Introducción
Desde sus inicios, la iglesia cristiana fue descubriendo y desarrollando importantes áreas de acción pastoral que, salvando diferencias teológicas, distancias geográficas, contextos históricos y formas eclesiológicas de realización, han mantenido cierta continuidad hasta nuestros días. Nos referimos al servicio (diaconía), la comunión fraternal (koinonía), la enseñanza (didagé), la proclamación (kerygma) y la celebración de la fe (liturgia).
La celebración litúrgica es el espacio privilegiado donde convergen y se expresan de diversa manera todas las dimensiones de la pastoral de las comunidades cristianas. En el culto, la iglesia, por medio de un conjunto de acciones simbólicas, expresa su fe y su visión de la vida humana y el mundo, anuncia la presencia y la acción de Dios en medio de esa realidad, y apunta los desafíos específicos que dicha realidad levanta para su misión.
Desde su experiencia de adoración, la iglesia proclama su esperanza de un mundo renovado y reconfigurado por los signos del reino de Dios; y educa, bajo la inspiración del evangelio, para que la comunidad comience a vivir los valores de ese reino aquí y ahora, promoviendo una nueva comunión de seres humanos que, liberados y capacitados por el Espíritu Santo, se comprometen en acciones concretas de servicio a favor de la justicia y la vida plena de toda la creación.
Veamos ahora con más detenimiento las relaciones de reciprocidad y mutua determinación que se dan entre la liturgia y las diversas prácticas pastorales de la iglesia. Para ello hemos escogido algunas de estas prácticas, a saber, la diaconía, el acompañamiento pastoral, la educación cristiana y la inclusividad
Liturgia y diaconía
El servicio en la adoración y la adoración en el servicio configuran a la iglesia
La iglesia no tiene una misión que le viene de sí misma, sino que colabora con la misión de Dios en el mundo. La naturaleza de la misión eclesial proviene de la naturaleza de Dios mismo. Y Dios convoca a la iglesia para servir en el mundo porque el primer servidor del ser humano es Dios. En el salmo 23 encontramos palabras reveladoras cuando la persona perseguida y fatigada declara: “me has preparado un banquete ante los ojos de mis enemigos; has vertido perfume en mi cabeza y has llenado mi copa a rebosar” (Sal 23,5). El salmo nos dice que es Dios, el anfitrión, quien se pone al servicio del necesitado. Klemens Richter nos recordará que “la liturgia no es, ante todo, el servicio de los hombres a Dios, sino el servicio de Dios a los hombres”.1
Rodolfo Gaede Neto destaca tres dimensiones importantes en toda práctica diaconal: la práctica concreta del servicio, la denuncia profética y la acción comunitaria. El carácter práctico de la diaconía apunta hacia su concreción material como acción de la iglesia a favor de las personas necesitadas. Y dicha acción se articula precisamente a partir de esas necesidades.2 La diaconía profética revela las causas estructurales del sufrimiento humano y hace una clara opción por defender los derechos fundamentales de las personas más oprimidas y vulnerables en nuestras sociedades. Por último, todo servicio cristiano está íntimamente ligado a la vida de la comunidad de fe y constituye una señal de la propia identidad de la iglesia. La diaconía es la tarea primordial de la iglesia y requiere de la participación activa de todos los creyentes.
La diaconía se encuentra en el origen mismo del término liturgia en la Grecia antigua, el cual denotaba toda acción comunitaria a favor del bienestar de otros y otras. Todo servicio prestado para mejorar y dignificar la vida constituye, entonces, un acto litúrgico.3 Con el paso del tiempo, el uso de la palabra se fue confinando a determinados servicios públicos y finalmente al trabajo profesional del sacerdocio religioso.
