¿Cómo puede pensarse la integración de una región del planeta que se extiende desde el Trópico de Cáncer a la Antártica, que tiene más del doble del tamaño de Europa y en la que existen más de treinta países? ¿Cómo pensarla, si esa región ha sido encuadrada sucesivamente en los mapas mundiales del capitalismo, desde hace más de quinientos años hasta hoy, como una región subalterna y en explotación? El colonialismo y el neocolonialismo son dos conceptos claves para comprender esos encuadres sucesivos, tanto en los análisis que se hagan desde el ángulo político, como desde los ángulos económico y cultural. En los hechos y procesos reales, estos tres aspectos están muy interrelacionados y sólo se pueden explicar integrándolos en totalidades de conocimiento, aunque es imprescindible investigar y profundizar en cada aspecto.
Las colonizaciones le confieren un carácter monstruoso a las sociedades. Los historiadores de la economía han estudiado y explicado las formaciones económicas que ha vivido este continente, determinadas por la subordinación y la explotación; ellas van desde los primeros pactos coloniales hasta hoy. Ya en 1524, Hernán Cortés le recomendaba al emperador Carlos V ordenar a sus súbditos que colonizaran a México, en vez de limitarse a depredar el país.1 Tres siglos y medio después, Carlos Marx explicaba que el capitalismo no es sobre todo un modernizador de las sociedades, sino un devorador de ganancias, que para obtenerlas no desdeña utilizar las formas más brutales o “arcaicas” de producción, relaciones sociales o saqueo, junto al dinamismo colosal y las revoluciones continuadas de las condiciones económicas que lo caracterizan.2 América fue sometida a un despoblamiento genocida de sus autóctonos que no tiene paralelo, pero también a un poblamiento forzado mediante el mayor traslado de seres esclavizados de la historia humana, desde Africa. Sobre la base de este sistema infame fue que se pudo desarrollar el capitalismo.
Pero nuestra historia y nuestras realidades no se reducen a las colonizaciones. La historia política americana no se ha limitado a una sucesión de creaciones, conflictos, acomodos y funcionamiento de las relaciones sociales, los poderes y las instituciones coloniales. Entre 1791 y 1824 se produjo un fenómeno cultural inédito y trascendental, el estallido de movimientos revolucionarios autónomos, que en sus prácticas y a través de las fuerzas desatadas por ellos convirtieron en realidad lo que parecía imposible: a) exigir y pelear sin descanso, hasta obtener la independencia y la formación de Estados soberanos en casi toda la región; b) desarrollar mediante esos procesos –y a consecuencia de ellos– la autoestima y las capacidades de las personas que habían vivido en la condición colonial; c) conquistar algunas victorias importantes contra las formas de servidumbre mediante las cuales se explotaba y aplastaba a los pueblos autóctonos y a los esclavos, y ante todo deslegitimar esas formas; y d) dar lugar a identidades nacionales que fueron coincidentes en cuanto a rechazar la situación colonial y a considerarse a sí mismas como parte de un conjunto americano, aunque por lo demás las entidades nacionales emergentes de la independencia eran muy diferentes entre sí, como lo habían sido los sectores sociales participantes, los objetivos y la composición del liderazgo, los hechos concretos y las circunstancias de cada una de las revoluciones.
La primera vez en la historia en que se planteó y se avanzó hacia una identidad y una posible integración de lo que hoy llamamos la América Latina y el Caribe fue a partir de las revoluciones, de sus actos políticos y sus ideas. Esta es una enseñanza invaluable, y la idea central que mueve este texto es que han sido y siguen siendo las revoluciones las vías eficaces para lograr poner en marcha esa integración continental. Aquella primera vez no se logró una integración o federación de los nuevos Estados fundados en la región –el proyecto de Bolívar–, ni se plasmaron los objetivos revolucionarios más radicales, sobre todo en cuanto a la justicia social, pero se crearon nuevas realidades que cuatro décadas antes de 1824 no eran consideradas posibles, y que muy pocos soñaban.
Añado un comentario que me parece imprescindible, ahora que se acerca el bicentenario del inicio de la revolución independentista contra el colonialismo español en Tierra Firme. No es posible seguir olvidando que la revolución en Nuestra América se inició en Haití, una de las más ricas colonias del mundo, en agosto de 1791, y que el primer Estado independiente latinoamericano se fundó en Haití, el primero de enero de 1804. Los rebeldes haitianos derrotaron a las autoridades coloniales, a los soldados de Gran Bretaña y España, y vencieron en 1803 a un fuerte ejército de Napoleón. Por sus participantes y su contenido, fue una de las más profundas revoluciones de América: los esclavos se liberaron totalmente, los oligarcas no pudieron retener el poder, el liderazgo y el gobierno fueron ejercidos por hombres de las más humildes procedencias y se puso en práctica el pensamiento social más avanzado de Europa. Los revolucionarios de Tierra Firme encontraron solidaridad internacionalista en Haití; allí ondeó por primera vez la bandera venezolana en una tierra libre, y Bolívar contó con la ayuda haitiana. Sus acciones y su victoria eran inconcebibles para los poderes del mundo, que sometieron a Haití al aislamiento, enormes exacciones y difamación. En el último siglo el país ha sufrido ocupaciones militares e intervenciones casi continuas de los Estados Unidos. Hoy padece los mayores indicadores de pobreza de América y está ocupado por una fuerza armada extranjera.
El proceso histórico de los Estados de la región ha producido acumulaciones culturales extraordinarias, que priorizaron y fueron profundizando y enriqueciendo la especificidad de cada país y la autoconciencia de sus singularidades, sin que por esto se perdiera la dimensión latinoamericana de sus identidades. Al mismo tiempo, la América Latina ha sido la región externa al Primer Mundo más parecida a él y más ambiciosa de desarrollarse siguiendo sus patrones. Asomarnos a esta última cuestión –que la hace tan específica dentro del mundo que ha sufrido el colonialismo y el neocolonialismo– exigiría otro trabajo.
