Martí y las razas

Fernando Ortiz

Benévolo auditorio:

No es sin cierta emoción que por primera vez hablo públicamente en este histórico recinto. Ahora es sala del Palacio Municipal de La Habana, pero antes fue salón de recepciones del Palacio de la Capitanía General de la Siempre Fiel Isla de Cuba, y luego lo fue de los jefes interventores y de los presidentes de la República hasta el tercero de estos. Para quienes hemos vivido en La Habana y visto en ella desgranarse el sartal de los años durante este último medio siglo, estas paredes nos recuerdan tiempos pretéritos muy agitados y personajes que en ellos hicieron figura. La imaginación ahora los evoca y hace presentes, como fantasmas salidos de las sombras, para darnos las perspectivas del pasado y los espíritus de sus épocas sucesivas.
Recuerdo que aquí, en esta misma sala, recibí dos lecciones, que en mi ánimo dejaron imborrable impresión, acerca de la realidad de los prejuicios raciales; la una fue con el Excelentísimo Capitán General don Arsenio Martínez Campos, la otra con el Honorable Presidente de la República don Tomás Estrada Palma.
Cuando yo nací, acababa de abolirse por España la esclavitud en su colonia, pero aún existía el llamado patronato, que fue a manera de una prolongación de la esclavitud por seis años más, con lo cual se quiso disfrazar el hecho cierto de que el Estado español confiscó a los amos la propiedad privada de sus esclavos, por solo imperio del derecho público y sin la más mínima indemnización. Debido a haberme expatriado en mi tierna infancia, no advertí durante ella las complicaciones sociales de las razas hasta que regresé a mi patria al acabarse mi niñez. En los años de mi puericia, vividos en una ciudad insular del Mediterráneo, solo a un negro conocí. Fue compañero mío en la escuela y en los juegos. Era un niño de la Nubia que, habiendo nacido esclavo de un comerciante enriquecido en Egipto, al ser llevado por este a España, pasó a liberto. Él era el único niño que en el colegio sabía francés y yo era, en aquella escuela de la isla lemosina, el único que sabía hablar corrientemente el español. Esto nos daba a los dos cierta relativa superioridad y el maestro nos juntaba en las menciones y en los premios. Fuimos buenos camaradas infantiles y a ninguno de la escuela se le ocurrió jamás que el negrito, a quien por su color llamábamos Cabeza de Moro, fuese sin embargo de distinta humanidad. A veces, cuando nos molestaba una travesura suya, le decíamos “demonio”, pues nos habían enseñado que el diablo es de color negro; pero la connotación del pigmento de su piel no pasaba de ahí.
Regresé yo a Cuba al cumplir los catorce años, y a los pocos días mi abuelo aprovechó la visita de una comisión numerosa que debía venir a este palacio con cierta demanda, y uniéndose a ella me trajo a que viera este edificio por dentro, su patio, sus escaleras, sus estatuas, sus cuadros, sus guardias, y, desde luego, al Excelentísimo Señor Capitán General. Entonces lo era Martínez Campos, aquel famoso soldado que desde las filas fue empinándose en la milicia y, ya general, restableció en el trono de España a la dinastía borbónica, por uno de esos pronunciamientos tan típicos de la cívica española y luego hizo en Cuba la paz del Zanjón. Al entrar en esta misma sala me dijo al oído mi abuelo, señalando a Su Excelencia: “Fíjate bien en su cara; es un mulato de Guanabacoa”. Miré y me pareció de facciones algo achinadas y mulato claro. Después, varias veces oí decir que efectivamente lo era; pero no lo sé en realidad. Mi abuelo, militar retirado y peninsular integrista, lo odiaba por blando y amigo de componendas con los insurrectos. El ser mulato ya le bastaba para que el general español fuese contado entre los mambises, así como ser mambí era prueba de ser de color. Para mi abuelo, todos los para él odiosos cubanos separatistas, héroes de la manigua revolucionaria, no eran sino negros o mulatos. Les decía “los cimarrones de Guillermón, Maceo y Quintín”. Yo, que me ufanaba de mi reciente título de bachiller, trataba de convencer a mi racista abuelo de su error. Le citaba nombres de generales de la pasada Guerra de los Diez Años y de la nueva guerra de entonces, que eran de tez blanca. De nada me valía; “¡Toditos, toditos tienen su pestecita!”, decía mi abuelo. Le recordé al ya caído José Martí, el lucero de los mambises, hijo de progenitores españoles y sin asomo de negra oriundez, y me respondió: “Martí no era de color, pero como si lo fuera; ese fue mulato por dentro”. Y entonces comprendí que, en mi tierra, el color oscuro en la piel llevaba implícitamente consigo una prejuiciosa consecuencia de inferioridad y vilipendio social transida de injusticias y dolores. Hasta a las almas se las suponía negras cuando se las quería envilecer.
Por aquí fueron pasando años, banderas y generales: Weyler, Blanco, Castellanos, Brooke y Wood. Un día los cubanos tuvimos patria libertada, bandera nuestra y un presidente, un anciano venerable: don Tomás. A poco tuve que venir a verlo para impetrar de él una resolución justa. Era yo un novel abogado y en la memoria traía preparado mi alegato para el Presidente, a quien yo no conocía. Ahí mismo me recibió don Tomás: “¡Siéntate, hijito!”, me dijo dulcemente con su típico paternalismo de viejo maestro. Tanta familiaridad me impresionó de tal modo, por lo inesperada, que apenas pude hablar; pero otra frase de él me levantó el espíritu. “¿Qué tú quieres?”, me preguntó, tuteándome, y en pocas palabras improvisadas le expresé mi deseo. Tal fue la confianza que me inspiró de repente don Tomás, como si mi maestro hubiese sido, que le conté la anécdota mía, aquí ocurrida con mi abuelo en relación con su antecesor “el mulato de Guanabacoa”. Sonriose el primer presidente de la República y me dijo, ya despidiéndome con inolvidable amabilidad: “¡Ya eso se acabó; ahora en Cuba libre somos todos del mismo color!”. Y esta fue la segunda lección.
Por la primera aprendí que el absolutismo colonial, con falta de libertades y sobra de opresiones, necesitaba del racismo como elemento ideológico de su estructuración social. No bastaba con calificar a un ser humano adversario, sometido o supeditable, con el adjetivo circunstancialmente adecuado. Había que calimbarlo con un estigma biológico, para que la justificación de su demérito social no dependiera de un juicio controvertible, sino del prejuicio de una fatalidad congénita, ostensible por la anatomía. Por la segunda lección, el maestro don Tomás me enseñó lo que era ya realidad por la ley, y constituía el ideal cívico de toda democracia verdadera: la decoloración racial de los ciudadanos, fundidos todos en un mismo iris de paz.
José Martí sintió también, él a todo lo largo de su intensísima vida de revolucionario, la inmensa parábola del racismo en Cuba, del uno al otro de sus dos dichos extremos, desde la realidad tenebrosa hasta la luminosidad del ideal. Martí, cuya misión histórica consistió en elaborar y darle al pueblo cubano la ideología que debía capacitarlo para ganar sus libertades, constituirse y sostenerse como república democrática y progresista, hubo forzosamente de considerar el problema de las razas como uno de los más fundamentales e ineludibles de la formación de Cuba, que era entonces “país de yerros seculares y hábitos de perezoso señorío”. Tuvo Martí que librarse del peso de los vetustos prejuicios e intereses, que hacían gravitar unas razas sobre otras, incapacitándolas a todas para la integración nacional; buscar en el ideario de su época las armas con que destruir los viejos y prejuiciosos mitos; y anticiparse al porvenir, trazando las perspectivas hacia una positiva solución social de los conflictos racistas, donde las disonancias se trocaran en sinfonía. Y no hay duda de que Martí recorrió toda la parábola del pensamiento revolucionario de su época en el campo social, desde el análisis de la subyugación de unas razas por otras hasta el ocaso social de los racismos.
