, se pone en cuestión el estado matrimonial y se exalta la vida célibe. El matrimonio se presenta como una concesión a quienes no pueden contenerse, como una transigencia con el placer de la carne en favor de aquellos que no pueden prescindir de la satisfacción de los sentidos. La sobrevaloración rigurosa del celibato y de la abstinencia frente al matrimonio opera ya en la corriente estoica y alcanza su culminación en el ideal cristiano de la virginidad. La actitud desconfiada que la Estoa adopta en relación con el placer conduce, por una parte, a reconocer la superioridad del matrimonio sobre las modalidades varias de las relaciones sexuales y, por otra, a subestimarlo cuando se le compara con ese género de vida que renuncia completamente a la satisfacción corporal y a cualquier pasión.
El estoico Séneca, llamado en el año 50 d.C. para encargarse de la educación de Nerón, que a la sazón tenía once años, y a quien en el año 65 el mismo emperador obligó a suicidarse debido a su presunta implicación en una conspiración, dice en un escrito sobre el matrimonio:
El amor por la mujer de otro es vergonzoso, pero también es vergonzoso amar sin medida a la propia mujer. El sabio deja que sea la razón y no la pasión la que guíe el amor a la propia esposa. El resiste el asalto de las pasiones y no se deja arrastrar incontroladamente al acto conyugal. Nada hay más degenerado que amar a la propia esposa como si fuera una mujer adúltera. Todos los varones que afirman unirse a una mujer para tener hijos por amor al Estado o al género humano deberían, al menos, tomar ejemplo de los animales y no destruir la descendencia cuando el vientre de sus mujeres se redondea. Deberían comportarse con sus mujeres como maridos y no como amantes.
Este pasaje agradó tanto a Jerónimo, padre de la Iglesia hostil al placer, que lo citó en la obra que escribió contra Joviniano, simpatizante del hedonismo.5 Juan Pablo II habla también del adulterio con la propia mujer. “No hacer nada por placer” es el principio básico de Séneca.6 Musonio, su contemporáneo más joven, que enseñó en Roma la filosofía estoica a numerosos romanos de la nobleza, declaraba inmoral la actividad sexual que no estuviera destinada a la procreación. Según él, solamente las relaciones íntimas habidas en el matrimonio y orientadas a la procreación se ajustan al recto orden. El varón que solamente piensa en el placer es despreciable, incluso aunque lo busque dentro del espacio del matrimonio. Los estoicos del siglo I son, pues, los padres de la encíclica de la píldora, publicada en el siglo XX. Musonio rechaza expresamente la anticoncepción. Partiendo de este principio, se pronuncia igualmente contra la homosexualidad. El acto sexual sólo tiene sentido si es un acto procreador.
Además de considerar el matrimonio vinculado con la procreación, los estoicos lo concebían también como ayuda mutua y recíproca entre los esposos.7 Mientras Aristóteles afirmaba que no conocía un vínculo más estrecho que el que une los padres a los hijos, Musonio sostenía que el amor entre los esposos era el vínculo más fuerte de todas las formas posibles de amor.8 A diferencia de Aristóteles, que acentúa la subordinación de la mujer respecto al varón y afirma que la mujer es inferior al varón en virtud, Musonio reconoce igual virtud en ambos sexos. Defiende también la igualdad de derechos entre el varón y la mujer y, por tanto, el derecho que la mujer tiene a la cultura, idea que ha encontrado muy poca audiencia en el seno de la jerarquía católica, que ve a la mujer destinada a los niños, la casa y la cocina. También el cristianismo habla del matrimonio como una tarea de “ayuda mutua”. Pero en la vida real es sólo la mujer la que es considerada como ayuda del varón: Eva fue creada para ayudar a Adán y no a la inversa. La subordinación de la mujer aparece así con toda claridad desde el momento de la creación. Y desde Santo Tomás de Aquino, Aristóteles fue elevado a la categoría de casi padre de la Iglesia en las cuestiones que se refieren a la mujer.