Es la misma experiencia que encontramos en la vida de las primeras comunidades cristianas, para las cuales la adoración y el servicio a los necesitados se fundían en una sola práctica. Y esto era así por la fuerza que el testimonio de Jesús tenía en la vida de sus discípulos y discípulas. Para Jesús, todo acto de servicio al prójimo era una manera de adorar a Dios defendiendo la vida donde quiera que esta se ve amenazada. Así, el diálogo con la mujer samaritana (Jn 4) entrelaza la discusión teológica sobre la adoración auténtica y un acto de servicio, de simpatía y solidaridad hacia alguien a quien la sociedad judía marginaba por diferentes razones: por ser mujer y extranjera y por contar con varias experiencias maritales.
En los textos evangélicos sobre la alimentación de las multitudes, las acciones de servicio por parte de Jesús y sus discípulos se vinculan a la práctica litúrgica de las primeras comunidades cristianas. La relación adoracióndiaconía constituye el núcleo testimonial de la iglesia naciente. Estos relatos muestran con claridad cómo el gesto solidario de compartir los alimentos se inserta en el ámbito de la práctica eucarística en la que hay enseñanza, bendición y repartición del pan (Mc 6,30-44).
Un último ejemplo podemos encontrarlo en el Libro de los Hechos. La vida y la práctica litúrgica se funden en una sola realidad. No se perciben por separado los momentos celebrativos del testimonio cotidiano de servicio a los más necesitados. Todo es parte de un mismo testimonio de fe. Y todo redunda en el crecimiento de las comunidades y el poder gozar de la estima y el respeto de todo el pueblo (Hch 2,43-47).
Nuestra vida es nuestro culto
Comprender y sentir el acto litúrgico como acto diaconal y, a la vez, comprender y sentir las acciones de servicio como formas de celebrar la vida, la fe y la esperanza, sigue siendo un desafío para la iglesia de nuestros días, sobre todo cuando comprobamos el creciente abismo entre estas dos dimensiones del ministerio pastoral de las iglesias en nuestro continente. Por lo general, los cultos son espacios de intensas vivencias emotivas que poco dicen sobre la responsabilidad diaconal. El consumismo y el individualismo religioso van despojando al culto cristiano de su contenido profético, de su llamado a la responsabilidad y la solidaridad humanas, de su reserva ética y su aporte esencial a la afirmación de la identidad y la vocación cristiana en el mundo y para la transformación del mundo.
El apóstol Pablo nos recuerda que el culto verdadero es la entrega de la propia vida y el cultivo de un espíritu de inconformidad y cambio, en medio de situaciones de muerte y desesperanza (Rm 12,1-2). Jesús de Nazaret también afirma, en sus acciones y enseñanzas, que la entrega por el otro y la otra es el mejor culto que podemos rendir al Dios de la vida.
La esencia en la adoración a Dios, para Jesús, es el compromiso con el débil (Mi 6,6-8). Para el Dios bíblico no tiene sentido el más opulento de los ritos si no está sustentado en la conversión a los demás. Aquí el contenido de la liturgia es ético. El problema religioso y la vida eterna se resuelven en el camino de Jerusalén a Jericó (Lc 10,29-37). El verdadero culto se hace en el camino de la vida. Hay allí personas malheridas que necesitan ser restauradas en una dignidad que nadie puede arrebatar ni pisotear.4
La celebración de la Cena del Señor nos remite a ese gesto de servicio salvífico, de ofrecimiento sin reservas, de amor sin límites. Jesús es aquel que celebra la vida y la ofrece, anunciando que ha venido a servir y no a ser servido
(Lc 22,27). Ese es el mensaje y el desafío cada vez que recordamos su vida, muerte y resurrección. Es también el significado esencial del ofertorio como acción diaconal estrechamente ligada a la eucaristía, que prolonga el sentido del culto como servicio a otras personas necesitadas más allá de la propia comunidad de fe.5
La iglesia no puede dejar de proclamar que su razón de ser es servir, que su culto es siempre una mesa servida y abierta para todos aquellos y aquellas que tienen hambre y sed de pan y justicia. Concluimos con Julio A. Ramos que “el servicio eclesial no es gratuito, es la respuesta agradecida a un don que antes se nos ha dado. La eucaristía celebrada nos lo recuerda y nos lo actualiza”.6
Liturgia y acompañamiento pastoral
Hace algunas semanas, mientras compartíamos un encuentro de estudio bíblico del grupo de los adultos jóvenes, un miembro de nuestra comunidad habló de la importancia que tiene para él el momento del culto en que las personas se saludan y se dan un abrazo de bienvenida. Comentó que en ese instante la presencia de Dios cobraba sentido y cuerpo para él. Nos decía, con los ojos humedecidos, que si incluso le faltara ese momento el culto ya no sería igual. Cada celebración dominical es una ocasión muy especial y esperada por esta persona, porque dentro de ella ocurre una experiencia de verdadera comunión y amor fraternal, expresada en el momento del saludo.
