Latinos en los Estados Unidos

Alfredo Prieto

La revista Caminos, a la que he tenido el privilegio de acompañar casi desde su nacimiento hasta hoy, su momento de madurez, me pidió hace unos meses compilar varios textos sobre los hispanos en los Estados Unidos, un asunto de la mayor importancia al que acaso debiéramos otorgarle más visibilidad en Cuba desde la reflexión y no sólo desde el discurso, entre otras cosas debido a las implicaciones sociales, políticas y culturales que pueden tocarnos de cerca como nación en un futuro. Como soy juez y parte en este empeño, en rigor no me corresponde tanto valorar la posible importancia de cada uno de estos ensayos –algo que dejo a Jorge Hernández, más que capacitado para el trabajo– sino más bien explicarles por qué la revista decidió incursionar en este tema. Por ello compartiré con ustedes estas brevísimas reflexiones, que de algún modo constituyen los ejes nutrientes de este dossier.

Para empezar, digamos que durante los años ochenta del siglo pasado se produce un vuelco cualitativo en la naturaleza de las migraciones que llegan a los Estados Unidos, un pueblo trasplantado, según la terminología del antropólogo brasileño Darcy Ribeiro. Ya entonces, por primera vez en la historia, la mayoría de los emigrantes no procedía de Europa, sino del Tercer Mundo, encabezados en lo cuantitativo por mexicanos, filipinos, chinos y seguidos por vietnamitas, coreanos, hindúes, camboyanos, laosianos, tailandeses, iraníes, paquistaníes e incluso cubanos, sobre todo después del Mariel, que alteró de mil maneras la percepción de nuestros connacionales en el imaginario norteamericano. Este proceso sentó las bases de una serie de preguntas de plena actualidad y vigencia, que uno puede escuchar hoy en sectores diversos de la sociedad civil, en las publicaciones académicas y las universidades: ¿son o deben ser los Estados Unidos una sociedad multicultural? ¿Qué significa, en todo caso, el multiculturalismo? ¿Se debe seguir utilizando únicamente el inglés en las escuelas y documentos oficiales? ¿Cómo entender el reclamo de una escuela de Oakland, California –una localidad de amplia mayoría poblacional afronorteamericana– en el sentido de que el llamado ebonics –una palabra que designa el inglés que hablan los negros– se utilizara en las clases, en lugar del llamado “inglés americano promedio” promovido por la educación en las escuelas públicas? A estas interrogantes se pudieran añadir otras, esta vez desde el establishment: ¿perderemos nuestra hegemonía histórica ante el impacto de eso que se denomina “la amenaza mestiza” –the brown threat? ¿Qué hacer con este alud de indocumentados mexicanos, más allá de un muro fronterizo que al final no nos va a resolver el problema, sobre todo –como reconocen los más cínicos, que no son necesariamente los liberales– porque los necesitamos, pagan impuestos y reportan beneficios netos a nuestra economía? Decir aquí que los Estados Unidos han tenido siempre una relación paranoica con los emigrantes, más allá del discurso sobre la tierra de las oportunidades, el famoso poema a la Estatua de la Libertad y el llamado sueño americano, sería un lugar común. El hecho cierto es que hoy los latinos ascienden a cuarenticinco millones de personas y han irrumpido en lugares del territorio norteamericano donde su presencia era, cuando menos, poco común, lo cual, desde luego, también incluye a los cubanos que, de acuerdo con el último censo, estamos en todos los estados menos en Dakota del Sur y Arkansas, un dato que comienza a cuestionar el tradicional monopolio de Miami, Nueva Jersey, Nueva York y California como lugares clásicos de asentamiento. En el área urbana de Los Angeles la presencia hispana se ha riplicado, y la asiática duplicado. Miami ya no es más dominio absoluto de los cubanos, que ahora deben coexistir con nicaragüenses, guatemaltecos, hondureños, salvadoreños, colombianos, dominicanos, brasileños y argentinos.

Estas y otras realidades alteran dramáticamente la fisonomía y el ser mismo del país, y plantean un conjunto de problemas para una clase dominante que al respecto se mueve, como subraya uno de los autores publicados en el dossier, entre dos polos: por un lado, el temor a perder “la identidad histórica norteamericana”, el llamado “credo americano” y el idioma inglés, y, por otro, el innegable impacto de ese dato demográfico sobre la producción, el mercado, los servicios y el consumo, un verdadero caramelo para el poder corporativo, que ha venido impulsando una creciente propaganda comercial que empieza en la Pepsi-para-latinos y termina en la promoción de Jennifer López y Antonio Banderas como nuevos símbolos sexuales, a la manera de Valentino. Pero también la política misma se ha plegado ante el español, en su afán de capturar votos. El más previsor de los “pioneros” que arrebataron a México esa enorme tajada territorial –ese que seguramente contaba, con Jefferson, con que la asimilación se produciría en la segunda generación– no hubiera podido imaginar nunca que a partir de las elecciones que llevaron a Clinton a la presidencia, el empleo del español resultaría cada vez más recurrente en la carrera hacia la Casa Blanca; tampoco las novelas de anticipación, ni el Chaplin de Tiempos modernos, hubieran podido prever que por la televisión se difundirían comerciales políticos tratando de persuadir a la “comunidad hispana” a votar por demócratas o republicanos en la lengua misma de Cervantes.