Ahora bien, que el concepto de “ayuda mutua” entre los esposos venga interpretado en el sentido de igualdad de derechos (como hace Musonio) o que se entienda como una subordinación de la mujer al hombre, según aparece entre los cristianos, tanto los estoicos como los cristianos muestran una cierta tendencia a descorporeizar el matrimonio, toda vez que lo separan del campo de lo sexual al reducirlo exclusivamente a la finalidad del placer o de la procreación. El acto conyugal queda delimitado y ceñido al ámbito del placer carnal sin posibilidad de integrarlo en otra categoría, pues pesa sobre él la desconfianza que acecha toda tendencia a la satisfacción de los sentidos. La concepción de que el conyugal debe ser un acto procreador y que, si no es así, hay que verlo desde la categoría negativa de placer y, en modo alguno, desde la categoría del amor, ha marcado honda y duramente al cristianismo.
Encontramos en Séneca un pensamiento que más tarde tendría la funesta consecuencia de contribuir a reducir la moral cristiana al ámbito de la moral sexual. Séneca le escribe a su madre, Helvia:
Si caes en la cuenta de que el placer sexual no ha sido otorgado al hombre para su placer, sino para hacer subsistir la propia especie, todos los demás deseos ardientes resbalarán sobre ti sin tocarte, siempre y cuando la voluptuosidad no te haya dado alcance con su hálito envenenado. La razón no solamente aplasta cada uno de los vicios por separado, sino todos los vicios simultáneamente. La victoria se da una vez y es total.
Esto nos quiere decir que la moral es fundamental y esencialmente moral sexual. Montar la guardia sobre este punto es montar la guardia sobre la totalidad.
El ideal de la virginidad no es un ideal exclusivamente cristiano. Apolonio de Tiana (siglo I d.C.), de quien se dice que realizó milagros, hizo voto de castidad –según refiere su biógrafo Filóstrato– y se mantuvo fiel a él durante toda su vida. Plinio el Viejo, estudioso de la naturaleza y que murió en la erupción del Vesubio en el año 79 d.C., alaba y presenta como modelo al elefante, porque se aparea solamente cada dos años.9 Plinio no hace más que reflejar el ideal dominante de la época. Al casto elefante de Plinio le esperaba un buen futuro y una larga carrera en el recinto de la teología y de la literatura edificante cristianas. Lo encontramos en Ricardo de San Victor († 1173), en Alano de Lille († 1202), en una Summa anónima del siglo XIII (Codex latinus monacensis 22233) y en las obras de Guillermo de Peraldo († antes del 1270). Lo menciona también el obispo de Ginebra, San Francisco de Sales († 1622) en su obra Philotea, que data de 1609 y contiene consejos espirituales.
El elefante siempre se ha presentado como modelo a los esposos.
San Francisco de Sales escribe:
Es un animal tosco y, sin embargo, es el más digno de los que viven sobre la tierra y el más sensato […] No cambia nunca de hembra, ama tiernamente la que ha elegido y se aparea con ella una vez cada tres años, durante el espacio de cinco días únicamente y ocultándose de tal modo que no se le ve mientras transcurre ese tiempo. Al sexto día se deja ver y se dirige inmediatamente al río, en el que lava todo su cuerpo, y no se reincorpora a la manada sin haberse purificado antes. ¿No es este un comportamiento bueno y justo?10
Muy en consonancia con la exaltación cristiana de la abstinencia sexual, San Francisco de Sales añadió un año más de continencia al casto elefante de Plinio. De hecho, Plinio dice textualmente: “Por pudor se acoplan los elefantes en lo oculto… Lo hacen solamente cada dos años y, por lo que se dice, no más de cinco días. El sexto día se bañan en el río y sólo después de lavarse vuelven a la manada. No conocen el adulterio”.11
Encontramos de nuevo el elefante en las Historias de Anna Katharina Emmerick sobre la vida de Jesús, recogidas por Clemens von Brentano, libro muy vendido en las librerías católicas y leído con gusto por ciertas personas pías. El animal aparece aquí, incluso, integrado en la enseñanza de Jesucristo y surge en numerosos lugares de las visiones. Veamos un ejemplo:
Jesús habló también de la gran corrupción de la procreación que se da entre los hombres y que es un deber abstenerse después de la concepción; como prueba de la honda bajeza en la que se encuentran los hombres en este campo respecto a los animales más nobles, adujo la castidad y la abstinencia del elefante (dictado el 5 de noviembre de 1820).
