Na somei bokour

Juan Carlos Mejías

El vodú en Camagüey

_Cuando llegué a casa de Solito ya el ñame colocado cerca de su foto tenía una guía que serpenteaba más de dos metros, aferrándose con persistencia a los espacios de
luz entre las tablas de la pared. El día que visité a su viuda para darle el pésame se me ocurrió que aquel retoño era el ánima del difunto luchando por vivir una nueva vida. Entonces lamenté, y aún lamento, la pérdida de aquel buen amigo.1_

De las dos grandes oleadas migratorias procedentes de Haití, recibimos la primera entre los años 1791 y 1804, como consecuencia de la revolución en ese país: los estimados al respecto señalan entre quince y treinta mil individuos.2 Se puede decir que esta emigración tenía, por múltiples razones, un sabor profundamente afrancesado, al estar compuesta en lo fundamental por colonos blancos y algunos elementos negros y mestizos de confianza, por lo general servidumbre. El resultado cultural de este fenómeno tiene características muy peculiares: los inmigrantes se agruparon por lo general, aunque no exclusivamente, alrededor de la economía de plantación del café en las montañas de Santiago de Cuba y Guantánamo.

La segunda gran migración, en la primera mitad del siglo XX , no venía buscando tierras similares a las que había dejado allá en Haití para reproducir sus haciendas cafetaleras, sino que constituía un ejército de braceros dispuestos
a trabajar por salarios misérrimos, pero, al menos en teoría, superiores a los ingresos que podían obtener en su país de origen. Ese ejército se dirigía donde
los contratistas debían cubrir la demanda de mano de obra de los nuevos centrales construidos. La industria azucarera necesitaba cortadores de caña, y ese era
el destino de los inmigrantes haitianos, que entre los años 1906 y 1931 fueron cerca de ciento noventa mil,3 de procedencia campesina por lo general, que llegaron masivamente a las antiguas provincias de Oriente y del Camagüey, esta última poseedora de infinitas llanuras dedicadas, en lo fundamental, al cultivo de
la caña de azúcar, que constituyó la fuente de empleo más importante para miles de emigrantes de toda el área del Caribe

Eran las llanuras camagüeyanas las más deshabitadas de la región y por ello donde era más necesaria la mano de obra foránea. La migración legal, o la ilegal, que también fue numerosa, produjo, en consecuencia, el asentamiento de miles de haitianos en estas tierras. Otra fuente señala que entre 1913 y 1925 llegaron a la
provincia de Camagüey un total de quinientos mil haitianos.4 Sea como fuere, no caben dudas de lo poderosa de esta presencia. Excepto el libro de Miguel Nevet
y los estudios realizados como parte de la confección del Atlas de la Cultura a partir de los años 1982-1983 por Francisco “Papito” García Grasa5 con un equipo
integrado por Eva Serrano, Dalia Aguilera y algunos otros colaboradores, no existen muchos estudios publicados que profundicen en temas relacionados con la haitianidad en nuestra región. Sin embargo, es altamente previsible, debido al impacto de esa gigantesca inyección que produjo, entre otras consecuencias, un
considerable desbalance étnico y poblacional, pues las tierras que formaban parte de grandes latifundios ganaderos, o incluso algunas áreas de monte, pasaron al
cultivo de la caña de azúcar. Donde antes bastaba con algunos monteros, ahora se necesitaba cientos de cortadores de caña.

Pa pá bonyé, etenel, ¡sufrí! 6

Los haitianos, a diferencia de los emigrantes de otras islas del Caribe, eran mayormente trabajadores sin especialización, y por lo general analfabetos. Estos y otros factores —eran negros y extranjeros, iletrados y, por ello, blanco fácil de las trampas, hablaban “patois” y practicaban el vodú— hicieron que fueran los trabajadores más despiadadamente explotados de todos los que buscaron ganarse el pan en los campos de Cuba.

Una de las páginas más infamantes de la historia de Cuba fue la repatriación forzosa de inmigrantes llevada a cabo en diferentes momentos, en uno de ellos como resultado de una ley del gobierno Grau-Guiteras. Fueran cuales fueren las razones, lo más triste fue la forma en que se hizo: los emigrantes eran detenidos
en cualquier lugar y, sin posibilidad de comunicarse con nadie ni hacerlo saber a los suyos, eran trasladados a los puntos de embarque y enviados de vuelta a
sus lugares de procedencia. Muchas familias fueron separadas y nunca se volvieron a ver.