Poder experimentar el cariño y el amor de la comunidad en el contexto de la liturgia significa para él la oportu21 nidad de sentir la presencia sanadora y afectiva de Dios mismo. Y añadió: “Es también un sello que me permite identificar a nuestra iglesia, es la posibilidad de poder decir que estoy en casa, con mis hermanos y hermanas. No experimento lo mismo en otras congregaciones, al menos no de igual manera.”
Testimonios como estos se suceden semana tras semana en nuestras celebraciones litúrgicas. Para quienes buscamos participar de manera plena y profunda en nuestros cultos, sentimos que este es un espacio de especial manifestación de la gracia sanadora de Dios, de su ternura y misericordia, de su perdón y su compañía incondicional. Bien se ha afirmado en numerosas oportunidades que la iglesia es una comunidad terapeútica. Aunque también sabemos que no siempre ocurre así y convertimos nuestros cultos en cargas pesadas para la gente, anunciando ira y castigo divinos, normando la conducta en función de un moralismo riguroso e inflexible, impidiendo que las personas puedan vivir la fe con madurez, libertad y responsabilidad.
La liturgia debe ser un espacio para acompañarnos mutuamente, inspirados en el amor de Dios. Es una oportunidad privilegiada para encontrarnos y compartir nuestros problemas y angustias, para escucharnos y comprendernos, para enfrentar juntos los desafíos de la vida presente, para afirmar que somos una familia y tenemos la común vocación de apoyarnos y servirnos en la búsqueda de soluciones y caminos de esperanza. Si Dios nos dice en el culto que nos escucha y nos perdona, que está atento a nuestras necesidades, que camina con nosotros en la reconstrucción de nuestras vidas, esas promesas tienen que materializarse por medio de nuestra mediación humana, de la práctica de una koinonía comprometida y eficaz.
En ese sentido, la liturgia puede trabajar una serie de temas relacionados con el bienestar general de la comunidad –salud, demandas psicoafectivas, relaciones humanas no violentas, autoestima, familia, relaciones de pareja, crisis vocacional y existencial– haciendo cada vez más explícito su servicio a las necesidades concretas de las personas en los diferentes ámbitos del acompañamiento pastoral. Es conocido el valor de los enfoques psicológicos, antropológicos y sociológicos en relación con la importancia del culto en la satisfacción de necesidades humanas. Ricardo Chartier apunta algunas de ellas como las necesidades psíquicas –la duda, el sentido de culpa, la desorientación, la anonimidad, la falta de significado de la vida–; necesidades biológicas o naturales ligadas a los ritos de pasaje en la vida humana como el nacimiento, el matrimonio, la enfermedad y la muerte. Por último, necesidades más sociales de interacción con otras personas – que alcanzan dimensiones éticas y morales– para validar propósitos e intereses; sentido de pertenencia a un grupo social, necesidad de apoyo, corrección, orientación; compartir valores asumidos y buscar otros nuevos. El culto que no tenga en cuenta estas necesidades “carecerá de un enfoque real y vital y aun en términos de sus funciones teológicas o cúlticas manifiestas será siempre deficiente”.7
El culto siempre tiene que ser una apuesta por la vida, y por la vida abundante. La pastoral de acompañamiento y consolación se propone precisamente promover un estilo de vida saludable y positivo en las relaciones del ser humano con Dios, consigo mismo y con los demás, incluyendo toda la creación. La visión del ser humano como un ser en relación, que vive y convive de manera interrelacionada e interdependiente, cuya orientación ecuménica más amplia es vital para la sustentabilidad de la vida, debe marcar la propuesta litúrgica de nuestros días.