¿Cuáles eran las ideas que imperaban acerca de las razas en los sucesivos ambientes donde fue nutrida la mente de José Martí? Habríamos de seguirlo desde Cuba, donde aún existía la esclavitud de los negros con todos sus horrores; por España y luego por las naciones de América, donde ya no había esclavos, pero donde padecían razas supeditadas y escarnecidas. No hay tiempo para ese recorrido; quizás sea bastante dar una síntesis de los conceptos entonces corrientes en los núcleos más significativos de opinión: en el vulgo, en la religión, en la filosofía, en la ciencia.
El vulgo creía en la existencia de razas inferiores y superiores, como siglos atrás creyó en la sangre azul de la nobleza y en la sangre sucia de la plebeyez, y aceptaba la predestinación de unas razas selectas, llamadas a dominar siempre sobre otras, fatalmente condenadas a servidumbre. La raza blanca nació para mandar y para servir habían nacido la negra del África, la india de América y, en general, todas las gentes de color.
Hacía ya miles de años que las filosofías y las religiones habían abierto la vía de la redención; pero los conceptos de la razón y los dogmas de la fe no fueron llevados a sus últimas consecuencias sociales. De la milenaria filosofía religiosa de la China y de la India salió para la humanidad el mensaje del amor universal: todos los hombres son iguales y hermanos. Cuando el filosofismo oriental irrumpió en Occidente, fueron los estoicos de Roma los que hicieron suya esa teoría de la igualdad humana. Así el emperador Marco Aurelio como el esclavo Epicteto, proclamaron que todos los hombres nacían iguales, y que solamente la virtud hacía que uno fuese superior al otro.
Para el estoicismo, ha dicho Lecky, la deidad era un espíritu que todo lo penetraba animando el universo, revelándose con singular claridad en el espíritu del hombre, por lo cual todos los hombres son iguales miembros de un solo cuerpo místico, unidos por participación en el mismo Espíritu Divino. De Séneca es la idea de que “todos los humanos somos miembros de un mismo cuerpo”. “La naturaleza”, decía, “nos hizo parientes al engendrarnos a todos con los mismos materiales y para los mismos destinos”.
Cicerón invocó la igualdad fraterna y el amor recíproco de todos los seres humanos, con frases tan expresivas que nadie superó después.
Estas milenarias ideas pasaron, a través de los estoicos, al cristianismo. Blancos y negros eran iguales en este mundo y, sobre todo, en el otro; pero esto no significaba acabar con la esclavitud. Blancos y negros eran iguales; unos y otros podían ser libres o ser esclavos, sin distinción. Juristas y teólogos a porfía se unieron para justificar la esclavitud con razones humanas y divinas, hasta con las Sagradas Escrituras. La Iglesia jamás fue contraria a la esclavitud, tratando de hacerla más llevadera e inspirando obediencia y resignación en quienes la sufrían. La Inquisición, que mataba en la hoguera al hereje, al contrabandista y al sodomita, jamás quemó a un tratante negro, ni al amo que en sádico suplicio hacía morir impíamente al esclavo infeliz. En América hubo negreros que fueron obispos, frailes y jesuitas, y estos tuvieron en Cuba haciendas e ingenios, con dotaciones de bozales arreados a la faena por el látigo de un mayoral. El esclavo, ya muerto, podía ir al goce del cielo, pero mientras vivía no podía librarse de su terrenal y horrible infierno. Y, lo que fue más impío, cuando en el siglo xv se reanudó en gran escala el comercio de esclavos negros de África con las naciones cristianas de Europa, los teólogos exégetas de la Biblia, apremiados por el imperativo económico de la época, inventaron el más infame de los mitos, el de que los negros estaban condenados a ser siempre esclavos de los blancos porque así lo dispuso Dios, como consecuencia de la maldición fulminada por Noé contra todos los descendientes de su hijo Cam.
Según esa leyenda, el patriarca Noé después del diluvio sembró viñedos y del jugo de las primeras uvas sin saberlo hizo vino, cuya bebida le produjo la primera borrachera de la historia universal.
El venerable patriarca cayó en tan mísero e indecente estado que su hijo Cam se rió y le hizo befa, y por esto aquel fue maldito por su padre, y todos sus descendientes, a través de las generaciones, fueron condenados a fatal servidumbre. Esta fábula, tramada sobre un episodio del Génesis, que fue luego ampliada por la exégesis teológica, no podía ser más terrible, ni más absurdamente injusta. Resultaba como si, en añadidura al llamado “pecado original” que a todos los humanos nos acarrearon nuestros mitológicos primeros padres, por causa aún hoy no bien averiguada, la raza negra tuviera que sufrir durante milenios el castigo divino de “un segundo pecado original”, cometido por su abuelo Cam. No consistente en una desobediencia contra Jehová, como la de Adán y Eva (a las seis horas de haber entrado en el Edén, según nos informa el padre Bartolomé de las Casas); ni, menos aún, fue asesinato fratricida, como el que realizó Caín, sino simplemente la imprudencia irrespetuosa de no haber contenido su predisposición efusiva al ver al patriarca en un estado de extravagancia e impudicia, hasta entonces desconocido en el mundo, y llegar al exceso, como en Cuba diríamos, de “hacer del viejo el gran choteo”.
Sin embargo, ese mito fue luego aplicado por eclesiásticos españoles a los negros y hasta a los indios del Nuevo Mundo. El padre Clavígero lo dedicó singularmente a los indios de Cuba; el padre Gumilla y otros clérigos a los de Suramérica. Ese racismo teológico llegó a tales absurdos que fray Tomás Ortiz y fray Domingo de Betanzos sostuvieron que los indios eran como bestias y carecían de alma racional, y que por tanto eran incapaces del bautismo y demás sacramentos. Fray Gregorio García dice que los indios “son aún de más baja y despreciada condición que los negros”.
Tan extendida fue esta teoría, que el papa Paulo III, en 1537, tuvo que dictar la bula Sublimis Deus para anatematizarla, si bien al año siguiente el mismo pontífice impidió su vigencia y difusión en las Indias. Pero quizás el fanático más atrevido de esos teólogos racistas fue fray Juan de Torquemada, quien sostuvo que por causa de la maldición de Noé le venía a todos los negros, no tan solo la condena a ser siempre esclavos de las otras razas, sino hasta el mismo color de su piel. Según aquel fraile decía textualmente: “por justo juicio de Dios, por el descomedimiento que tuvo Cam con su padre, se trocó el color rojo que tenía en negro como carbón y, por divino castigo, comprende a cuantos de él procedan”.
Otras fábulas se aducían para justificar por designios sobrenaturales la mísera situación de los negros, echándole a Dios la culpa de los humanos crímenes de la esclavitud; pero esa leyenda bíblica de la maldición de Cam era la corriente entre los esclavistas de Cuba aún durante la vida de Martí. Incluso después de muerto este, la sostenía, pública y cínicamente, el presbítero Juan Bautista Casas, en un libro suyo del año 1896, que fue inspirador de Weyler y es la más elocuente prueba de la fanática intolerancia y de la barbarie cívica que contra las libertades se manifestó a veces por el clero español en la colonia de Cuba. Decía el piadoso cura:

En cuanto a los motivos que aleguen los negros para sublevarse contra España, opinamos que no tienen ninguno fundado. La raza negra sufre las consecuencias de un castigo y de una maldición que el Pentateuco nos refiere al hablar de Noé y de sus hijos; su inferioridad viene perpetuándose a través de los siglos. La redención de Jesucristo comprende a todos los hombres según nos enseña el dogma católico; pero las naciones y los individuos de dicha raza negra han abusado de su libertad, negándose a participar de los beneficios que el Salvador nos mereció, derramando su divina sangre por todos los hombres.

Por otro lado, la opinión científica de las postreras décadas del siglo xix, si bien había ya sobrepasado la época de la cosmogonía mitológica, no estaba aún exenta del virus racista. El darwinismo y el evolucionismo habían reverdecido el concepto de la seriación de las razas, de inferiores a superiores, en una hipotética escala progresiva de la humanidad. Y el desarrollo de los imperialismos coloniales de británicos, franceses, alemanes, belgas, italianos y otros, en varios continentes, particularmente en África, dieron nuevo interés político al racismo para justificar, ahora con la antropología, las subyugaciones que antes se bendecían con la Biblia abierta. Hasta los imperios de Europa se combatían entre sí con fantásticas teorías raciales. Aún no han cesado y la política totalitaria, furiosamente racista, ha puesto uniforme a la antropología, regimentándola con sus tropas de agresión. Esto no obstante, en la ciencia el concepto de la raza ya era muy inseguro en los días de Martí. Ya Kant preguntaba lo que era una raza; hoy se sigue inquiriendo lo mismo. Ni se podían poner de acuerdo los antropólogos acerca de cuántas eran las razas. En 1870, Huxley dice que son cinco principales y catorce secundarias. Haeckel en 1875 dice que son doce; él mismo en 1879 cuenta treinticuatro. Topinard en 1878 afirma que son dieciséis; en 1885 llega hasta diecinueve. En 1889, Deniker clasifica trece razas en treintinueve subdivisiones; poco después, en 1900, ya son diecisiete con veintinueve subramas. Averiguar cuál es el número de las razas, ha dicho Von Luschen, es tan ridículo como el empeño de los teólogos cuando discutían el número de ángeles que podían bailar juntos en la punta de una aguja. Por mucho que se esforzaban los antropólogos en las clasificaciones somáticas de los seres humanos, tampoco acertaban en relacionar, de manera inequívoca, una dada agrupación de tipismos taxonómicos con una indispensable y característica tipificación psicológica, histórica y cultural. La raza se desvanecía como fenómeno biológico de trascendencia social.
En los días de Martí, la ciencia antropológica tampoco podía, en realidad, ser más afirmativa que hoy del significado natural de las razas; pero las ideas evolucionistas privaban y las hipótesis de la gradación de las razas atraían a los teorizantes con el favor de los políticos imperialistas, así contra los pueblos de color, todos ellos carne de colonia, como en los pueblos blancos entre sí, todos ellos carne de cañón de sus propias contradicciones internacionales. Ya entonces el agresivo orgullo de cualquier política solía buscar en la joven ciencia antropológica, que iba sustituyendo a los dogmas, una anticipada justificación de sus ambiciones depredadoras. Gobineau, Lapouge y otros decían cuáles eran las razas escogidas y las malditas, y salían de sus cavernas el racismo nórdico, el latino, el germánico, el hispánico, el paneslavismo, el semitismo y demás monstruos mitológicos, en busca de una predestinación científica, de un “destino manifiesto”, tan fatal y falso como el de la estirpe de Cam, que, según el folclor del Pentateuco, fue maldita antes de nacer.
En ese huracán de encontradas ideas e intereses, movido por los vulgos, las clerecías, los filósofos, los científicos y los políticos, tuvo José Martí que enfrentarse con los problemas de las razas y los racismos; en el pensamiento, en la palabra y en la acción. Y en ese torbellino él mantuvo siempre la serena altivez de su mente, como buen separatista que siempre fue de todas las opresiones y de todos los fanatismos. Por algo el Apóstol decía con énfasis:

Yo nací de mí mismo, y de mí mismo brotó a mis ojos, que lo calentaban como soles, el árbol del mundo. Ahora, cuando los hombres nacen, están en pie junto a su cuna, con grandes y fuertes vendas preparadas en las manos, la filosofía, las religiones, los sistemas políticos. Y lo atan, y lo enfajan, y el hombre es ya, por toda su vida en la tierra, un caballo embridado. Yo soy caballo sin silla. De nadie recibo ley, ni a nadie intento imponerla. Me salvo de los hombres y los salvo a ellos de mí. Venzo a la preocupación, que viene de afuera, y a la ambición, que viene de adentro.

La obra escrita de José Martí no es un tratado didáctico, ni siquiera una faena sistemática, sino una producción fragmentaria, casi siempre dispersa en versos, artículos, discursos y manifiestos; pero en toda la obra de su genial espíritu, inspirado por una misma idealidad directriz, brillan los conceptos luminosos y las frases centelleantes, como chispas desprendidas de la antorcha que llevó en sus manos toda la vida. Sería, sin duda, de interés recoger cada una de sus expresiones acerca de las razas y explicarlas con relación a la idea rectora de Martí, y a las circunstancias del momento en que aquella fue formulada; pero ni el tiempo ni la ocasión lo permiten y es, además, innecesario. En toda la obra de Martí hay una vertebración interna que la articula, una idéntica y medular vitalidad que la impulsa.
José Martí, digámoslo enseguida, afirmó rotundamente, en una síntesis, que no existían las razas. Así dijo:
No hay odio de razas, porque no hay razas. Los pensadores canijos, los pensadores de lámpara enhebran y recalientan las razas de librería, que el viajero justo y el observador cordial buscan en vano en la justicia de la Naturaleza, donde resalta, en el amor victorioso y el apetito turbulento, la identidad universal del hombre. El alma emana, igual y eterna, de los cuerpos diversos en forma y en color.

Tuvo Martí una expresión genial para esas razas inventadas por los antropólogos, midiendo cráneos, narices, pelos y pigmentos y acopiando datos y juicios en las crónicas apologéticas de las conquistas y en los relatos de los exploradores y los misioneros, siempre anhelosos de resaltar lo trascendente de su blanca empresa civilizadora, tanto más elevada cuanto más baja fuese la condición de los pueblos de color. Tales razas, dijo, son “razas de librería”.
Si el glorioso habanero no creyó en esas razas artificiales, menos aún pudo creer en las razas imaginarias, creadas y sostenidas por los vulgos, las teocracias y las políticas. Martí, que tanto amó al pueblo, hasta sentir pasión y muerte por él, jamás gustó del vulgo, ni de halagarlo ni de seguirlo. La opinión arcaica, vulgar y gregaria, que creía en las razas predestinadas fatalmente, jamás logró arrastrar a Martí; ni siquiera cuando llegó a él consagrada por las prédicas sacerdotales, contrahecha por las conveniencias políticas o sugerida por las precipitaciones antropológicas. El pensador Martí, que combatió siempre a los fariseos, ni siquiera fue católico y sí masón y muy anticlerical, no creyó en el mito de Cam y ni siquiera excusó la tolerancia de la esclavitud por la Iglesia, máxime cuando ya había sido abolida en numerosos países por iniciativas no católicas. En uno de sus dramas, Martí hace que el personaje patriota, increpando al otro, el “falso cristiano” Padre Antonio, al oírle pronunciar el nombre de Jesús, exclame así:

–¡El nombre del Sublime
blasfemia me parece en vuestras bocas!
El que esclavos mantiene, el sacerdote
que fingiendo doctrinas religiosas
desfigura a Jesús, el que menguado
un dueño busca en apartada zona;
el que a los pobres toda ley deniega,
el que a los ricos toda ley abona;
el que, en vez de morir en su defensa,
el sacrificio de una raza explota,
miente a Jesús, y al manso pueblo enseña
manchada y criminal su faz radiosa.

Tampoco el gran humanista cubano se deja convencer por las razas políticas, y es indudable que sabe de su invención y de sus peligros.

Peca contra la Humanidad el que fomente y propague la oposición y el odio de las razas. Pero [añade Martí] en el amasijo de los pueblos se condensan, en la cercanía de otros pueblos diversos, caracteres peculiares y activos, de ideas y de hábitos, de ensanche y adquisición, de vanidad y de avaricia, que del estado latente de preocupaciones nacionales pudieran, en un período de desorden interno o de precipitación del carácter acumulado del país, trocarse en amenaza grave para las tierras vecinas, aisladas y débiles, que el país fuerte declara perecederas e inferiores.