Quisiera llamar la atención acerca del gran alcance que han tenido las ideas y las prácticas políticas dentro del proceso histórico del continente. En esta región se ha pretendido mucho en cuanto a transformaciones, y para sintetizar enumero cuatro momentos y tendencias del pensamiento y la organización en que las voluntades y las actuaciones políticas aspiraron a realizar esos ideales y proyectos: 1) los elementos más radicales de los procesos revolucionarios independentistas; 2) las influencias de lo más avanzado de las revoluciones europeas; 3) movimientos e ideas latinoamericanos de lucha por la soberanía y la economía nacionales; y 4) las corrientes y concepciones anticapitalistas. En las últimas décadas, un buen número de movimientos sociales populares han llevado sus identidades y sus demandas a cotas más altas de conciencia y organización, y participan como tales en los eventos políticos, o hacen una política propia.
En la América Latina se han puesto en práctica instituciones democráticas, políticas sociales a favor de amplios sectores y defensas de las soberanías nacionales, y se han sentido y pensado todas las formas de conquistarlas o de ampliarlas y perfeccionarlas. La acumulación cultural política resultante es otra de las características distintivas de este continente entre los del llamado Tercer Mundo, y constituye un potencial fundamental de conflicto frente a la dominación que el imperialismo actual ejerce sobre él –caracterizada por procesos de recolonización, cierre de oportunidades para economías nacionales, exigencia de grandes tributos y saqueo de recursos naturales–, pero también puede ser muy útil para la elaboración de nuevas estrategias opuestas a esa dominación y proyectos nuevos de liberación social y humana, viables y atractivos, que son indispensables en el mundo de hoy.
Pero debo insistir en mi planteamiento inicial: las relaciones económicas internacionales principales de cada país se han establecido sucesivamente con centros del capitalismo mundial, y su sentido ha residido en las funciones que han desempeñado en los circuitos económicos de esos centros y en el carácter siempre subalterno de la relación. En unos casos esas formaciones económicas han sido incapaces de impulsar el desarrollo del propio país, y en otros han resultado francamente contrarios a que exista esa posibilidad. A la vez, los tipos de relaciones y estructuras económicas establecidos han conspirado con mucha efectividad contra la integración económica y nacional de cada país. Sea como un enclave, o sometiéndose a existir de maneras distorsionadas, por tener una razón de ser ajena e incontrolable, la vida económica de los países de la región y sus correlatos sociales, políticos y culturales implican enajenaciones, inequidades y resultados monstruosos de todo tipo.
Escollos que parecen insuperables se han levantado ante los proyectos o los intentos de establecer complementaciones económicas y coordinaciones estatales y empresariales de los países de la región entre sí. Destaco dos consecuencias:
a) las estructuras decisivas de cada formación económica y social –y la tradición de las clases dominantes de cada país– han sido y son particularistas, y se reclaman de nacionales cuando privilegian las relaciones subalternas que sostienen con un centro o centros del capitalismo mundial, que es lo más común, pero también cuando se encuentran en coyunturas en que aumenta su grado de autonomía, o por sus intereses fomentan empresas, estructuras y proyectos más propios o locales;
b) la mayor parte de las ideas, movimientos y fuerzas que se han opuesto a las relaciones de dominación, sea de maneras parciales o totales, lo han hecho con fuerzas y en el nombre de la nación –de cada nación– y siguiendo proyectos nacionales, autónomos. Los más radicales han dado un paso decisivo: identificar a la nación con los oprimidos, explotados y humildes en general, y a su causa como de liberación nacional y social en un solo proceso.
La identidad nacional y el nacionalismo son también, por tanto, conceptos claves para comprender a la América Latina. De un lado, son instancias unificadoras de la amplia gama de diversidades existentes en el seno de cada sociedad, y de los comportamientos individuales, y forman complejos simbólicos que dan sentido a comunidades no suficientemente consolidadas por su formación económica y social. Brindan un referente originario –que en muchos casos incluye una gesta nacional–, una base ideológica compartida dentro de la compleja situación actual de cada país y un factor a favor de la formulación de destinos y proyectos nacionales. Por otra parte, la identidad nacional y el nacionalismo han servido a las clases dominantes de cada país para presentar a sus sistemas de dominación como las realizaciones de los intereses y los ideales nacionales, mediante ideologías tradicionales o renovadas que reivindican a la patria y esgrimen sus atributos formales.3 Los luchadores y pensadores realmente opuestos a la dominación les niegan a esas clases dominantes su pretensión de portar la legitimidad patriótica. La batalla es muy compleja, porque más de una vez las causas sociales han sido descalificadas o aisladas en nombre de la patria y hasta de la seguridad nacional; pero también se ha cometido a menudo el error de subestimar la dimensión nacional y el nacionalismo en nombre de identidades clasistas y de luchas sociales.
El problema de las relaciones entre lo nacional y lo social, y la complicada red de conflictos, tensiones, combinaciones o uniones fructíferas que trae consigo, ha sido desde el siglo XIX uno de los campos principales de los eventos y los procesos políticos, de las organizaciones y las ideologías en la América Latina y el Caribe. En el curso del siglo XX esa importancia se acentuó, y permanece hasta hoy. Como en otros terrenos, las influyentes ideas y tendencias del Primer Mundo han contribuido a complejizar aún más la cuestión.