El 18 de noviembre de 1933, en la zona de Minas, en Camagüey, se llevó a cabo lo que se conoce como la Masacre de Cortadera, 7 en la que se dice que fueron
asesinados alrededor de dos mil trabajadores —la mayoría haitianos— que pedían mejoras laborales de diferente índole. Estas luchas de los braceros caribeños
tenían sus orígenes en sus países de procedencia: los desmanes de quienes se aprovechaban de su trabajo no les resultaban nuevos. Al final, este fue uno de esos hechos sobre los que en su momento se echó literalmente tierra: primero con la que se taparon las fosas comunes; luego, la “tierra” del silencio.

Fueron muchos los prejuicios contra los haitianos. Uno de los más comunes consistía en tacharlos de insensibles e ignorantes. Se decía: cuando un haitiano
nace, su familia llora; cuando muere, se alegran y hacen una fiesta. O se afirmaba que eran crueles y de poco fiar porque “tenían pacto con el diablo”. Aún
hoy se puede percibir este tipo de discriminación: ¡hasta en las películas de Hollywood representan a los haitianos pinchando muñequitas con agujas y haciendo
rezos con patas de gallina!8

Los emigrantes españoles, por razones históricas, tenían muchas ventajas, y hasta sociedades de recreo, ayuda mutua y hospitales. Los del Caribe anglófono tenían escuelas y la West Indies Association. Los chinos, sus farmacias y sociedades de
socorro mutuo. Entre los haitianos hubo algunas excepciones que llegaron con cierto nivel cultural o de especialización profesional, pero la mayoría solo tenía
su religión, su miseria y, los más afortunados, su familia.

La única institución con que contaban los haitianos era el vodú, un complejo mágico-religioso alrededor del cual giraba buena parte de su vida. Cuando se cometía una injusticia, se iba a buscar al bokour para que intercediera. Y también se le iba a buscar cuando enfermaba alguien, cuando se iba a viajar o
emprender un asunto complejo, cuando alguien nacía o moría. Aunque eventualmente se resolviera alguna diferencia a machetazos o patadas, en un tipo de lucha llamada lité parecida a la capoeira brasileña, era la religión la que regulaba su sociedad.

La importancia de esta religión en la vida de los haitianos se trasladó con ellos a Cuba desde el inicio. “…el vodú no solo encarna un conjunto de conceptos espirituales, sino que también prescribe un modo de vida, una filosofía y un código de ética que regulan la conducta social. Al igual que hablamos de una sociedad cristiana o budista, podríamos hablar de una sociedad vodú”.9

Por lo general, los haitianos eran creyentes, por lo que tenían patrones a seguir basados en sus tradiciones. Los problemas tendían a resolverse en el seno de la
comunidad, pues no tenían dinero para pagar abogados ni acudir a tribunales, en los que de todas formas, por su desconocimiento del idioma local o por su condición de iletrados, no podían expresarse correctamente. Por otra parte, la reacción más común entre funcionarios mal intencionados era burlarse de ellos inscribiéndolos como les venía en gana. Así, les eran endilgados los más disímiles y extraños nombres. 10 Eso y la falta de documentos limitaba su acceso a otros factores reguladores del orden en la sociedad, como la ley.

Muchas cosas han cambiado desde que el vodú llegó a Cuba, porque cambiaron algunas de las condiciones que lo rodeaban. Al menos en Camagüey, este culto era eminentemente rural, pues sus portadores eran mano de obra agrícola asentada lo más cerca posible de sus fuentes de trabajo. Los haitianos llegaron incluso a fundar comunidades enteras como Caidije, Macuto, El Brazo, La Clarita, La Caobita, Haití y otras, que en su momento de auge probablemente llegaran a un centenar. Sin embargo, con el paso del tiempo muchas familias de haitianos y sus descendientes se instalaron en la ciudad. Posteriormente, con el triunfo de
la Revolución, las nuevas generaciones obtuvieron enseñanza gratuita y obligatoria, y especialización como obreros calificados, técnicos y profesionales.

Todo ello propició su incorporación plena a la sociedad urbana. Esta incorporación trajo consigo la aparición de algunos lugares de culto en la periferia de la ciudad, en los repartos Guernica, El Retiro, Boves y Florát. Algunos houngan viven en la ciudad y viajan al campo a atender un hounfó que
fundaron o heredaron.11 Estos fenómenos deben haber traído al vodú variantes y adaptaciones que en algún momento sería productivo investigar.

En los tiempos de la orientación ateísta del Estado, se participaba con el pretexto del compromiso familiar y la tradición, cuando no se esgrimía el manido
recurso del folklore y la cultura. De una u otra forma, cada generación ha tenido determinada participación en esta religión, que tuvo también sus incrementos al amparo de las estrecheces e inseguridades del llamado Periodo Especial. Ya las características como grupo social de los haitianos y sus descendientes los
hacían estar acostumbrados a apoyarse y a confiar en la ventaja de sus propios lazos.