El pensador Martí se ampara en su filosofía para desasirse de esos conceptos limitativos y atadores. Como es bien sabido, aquel gusta de proclamarse a sí mismo estoico y místico, y como buen estoico y espiritualista que es, cree en la igualdad de todos los hombres como miembros de un mismo cuerpo, de esa corporeidad mística que es concepto precristiano, restringido casi siempre por las teologías a los fieles de su respectiva grey, y revivido en su prístina pureza estoica por los espiritualistas modernos, entre los cuales pensaba José Martí.
Ni siquiera se deja convencer el dialéctico Martí por las razas de librería. Y no cabe duda de que conocía las bibliotecas donde aparecían esas razas fantasmales de la alquimia antropológica, como antaño ocurría con los demonios. Él dice, siente “la garra de Darwin”. Leyendo a Martí se le ve tratar de las sociedades de antropología, de los congresos americanistas, de las civilizaciones precolombinas, y de los textos de sociología más en boga en su tiempo, hasta Spencer y Ribot, y sobre todo, Martí comprende la importancia decisiva de esos problemas, lo inexcusable de su trato y se le ve interesadísimo en estudiar objetivamente los tipos humanos tenidos por raciales y sus repercusiones en la sociedad. Así se observa en los títulos de las obras que él proyectaba, según acaba de sacarnos del inédito esa benemérita colección que debemos al fecundo martismo de Gonzalito de Quesada. Los indios hoy: había de ser un libro con el subtítulo de “Estado actual de las razas indias en América”. Otro libro, este en verso, en redondillas, tenía que ser Buffalo Hill o La vida india. Otro de los libros que proyectaba era Mis negros. Este sería una colección de cuadros locales a lo Landaluce y veristas a lo Velázquez, pero a la vez palpitantes de vida a lo Goya. Las simples notas que dejó Martí, como una brevísima pauta para armar la obra, ya son un esquema lleno de sentido.
Véase Mis negros:

Tomás era para mí el Señor Tomás, el Sor. Tomás, el Excmo. Sr. Don Tomás. su Majestad Tomás; lo era todo para mí, era mi amigo. Era bueno y tenía espíritu nuevo y artístico. Me deleitaba; cantando y silbando. Travieso con todos los demás, quieto a mi lado. ¿Por qué te juntas con Tomás?

Sigue Martí imaginando los otros capítulos de Mis negros:

El del bocabajo en la Hanábana; El negrito de Claudio Pozo; Isidoro, el de Batabanó (Esperando mis versos, sentado a mis pies. El regalo de compadre a Dorotea). Yo, escribiendo sobre mis rodillas, yo en mis rodillas, y él tendido por tierra, sobre los codos, me cubría con sus mimos sencillos; José (fidelidad); Dorotea: (Todos a ella: Federico, Alfredo, Pepe); El viejo del presidio (algo de robles rotos, majestad desoladora); Simón (Elocuencia); Isabel Diago (Homosexual); el negro hermoso de casa de Manuel (la mano cortada); El negrito con trabas: (yendo al potrero) hablando con su suegra; a ella, la camisa rota le dejaba descubierto un seno; el cochero de Diago (Era de verle el papel); Cadenas.

Otro libro proyectado, en la Serie de Estudios sobre Cuba que se titularía La batalla de las almas, era el siguiente: La raza negra. Su constitución, corriente y tendencias. Modo de hacerla contribuir al bien común, por el suyo propio.
He aquí estos párrafos íntimos que acaban de publicarse, referentes al propósito de tal libro, y considérese cuán penetrante es el sentido de ellos, cuán extensa su visión, cuán sociológicamente científico su programa, y lo profundo que era en Martí ese que M. Isidro Méndez ha llamado su “realismo idealista”. Escribió así José Martí en unas notas de hace cincuenta años:

Me desperté hoy, 20 de Agto. formulando en palabras, como resumen de ideas maduradas y dilucidadas durante el sueño, los elementos sociales que pondrá después de su liberación en la Isla de Cuba la raza negra. No las apariencias, sino las fuerzas vivas. No la raza negra como unidad, porque no lo es, sino estudiada en sus varios espíritus o fuerzas, con el ánimo de ver si no es cierto como parece, que en ella hay, en una sección de ella, material para elaborar el remedio contra los caracteres primitivos que desarrollarán por herencia, con grande peligro de un país que de arriba viene acrisolado y culto, los sucesores directos o cercanos de los negros de África salvajes, que no han pasado aún por la serie de trances necesarios para dejar de revelar en el ejercicio de los derechos públicos la naturalidad brutal correspondiente a su corta vida histórica.
Desentrañar los elementos de la población cubana; desfibrarlos hito a hito; ver lo que resultará de ponerlos en juego común; prever los resultados; señalar los medios probables de irlos dirigiendo para bien, y de atenuar los males que surjan de los varios choques, ver lo que es posible y lo que es natural de esa mezcla.
Valerse en el estudio de los resultados prácticos que ha dado… sacado a luz la Revolución. La Revolución ha venido a enseñar a Cuba cómo está constituida, y qué puede esperar o temer del porvenir. Ahora que aquella mar se asienta, se empiezan a ver las aguas claras. Entre otras cosas, fue causa necesaria de la muerte de la Revolución el modo teórico y la tendencia nacional con que se vino a ella sin conocimiento de elementos que no se podían conocer, puesto que, vivos y reales como eran, no se habían revelado aún, por no tener antes ocasión de revelarse, hasta que una conmoción nacional los sacó de la calma en que se oscurecían, a la superficie.

Como se advierte fácilmente, este libro de Martí iba a ser de gran hondura. Habría sido de incalculable trascendencia, tanto mayor cuanto el estudio sistemático del factor negro en la evolución histórica de Cuba, pese al medio siglo ya transcurrido, jamás ha sido hecho hasta ahora, ni considerados sus elementos en las enseñanzas oficiales, ni favorecida su investigación, y, antes al contrario, visto todo ello con desdén y hasta impedido, como tema insustancial y baladí, a pesar de vaciarse en él la mitad de toda nuestra historia.
No olvida Martí las otras nucleaciones humanas que a menudo se califican de razas y también a ellas les niega el fatalismo congénito, que les es atribuido falsamente, así por los prejuicios encomiásticos como por los despreciativos.
Así dice, por ejemplo:

No ha de suponerse, por antipatía de aldea, una maldad ingénita y fatal al pueblo rubio del continente, porque no habla nuestro idioma, ni ve la casa como nosotros la vemos, ni se nos parece en sus lacras políticas, que son diferentes de las nuestras; ni tiene en mucho a los hombres biliosos y trigueños, ni mira caritativo, desde su eminencia aún mal segura, a los que, con menos favor de la Historia, suben a tramos heroicos la vía de las repúblicas; ni se han de esconder los datos patentes del problema que puede resolverse, para la paz de los siglos, con el estudio oportuno y la unión tácita y urgente del alma continental.

Al referirse Martí al esplendor de la civilización norteamericana sabe que no es consecuencia de la supremacía de una raza nórdica, sino de algo más socialmente efectivo para el progreso humano.

No hay pueblo en la tierra que tenga el monopolio de una virtud humana [dice Martí]; pero hay un estado político que tiene el monopolio de todas las virtudes: la libertad ilustrada; no aquella libertad que es entendida por el predominio violento de la clase pobre vencida sobre la clase rica de un tiempo vencedora –que ya se sabe que esa es nueva y temible tiranía–; no la libertad nominal, y proclamaría que en ciertos labios parece –y son por desdicha los que más la vociferan– lo que la cruz de Jesús bueno en los estandartes inquisitoriales; sino aquella libertad en las costumbres y las leyes, que de la competencia y equilibrio de derechos vive, que trae de suyo el respeto general como garantía mutua, que libra su mantenimiento a ese supremo e infalible director de la naturaleza humana: el instinto de conservación. Tal estado político, sí hay que envidiar; y por él, y no por ninguna especial virtud de raza, brillan como pueblo magno de los Estados Unidos.