En el curso de los dos últimos siglos se han mantenido ideas favorables a la integración latinoamericana. Quisiera mencionar dos corrientes. Una, la que hasta cierto punto continuó la primera tradición independentista a lo largo del siglo XIX, a pesar de que durante ese período hubo numerosos choques armados y otras confrontaciones y diferencias entre muchos países de la región. Se suele reducir el viejo latinoamericanismo al Congreso Anfictiónico de Panamá en 1826. Si recordamos sólo ese tipo de eventos, se celebraron otros en Lima, 1847-1848; en Santiago de Chile, 1856; otra vez en Lima, en 1864-1865; y en Caracas, 1883, año del centenario del nacimiento de Bolívar. En ellos participaron sobre todo países suramericanos, pero en uno estuvo Guatemala y en otro El Salvador y México. Sus objetivos no eran la integración económica, sino la coordinación de defensa mutua frente a las amenazas y agresiones europeas, y la prevención de conflictos entre los participantes.4
En la primera mitad del siglo XX, esa corriente fue renovada en dos direcciones: la búsqueda de identidades autóctonas y el antimperialismo. La gran crisis económica del capitalismo desatada al inicio de los años treinta y la II Guerra Mundial favorecieron las políticas de sustitución de importaciones y las tendencias a la autonomía; el carácter antifascista que asumió la guerra brindó cobertura ideológica apropiada a una alianza continental liderada por los Estados Unidos. Después de aquella contienda, el gigante norteamericano llegó al apogeo de su dominio en el campo capitalista y se lanzó a un control total de este continente. Sin embargo, el fortalecimiento de los Estados de la región y los procesos modernizadores animaron iniciativas panlatinoamericanas en la segunda mitad del siglo, unas veces ligadas a pactos económicos tendientes a la integración de regiones –el más antiguo fue el Mercado Común Centroamericano–, y otras mediante órganos más generales, como la Comisión Económica para América Latina (CEPAL, 1948), de la ONU; o el Sistema Económico Latinoamericano (SELA, 1975). Han existido coordinaciones de Estados con fines de defender áreas económicas y otros intereses, para mediar en conflictos, o en su carácter de miembros de agrupaciones de países, como la ONU y el Movimiento de los No Alineados.
El latinoamericanismo popular tiene una historia muy larga. Desde el siglo XIX, la mayoría de los movimientos políticos más radicales o patrióticos tuvo en cuenta esa dimensión, y en varios casos llegó a tener experiencias prácticas de combate o solidaridad internacional latinoamericanos. José Martí fue un pionero excepcional de una nueva fase de las ideas de liberación del continente, con sus análisis de países, su concepción acerca de la naturaleza específica de la región, su historia, su radical diferencia respecto a los Estados Unidos y la necesidad de enfrentar con éxito su expansión imperialista, y su propuesta de una segunda revolución de independencia de Nuestra América que acabara con “la colonia que sobrevive en las repúblicas” y creara un nuevo orden social y político en ellas. Durante el siglo XX, el auge del antimperialismo y de las ideas y movimientos de liberación nacional y socialistas promovió y profundizó el contenido y el alcance del latinoamericanismo popular, que buscó sus raíces en el rescate de la memoria histórica revolucionaria continental y asoció sus proyectos a los de aquellos esfuerzos e ideas. Frente al particularismo de los Estados y el cierre al ámbito nacional de numerosas políticas económicas, los movimientos y las corrientes de pensamiento del campo popular reivindicaron cada vez de manera más creciente el latinoamericanismo.
La cuestión de los pueblos originarios de América se ha transformado en las últimas décadas, lo cual ha dado un nuevo impulso al latinoamericanismo popular. En términos generales, las repúblicas burguesas progresivamente neocolonizadas mantuvieron la opresión y la situación social y cultural de inferioridad de estos pueblos, como parte de sus sistemas de dominación. La Revolución mexicana iniciada en 1910 incluyó pasos fuertes de avance contra esa situación en aquel país, y las ideas de José Carlos Mariátegui fueron un aporte extraordinario al marxismo que intentaba universalizarse en los años veinte y treinta.5 Pero fue en el curso de la segunda ola revolucionaria del siglo –iniciada en la región a partir de los últimos años cincuenta– y en el período más reciente, que un número creciente de pueblos originarios y sus descendientes se han identificado como tales de manera positiva y aun con orgullo, han rescatado y reivindicado sus culturas, se han organizado y defendido su identidad y sus demandas, a la vez que en muchos casos han impuesto su presencia en las luchas populares de sus países. En algunos casos desempeñan papeles protagónicos, como en el del EZLN de Chiapas, en Ecuador y en Bolivia, donde el presidente aymara Evo Morales encabeza un importante y singular proceso popular. Un símbolo de los avances tan notables en este campo es que ya muchos conocen el significado de Abya Yala, voz para designar a América en una de las lenguas autóctonas de este continente.
La otra corriente de corte integracionista es el panamericanismo, externa a la región y dirigida desde su origen a viabilizar la conducción y el control de los Estados Unidos sobre el continente por medios políticos e ideológicos,6 a la vez que le confiere al mercado y la inversión capitalistas el papel protagónico en la dominación. La Primera Conferencia Panamericana de 1889-1890 fue un preludio del neocolonialismo. Se estableció una institución permanente con representantes de cada país, radicada en Washington, que pronto fue conocida como Unión Panamericana.7 Pero esa línea de trabajo imperialista siempre fue a remolque de las políticas generales. Primero la opacaron las políticas del gran garrote, las cañoneras y la diplomacia del dólar. Después del “buen vecino” y la II Guerra Mundial, ya con las manos libres en América, los Estados Unidos plasmaron en 1948 el llamado sistema panamericano, con la fundación de la OEA y los tratados militares de “asistencia mutua”. La sujeción se completó con el establecimiento de gobiernos lacayos, aunque fuera necesario apelar a golpes castrenses. Una gigantesca combinación de dominio económico, político, cooptaciones, represiones, ofensivas culturales, consumó el predominio norteamericano.