Así no solamente acompañamos a las personas desde sus necesidades específicas sino también situamos al ser humano en el universo de relaciones del cual forma parte, haciendo evidente las causas estructurales del dolor y el sufrimiento para poder apostar por una restauración de la vida que no sea ingenua y superficial, sino crítica y ajustada a la realidad. Es el único modo en que la liturgia cristiana pueda ser denuncia profética del pecado y las injusticias y, a la vez, anuncio de liberación integral y esperanza para todos y todas.
Liturgia y educación cristiana
La celebración litúrgica siempre ha sido un espacio privilegiado para la enseñanza de las principales doctrinas de la fe cristiana. A partir de su participación en el culto, que constituye por lo regular la puerta de entrada a la experiencia de la fe, las personas comienzan a conocer, sentir y asimilar los elementos esenciales de la identidad y la vocación cristianas en el mundo. El culto constituye así un resumen de la opción teológica y pastoral de cada comunidad cristiana; expresa, por medio de los lenguajes litúrgicos, la manera en que la iglesia se comprende a sí misma y comprende su misión y razón de ser.
De ahí que el primer llamado de atención en este sentido sea el de velar por la dimensión y el valor educativo de nuestros cultos, el cual se expresa en cantos, oraciones, símbolos, sermones, celebraciones específicas del año cristiano. Siempre estamos educando, a la par que celebramos nuestra fe. La historia de la liturgia cristiana da testimonio de la preocupación que siempre tuvo la iglesia por el valor pedagógico de las celebraciones cristianas, y por la rigurosa preparación de los y las creyentes para participar de manera plena y consciente de los misterios de la fe.
Sin embargo, entendemos que una mirada actual a las relaciones entre liturgia y educación cristiana, desde el contexto de la América Latina, debe tener en cuenta dos elementos importantes: la Educación popular y la educación teológica.
Educación popular y renovación litúrgica en la América Latina
El surgimiento y desarrollo de la Educación popular en nuestro continente fueron paralelos al movimiento de renovación litúrgica, aunque no se hayan indicado claramente cuáles han sido sus puntos de contacto e interfecundación. Sin embargo, llama la atención que presupuestos básicos de la filosofía de la Educación popular como la construcción colectiva del conocimiento, la participación comunitaria y el diálogo de saberes también se han hecho sentir en las diversas experiencias de revitalización y replanteo del sentido y la relevancia del culto cristiano en los últimos cuarenta años.
Comprender la práctica litúrgica como una prerrogativa de la comunidad, sujeto celebrante que analiza, diagnostica y propone formas de adoración más pertinentes y significativas; que involucra a todos los creyentes en la elaboración, animación y evaluación de su propio culto; que busca el enriquecimiento de las celebraciones a partir de los dones y vivencias de fe de los diversos grupos que conforman las comunidades cristianas, constituyen innegables ecos de la repercusión que ha tenido en nuestros pueblos el uso de la Educación popular como herramienta de análisis crítico de la realidad, y dentro de ella, de las formas en que las sociedades educan y se transforman a sí mismas en ese proceso educativo.
Desde nuestro contexto sociocultural latinoamericano y caribeño, la apuesta litúrgica de los movimientos ecuménicos y las instituciones teológicas con una visión contextual y encarnada de la fe, ha privilegiado el culto autóctono e inculturado, el rescate de los valores culturales propios, la diversidad litúrgica que surge como demanda de los nuevos sujetos teológicos –mujeres, indígenas, negros, jóvenes, campesinos, niños y niñas–; la celebración como fermento e inspiración de otro mundo posible con paz y justicia.