Pero Martí combate en los latinoamericanos el prejuicio o “la creencia impropia y enervante en la irremediable superioridad ajena”. Y desde las frías nieblas del Norte les escribe diciendo: “es de saber que entre estos palacios que pasman y ruidos que aturden, no es el hombre mejor, ni diverso ni de más divina estampa e inteligencia que aquellos que tuesta el sol”.
Ni siquiera olvida Martí las razas que se trenzaron en su propia estirpe, probablemente de predominantes oriundeces semíticas, y advierte la insignificancia de la racialidad como signo inequívoco del carácter humano, porque sobre la sangre heredada vuelan los espíritus de la historia y de los pueblos, que en cualquier ambiente social hacen de la humanidad un hervor de carnes y mentes, con los sabores de mestizajes infinitos. A ello alude Martí en este párrafo suyo, de 1884:
¿Qué importa que vengamos de padres de sangre mora y cutis blanco? El espíritu de los hombres flota sobre la tierra en que vivieron, y se le respira. Se viene de padres de Valencia y madres de Canarias, y se siente correr por las venas la sangre enardecida de Tamanaco y Paracamoni, y se ve como propia la que vertieron por las breñas del cerro del Calvario, pecho a pecho con los gonzalos de férrea armadura, los desnudos y heroicos caracas.

Pero Martí no está dedicado a la enseñanza científica, ni a las disquisiciones filosóficas, ni siquiera a la hibridez de la literatura filosofante, pues solo lleva en su tarea el amor de una fecundidad social. Por eso, si afirma con rígida doctrina que en los humanos no hay razas, para rechazar de raíz toda la peligrosa gravedad de inferiorización social de que suele cargarse ese concepto, no tiene reparos en usar a veces el vocablo raza, en el sentido impropio y vago pero muy corriente, para lograr así una mejor inteligencia de sus oyentes o lectores; pero reduciéndolo entonces al significado social de ser un grupo humano histórico, más cultura que naturaleza, señalado típicamente por lo que él califica, con genialidad, de “carácter acumulado”.
Así, usa una vez, en 1884 y escribiendo para la prensa argentina, el término raza, aplicándolo a la gente de “nuestras tierras americanas”, es decir, al conjunto de pueblos de análoga cultura troncal, los de “nuestra América”, como luego se ha venido repitiendo. Pero Martí no se equivoca. Él sabe que “nuestra América” no es “nuestra raza” en un sentido biológico, pues se compone de múltiples gentes, de diversos colores, cráneos y cabellos; de una maraña de todas las razas del mundo, fueren estas las que fueren y tal como quiera definirlas la antropometría más caprichosa. En el caso citado, raza quiere expresar cultura, como hoy se diría; pero esta acepción del vocablo no estaba todavía en uso hace sesenta años, cuando escribía Martí. Este no solamente reconoce en “nuestra América” razas diversas, tomando este término en su significado antropológico más amplio, como lo autoriza el uso corriente fuera del rigorismo científico, sino que les dedica a ellas y a sus problemas numerosos pensamientos, disquisiciones y alegatos.
En todo caso, trata Martí de privar al concepto de raza de una significación genética de carácter psicológico y de una trascendencia social que excedían del sentido de una mera convencionalidad de clasificación anatómica. Según dice Martí:

Por sobre las razas […] está el espíritu esencial humano, que las confunde y unifica.
El hombre no tiene ningún derecho especial porque pertenezca a una raza u otra.
Dígase “hombre” y ya se dicen todos los derechos.
Peca por redundancia el blanco que dice “mi raza”; peca por redundancia el negro que dice “mi raza”.

Pide Martí para cada raza libertad y campo para su propia expresión.

Trae cada raza al mundo su mandato [dice], y hay que dejar la vía libre a cada raza, si no se ha de estorbar la armonía del universo, para que emplee su fuerza y cumpla su obra, en todo el decoro y fruto de su natural independencia: ni ¿quién cree que sin atraerse un castigo lógico pueda interrumpirse la armonía espiritual del mundo, cerrando el camino, so pretexto de una superioridad que no es más que grado en tiempo, a una de sus razas?

Porque en esa “superioridad” que señala Martí como admisible, nada hay de congénito ni de hereditario, ni por tanto de verdaderamente racial; sino un desnivel contingente y cambiadizo al correr de la historia. Bien sabe Martí que pueblos y gentes o razas (permítasenos ahora el vocablo), que un tiempo fueron salvajes hasta el punto de ser tenidos por incapaces de civilización (como decía, por ejemplo, fray Bartolomé de las Casas de los alemanes), luego han demostrado innegables aptitudes de superación; y, viceversa, gentes que antaño fueron depositarias de la más avanzada cultura, por ejemplo los árabes, cayeron, después, en decadencia evidente.

Van y vienen [dice Martí] las corrientes humanas por el mundo, que hoy arrolla los pueblos del color que temió ayer, y funde el oro de sus coronas en cadenas con que atarlos al carro del triunfo. Desdeñó un día el sajón, y tuvo a menos el trato y la amistad con el italiano o andaluz, porque por lo moreno de la cara se creía mejor que él; y luego el andaluz y el italiano desdeñan a los de tez más morena que la suya.

No. No hay razas, dice Martí; pero, al emplear el vocablo raza en su concepto más amplio, piensa que las razas solo por ser tales razas, aun siendo distintas somáticamente, no son mejores ni peores unas que otras. Con precisión inequívoca dice: “El negro, por negro, no es inferior ni superior a ningún hombre”. Y, en fin, ya prolongando el concepto de raza hasta darle una resonancia social, por su equivalencia con el término “cultura”, acepta la posibilidad de una valoración relativa, no como carácter de congenitura, sino como un simple “grado de tiempo”, es decir, como una mera contingencia histórica.
Esta idea de la verdadera significación social de los problemas llamados malamente raciales, para encubrirlos con el velo de la fatalidad, ilumina toda la obra de Martí. Ved lo que escribe en sendas ocasiones referente a los indios americanos que estudia en México, en Guatemala, en Venezuela y hasta en los mismos Estados Unidos.

La educación de la raza indígena. El inmediato cultivo de los campos. Todavía está expuesto a ser esclavo el que mantiene esclavos a su lado. Álzanse remordimientos cuando pasa a nuestro lado un ser en forma igual a nuestro ser, por nuestro descuido casi imbécil, dueño, sin embargo, de dormidas fuerzas que, despertadas por una mano afectuosa, dieran honra e hijo útil a la hermosa patria en que nació.
¿Por qué, pobre raza hermana, cruzas la tierra con los pies desnudos, duermes descuidada sobre el suelo, oprimes tu cerebro con la constante carga imbécil? ¡Oh, cómo, cómo duelen estas desgracias de los otros!
La raza indígena [escribía Martí en 1879], muy difícil problema, que demasiado lentamente se resuelve, sobre el que se echan con descuido los ojos, cuando el bienestar de todos los que en esta tierra viven de él dependen…

Y después de analizar su abatimiento y sus causas y de propugnar una política de escuelas, cooperación y confianza, es decir de capacitación social, asegura Martí que entonces los indios serán “el más potente apoyo de la civilización de que son hoy la más pesada rémora”. “México hace bien en deshelar, como deshiela ahora, la raza india, donde residen su libertad y su fuerza. ¡Hasta ahora no había América, hasta que los marqueses lloran por el indio!”, dice el gran hijo de América, recordando el dolor de todos los mexicanos a la muerte de su libertador Juárez.

La inteligencia americana es un penacho indígena [escribe Martí en 1884]. ¿No se ve cómo del mismo golpe que paralizó al indio, se paralizó a América? Y hasta que no se haga andar al indio, no comenzará a andar bien la América.
El indio que en la América del Norte desaparece, amenazado bajo la formidable presión blanca o diluido de la raza invasora, en la América del Centro y del Sur es un factor constante, en cuyo beneficio se hace poco, con el cual no se ha querido calcular aún, y sin el cual no podrá, en algunos países al menos, hacerse nada. O se hace andar al indio, o su peso impedirá la marcha.