El complemento cultural latinoamericano del panamericanismo se formó a partir de los pensadores y publicistas que desde el siglo XIX hicieron el elogio de los Estados Unidos y propusieron la imitación, las relaciones íntimas y la sujeción a la “gran república americana” como la vía idónea para que el continente alcanzara el progreso y la civilización. Sin duda fueron variadas sus motivaciones –y algunas de ellas seguramente loables–, pero el balance fue francamente negativo. El modelo norteamericano, conservador, racista y plutocrático, resultaba más bien idóneo para ser ideología de los sectores dominantes de los nuevos Estados que se asociaban de maneras subordinadas al capitalismo mundial, los cuales podían sentirse superiores a la masa del pueblo de sus propios países, calificable como seres inferiores a los que habría que explotar y oprimir mientras se lograba “blanquearlos” e inculcarles “laboriosidad”, “eficiencia”, capacidad de juicio político y otras supuestas virtudes. La historia posterior de esta vertiente se tornó cada vez más fea. Con las modernizaciones, las experiencias populares de protestas y luchas, el desarrollo del pensamiento revolucionario, el dominio completo del imperialismo norteamericano sobre la región, las represiones y las dictaduras, la inconciencia de ese tipo de ideólogos disminuyó y el papel de los intereses mezquinos y mercenarios aumentó mucho.
Los Estados Unidos han sido capaces de organizar muy bien la penetración cultural sistemática, que poseenumerosos niveles, vías y medios diferentes, y utiliza enormes recursos.
El panamericanismo ha sido político e ideológico, nunca auspició programas para integraciones económicas. Las relaciones bilaterales desiguales han sido siempre las principales para mantener, ampliar o reformular la dominación del imperialismo de los Estados Unidos en esta región.8 Así sigue siendo hasta el día de hoy. Los Tratados de Libre Comercio que ha establecido con una parte de los países latinoamericanos son un instrumento privilegiado de ese tipo de relaciones en la actualidad, aunque el grado de centralización del poder mundial en manos yanquis en la década pasada y su abierta ofensiva de aspiración imperial mundial los llevó a la pretensión de agregar en la América Latina una instancia colectiva más completa de su dominio, a través del proyecto ALCA.
II
Entre las décadas quinta y octava del siglo XX, las ideas y las prácticas de políticas de desarrollo relativamente autónomas de los países tuvieron su máxima expresión de desarrollo, pero pronto cayeron en decadencia. Los burgueses de la América Latina que protagonizaron la etapa económica expansiva en sus países en general habían sido hegemónicos, pero fueron retados por cuatro procesos simultáneos, aunque diferentes entre sí:
a) la emergencia de los Estados Unidos después de 1945 como el poder decisivo en el continente y a escala del capitalismo mundial, lo que les permitió desmantelar las autonomías e imponer la incorporación de cada país a su dominio político y económico;
b) la extrema centralización del sistema capitalista, mediante los procesos de transnacionalización y su dominio financiero y comercial, la especulación, el gigantesco parásito de la deuda externa, la tiranía ejercida por el Banco Mundial y el FMI. Sus consecuencias han sido la pérdida del espacio de maniobra de las burguesías subalternas, la reducción del papel de la América Latina en el comercio mundial, quiebras o deformaciones de ramas industriales y predominio de sectores primarios exportadores, una gran multiplicación de la entrega de excedente como tributo y la anulación de la capacidad de los Estados para cumplir sus funciones de factor de equilibrio social;
c) el gran crecimiento de las luchas sociales y políticas –que llegaron a ser radicales en su actuación y en sus proyectos de cambio del sistema– deslegitimó a numerosos grupos de poder, desafió la hegemonía burguesa y proclamó proyectos populares, y profundizó el antimperialismo. Estas experiencias llegaron a ser muy ricas y diversas: movimientos de masas muy combativos, luchas armadas en una docena de países, el gobierno de Unidad Popular en Chile de 1970-1973 y varios intentos nacionalistas en otros países;
d) Cuba, un país pequeño y estratégico del Caribe, de historia propia muy dinámica pero también pionero del capitalismo neocolonial, se liberó de sus ataduras mediante una insurrección triunfante y una revolución muy profunda, social, política y de las conciencias. En Cuba fueron liquidados el poder de la burguesía y del imperialismo, y se lograron extraordinarios cambios económicos y sociales que transformaron las relaciones fundamentales, la vida pública y las instituciones, y aportaron dignidad y bienestar a toda la ciudadanía y la soberanía nacional plena. Esos ejemplos, y la resistencia y victorias sobre la agresión y el bloqueo imperialistas durante casi medio siglo, han despertado un arco muy amplio de esperanzas, rebeldías, solidaridad, odio y agresiones. La Revolución cubana ha estado siempre presente desde 1959 en los asuntos latinoamericanos, tanto por sus actuaciones como por las reacciones que ha provocado o las relaciones que se han sostenido con ella. Es un factor muy importante para las acciones y proyectos que promueven soberanía, políticas sociales a favor de los pueblos, autonomía, integración y unidad continental.
Ante las profundas transformaciones que acontecieron en esas cuatro décadas, la política burguesa en la América Latina no se dividió entre los arcaicos y los modernos, los entreguistas y los “nacionales”, pertinaz creencia y esperanza que albergaban fuertes corrientes de pensamiento y organización dentro del campo popular. En líneas generales, los modernos abandonaron las políticas de cierto desarrollo autónomo –allí donde las había– y se “integraron” de modo subordinado al gran capital, y en todo lo esencial al imperialismo norteamericano. En el terreno político, en vez de entrar en alianzas con el potencial o los movimientos de rebeldía populares, se plegaron a las exigencias imperialistas, aceptaron las nuevas dictaduras –los llamados regímenes de “seguridad nacional”– o fueron incluso coautores en los procesos represivos en tantos países de la región, que llegaron hasta el genocidio en algunos casos y a organizar una internacional del crimen. Los regímenes capitalistas neocolonizados arrasaron o desmontaron las formas organizativas del pueblo y los instrumentos de la soberanía nacional de sus propios países, y provocaron fuertes retrocesos culturales conservadores, daños que han persistido hasta hoy en muchos ámbitos.