En este ámbito de multiplicidad de expresiones de fe, la religiosidad popular en nuestro continente entra en un diálogo fecundo con los modelos de educación cristiana. De ahí que se hable de una catequesis popular que integre el anuncio del reino de Dios con las fiestas y tradiciones locales. Se trata de
procesos de relaboración, tanto de la catequesis como de la religión del pueblo… La catequesis es relaborada gracias al aporte del festejo ritual del pueblo; así ella toca al conjunto del ser humano, interpelado por el misterio cristiano que es fiesta de amor… De esta forma es posible responder mejor a desafíos de la globalización, desde una vivencia humana y espiritual holística.8
Al hablar de los desafíos actuales para los y las educadoras populares en nuestro contexto, Carlos Núñez señala algunos elementos que podemos traducir a nuestros deseos de construir una liturgia comprometida y esperanzadora. En primer lugar, se hace necesario “reinstalar la esperanza”, recuperar el derecho a soñar y luchar por lograrlo. En segundo lugar, “atrevernos a proclamar ydenunciar lo que pensamos, sentimos, vemos y cuestionamos”, y hacerlo con fuerza, energía y creatividad. Tercero, “atrevernos a pensar con libertad”. Y cuarto, “hacerlo juntos” evitando el aislamiento, el afán de protagonismo y la desconfianza.9
Si queremos que la liturgia eduque para la vida y para el cambio, debemos hacerla portavoz de nuestras esperanzas y sueños, promotora de la lucha por un mundo más justo y fraterno
Si queremos que la liturgia eduque para la vida y para el cambio, debemos hacerla portavoz de nuestras esperanzas y sueños, promotora de la lucha por un mundo más justo y fraterno, espacio de proclamación y denuncia creativa, donde entren todos los sentidos, todos los lenguajes, todas las vivencias. Todo ello es posible si lo hacemos en comunidad, en unidad de propósitos y diversidad de expresiones.
Educación teológica y liturgia
Toda educación cristiana es educación teológica. Es importante replantear los propósitos, contenidos y agentes de nuestra educación cristiana en las iglesias para saber si realmente favorecemos un proceso educativo liberador y centrado en la vida de las personas y no en la memorización de textos o el simple conocimiento de los contenidos bíblicos.
No basta con echar mano de nuevos métodos de aprendizaje más dinámicos, más críticos, con consecuencias prácticas y tangibles. Más importante es clarificar si estamos educando con el reino de Dios como horizonte, si venimos al encuentro de la Palabra y la Vida para convertirnos del conformismo a la acción responsable por el bienestar de todos y todas. Una educación cristiana que anime a la responsabilidad de los y las creyentes debe hacerse desde la libertad de espíritu, desde la posibilidad de sentir, pensar y actuar de acuerdo con nuestra conciencia y nuestras motivaciones, y asumiendo como propios los reclamos y dolores del mundo.
Retomar la experiencia de Jesús de Nazareth como educador puede ayudarnos en este empeño. El modelo educativo de Jesús vincula el anuncio del reino de Dios con la recreación de las relaciones humanas, al potenciar las capacidades de las personas, escuchar y respetar sus historias de vida y tomarlas como punto de partida y de llegada para la reflexión; y al prestar atención al lenguaje de los afectos y al poder de la imaginación. Para llegar al mundo nuevo que queremos, primero hay que soñarlo, imaginarlo,10 y celebrar es imaginar con todas nuestras fuerzas.
Para Jesús, lo educativo en la nueva comunidad pasa por la reintegración de las personas a la vida, al ser acogidas, incluidas y valoradas, sobre todo aquellas que sufrían con más crueldad la marginación social y religiosa de la época. Así, Jesús iba creando comunidad, con la suma de diversas experiencias e identidades. Una comunidad que en su proceso educativo se hacía cada vez más profética y lograba desenmascarar el carácter autoritario, jerárquico y legalista de los modelos educativos dominantes de su tiempo. Esta opción educativa de Jesús, circular, no elitista, participativa, comunitaria, humanizante, revelaba finalmente a un Dios diferente, cercano, sensible, compasivo, identificado con los más olvidados y vulnerables. ¿Este es el Dios que proclamamos en nuestra liturgia?