Bien sabe Martí que la postración de la raza india es social y no antropológica; por eso habla de esta “olvidada y triste raza india […] con el triste rostro oscuro, más que por natural triste de su tez, porque en él llevan la vergüenza de 400 años…”, los cuales, sin embargo, le alientan, al pensar en su glorioso pasado, con firme fe en su seguro porvenir cuando levanten las espaldas dobladas y despierten sus espíritus dormidos, y hablando del estado abyecto de los indios norteamericanos, corrompidos en las reducciones, dice: “¡No hay vicio suyo de que no seamos culpables! ¡No hay bestialidad de indio que no sea culpa nuestra!”
Donde más sabio y expresivo se encuentra Martí en su trato de las razas, es tocante a las gentes de piel negra. Son algo de Cuba, algo suyo. Siempre los llama negros y mulatos, sin los eufemismos coloniales de “morenos” y “pardos”, los cuales, por ser aplicados a los libertos, daban relieve de infamia a los otros citados apelativos que para los esclavos se usaban. Martí no hacía el juego de los esclavistas ni de los racistas, que en los nombres de raza ponían afrenta. “No hay injuria en decir negro, como no la hay en decir blanco”, escribió aquel gran pensador cubano.
Martí aseguraba, ya en 1880, que en su patria había una “suma considerable de hombres de color cubanos, tan sentidores de lo noble y tan capaces de lo intelectual como nosotros”. “La raza negra es de alma noble”, escribe años después. Referentes a la psicología del negro son estos conceptos martianos:

Tiene el negro una bondad nativa, que ni el martirio de la esclavitud pervierte, ni se obscurece con su varonil bravura. Pero tiene más que otra raza alguna tan íntima comunión con la naturaleza, que parece más apto que los demás hombres a estremecerse y regocijarse con sus cambios. Hay en su espanto y alegría algo de sobrenatural y maravilloso que no existe en las demás razas primitivas, y recuerda en sus movimientos y miradas la majestad del león: y hay en su afecto una lealtad tan dulce que no hace pensar en los perros, sino en las palomas; y hay en sus pasiones tal claridad, tenacidad, intensidad, que se parecen a la de los rayos del sol…

A medida que se acerca la hora de la revolución libertadora, cuando más se le oponen a sus entusiasmos los recelos contra los negros, más se exalta Martí en defenderlos. Con ese motivo escribe:

Yo sé de manos de negros que están más dentro de la virtud que las de blanco alguno que conozco; yo sé del amor negro a la libertad sensata, que sólo en la intensidad mayor y natural y útil se diferencia del amor a la libertad del cubano blanco: yo sé que el negro ha erguido el cuerpo noble, y está poniéndose de columna firme de las libertades patrias.

En el año 1895, en paso a la revolución, Martí dirá todavía:

De padres de África ignorantes y sencillos han nacido en el país gran número de cubanos, tan aptos, por lo menos, para el arranque original y productor de un pueblo naciente, como aquellos de color más feliz que en la desgracia y el trabajo no hayan purgado su sangre de soberbia y molicie.

Replicando a un diario filadelfiano mal avenido con los cubanos, el estadista Martí le enseña que:

[…] el hombre de color en Cuba es ya ente de plena razón, que lee en su libro y se conoce la medida de la cintura; sin que necesite que del cielo blanco le caiga el maná oculto, porque él se afina y levanta por sí propio, sino que los cubanos blancos, para evitar a la patria el malestar continuo que pudiera parar en parcialidad justificable y peligros, den, en la verdad de las costumbres, el ejemplo de la igualdad que enseña la naturaleza, confirma la vida virtuosa e inteligente del cubano de color, y solo está hoy de disfraz en falsas leyes. Al que tiene todos mis vicios, y todas mis virtudes, yo le digo: tú eres mi hermano. Al que viene de más abajo que yo, y sube por su inteligencia y por su honradez y por su abnegación tan alto como yo, yo le digo: tú eres mi hermano. En Cuba no hay que elevar al negro: que a prorrata, valgan verdades, tanto blanco necesita elevación como negros pudieren necesitarla. En Cuba, por humanidad y previsión, hay que ser justo.

Luego habla Martí

[…] de la pasión de la libertad, que acorta diferencias y pone el amor al derecho, y el cariño a los que lo defienden, por sobre el recuerdo del color; del respeto tierno y profundo del cubano blanco de la guerra a su fiel y heroico compañero negro; del bienestar notable, aunque inferior a su amor a la libertad, del liberto laboriosísimo de Oriente, pieza ayer de conuco, y hoy señor de su labranza, con su caballo de buen jaez, y su ropa bruñida, y la escuela montuna, pagada por aquellos africanos a porfía.

Y recordaría la figura del viejo maestro Miguel, “el sublime africano de Key West”, quien al sugerirle que su ancianidad no le permitiría volver a la manigua cubana para la guerra por la libertad de su patria, respondió: “Lo que el padre no puede volver a hacer, lo harán los tres hijos, y si no hacen los tres hijos lo que hizo su padre, ¡no son mis hijos!”
¡Con cuánta emoción fraternal evoca Martí las figuras culminantes entre la gente cubana de color! Léanse las páginas dedicadas a Juan Gualberto Gómez, a Rafael Serra y a tantos otros, y, mejor que a todos, las consagradas a Mariana Grajales, la madre de los Maceo. ¡La madre! Así, madre, nada más que madre, fue el epitafio que Martí envió para su tumba, alzando con ello un simbólico monumento cubano de admiración y de amor a la madre negra, a esa gran madre que aman todas las Américas, que ya Brasil ha honrado, con una bella estatua a la Mae Preta, y también el pueblo de Cuba, con un bronce de la Madre Negra, aquí personificada en Mariana de los Maceo.
No desconoció Martí las deserciones de la raza ni los abatimientos lamentables, frecuentes entonces entre los hombres de color, como en todas aquellas gentes oprimidas, que en la congoja de su infelicidad caen en el suicidio moral con la misma desesperanza de los esclavos, cuando se ahorcaban en racimos por el agobio insoportable de su condición. No era blando Martí con los que, acobardados, renegaban de su sangre. Oíd estas frases restallantes:

Tiene la vida, entre sus viles, los que le niegan a la madre el vientre, o cargan con rabia sorda la condición que no saben realzar con su virtud, o venden, por el apoyo que los empine en el mundo, el honor que puede sólo asegurarlos en él. No es de esos Rafael Serra, ni de los que andan la jornada a la grupa de otro, ni de los que empeñan su albedrío por una migaja de lisonja.

Con tales antecedentes, fácil es comprender cómo para el estadista Martí el problema de la raza de color en Cuba no era sino una “cuestión social”, como le escribió al general Maceo. Pensaba Martí de esta manera, con su penetrante visión:

[…] a mis ojos no está el problema cubano en la solución política, sino en la social, y cómo ésta no puede lograrse sino con aquel amor y perdón mutuo de una y otra raza, y aquella prudencia siempre digna y siempre generosa de que sé que su altivo y noble corazón está animado. Para mí es un criminal el que promueva en Cuba odios, o se aproveche de los que existen. Y otro criminal el que pretenda sofocar las aspiraciones legítimas a la vida de una raza buena y prudente que ha sido ya bastante desgraciada. No puede usted imaginar la especialísima ternura con que pienso en estos males y en la manera, no vociferadora ni ostensible, sino callada, activa, amorosa, evangélica de remediarlos.