La joven pareja de las bodas de Caná quedó profundamente impresionada con ello:
Al final del banquete el esposo se acercó a Jesús a solas, habló con él muy humildemente y le explicó cómo sentía que en él habían muerto todos los deseos carnales y que viviría gustoso en la abstinencia con su esposa si ella se lo permitía. Jesús llamó a los dos juntos y les habló del matrimonio y de la pureza que es grata a Dios (dictado el dos de enero de 1822).
A propósito de esta religiosa, visionaria y estigmatizada, que falleció en 1824, el periódico católico alemán Offertenzeitung escribía en septiembre de 1978: “no se puede encontrar un ejemplo de mayor contraste y que más se oponga a la búsqueda de placeres de nuestros contemporáneos, incapaces de rezar, que el amor, el sufrimiento y la expiación de esta seguidora de Cristo, que vive por completo en Dios”. El Offertenzeitung expresa el deseo de una “pronta beatificación de esta gran sierva de Dios”.
El pesimismo y la gnosis
La valoración negativa del placer sexual que se impone en la Estoa y que caracteriza los dos primeros siglos del cristianismo, cobró un nuevo impulso con la irrupción del pesimismo que, venido de Oriente, tal vez de Persia, llegó a Occidente poco antes del inicio de la era cristiana y representó para el cristianismo una peligrosa competencia. Este movimiento, que se llamo a sí mismo gnosis (conocimiento), pensaba haber descubierto la carencia de valor de todo ser y su maldad; predicaba la abstención del matrimonio, de la carne y del vino. Ya en el Nuevo Testamento se toma posición contra la gnosis y su desprecio por la vida. La primera carta a Timoteo concluye con este consejo: “Querido Timoteo […] apártate de las charlatanerías irreverentes y de las objeciones de la así llamada gnosis”. Para los gnósticos el cuerpo es “un cadáver dotado de sentidos, la tumba que uno lleva consigo a todas partes”. El mundo no tiene su origen en un Dios bueno, sino es obra de demonios. Solamente el alma del hombre, es decir, su sí mismo auténtico, su yo, viene como una chispa de luz de otro lugar, de un mundo de luz. Fuerzas demoníacas se apoderaron de ella y la condenaron a vivir exiliada en este mundo de tinieblas.
De este modo, el alma del hombre se encuentra en una tierra extraña, en un entorno hostil, encadenada en la cárcel oscura del cuerpo. Fascinada y seducida por los ruidos y alegrías del mundo, corre el peligro de no poder encontrar el camino que conduce al Dios de la luz, en el cual tuvo su origen. Los demonios, pues, intentan ensordecerla porque, sin esa chispa de luz, el mundo que ellos han creado vuelve al caos y a las tinieblas.
La gnosis representa la protesta apasionada contra la concepción de la existencia como buena. Está cautiva de un profundo pesimismo que contrasta con el amor a la vida, característica de los últimos tiempos de la Antigüedad. Es cierto que en los griegos se da, de forma generalizada, una actitud negativa desvalorizadora de la materia –Platón habla del cuerpo como sepulcro del alma en Gorgias 493ª–; sin embargo, el cosmos (término que remite a belleza y orden, de ahí “cosmética”) era concebido como una estructura unitaria de abajo arriba, sin fisuras entre la materia y el espíritu. Antes de que entrara en escena la gnosis, no se conocía el endemoniamiento del cuerpo y de la materia. Esta cosmovisión negativa se abrió paso con tanta fuerza que consiguió influir en la vida de la Antigüedad hasta modificar sus sentimientos. La investigación sobre el movimiento de la gnosis ha dado al traste con la imagen serena de la Antigüedad difundida por el clasicismo alemán. El neoplatonismo (tan importante para comprender a Agustín) que se desarrolló en la primera mitad del siglo III d.C. y que marcó con su filosofía el fin del pensamiento antiguo, acusó la influencia de la gnosis tanto en su comprensión de la vida como en su actitud ante ella. Plotino († 270), alma del neoplatonismo, escribió, ciertamente, una obra contra los gnósticos, pero él mismo quedó presa del pesimismo gnóstico y de su desprecio por el mundo. Su biógrafo Porfirio († hacia el 305) dice de él que “parecía que se avergonzaba de tener un cuerpo”.12 El neoplatonismo exigía de sus seguidores una vida de continencia y ascesis. Al neoplatonismo le pasó algo similar a lo que le ocurrió al catolicismo: quedó contagiado por el desprecio gnóstico hacia el cuerpo, a pesar de combatir la gnosis desde el principio.