Nos urge educar teológicamente en todos los niveles, a todos los y las creyentes en Cristo, condicionando la necesaria madurez para que la iglesia se renueve constantemente de acuerdo con la esencia misma de su naturaleza y misión, y de acuerdo también con las exigencias de estos tiempos. Hacerlo de manera responsable es también promover identidad de fe, autenticidad y sentido de pertenencia a un conjunto de valores y tradiciones como iglesias, las cuales son cultivadas con preferencia en nuestros cultos. Al mantener la fidelidad a los momentos renovadores de nuestra historia como pueblo de Dios, conocemos y vivimos las experiencias y los aprendizajes adaptados a la realidad actual. Es vergonzoso que la iglesia conozca su historia sin dar razón pertinente de los principios que la han sustentado por siglos, o peor aún, que no conozca su historia ni actúe consecuentemente con ella, ni la celebre.
La educación teológica responsable para hoy deberá ser, además, genuinamente ecuménica. La necesidad de la unidad del pueblo de Dios y de toda la humanidad en la búsqueda de paz y justicia plantea una demanda impostergable para la misión actual de la iglesia, para lo cual se precisa una educación teológica y una liturgia más ecuménicas, interactuantes, holísticas, reconciliadoras.
Liturgia e inclusividad
El carácter inclusivo de la liturgia cristiana presupone una visión teológica y pastoral que potencie la acogida como una práctica esencial y auténtica de la comunidad de fe. La iglesia, por lo general, es una comunidad que acoge a las personas, pero no siempre lo hacemos desde las mismas motivaciones y preocupaciones.
El ministerio de la acogida
En ocasiones, el ministerio de la acogida no pasa de ser una muestra piadosa de buena educación que contribuya a mantener una imagen bondadosa, humanitaria y servicial de la comunidad. La acogida y el buen trato a las personas puede ser también una herramienta al servicio del proselitismo religioso y el afán de crecimiento numérico. De igual modo, existe el peligro de caer en la total indiferencia y desatención a las personas que visitan nuestras iglesias en sus días de culto. La acogida encuentra su justo equilibrio cuando se traduce en “gestos de delicadeza, de respeto, fraternidad, solidaridad, atención, aprecio, ternura, en fin, de todo lo que humaniza y diviniza al hermano”.11
La acogida implica varios elementos: dar la bienvenida y preguntar en qué podemos ayudar al visitante (en ocasiones las personas no vienen al templo con la intención de participar del servicio). Dar una breve referencia de las características de la comunidad y del momento litúrgico que se está desarrollando. Facilitar un espacio cómodo en los asientos. Indicar a las personas más cercanas, ya asiduas a la iglesia, que acompañen al visitante durante la celebración permitiéndole una participación más activa y consciente del culto. Al concluir el servicio, indagar cómo se sintió la persona e invitarla a participar nuevamente del culto.
Este sería un nivel en el ministerio de la acogida, ya que no podemos olvidar que toda la comunidad debe sentirse igualmente bienvenida en cada encuentro y celebración. Incluir no es una preocupación que sólo aparece al inicio del culto. En realidad, estamos incluyendo durante toda la celebración. No basta ser afables y corteses en la bienvenida y hacer sentir bien a las personas dejando una buena impresión al comienzo de todo. A medida que la liturgia avanza, las personas necesitan confirmar lo que se les anunció en el inicio. El sentirse incluidos e incluidas es algo que deben experimentar en cada momento del culto.
¿Cómo sentirse incluidos si alguien no les ayuda a cantar los himnos o no comparte con ellos el texto bíblico en un momento de lectura comunitaria? ¿Cómo sentirse incluidas si el lenguaje litúrgico en general es extraño y lejano? ¿Cómo sentirse incluidos si escuchan frases y afirmaciones que los ofenden y condenan en su condición personal de vida? ¿Cómo sentirse incluidas si las personas a su alrededor han actuado todo el tiempo como si no existiesen?