Martí nos dio esta genial definición de la política: “la política es el modo de conducir en la concordia de la justicia para el bienestar total, los elementos diversos”.
Y esa “cuestión social”, según el Apóstol, estaba íntimamente enlazada con la condición del proletariado. Lo indican claramente estos párrafos de su carta a Serafín Bello, fechada el 16 de noviembre de 1889. Dicen así:

El hombre de color tiene derecho a ser tratado por sus cualidades de hombre, sin referencia alguna a su color; y si algún criterio ha de haber, ha de ser el de excusarle las faltas a que le hemos preparado, y a que lo convidamos por nuestro desdén injusto. El obrero no es un ser inferior, ni se ha de tender a tenerlo en corrales, y gobernarlo con la pica, sino en abrirle, de hermano a hermano, las consideraciones y derechos que aseguran en los pueblos la paz y la felicidad. El hombre se limitará por sí mismo y no son necesarios más límites. El aseado es la nobleza y el desaseo la plebe. El que cultiva su inteligencia va de un lado, y el que no la cultiva va de otro. Los honrados son mi círculo, y otro los pícaros. ¡Quiero yo saber quién no desea estar entre los nobles! Pero eso ha de dejarse a lo natural, y las condiciones de la felicidad deben estar sinceramente abiertas, y con igualdad rigurosa, a todo el mundo. Ni me ocurre que se pueda pensar de otra manera. Pero se piensa. Y se retarda el bien de los hombres, y por torpeza e injusticia, el de nuestra patria.

Para Martí, la “cuestión social” del negro era un capítulo de la genérica “cuestión social”. Aquella arrancaba de una histórica y compleja condición económica de los negros, la cual los supeditó al trabajo de la esclavitud y, ya libertos aquellos, aún continuaban humillándolos en todos los ambientes adonde la esclavitud y su recuerdo extendían sus sombras. Sin duda, la “cuestión social” de los negros es un problema de dineros más que de colores: no es una incompatibilidad de sangres, sino un conflicto de economías. Decía con precisión José Martí: “Los esclavos, blancos o negros, fueron depuestos en largas generaciones, por el recuerdo de la esclavitud más que por la culpa del color, del derecho en la aptitud y en la virtud con sus antiguos amos”.
No podrá tacharse al gran libertador José Martí de demagogo oportunista por su actitud tan reflexivamente ponderada como patrióticamente renovadora. Estas frases elocuentes que siguen, aunque escritas para encabezar una crónica volandera de Patria en el año 1892, son tan expresivas y de una penetración tal, y tan realistas y tan idealistas de consuno, que su vigencia es evidente y merecen ser recordadas en estas horas graves de la patria.

Sobre lo verdadero hay que golpear. En lo caliente del hierro hay que dar. Con ir de espaldas a la verdad, de sombrero de pelo y bastón de oro, no se suprime la verdad. En un pueblo, hay que tener las manos sobre el corazón del pueblo. Es más necesario y justo acercarse a los que han nacido en él, y lo aman, que a los que no han nacido en él, y no lo aman. Y el corazón crece, y la paz pública, cuando los elementos nacionales de cólera y desorden se convierten por su propia virtud en elementos de amor y orden. Es demagogo el que levanta una porción del pueblo contra otra. Si levanta a los aspiradores contra los satisfechos es demagogo; si levanta a los satisfechos contra los aspiradores es demagogo. Patriota es el que evita, por la satisfacción de las aspiraciones justas, el peligro del exceso de aspiración.

En definitiva, Martí, luz de los mambises, tuvo que abordar concretamente la cuestión racista y sus entenebrecedoras repercusiones sociales y políticas, al emprender la organización del movimiento revolucionario de Cuba. En su patriótica faena, Martí trató siempre de dar claridad a esos conceptos del racismo.
“Esa de racista está siendo una palabra confusa, y hay que ponerla en claro”, decía Martí. Este advertía muy bien que el racismo es siempre un fenómeno social binario, de efecto doble, no solo por ser de ida y retorno entre dos razas, sino por ser a la vez ofensivo y defensivo, como toda actitud polémica. Todo racismo tiene su rebote. Si una raza tanto se exalta a sí misma que ofende a otra, de esta le vendrá la revancha; si una raza se exaspera en la defensa de sí, es contra otra que le hace la enemiga.

El racista blanco que le cree a su raza derechos superiores [dice Martí], ¿qué derechos tiene para quejarse del racista negro, que también le vea especialidad a su raza? El racista negro, que ve en la raza un carácter especial, ¿qué derecho tiene para quejarse del racista blanco? El hombre blanco que, por razón de su raza, se cree superior al hombre negro, admite la idea de la raza, y autoriza y provoca al racista negro. El hombre negro que proclama su raza, cuando lo que acaso proclama únicamente en esta forma errónea es la identidad espiritual de todas las razas, autoriza y provoca al racista blanco. La paz pide los derechos comunes de la naturaleza: los derechos diferenciales, contrarios a la naturaleza, son enemigos de la paz. El blanco que se aísla, aísla al negro. El negro que se aísla, provoca a aislarse al blanco.

También observaba Martí que con frecuencia la defensa de la raza supeditada es tomada por la dominadora como procacidad insultante, como un “racismo” agresivo, dando a este vocablo racismo su acepción más despectiva y a la vez más común. Por eso Martí no condenaba de raíz todos los racismos, sino que, atendiendo a sus orígenes y propósitos, los distinguía en buenos y malos, o justos e injustos. Así escribía:

Si se dice que en el negro no hay culpa aborigen ni virus que lo inhabiliten para desenvolver toda su alma de hombre, se dice la verdad, y ha de decirse y demostrarse porque la injusticia de este mundo es mucha […] y aún hay quien crea de buena fe al negro incapaz de la inteligencia y corazón del blanco; y si a esa defensa de la naturaleza se llama racismo, no importa que se llame así, porque no es más que decoro natural, y voz que clama del pecho del hombre por la paz y la vida del país. Si se aleja de la condición de esclavitud, no acusa inferioridad en la raza blanca, puesto que los galos blancos, de ojos azules y cabellos de oro, se vendieron como siervos, con la argolla al cuello, en los mercados de Roma. Eso es racismo bueno, porque es para justicia y ayuda a quitar prejuicios al blanco ignorante. Pero ahí acaba el racismo justo, que es el derecho del negro a mantener y a probar que su color no le priva de ninguna de las capacidades y derechos de la especie humana.

Fuera de esos fines justamente defensivos contra la agresión ilegítima del racismo contrario, ya el racismo degenera en injusticia. Para esos racismos injustificados y ofensivos, Martí tiene una condenación rotunda, inequívoca:

La palabra racista caerá de los labios de los negros que la usan hoy de buena fe, cuando entiendan que ella es el único argumento de apariencia válida, y de validez en hombres sinceros y asustadizos, para negar al negro la plenitud de sus derechos de hombre. Dos racistas serían igualmente culpables: el racista blanco y el racista negro.
Todo lo que divide a los hombres, todo lo que especifica, aparta o acorrala, es un pecado contra la humanidad. ¿A qué blanco sensato le ocurre envanecerse de ser blanco, y qué piensan los negros del blanco que se envanece de serlo y cree que tiene derechos especiales por serlo? ¿Qué han de pensar los blancos del negro que se envanece de su color? Insistir en las divisiones de raza, en las diferencias de raza, de un pueblo naturalmente dividido, es dificultar la ventura pública y la individual, que están en el mayor acercamiento de los factores que han de vivir en común.