Especialmente el judaísmo era ajeno a la ascesis hasta que irrumpe la gnosis. Esta irrupción gnóstica puede verse, por ejemplo, en la secta de Qumrán. Para los judíos, el mundo y la materia no son malos. La superación del mundo por el desprecio y la negación de la vida no es para ellos una actitud religiosa. Por eso, la fe inquebrantable del judaísmo en un Dios único, bueno y creador de todas las cosas, suavizó el influjo que la negación del mundo y el pesimismo gnóstico ejercieron sobre la secta de Qumrán. En el judaísmo del Antiguo Testamento no se encuentra el pesimismo sexual. Sin embargo, muchos católicos quieren verlo ya anclado en el Antiguo Testamento, en concreto en el Libro de Tobías, que data del 200 a.C. aproximadamente. Fue San Jerónimo, padre de la Iglesia, quien proporcionó esta fundamentación bíblica a la ascesis sexual. En la traducción que hizo de la Biblia al latín (Vulgata) y que la Iglesia Católica consideró hasta nuestros días como su versión auténtica, alteró el texto en función de su ideal de la virginidad. El diccionario católico Wetzer/Welte (1899) dice que Tobías escapó a la muerte en su noche de bodas “gracias a la castidad de los nuevos esposos”. Sara, su esposa, que había tenido siete maridos, contempló cómo todos ellos murieron en sus respectivas noches de bodas. Por ello, también estaba ya preparada la tumba para Tobías. Pero sobrevivió. Mientras en el texto original se dice que durmieron juntos, Jerónimo hace esperar a Tobías tres noches (conocidas más tarde como las “noches de Tobías”) antes de unirse a Sara. Y cuando después de tres noches pasadas en oración se acerca a Sara, ora con las palabras de Jerónimo, no con las del judaísmo, cuando dice: “Y ahora, Señor, tú sabes que yo no tomo a esta, mi hermana, como mujer con deseo impuro, sino por amor a la descendencia” (Tob 8,7).
A esta adulterada oración de Tobías recurren, incluso hoy, todos los teólogos serios para avalar la procreación como finalidad esencial del matrimonio. El monje Jerónimo omite pura y llanamente la declaración auténtica de Tobías, tomada del Génesis 2,18, donde se dice: “No es bueno que el hombre esté solo”. Y la omite para no dejar ninguna sombra de duda en torno a la finalidad exclusivamente procreadora del matrimonio En las recientes traducciones de la Biblia hechas por católicos se eliminan los añadidos y se recuperan las omisiones de Jerónimo. Están ya, sin duda, muy lejanos aquellos tiempos en los que el obispo de Amiens y el párroco de Abbeville cobraban una tasa a los jóvenes esposos que no deseaban atenerse a las tres noches de Tobías, sino que querían unirse maritalmente ya desde la primera noche. Voltaire († 1778) llega incluso a establecer una relación entre la tasa exigida por el obispo de Amiens y el así llamado ius primae noctis, el derecho que tenía el señor de pasar con la esposa del siervo la primera noche de boda.
Hay, efectivamente, una relación entre la abstinencia que el nuevo esposo acata por amor a Dios, como es el caso de Tobías (según sale de la pluma de Jerónimo), y la continencia que el joven esposo lleva a cabo en atención a la prerrogativa del señor, de acuerdo con el ius primae noctis y, finalmente, la tasa pecuniaria del obispo para dispensar el derecho del señor. La idea es la misma en todos los casos: el derecho a la primera noche de bodas pertenece al señor supremo y, por ello, también a Dios, que es el señor Dios. Por lo demás, para los protestantes el libro de Tobías, con o sin las noches de Tobías, no pertenece al Antiguo Testamento, sino a los llamados escritos apócrifos (escritos no canónicos).