Cosas como estas suelen suceder tanto con visitantes como con los miembros de la comunidad. La preocupación por la liturgia como un espacio de acogida debe estar presente desde el mismo momento de preparación de la celebración, previendo los detalles que garanticen un buen ambiente celebrativo, la fluidez en la comunicación y la interacción, la correcta visibilidad de las acciones litúrgicas, el acceso fácil a determinados espacios, la posibilidad de realizar gestos y acciones simbólicas en el lugar donde se encuentran las personas, de manera personal y grupal.
Por su parte, el lenguaje inclusivo en la liturgia debe tener en cuenta las diversas sensibilidades actuales en relación a las cuestiones de género, raza, discapacidades, valores culturales, opciones sexuales, inclinaciones políticas, experiencias e imágenes de Dios. El uso de varias manifestaciones artísticas como formas de expresión en el culto ofrece grandes posibilidades de inclusividad desde los dones y capacidades que cada quien tiene y desea poner al servicio de la vida en comunidad.
Inclusividad y participación
La participación creciente y diversa de las personas en la celebración litúrgica es el resultado natural de la naturaleza inclusiva del culto cristiano. Una liturgia realmente participativa es el fruto de un proceso consciente y dinámico en el que la comunidad toda ha ido comprendiendo y asumiendo su rol de sujeto litúrgico por excelencia.
Uno de los grandes aportes del movimiento litúrgico en el siglo pasado y que perdura hasta hoy es la comprensión de que la comunidad cristiana es quien celebra su fe, y por ende, quien debe orientar y decidir todo lo concerniente a su práctica litúrgica. Todo ello viene aparejado de un mayor protagonismo del laicado en las experiencias de renovación litúrgica en las iglesias.12 Se percibe así una mayor descentralización de los ministerios litúrgicos de manos del clero en beneficio de mayores niveles de formación y animación litúrgica por parte de todos los cristianos y cristianas
Y los creyentes no sólo participan en la preparación y animación de las liturgias, sino también en la evaluación sistemática de esa experiencia. Participar y sentirse incluido no debe ser sólo cuestión de ganar un espacio para compartir habilidades en el culto y asumir algún que otro ministerio litúrgico. Es participar también de los espacios donde hay discusión y reflexión a nivel teológico y pastoral de las cuestiones litúrgicas, es participar en la toma de decisiones y la formulación de nuevos proyectos de trabajo que contribuyan a enriquecer y revitalizar la vida litúrgica de la comunidad como un proceso y una búsqueda permanentes.
De ahí que no puede haber inclusión y participación reales en la liturgia si la comunidad toda no se inserta en una experiencia de formación y actualización litúrgicas sistemáticas, de manera que tenga las herramientas necesarias para seguir conduciendo, con el apoyo de los agentes especializados de pastoral litúrgica, su propia dinámica celebrativa, y esta no deje de ser pertinente y significativa para la vida de las personas.
Conclusiones
Celebrar juntos el misterio de la donación de Dios, de su opción por nosotros y nosotras, desarrolla un fuerte nexo de unidad teológica alrededor de la entrega de Cristo y nos envía como iglesia a compartir el pan con los necesitados. En ese sentido, la liturgia llama a la iglesia a una actitud responsable. Es necesario que hagamos un alto en el camino y nos preguntemos qué tipo de iglesia promueven nuestros cultos, porque lo que hacemos en ellos refleja nuestra teología, nuestra manera de vernos como iglesia, nuestra manera de entender y desarrollar la misión de Dios en el mundo. La liturgia debe exhortar a la iglesia al servicio, al compromiso, a la práctica de la solidaridad y el amor. Debe propiciar vivencias de reconciliación y restauración de la vida y la esperanza del pueblo. El culto no puede realizarse de espaldas a la historia, la cultura y los anhelos de las personas que celebran; no puede dejar de decir una palabra de aliento y confianza en medio de las crisis y la incertidumbre frente al futuro inmediato.