Luego de que se impusiera una mayor y más justa tolerancia con las diferentes prácticas religiosas, y de ser más investigado el vodú, sobre todo a partir de los años ochenta, esta religión ha perdido mucho de la demonización a que fue sometida por diferentes instituciones de la sociedad tradicional cubana
prerrevolucionaria. Algunos de los llamados grupos portadores gozan de merecido prestigio en el ámbito de la cultura. Entre ellos se encuentran Caidije — el más longevo con ochentiséis años—, Bonito Patuá y Desandan, el grupo musical haitianocubano que ha llevado más lejos y ha internacionalizado más
la música haitiana y caribeña en Cuba y en el extranjero.

Miles de aquellos inmigrantes, hombres y mujeres que llegaron a Cuba para hacer algo de dinero y regresar a Haití bien vestidos y con dinero en el bolsillo murieron de miseria. Otros sobrevivieron y sus descendientes van ahora a esa isla por miles, ya convertidos en profesionales, a llevar otro tipo de riquezas que son
igualmente bienvenidas: un tributo a la sangre y el sudor generosamente regado por sus ancestros en nuestro país.

El Dance Lois 12

Sonaron los tambores y Policía habló a la gente que se encontraba alrededor del tonel. Cuando el bokour hablaba, todos debían callar. Solo los que se encontraban en medio de la muchedumbre se atrevían a hablar, en voz baja, para trasmitirles
a los demás lo que este decía: “…Dicen que Policía son lo diablo… puede ser,
pero no ladrón… yo nunca he robado a nadie ni un grano de arroz, ni un grano de frijol ni de café…” En la medida en que el sacerdote hablaba, los músicos,
al final de cada oración, redoblaban los repiques de los instrumentos y la gente exclamaba con entusiasmo y respeto en respuesta al sacerdote.

En una ocasión Policía contó que se llamaba José Martínez, que el sobrenombre se lo había puesto un jefe de policía de Santa Cruz del Sur, un día en que caminaba
por el pueblo y vio que un policía se negaba a pagarle a una haitiana unos dulces que se había comido. La defensa del entonces joven paisano de la vendedora
terminó en agresión del policía, pero el resultado fue una sorpresa: “… yo era un gallo, ¡un gallo de pelea!”, decía el anciano y sonreía con picardía. El policía, despojado de sus armas sin que pudiera colocar ni un golpe, confundido
y maltrecho, se vio rodeado de un gentío que acudió a observar la inusual reyerta.13

En el grupo se encontraba estaba el jefe del policía, que al ver la situación y enterarse de los motivos, le dijo: “aquí el policía eres tú”. Desde entonces, los
que estaban presentes ese día, sus hijos y los hijos de sus hijos lo llamaron para siempre policía. No era difícil imaginar el incidente: cuando se miraba a los ojos a aquel anciano de más de ochenta año, aun con las nubes de la
edad que los empañaban, se podía apreciar la reciedumbre de su carácter. Este no era un hombre de andarse con chiquitas.

Este sacerdote, cuyo nombre de religión era Gadelís, fue muy importante en toda el área comprendida entre los límites de Sancti Spíritus y Las Tunas, donde se realizaban comidas de santos donde se sacrificaban generalmente siete chivos. Estas ceremonias duraban varios días: los de mayor importancia eran a partir del 24 de diciembre. Esa primer noche aparecía por breve tiempo Kalfou, y luego Kriminel, a quien se le dedicaba la fiesta. Al día siguiente, en algún momento
generalmente no planificado, lo hacía Lafutei. Luego, por la noche de ese segundo día se agasajaba a Kalfou, y la tercera noche se dedicaba a Ogoun.

Las mujeres trabajaban en una mesa cerca del fuego, pelando y lavando las viandas, mientras el fuego hacía borbotear las grandes ollas donde se cocinaba la carne con vino seco y trozos de caña. Nadie estaba ocioso, eran como hormigas alrededor de la casa. Desde temprano, Porfirio, el hounsí,14 daba vueltas revisando todo y chequeando los preparativos. De vez en cuando, se acercaba a la entrada del hounfó, cuidando el lugar de alguna intrusión. Este quedaba al fondo
de la casa y cerca del tonel, una nave de troncos y techo de guano, sin paredes, donde se celebraba la mayor parte de las ceremonias. Antonio e Ignacio, dos
vecinos del lugar, también ayudaban en diferentes tareas.