Después de los hallazgos de los manuscritos de Qumrán en el Mar Muerto, en 1947, podemos formarnos una imagen más exacta de esta secta del desierto que vivió en tiempos de Jesucristo y a cuyos seguidores se conoció desde antiguo con el nombre de esenios. La influencia de la gnosis en esta secta en lo que se refiere a la ascesis sexual –extraña, como hemos dicho, al judaísmo– es evidente. La comunidad no estaba constituida únicamente por monjes; a ella pertenecían también personas casadas. Sin embargo, el gran cementerio que se encuentra al este de Qumrán muestra que los monjes eran los miembros de pleno derecho y los que marcaban las pautas. El orden en el que se disponen las tumbas habla de la superioridad de los no casados y de la inferioridad de las mujeres y niños. Todo el emplazamiento fue destruido por los romanos en el año 68 d.C.
El pensamiento judío en torno a una creación buena proveniente de un Dios bueno se vio fuertemente comprometido bajo el poder de la influencia gnóstica. Para Qumrán, el mundo no es más que tinieblas bajo el dominio de Satán. Un modo similar de expresarse lo encontramos en el evangelio de Juan, lo que prueba la influencia significativa de la gnosis en el Nuevo Testamento, a pesar de la polémica llevada por este contra ella. No obstante esa influencia gnóstica, ni el Nuevo Testamento ni la secta judía de Qumrán abandonaron la idea judía de un Dios único y bueno.
A propósito de los esenios (secta de Qumrán) dice el historiador judío Flavio Josefo († hacia el año 100 d.C.):
judíos de nacimiento […] huyen de las alegrías de la vida como si de un mal se tratara y abrazan la continencia como una virtud. Enjuician desfavorablemente el matrimonio, pero acogen a los hijos de otros mientras están en la edad de poder formarse. Se protegen contra la inconstancia de las mujeres y están convencidos de que ninguna de ellas se mantiene fiel al marido […] Ni gritos ni ruidos rompen la paz sagrada del edificio […] A las gentes de fuera el silencio de allí dentro se les presentaba como un pavoroso misterio. Este silencio es resultado de una austeridad constante, del ejercicio de comer y beber sólo lo estrictamente necesario […] Están fuertemente convencidos de que el cuerpo es perecedero y que la materia no dura, pero las almas son inmortales para siempre jamás […] Piensan también que las almas están hechas de éter sutilísimo […] Si se vieran libres de las cadenas de la carne, se sentirían como liberadas de una larga prisión y ascenderían hacia lo alto con beatífica alegría […] Pero existe también otro grupo de esenios […] que piensan que quien no se casa abandona una tarea a la vida, la procreación de los hijos. Les mueve a ello la idea de que si todos hicieran lo mismo, la humanidad se acabaría. Así que ponen a prueba durante tres años a sus futuras esposas y cuando ellas han demostrado su fecundidad, entonces se da por concluido el matrimonio. Durante la gestación no mantienen relaciones sexuales, con lo cual testimonian que no se han casado por el placer, sino para engendrar hijos.13
Mientras la secta de Qumrán toma, bajo la influencia gnóstica, una actitud negativa hacia el matrimonio, abandonando con ello la inspiración judía, encontramos en Filón de Alejandría, filósofo significativo de la filosofía judaico-griega y contemporáneo de Jesucristo, una síntesis de las culturas judía y griega. A comienzos de nuestra era cristiana, este judío culto intentó tender un puente de unión entre el judaísmo y el helenismo, entre la fe hebraica y la filosofía griega. Profundamente impregnado de la filosofía griega, emprende la tarea de acercar la Biblia judía (el Antiguo Testamento) a todos aquellos contemporáneos suyos que no son judíos. Y en esta mezcla judaico-griega (fundamentalmente estoica) parece que Filón fuera el primer padre de la Iglesia cristiana, al menos en lo que se refiere a su concepción del matrimonio. Se mantiene, no obstante, judío, toda vez que no asume el ideal de la virginidad, que estaba tomando cuerpo en los primeros tiempos del cristianismo.