Por ello es necesario volver la mirada a la experiencia de la comunidad cristiana primitiva que tiene como centro de su liturgia la proclamación de la esperanza en la vida que se prolonga, se eterniza, en la resurrección. La liturgia debe integrar la fe y la vida. Para los primeros cristianos y cristianas, la celebración de la fe iba de la mano del trabajo y la oración cotidianos, el acompañamiento a los enfermos, el socorro a los más frágiles, el anuncio del evangelio, los momentos de reflexión y estudio, el compartir comunitario de los recursos. Todas estas cosas eran señales, acontecimientos de resurrección en un ambiente de hostilidad, incomprensión, conflictos y persecuciones. Hoy la humanidad necesita afirmar y celebrar la buena noticia de que la vida se abrirá paso entre las amenazas de la muerte.
El otro elemento relacionado con la práctica de una liturgia responsable es la propia reflexión teológica y pastoral sobre nuestra realidad litúrgica en el ámbito de las iglesias e instituciones de formación teológica. Aunque realmente existen trabajos de tesis y artículos ocasionales de gran valor, eso no nos permite afirmar que la reflexión litúrgico-pastoral tenga una presencia notable y activa no sólo en los medios impresos de iglesias, instituciones cristianas y seminarios, sino también en los encuentros, foros y seminarios de formación y discusión teológica a nivel nacional y continental. La actualidad litúrgica pasa más por la práctica litúrgica que por la reflexión sistemática de esa práctica. Y para ser fieles a esa sabia afirmación de la teología patrística de que la liturgia es la “teología primera”, necesitamos incentivar en nuestro movimiento eclesial y ecuménico la reflexión sistemática de nuestra práctica litúrgica y cómo ella responde a las necesidades actuales de las iglesias.
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Notas:
1 Klemens Richter: “Espacios sagrados. Crítica desde una perspectiva teológica”, Selecciones de Teología, no. 154, 1998, p. 149.
2 Rodolfo Gaede Neto: A diaconia de Jesús. Contribuiçao para a fundamentaçao teológica da diaconia na America Latina, Sinodal / Paulus / CEBI, São Leopoldo / São Paulo / São Leopoldo, 2001. pp. 20-21.
3 Edwin Mora: “Liturgia: obra del pueblo”, Vida y Pensamiento, Seminario Bíblico Latinoamericano, San José, vol. 13, no. 2, 1993, pp. 108-109.
4 Amós López: “Celebrar lo cotidiano: la vida es liturgia”, Caminos, Centro Memorial Dr. Martin Luther King, Jr, La Habana, no. 10-11, 1998, p. 90.
5 Sissi Georg: “Ofertório”, Tear. Liturgia em revista, CRL-EST, São Leopoldo, vol. 1, no. 2, agosto del 2000, pp. 8-9.
6 Julio A. Ramos: Teología pastoral, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1999, p. 441.
7 Ricardo Chartier: “Sociología del culto”, en Culto: crítica y búsqueda, Methopress,. Buenos Aires, 1972, pp. 50-52.
8 Diego Irarrázaval: Teología en la fe del pueblo, DEI, San José, 1999, p. 300.
9 Carlos Núñez: “Educación popular y coyuntura latinoamericana”, en Educación y ecumenismo en América Latina y el Caribe, CELADEC, Buenos Aires, 2004, pp. 15-16.
10 Pedro Casaldáliga: “Hacia la internacional humana”, Caminos. Boletín mensual, Centro Memorial Dr. Martin Luther King, Jr, La Habana, noviembre del 2004, p. 2.
11 Frei Fabreti: Dinámica del equipo de liturgia. Orientaciones prácticas para la animación de las celebraciones, Ediciones DABAR, México D.F., 2002, p. 23.
12 Ione Buyst: El equipo de liturgia, Ediciones DABAR, México D.F., 2002, p. 13.