La política revolucionaria fue la principal en esta etapa en que las clases dominantes mostraron su entraña antinacional y fueron verdugos de sus sociedades. Por primera vez en el siglo XX latinoamericano, se pensó y se actuó en busca de una transformación radical liberadora a una escala de participación notable. Los revolucionarios intentaron derrocar el sistema de dominación de cada país, combatieron al imperialismo, plantearon abiertamente la continentalización de las luchas y practicaron el internacionalismo en la medida en que pudieron. Los avances conceptuales en cuanto al sistema capitalista y la necesidad del socialismo contribuyeron también al profundo desarrollo de la conciencia política que sucedió. A pesar de los sacrificios, la movilización, el heroísmo y la tenacidad que desplegaron, las extraordinarias luchas populares de esta época no lograron convertir en realidad sus ideales y sufrieron derrotas políticas, no sólo represivas. Pero por segunda vez en la historia latinoamericana fueron la política y el pensamiento revolucionarios los que pusieron a la orden del día una unidad continental basada en un proyecto radical de liberar a la región de la dominación extranjera y obtener la libertad, la justicia y la ciudadanía completa para las mayorías. Al unir ambas metas, proveían una motivación necesaria para la movilización de los oprimidos y explotados, la mayor fuerza con que cuenta el continente para generar y realizar cambios que lo beneficien, y planteaban el único objetivo capaz de hacer viables y darle bases a esos cambios: la liberación del imperialismo. Y la propuesta se firmó con sangre.
En estas últimas décadas, el imperialismo ha puesto en el centro de su actuación hegemónica y antisubversiva una guerra cultural a escala mundial, con la que enfrenta las debilidades en cuanto a sistema dominante que puede acarrearle su naturaleza actual –centralizadora, parasitaria, creadora de miseria y depredadora– y los avances extraordinarios que durante el pasado siglo multiplicaron las capacidades de los seres humanos y las colectividades para pretender bienestar, derechos, igualdad, convivencia, respeto de las diversidades, justicia, paz, control y participación popular en el gobierno, autodeterminación de los pueblos y naciones que fueron colonizados. Esa guerra cultural consiste en
una gigantesca operación de prevención de las rebeldías, que a la vez trata de ocultar y suplir la incapacidad creciente del sistema para satisfacer las necesidades perentorias de miles de millones y las aspiraciones de sectores modestos o medios, para mantener libertades y prácticas democráticas, auspiciar las iniciativas económicas, reconocer a las naciones y tolerar sus espacios propios. Se utilizan los más poderosos instrumentos y colosales recursos para controlar de manera totalitaria y eficaz la información que es consumida, la formación de opinión pública, e incluso emociones, gustos y deseos. El objetivo es homogeneizar las ideas y los sentimientos de todos –de los incluidos de algún modo en el sistema, y de los excluidos también–, según patrones generales que garanticen su encuadramiento dentro de una cultura del miedo, la indiferencia, la fragmentación y la resignación. Se ejerce así una terrible y cotidiana violencia, aunque disimulada, contra los individuos, los diversos grupos y las naciones.9
Entre otros empeños, la guerra cultural combina la demonización y el olvido de los combates, las experiencias y las ideas de liberación y socialismo del siglo XX. Ella ha sacado gran provecho a la profunda debilidad de las luchas de clases y de liberación nacional que es característica de la etapa. Su objetivo es despojar a los pueblos de la inmensa riqueza cultural que aquellas prácticas y pensamientos dejaron, porque sabe que constituyen un potencial subversivo muy peligroso y una fuente invaluable de proyectos y de autoconfianza, hoy que el sistema de dominación ha abandonado las antiguas promesas de la “modernidad”, y hasta las ideas de progreso y desarrollo.
El proceso latinoamericano de los últimos veinte años ha sido presidido por las democratizaciones de los sistemas políticos y por un desastre escandaloso de la situación social de las mayorías. El neoliberalismo como política económica y como ideología dominante consumó el retroceso de las formaciones económicas y los Estados nacionales, el colosal deterioro de las sociedades y el entreguismo al imperialismo. Las instituciones y servicios que existen para servir o representar a la ciudadanía, las conquistas obtenidas a lo largo de muchas décadas, cayeron o se debilitaron al extremo. El poder quedó en manos de los órganos del gran capital transnacional y parasitario, y de funcionarios no sometidos a controles populares ni legales. El cuadro de desgracias puede engrosarse con la catástrofe urbana, la gigantesca delincuencia común –cara violenta de la miseria y la desesperanza para los humildes, lugar de enormes ganancias y de crimen y autoritarismo vestido de combate por la “seguridad” para los poderosos–, el imperio del narcotráfico que corroe las sociedades y la política, y la corrupción rampante.
Por otra parte, se establecieron un estado de derecho e instituciones políticas que resultan muy positivas si se las compara con la etapa anterior, y como espacios en los que encuentran cabida actividades ciudadanas y populares, individuales y de movimientos sociales. El sistema político y la alternancia electoral fueron concebidos como teatro de una convivencia pública más bien pacífica y regida por los negocios y los fastos de la misma política previa, con algunos afeites nuevos. Ellos no debían trascender jamás las reglas del sistema, ni dar paso al control ciudadano sobre sus representantes o a equilibrios de poderes. La miseria y la disgregación social ayudan al modo de dominación, porque minan las iniciativas, las organizaciones y los liderazgos populares, y facilitan el desmontaje de los órganos de presión, negociación y confronación de la sociedad, la cooptación, el clientelismo y el asistencialismo. En nombre de esa nueva etapa se exaltó la democracia como un valor abstracto y supremo que permite ser ciego ante la entrega del país, la indigencia de millones de personas y la profunda inmoralidad del sistema, promover la desmovilización social y anatematizar la violencia en abstracto en medio de un mar de violencias. Es decir, la democracia como el calmante político para ocultar, paliar o acostumbrarse a sufrir tantos males.
Los regímenes de dominación democrática no resolvieron ninguno de los problemas fundamentales del continente, ni lo defendieron frente a sus poderosos extorsionadores y saqueadores externos y sus voraces cómplices nacionales. Tampoco dieron ejemplos notables de transformación de las formas de gobierno en instrumentos de servicio público, ni de relacionar la política con la ética. Los “apellidos” adjudicados por muchos analistas a esas democracias aluden a sus graves limitaciones y su inevitable crisis crónica, entre las exigencias de la gente de que cumplan sus promesas –o al menos sus reglas–, y la persistencia de los poderosos en seguir utilizando la democracia para conseguir gobernabilidad y manipular a la población, pero sin permitirle desarrollar sus potencialidades ni aliviar la situación social.