A juicio de Filón, el egipcio José dice a la mujer de Putifar que le tentaba para que se acostara con ella: “Nosotros, descendientes de los hebreos, tenemos costumbres y leyes peculiares. Llegamos limpios al matrimonio para desposar jóvenes vírgenes y nos proponemos no el placer, sino la procreación de hijos legítimos”.14 En las aclaraciones que hace de la ley mosaica sobre el adulterio, Filón habla de “los hombres lujuriosos, que en su frenética pasión mantienen relaciones extremadamente libidinales, no con mujeres extrañas, sino con sus propias mujeres”.15 Filón mantiene que sólo la procreación de los hijos, y no el placer sexual, legitima la relación sexual. Alaba la poligamia de Abraham, porque esa situación del patriarca no obedecía –siempre según Filón– a una pasión de placer, sino a la voluntad de ver aumentada la descendencia. Filón va incluso más allá que los griegos y judíos, que le precedieron en la estimación valorativa de la procreación de los hijos como sentido y finalidad esencial del matrimonio. Para él, si un hombre se casa con una mujer cuya esterilidad le consta por el matrimonio anterior de ella, entonces “está labrando una tierra pobre y pedregosa”, actúa sólo por el placer de los sentidos y es condenable. Si, por el contrario, la esterilidad de la mujer se descubre una vez casados, será perdonable el hecho de que el hombre no repudie a su esposa. Las últimas resonancias de esta concepción del matrimonio en cuanto comunidad que tiene como finalidad esencial la procreación, se suprimieron en el Derecho Canónico sólo en 1977: para que el matrimonio sea válido ya no es necesario, desde entonces, que el varón sea capaz de procrear; basta que sea capaz de realizar el acto sexual.
Filón condena enérgicamente la anticoncepción: “Quien en el acoplamiento intenciona al mismo tiempo la destrucción del semen, es indudablemente enemigo de la naturaleza”.16 Condena también a los homosexuales, ya que sus actos son por naturaleza estériles: “Como un labrador malo, el homosexual deja la tierra fértil en baldío y se fatiga día y noche con una tierra de la que no se puede esperar fruto alguno”. Filón, quien en muchos temas pensaba como un griego, en su condena de la homosexualidad es, de pies a cabeza, judío: “Contra estos hombres hay que proceder sin piedad, ya que las leyes disponen matarlos sin miramientos, no dejarles con vida ni un solo día y ni una sola hora, pues el hombre afeminado falsea el sello de la naturaleza, se deshonra a sí mismo, a la familia, al país y a todo el género humano […] Busca el placer contra la naturaleza, contribuye a la desertización y despoblamiento de las ciudades, ya que tira su semen”.17
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Notas
1—Richard Walzer: Galen on Jews and Christians, Londres, 1949, pp. 19 y ss.
2—Diógenes Laercio: Las vidas de los filósofos, VIII.
3—Hipócrates: Epidemias III, p. 18.
4—Plutarco: Vidas paralelas, Catón el Joven, p. 7.
5—Jerónimo: Contra Joviniano I, p. 49.
6—Séneca: Cartas 88, p. 29.
7—Musonio: Reliquiae XIII.
8—Ibid. XIV.
9—Plinio: Historia natural 8, p. 5.
10—San Francisco de Sales: Philotea 3, p. 39.
11—Plinio, op. cit. 8, p. 5.
12—Porfirio: Vida de Plotino 1.
13—Flavio Josefa: La guerra judía 11.8, pp. 2-13.
14—Filón: En torno a José 9, p. 439.
15—Filón: Sobre leyes individuales 3, pp. 2,9.
16—Filón: Sobre leyes individuales 3, p. 36.
17—Ibid., pp. 37-42.
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*—Capítulo de Eunucos por el Reino de los Cielos. Iglesia Católica y sexualidad, Editorial Trotta, Madrid, 1994.