Por otro lado, el término “latino”, al que varios autores del dossier le plantan dudas y resquemores, remite a una connotación de superioridad civilizatoria y etnocéntrica, puesto que simplifica y homogeniza, desde la mirada anglo, la diversidad de las distintas culturas u orígenes nacionales que lo integran. Podría apostarse que para un norteamericano de a pie –si es que esto existe–, no hay diferencias sustanciales entre puertorriqueños, argentinos, españoles, portugueses, bolivianos, brasileños, cubanos o mexicanos. En algún lugar discutí la idea de que la cultura norteamericana –entendiendo por esta el mainstream o corriente principal– suele decodificar culturas y atributos culturales foráneos con un sorprendente grado de simplificación, lo cual constituye la consecuencia de un síndrome de autosuficiencia imperial, por llamarle de algún modo, que no es en el fondo nuevo, ni tampoco restringible a los norteamericanos, como nos recuerdan los propios griegos bautizando como bárbaros a los persas, que sin embargo llegaron a construir una de las civilizaciones más portentosas de la humanidad. Alejo Carpentier relataba cómo en la Francia del siglo XIX, un escritor se jactaba de conocer toda la literatura universal sin haber leído más que escritores locales. Siguiendo la rima, el problema es que los norteamericanos (incluso algunos desde la izquierda) demasiado a menudo se asumen como la summa de cualquier modelo civilizatorio posible, como la medida de todas las cosas, algo de lo que los cubanos tenemos evidencias sobradas –para bien o para mal– en nuestra historia prerrevolucionaria. De ahí se llega a otros dominios de lo social, como enfatizar que las instituciones, la democracia, el cine, las modas y un largo etcétera son norteamericanos o no son; y también a designar despectivamente como “la vieja Europa” a Estados de esa zona del mundo que no comparten exactamente sus presunciones, y en última instancia, a la cultura que les dio origen. Bastaría remitirse, para comprobarlo, a los usos del lenguaje, que siempre refieren relaciones de poder. Un académico mexicano me dijo un día (y después lo escribió en un artículo) que la cultura norteamericana tenía un record difícil de superar en cuanto al uso de despectivos para designar a la otredad: los hay en efecto para italianos, japoneses, afronorteamericanos, chinos, vietnamitas, y desde luego, para los latinos, a quienes se les llama spics, por su peculiar manera de no hablar bien el inglés, una palabra cuya génesis se documenta en la literatura a principios del siglo XX, en el contexto de la expansión imperial y de ese Destino Manifiesto que llevó a Roosevelt “tomar” el Canal, de la misma manera en que condujo a Bush Jr. a invadir a Iraq, en ambos casos nada menos que por mandato divino en la figura misma de Dios.

De cualquier manera, a reserva de estas y otras prevenciones, como editores una de las cosas que más nos ha interesado subrayar en este dossier es que en la dinámica interna norteamericana las categorías de “latinos” o “hispanos” suelen asumirse en positivo por ellos mismos para marcar diferencia identitarias y hasta resistencias culturales a la dominación. Las impresionantes movilizaciones de este año, que pararon al país durante un día, constituyeron el detonante que en Caminos nos reafirmó la idea de dedicar un espacio a este problema, que obviamente no podía ser encarado sólo desde sus aristas sociopolíticas, porque de hecho era bastante más profundo. En los Estados Unidos se encuentran a menudo organizaciones civiles e incluso spots televisivos que esgrimen el “orgullo latino” como un modo de posicionarse frente a una sociedad tradicional, blanca y de ojos azules, que si por una parte los incorpora en los programas de acción afirmativa –por lo demás, hoy cuestionados por este nuevo fundamentalismo político que llegó al poder mediante un procedimiento no muy distante de un golpe de Estado–, por otra muy a menudo los sigue percibiendo con distanciamiento o recelo de otredad (sí, porque no debe olvidarse nunca que el país es de una complejidad tremenda, y que no se reduce a Nueva York, Cambridge o San Francisco). El paradigma del hispano asociado con la delincuencia, el crimen y las drogas –tres de los problemas más preocupantes en la Norteamérica de hoy– es consistente con el socializado por la industria cinematográfica, al menos desde West Side story. Del mismo modo, no es posible desatender la emergencia de una rica y complejísima literatura latina en los Estados Unidos –un tema que, a diferencia de la música, hubo que dejar esta vez fuera del tintero, pero sin dudas abordable en alguna entrega futura de la revista– que desafía la manera histórica de entender la relación entre lengua, literatura y nación. Y también sobre el Spanglish o Ingleñol, sobre el que aún quedan cosas por publicar y discutir.

Caminos ha tratado de abordar estos temas mediante una perspectiva que tiene a la diversidad como piedra de toque, algo que entiendo consustancial a nuestro socialismo en este nuevo siglo, para que todos podamos ejercer nuestro derecho a pensar con cabeza propia, como nos reclamaba el Che, y a leer y no a creer, como nos enseñó Fidel. Ello explica la inclusión en el dossier de un texto esencialista de un académico de la Universidad de Harvard, inédito hasta hoy en Cuba, que una vez decretó el choque de las civilizaciones y ahora lanza un alerta sobre “el reto hispano” con ideas e indicadores en más de un sentido polémicos o, simplemente, falsos y hasta racistas. Por oposición, las restantes contribuciones asumen la existencia de ese nuevo fenómeno sin actitudes ideológicas preconcebidas, y lo examinan, desde distintos ángulos y temáticas, como parte de un proceso nuevo que se expresa en la demografía, la sociedad, la política, la música y en definitiva, la cultura. Por esas razones, no puedo sino celebrar la contribución de esta revista, y del Centro que la hace posible, a que los cubanos conozcamos más al mundo. El empeño, creo, vale la pena.

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