Apenas terminada la Guerra de los Diez Años, ya fue acosado Martí por los racismos, los del blanco contra el negro y los que de este repercutían en aquel. Fue singularmente muy controvertido el problema del “miedo al negro”, en el cual se sintetizaba el conflicto de todos los racismos de Cuba. Para muchos blancos era un temor real a la rebeldía de los subyugados, para otros era un pretexto más para la subyugación; para unos negros era un signo de su propia potencia, que era temida por ser amenaza verdadera; para otros era un nuevo vejamen que más los aherrojaba en la servidumbre; para todos, para blancos y negros, era una dolorosa preocupación, una muralla contra libertades y progresos, un complejo inhibitorio que durante siglos influyó, y no hay por qué negar que influye todavía, en las sinuosidades de nuestra historia patria.
Describía Martí en esa ocasión, con su penetrante juicio, cómo el gobierno colonial trataba de dividir en Cuba a su población de color, dándoles a ciertos negros y mulatos favores y distinciones políticas para que constituyeran dentro de la misma masa morena del pueblo cubano un elemento de articulación con el núcleo gobernante, por medio del cual toda aquella masa quedase, si no plenamente resignada, al menos distraída y desviada de las reivindicaciones fundamentales. Para esto se la alucinaba con el ejemplo de algunos de sus iguales en color subidos a preminentes posiciones, y se la adormeció con esa socorrida ilusión de “la igualdad de las posibilidades”. Pero estas, aun siendo legal y ocasionalmente ciertas, y por esto ya en relativo adelanto, nunca pasan de ser sino la azarosa y rara eventualidad de un premio en la inmensa lotería social, donde los premios son muy contados y los números que entran en juego son infinitos, y donde, en definitiva, aunque todos jueguen, siempre hay quienes logran hacerse de más billetes posibilitadores de la suerte y hasta quienes por fraude o por fuerza intervienen a su ventaja en el bombo sorteador de la fortuna.
Esta política de dividir para imperar ha sido viejo truco en la historia humana, y en estas islas coloniales y de poblaciones poliétnicas muchas veces fue practicado con éxito por las metrópolis dominadoras, así entre sus súbditos blancos y negros, como entre los blancos entre sí, o entre los negros mismos o, en fin, entre los negros y los mulatos. Martí conocía esa política y le salió al paso cuando en 1880, al abolirse la esclavitud y establecerse la paz, el gobierno colonial de Cuba, que ya no podía contar con la tradicional división de la gente de color en libres y esclavos, trató de abrir otra nueva entre la masa desvalida y un pequeño número de escogidos de sus elementos raciales más capacitados, astutos, ambiciosos y acomodaticios.
Sin duda, existió en Cuba ese selecto grupo de color cuyos intereses personales fueron egoístamente engranados con los altos rodajes de la gobernación colonial. En aquel grupo de hombres de color, su mayoría fueron mulatos de progenie, encubierta o manifiestamente, favorecida por los privilegios; mulatos de sangre azuleada por los enlaces amorosos, que pusieron cuarteles de ébano en los nobiliarios blasones castellanos, y mulatos de sangre amarillecida por el abrazo de la hembra de color moreno con el hombre del color de oro de sus dineros. Evocación de aquella época son algunos vástagos supervivientes de la pasada aristocracia colonial, a los cuales todavía se les ensortijan los cabellos para rememorarles lo encrespado de sus linajes, y no pocas beldades cubanas de la sociedad más enriquecida, que lucen en su tez la belleza de los matices crepusculares, sombras de la noche huida con arreboladas alburas de la llegada aurora.
Pero Martí y otros enseguida procuraron atajar esa política. A los emigrados cubanos de Nueva York, les mostró cómo era táctica del gobernante de la Isla,

[…] la vulgar y tenebrosa que consiste en concitar contra los blancos cubanos a los hombres de color. Los benévolos teorizantes de La Habana, ni acudieron a este mal, ni lo sospecharon tal vez: y al amparo de esta beatífica disposición, comenzó el gobernante novel la traidora compañía. Pero había vigilantes en las sombras. Y caminaron por sobre sus pasos y delante de ellos. Concedía el jefe español grados y doraba uniformes, y traía a sus seides negros a palacio, y pagaba oradores, y mantenía un periódico, y como veneno por las venas, los derramaba por los clubes y por las casas a contar las glorias del gobierno de España, y a ofrecerles en su nombre una libertad que han tenido, aunque no era menester, ocasión clara, y reciente de juzgar. Escudos invisibles pararon estos golpes alevosos, y dirigieron por fecunda vía a aquellas masas móviles y atentas. Por hombres de su raza conducidos, desoyeron por fortuna a los asalariados declamadores, y volviendo la espalda al grupo exiguo harto bien pagado para que perdiese ocasión de empeñar lidia, aprendieron pronto que de los campos de batalla les había venido el mezquino bien de que gozaban, que al campo de batalla debían volver a ayudar a sus libertadores, y que aún cuando éstos fuesen vencidos, y el gobierno español viniera a ser, por mágicas artes, prudente y generoso, a la terrible y legendaria década y a sus lecciones imponentes deberían todos los beneficios que gozasen.

Continúa Martí su explicación con su “realismo idealista”:

¡Se necesita meditar tan poco para comprender que dos seres venidos a perpetua vecindad vivirán mejor en paz necesaria, aunque entre algunos no cordial, que en perpetua y destructora riña! No sería cuerdo suponer que en pechos tan lacerados ha desaparecido ya toda amargura, e inspiramos a los que hemos oprimido una confianza no merecida aún en absoluto. Pero sería causar ofensa grave a la suma considerable de hombres de color cubanos, tan sentidores de lo noble y tan capaces de lo intelectual como nosotros, suponer en ellos intentos cavernosos, que con ánimo sereno serían y han sido ya, los primeros en encauzar y contener. Cierto que huyen, y con sobrada causa de los que los desdeñan o afectan temerlos para seguir aun, en una u otra forma, en el goce de fácil riqueza; posible es –y bien harían– que desdeñasen a su vez a los que buscan con no dignas lisonjas sus aplausos. Pero a los que han estudiado en sus hogares su capacidad para el sacrificio y la virtud; a los que han adivinado en sus corazones el perdón de todas las ofensas y el olvido de todas las injurias; a los que en horas de común angustia han sabido estrecharlos a su pecho; a los que han abierto sus heridas para poner, donde había veneno, bálsamo; a los que han tenido amor bastante para afrontar a su lado sus problemas, y virilidad sobrada para unir al blando consejo el severo raciocinio en la represión de sus exaltaciones naturales; a estos, los aman.
Ellos saben que hemos sufrido tanto como ellos y más que ellos; que el hombre ilustrado padece en la servidumbre política más que el hombre ignorante en la servidumbre de la hacienda; que el dolor es vivo a medida de las facultades del que ha de soportarlo; que ellos no hicieron una revolución por nuestra libertad, y que nosotros la hemos hecho, y la continuaremos bravamente ahora, por nuestra libertad y por la suya. Y se cuenta la historia. Y se dice en las fincas, y se repite en las ciudades, y no han de ser los hombres de color libertados infames que volvieren la mano loca contra sus esforzados libertadores. Al alborear nuestra redención, y antes de organizar los medios de conquistarla, organizamos ¡sublime hecho! la suya. Grandes males hubo que lamentar en la pasada guerra. Apasionadas lecturas, e inevitables inexperiencias, trastornaron la mente y extraviaron la mano de los héroes. Pero como ante un sol vivo reverdece en los campos toda grieta, truécanse en paisajes pintorescos los más hondos abismos, ante esta vindicación de los hombres ofendidos, siéntense amorosos deseos de perdonar todos aquellos extravíos.

Si esos párrafos de 1880 se dirigían principalmente a los blancos, estos otros, de 1888, se escribieron sobre todo para los negros:

Al negro le diremos que no está en el ánimo de los que mantenemos el espíritu de la revolución, permitir que con odios nuevos y desdenes inconvenientes e indignos de nobles corazones, se pierdan los beneficios de aquella convulsión gloriosa y necesaria, porque nada menos que el ejercicio práctico de las grandezas de la guerra fue preciso para reparar y hacer olvidar la injusticia que las produjo. No nos levantaremos, no, de la mesa del banquete porque se va a sentar un negro a ella; sino que aplicando a la ley política la ley de amor, de que da nuestra suma y constante la naturaleza, le diremos lo que me decía Tomás Estrada Palma, hablándome de su negro Fernando: “¡Era mi hijo!” Lo que en la majestad de su tienda de campaña decía Ignacio Agramonte de su mulato Ramón Agüero: “Este es mi hermano”.

Y léanse estos párrafos que siguen, pronunciados en el año 1891 en el Liceo Cubano de Tampa, así para blancos como para negros, para los cubanos todos:

¿A qué es, pues, a lo que habremos de temer?
[…]
¿Al que más ha sufrido en Cuba por la privación de la libertad le tendremos miedo, en el país donde la sangre que derramó por ella se la ha h

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