La política se ha regido por la convicción o la creencia de que no es posible suprimir el yugo que determina el desastre social, y eso la lleva a tener muy poca relación con la vida cotidiana y los problemas reales de las mayorías. La miseria ha sido un tema ajeno a la política práctica, incluida la de organizaciones que se reclaman o son de orientación popular. La complicidad o la debilidad de los poderes de cada país ante la dominación externa, su incapacidad de mantener políticas sociales, servicios y bases políticas estables, su imagen ajena a la soberanía y los intereses nacionales, sabotearon la reformulación de la hegemonía burguesa, que es indispensable para estabilizar la nueva fase de la dominación. El predominio de elementos de la cultura del Primer Mundo en los modelos de vida y en la ideología política, criaturas de los centros del sistema y de su guerra cultural, completa la ruina de la reformulación de hegemonías burguesas nacionales.
La dominación democrática es la ropa que visten el autoritarismo del lucro y la dictadura del gran capital –colocados sobre la ley, el gobierno y la soberanía–; ella disculpa sus flaquezas invocando una fatalidad que tendría origen externo: la supuesta subordinación inexorable de todos a las llamadas leyes de la economía. El posible éxito de cada país –como el de las personas– reside en someterse a esas “leyes”, y el éxito es la categoría privilegiada. Su antítesis es “fracasar”, otra palabra clave de la neolengua que pretende imponerse. Se estrecha así cada vez más el campo de la autonomía nacional para la mayor parte de los países. En realidad está en curso un proceso de recolonización del mundo, que hace retroceder incluso a las relaciones neocoloniales “ortodoxas” desarrolladas en el curso del siglo pasado, y está vaciando de contenido a la forma democrática de dominación. Ese sería el final de dos pilares principales del equilibrio y el consenso del capitalismo de la segunda mitad del siglo XX.
La internacionalización de la dirección de los procesos y de los medios del control social –que alcanza una notable efectividad– es sin duda algo muy grave para los países de la América Latina, y parece comprometer el destino de la región durante un plazo impredecible. Sin embargo, otra vez como en 1791-1824, como entre 1959 y los años setenta y ochenta, la historia y las realidades del continente no se reducen a las colonizaciones y al dominio capitalista. Las revoluciones verdaderas siempre dejan una herencia invaluable y adelantan los puntos de partida de los que vienen después. Hoy existe en la América Latina y el Caribe una cultura política incomparablemente superior a la de hace medio siglo. Ante el debilitamiento de los poderes que dieron continuidad al sistema de dominación, esa cultura puede brindar bases a la constitución y el desarrollo de fuerzas independientes, que combatan por cambios sociales a favor de los oprimidos, por soberanía nacional y popular, y por cambios de sistema.
III
Hace apenas veinte años –aún sin completarse el proceso continental que han llamado de democratización– ya se lloraba la “década perdida” para la economía de la región y moría la esperanza hueca expresada en la consigna del “desarrollo con equidad”. Pero numerosos movimientos populares crecían y se enfrentaban a la desmovilización que les estaban imponiendo los políticos “democráticos”. Las protestas sociales nunca cesaron, aunque con baja efectividad, y se levantaron algunos partidos de raíz y base popular que, sin embargo, no lograban alterar la esencia del sistema. Cuesta arriba de las ideologías de la derrota y del neoliberalismo, del posibilismo político, la desesperanza y la cooptación, el campo popular persistió y resistió durante los duros años noventa. A veces estallaron abiertas rebeldías, como en 1994 la del EZLN en Chiapas, que renovó la esperanza en el papel de la revolución; sus protagonistas son descendientes de los pueblos originarios de América. Cuando el motín del pueblo de Caracas fue reprimido con un baño de sangre en febrero de 1989, nadie preveía que en la década siguiente las protestas populares pondrían en crisis el sistema político y que el movimiento bolivariano asumiría una vía cívica que llevó a su líder, Hugo Chávez Frías, a ganar la presidencia en 1998.
Cada año del nuevo siglo ha ofrecido pruebas del vigor de la protesta contra la entrega de los recursos naturales y el mal gobierno, como sucedió en Argentina en diciembre del 2001. En Venezuela, Hugo Chávez ha ganado ampliamente diez consultas electorales, pero también tuvo el pueblo que ganar una prueba de fuerza decisiva frente al golpe de la reacción, en abril del 2002. El triunfo electoral en Bolivia de un líder social, el aymara Evo Morales, en diciembre del 2005, fue posible porque el pueblo humilde estaba en pie de lucha desde el 2000 y había protagonizado la insurrección de octubre del 2003. Desde un punto de partida muy difícil, Bolivia avanza en la defensa y el rescate de sus recursos y de su propio pueblo, moviliza recursos a favor de los niños y ancianos y se da una nueva Constitución, escrita “por quienes han sido despojados de sus terrenos, de sus costumbres y de su cultura”, en la que al fin se plasman los derechos de todos. No es necesario para este tema entrar en detalles, pero sí afirmar que lo decisivo en los casos de Venezuela y Bolivia es la constitución de poderes populares, comprometidos sólo con sus pueblos y con la soberanía nacional. Cada uno en su circunstancia, brindan ejemplo y esperanza, y han inaugurado una nueva etapa del continente, en la que se extiende la confianza en que es posible enterrar el neoliberalismo y plantear metas ambiciosas de autonomía o de liberación.