El pilar central de esta especie de nave rústica, denominado poteau mitán,15 tiene un significado especial en todo el sistema mágico religioso del vodú, sobre
todo como símbolo y unión del cosmos y la tierra, una especie de tronco del árbol del mundo, de centro del mundo y punto fundacional del lugar de ceremonias. En lo alto, junto a la cruceta del techo, una botella guarda el hechizo que apoya la fuerza mágica del lugar. En la entrada del patio, frente a la casa, se colocan
diferentes señales: las banderas de los lois y un caldero donde se calientan unas piedras oscuras.

Esa noche la ceremonia comenzó con himno, un oshiá. Se lucieron los músicos y los que entonaban los lapuyé, rezos cantados que retumbaban en nuestras cabezas. La voz de Guagua,16 el cantante principal, se elevaba en la noche, ronca y quejumbrosa. Por lo general, la música era interpretada por él y sus hermanos
Leonardo y Bernardo junto a cualquier otra persona que se uniera al canto. Los instrumentos eran los tambores leguedé, segón y mamá tambú, así como el triyán o sambá17 y el asó.18

Estas fiestas tienen un orden prestablecido. Los loas que se convocan ocupan temporalmente el cuerpo del sacerdote, la sacerdotisa o los creyentes. Entonces
bailan, comen y beben celebrando la invitación que se les hizo para disfrutar de esas cosas mundanas y sabrosas desde el cuerpo de una persona y no desde la dimensión incorpórea en que viven en los nichos de los altares. Así, se deleitan con las golosinas que se les ofrecen, aparte de la comida ritual, y beben contentos del tafiá19 preparado para ellos, emborrachándose incluso, si así lo desean.

Aquella noche, poco después de las doce, se produjo una conmoción. Del sillón donde antes estaba el houngan se incorporó Kalfou, que aparecía siempre antes que Kriminel.

Kalfou —un loa muy respetado o temido, según el caso, que casi siempre aparece en el preludio de las fiestas dedicadas a otros lois— preguntó airado qué fiesta era aquella a la que no se le había invitado. Las mambó20 se acercaron y le brindaron tafiá, dulce de maní y dulce de coco, y le explicaron que a él se le habla
preparado una fiesta muy buena, que sería la noche siguiente. Después de un rato, tras disfrutar un poco de la fiesta, bailar, comer y beber, Kalfou fue acompañado al monte, lejos del templo, donde resolvió sus problemas. Regresó a eso de las dos y media o tres de la mañana, disfrutó de la fiesta bailando y bebiendo, y luego se sentó satisfecho y quedó dormido.

Todo eso me recordó que este tipo de visitas son comunes en esas fiestas. Ya en Gobernadores del rocío, la novela de Jacques Roumain, había leído de la visita
inesperada del belicoso Ogoun a una ceremonia en honor a Papá Legbá. Solo que esta vez no era una novela: los lois se habían salido de las historias y estaban allí, dando vueltas al tonel, esperando su turno para bajar al cuerpo de alguien, dominar su cabeza, agotar sus fuerzas bailando, comiendo, bebiendo y luego abandonarlo, dejándolo exánime, sin una gota de energía.

El anciano no abrió siquiera los ojos, se quedó sentado donde estaba. Solo unos minutos después de retirarse Kalfou, cerca de las cuatro de la mañana, llegó
Kriminel de muy mal humor, porque sentía en el aire el olor de otro lois y sentía celos. Echaba la cabeza hacia delante y las aletas de la nariz le temblaban al tratar de percibir aquella presencia que le inquietaba. Con la mano derecha buscaba su machete en la cintura, e iracundo, caminaba y miraba a todos con los ojos inyectados en sangre, buscando entre los muchos rostros que le observaban. Finalmente lograron distraer su atención y bailó descalzo sobre ascuas de fuego
dispersas alrededor del poteaumitán, dándose, a intervalos, largos tragos de su botella de tafiá.

Los músicos tocaron para el recién llegado y algunas mambó, tomadas desprevenidas por la llegada del lois, se tambalearon. Desde sus ojos miró hacia afuera el lois macho, que se despertaba confundido y airado en el cuerpo de una mujer y se arrancaba con rabia los olvidados rolos con mechones de pelo y todo. Algunos
lo sujetaron y le ayudaron a desembarazarse de los molestos artículos. Otros le recogieron hacia arriba las piernas de los pantalones, le quitaron los zapatos
y le dieron un sombrero y un tabaco. Entonces comenzaron a girar, a bailar; de cuando en cuando convulsionaban y desfallecían sobre el piso de tierra.

El lois bailó sin parar y celebró ese nacimiento entre los vivos y la fiesta que se le ofrecía. En algún momento hizo la señal de la cruz sobre la frente de los chivos, señalándolos como aptos para el sacrificio. Estos, tomados por los cuernos y entre las piernas de los ayudantes, caminaron obedientes en círculo alrededor del sacerdote, que estaba sentado en su trono. Desde allí, tomando un cuchillo por el extremo del mango, lo movió con agilidad de arriba abajo, ordenando el sacrificio de los animales cuya sangre, solo un instante después, brotó como un chorro de vida púrpura que llenó un cuenco de barro y salpicó lejos, impregnando la tierra. La música llegó al paroxismo y estallaron en el aire como un millón de luces de bengala; los gritos de júbilo llenaron la noche: era el punto culminante de la ceremonia. Todo se unió al mismo tiempo: el sonido de la música y los gritos; las voces de los que cantaban; el olor del humo, el aguardiente, la sangre, los cuerpos humanos y las velas de cera virgen; el torbellino de los danzantes y el humo y los colores de los lois. Pocos minutos después, las cabezas cercenadas de los chivos, sobre las que ardía una vela, fueron puestas junto a las demás ofrendas, sobre hojas de plátano, en la base del poteau mitán.

Poco a poco, casi comenzando a amanecer, los hombre y las mujeres se acercaron uno a uno a contarle a su viejo dios haitiano sus problemas. En agradecimiento
por las ofrendas, él siempre da un buen consejo; y si no sale bien, es porque no se hizo lo que él dijo, o no se le puso ganas, o el problema no tiene solución
y hay que saber que la vida es un constante desequilibrio de las cosas buenas y malas. Entonces, hay que aceptar lo que sucede, continuar mientras se pueda
y agradecerlo: la vida, aunque a veces se lleve como una maldición, es un regalo de Dios.

El lois comenzó entonces a sentir el peso de la noche, de la ceremonia y de su esfuerzo por atender cada problema humano. La cola de los que pedían consejo fue disminuyendo hasta desaparecer, y desde el mundo de los dioses algo reclamó su
regreso: era hora de partir. Entonces, al mismo tiempo que se desvanecía su esencia en la mañana del día que comenzaba, el bokour quedó dormido allí, sobre
su trono de bejucos secos del monte, soñando con los dioses del Congo, Guinea o Dahomey, o quizás con los tiempos en que era un gallo y caminaba por las
guardarrayas, entre corte y corte de caña, en las tierras del Camagüey.

NOTAS

1. A ugusto Peña “Solito” era el administrador del grupo Caidije en los años ochenta.

2. V er Rolando Álvarez Estévez y Martha Guzmán Pascual: “Interacción histórica y demográfica de Cuba con distintas islas caribeñas: Haití”, en Cuba en el Caribe y el Caribe en Cuba, Fundación Fernando Ortiz, La Habana, 2008, p.208.

3. I bid., p. 210.

4. Miguel Nevet Resma: Guanamaca y el vodú, Editorial Ácana, Camagüey, 2011, p. 11.

5. Papito fue uno de los investigadores que más temprano y con más profundidad
incursionó en los estudios sobre el vodú en Cuba. En aquel momento, registró en esta provincia un gran número de danzas y alrededor de cuarentiocho lois. También
asesoró al grupo Caidije alrededor de quince años, desde 1972.

6. E n creole, “Dios mío, apiádate de mí, ¡sufro!”

7. Luis Kens Denestán: “Cortadera, una historia no contada”, documento inédito.

8. V er Amelia Duarte de la Rosa: “A dos años del terremoto. Entierros de culto”, Granma, jueves 12 de enero del 2012, p.5.

9. H arold P. Davis: Black Democracy: The Story of Haiti, Biblio and Tanner, Nueva York, 1936. Citado por Patrick Bellegarde-Smith: Haití, la ciudadela vulnerada, Editorial Oriente, Santiago de Cuba, 2004.

10. Miguel Nevet Resma: op.cit., p. 13.

11. Houngan es sacerdote; hounfó, recinto sagrado donde están los altares.

12. B aile de santos o para los santos. Este sé celebró el 24 de diciembre de 1985.

13. E ntrevista realizada en septiembre de 1985, en el caserío Macuto 1, del
municipio de Santa Cruz del Sur, en Camagüey.

14. A yudantes del sacerdote.

15. Literalmente, poste del medio.

16. Máximo Martínez Luis.

17. Azadón.

18. Maraca.

19. Bebida a base de aguardiente de caña y otros ingredientes como raíz de colonia, jengibre, ruda, cáscara de naranja, anís estrellado, caisimón, dientes de ajo, yerba de limón y otros.

20. Sacerdotisas.

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