El gobierno venezolano que preside Chávez ha respetado las reglas del juego institucional –el sistema político electoral diseñado para sofocar dentro de su cauce todo intento de cambio radical–, pero ha emprendido un proceso de justicia social y de transformaciones tan extraordinario que con todo derecho se denomina revolución. La política exterior de la revolución bolivariana ha favorecido cambios muy profundos en la situación de numerosos países de la América Latina y el Caribe, en cuanto a satisfacer sus necesidades energéticas, fortalecer su autonomía económica y política, y dar pasos a favor del bienestar de sus pueblos. A escala mundial, Venezuela se ha convertido en un actor completamente independiente de los Estados Unidos e importante por los vínculos que teje y la influencia que ejerce; está contribuyendo a una elaboración de nexos económicos y políticos que pueden reducir progresivamente el poder omnímodo mundial que pretende mantener el imperialismo norteamericano. El mapa económico del orbe se vuelve más complejo y diverso, variable que tiene un peso muy notable para cualquier proyecto de integración latinoamericana.
Las relaciones económicas entre Cuba y Venezuela han dado un salto gigantesco en un plazo muy breve, y siguen profundizándose. El petróleo y sus derivados de Venezuela, el personal de salud y equipamiento de esa rama de Cuba, son cruciales para ambos países, pero los intercambios y las inversiones conjuntas en numerosos campos crecen sin cesar. Sin embargo, la relación cubano-venezolana no está basada en la magnitud y el dinamismo de los negocios, sino en una voluntad política que rige lazos y acuerdos fraternales, y en la estrategia de poner el bienestar y el ejercicio de los derechos de sus pueblos por encima de las consideraciones de ganancia e interés. El pasado 15 de octubre, Chávez avanzó ideas acerca de la formación de una confederación entre ambos países.10 De este modo, dos países de la región avanzan decididamente en su integración, con grandes beneficios palpables, y le brindan al continente el ejemplo de que ella es factible, si los que emprenden ese camino son realmente soberanos y dueños de sus recursos y sus proyectos.
Desde 1960 se han establecido mercados comunes latinoamericanos, pero sus acuerdos y prácticas no obtuvieron resultados relevantes para el desarrollo de los miembros ni para una futura integración de la región, y han estado sujetos a grandes dificultades y duras críticas. En diciembre del 2004, Venezuela y Cuba acordaron integrarse en la Alternativa Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América. Bolivia se integró al ALBA en La Habana, el 29 de abril del 2006, y le aportó su noción de Tratados de Comercio de los Pueblos.11 ALBA no es un resultado de aquella historia de mercados comunes, porque tiene puntos de partida y contenidos muy diferentes; en realidad, es también una alternativa frente a ellos. Además de sus realidades concretas, ALBA implica una nueva posición definida respecto a la integración continental. El rasgo común fundamental de los fundadores de ALBA, en mi opinión, es su forma de gobierno: son poderes populares. El más antiguo, el cubano, proviene de una revolución socialista de liberación nacional; Venezuela y Bolivia, de los triunfos electorales de líderes populares. En enero del 2007, el recién electo gobierno de Nicaragua que preside Daniel Ortega obtuvo el ingreso de ese país en ALBA. En abril, Ecuador y Haití firmaron acuerdos en Venezuela que los aproximaron al ALBA. En esos días de la V Cumbre de ALBA y la primera Cumbre Energética Sudamericana se evidenció la formación de nexos entre países y grupos autónomos respecto a los centros del imperialismo en ese campo tan vital, como ha sido en el de las finanzas con la constitución del Banco del Sur, el 9 de diciembre.
El caso de Ecuador me permite volver sobre la fuerza de los movimientos populares, fundamental para el impulso de las resistencias y los cambios en el continente. Si llega a formarse un bloque de movimientos y poderes populares, la alternativa revolucionaria al dominio imperialista y a los poderes burgueses neocolonizados podrá triunfar. Quince años de “levantamientos” indígenas en el Ecuador, desde 1990, les dieron alta conciencia y niveles organizativos a esta masa principal de su población y derribaron tres gobiernos, aunque no consiguieron cambios significativos en el sistema de dominación. Este clima favoreció el triunfo electoral del independiente Rafael Correa. El gobierno iniciado en enero del 2007 desplazó a los grupos políticos tradicionales e inició un régimen que impulsa cambios sociales y políticos notables y una independencia efectiva del país.12 Correa tiene lazos fraternales con la revolución bolivariana, y ambos países firmaron un convenio de integración energética.
Menciono sucintamente el papel de Cuba en este esfuerzo por un nuevo tipo de integración. Ante todo, los ejemplos a los que me referí arriba, a los que se sumaron su resistencia a rendirse durante la formidable crisis del inicio de los años noventa –que parecía a muchos una tozudez inadmisible–, y su capacidad de enfrentarla sin apelar a recetas neoliberales, sacrificar a su propio pueblo y menguar su soberanía nacional. La resistencia de Cuba socialista rinde nuevos frutos en estos últimos años de ofensiva latinoamericana y caribeña. Sus acciones de servicio y apoyo a necesidades humanas básicas de millones de desposeídos son una expresión práctica, concreta, de que otras relaciones sociales y distribución del bienestar son posibles si se tiene una conciencia y un poder socialistas.13 La unión del prestigio singular de la revolución cubana, la solidaridad y los nexos íntimos espirituales que sostiene con innumerables fuerzas sociales y activistas de la región, las relaciones estatales que ha sabido tejer, su política de principios y su enorme flexibilidad táctica, sus capacidades reales de intervención y mediación, constituyen factores muy importantes para los nuevos procesos integracionistas de la región.
ALBA es ya un nuevo polo latinoamericano que avanza, porque tiene una identidad muy definida y expresa voluntades políticas que están proponiendo una alternativa de integración continental basada en el beneficio de los pueblos y la soberanía nacional sobre los recursos y sobre el proyecto de vida de cada país. Cuenta con recursos y fuerzas propios y los está utilizando de una manera que resulta escandalosa: sin afán de lucro, sin tener como motores la búsqueda de mayores ganancias, la ventaja sobre otros y los privilegios. Obviamente, su mera existencia significa un desafío abierto al dominio imperialista de los Estados Unidos, que utiliza contra los países miembros todos las formas de agresión o socavamiento que están a su alcance, y presiona o amenaza a los que se acercan al ALBA. Los hechos y la historia de una verdadera integración de los países de este continente nunca podrán reducirse a la dimensión económica, y durante una etapa que puede ser prolongada sus principales dilemas y batallas siempre tendrán aspectos no económicos, que pueden ser, sin embargo, decisivos.
En la América Latina ha crecido el rechazo masivo a las políticas neoliberales y la capacidad de comprender que ellas son también un instrumento ideológico de la dominación; el comportamiento cívico de millones, en las movilizaciones y protestas, y a la hora de votar, evidencia ese avance. Cierto número de Estados de la región se han alejado del FMI y muy pocos se permiten invocarlo, aunque lo cierto es que un buen número sigue aplicando las políticas que esa institución y el Banco Mundial preconizaron e impusieron. La lucha exitosa contra el Area de Libre Comercio de las Américas (ALCA), que trataron de crear los Estados Unidos entre 1994 y el 2005, reunió a participantes disímiles, desde Estados fuertes que reivindican su espacio hasta movimientos populares antimperialistas.14 Vuelve a ganar terreno la conciencia que identifica el carácter internacional del sistema capitalista de dominación, ahora con la ventaja de un nivel masivo de cultura política que hace cuatro décadas no existía. Aumenta también la convicción de que contra el desastre permanente que implica el sistema para las mayorías, la resistencia y la viabilidad de los cambios imprescindibles necesitan coordinaciones internacionales.
En esta coyuntura, cierto número de Estados participa en coordinaciones latinoamericanas que buscan nexos que les sean beneficiosos y autonomía respecto a los centros del capitalismo mundial; al mismo tiempo, numerosos gobiernos tienen más en cuenta que los pueblos cada vez toleran menos las democracias de entreguismo, negocios sucios y miseria generalizada. Surgen también situaciones en las cuales ciertos intereses burgueses del propio país se fortalecen y encuentran vehículos políticos y consensos amplios, utilizan los mecanismos gubernativos y enfrentan urgencias de una parte de los sectores más desposeídos. Como sucede en los eventos que después serán históricos, en la época que comienza se está levantando una concurrencia de fuerzas diferentes, a quienes unen necesidades, enemigos comunes y factores estratégicos que van más allá de sus identidades, demandas y proyectos.
Quizás haya hoy todavía más optimismo que logros, pero eso no es perjudicial. Después de décadas de matanzas, represiones, derrotas, engaños, indefensión y pesimismo, en las que se intentó hacer permanente la sujeción de las mentes y los sentimientos al dominio del capitalismo en la vida cotidiana y la vida ciudadana, mientras se sufría en los hechos al capitalismo más brutal y mezquino, hoy millones sienten que es posible luchar otra vez por la vida y el futuro en América, y se ponen en marcha. Una internacional de voluntades está convocando al pasado, el presente y el futuro. El alcance, las victorias y la permanencia de los procesos de cambio dependerán en última instancia de la calidad de las luchas de los movimientos populares organizados y concientes.
El momento es incierto, y prefiero referirme a él mediante algunas preguntas. En la coyuntura presente, ¿los Estados Unidos tendrán que enfrentar una fuerte recesión y la Administración postBush se verá obligada a una política de moderación y negociación en la América Latina? ¿Predominará una variante diferente, en la que la agresividad imperialista contra Venezuela –o algún otro país– arrecie, con ayuda de peones de la región y se cree una situación de confrontación violenta? Pero me parece más útil en un texto como este ir a un plano más general de formulación de problemas, como serían los siguientes:
¿Se levantarán en la América Latina y el Caribe nacionalismos enfrentados al imperialismo, capaces de formar gobiernos y bloques sociales fuertes, de ganar legitimidad por sus actos y encontrar fuerza en la memoria y la cultura de rebeldía, de expresarse a través de políticas, acciones e ideologías en las que participen las colectividades? ¿Serán capaces esos nacionalismos de comprender la necesidad de establecer coordinaciones internacionales antimperialistas como una forma central de ser factibles, de poder luchar, triunfar, mantenerse y avanzar? Si eso sucede, ¿qué predominaría, los intereses de sectores minoritarios pero con influencia decisiva en la economía y las instituciones, y hegemónicos en la sociedad, o los intereses de la sociedad, a través de las movilizaciones, la concientización y las organizaciones populares opuestas al imperialismo y los sistemas de dominación? ¿O será que en la situación actual una o la otra opción sólo puede salir adelante coordinándose, o inclusive uniéndose? Pero, ¿es posible que sostengan ese tipo de relaciones, o una opción deberá gobernar a la otra?
Me sitúo ante estos problemas desde mi compromiso con los movimientos populares y sus ideas, y con el socialismo como el horizonte de liberación factible. Ante todo, constato que la causa principal actual de las resistencias y las movilizaciones populares es la injusticia social, más que la cuestión nacional. Quizás la primera necesidad a resolver para avanzar hacia una integración sea unir ambas culturas de rebeldía, la nacional y la social, en causas que se pongan al servicio de las necesidades y los anhelos de los pueblos. Esa tarea es sumamente difícil, y exigirá a las diversas vertientes –entre otras cosas– superar historias y prejuicios que las separan y hacer análisis muy críticos de los propios proyectos, de las organizaciones, los métodos, el alcance que se da a los objetivos, los lenguajes. Habrá que aprender bien en qué consiste el “rescate” de lo nacional, y qué demandas y creaciones resultan imprescindibles en materia de justicia social. Pero serán las prácticas lo decisivo, y como le sucede a todo el que entra en política en tiempos cruciales, las cuestiones trascendentales del poder y de la organización aparecerán en toda su centralidad. Y pronto se abrirá paso una exigencia del proceso: se trata de hacer realmente una nueva política –no de decirlo–, que deberá ser no solamente opuesta sino muy diferente a la política que hacen los que dominan.
Para lograr la integración latinoamericana necesitamos asumir objetivos radicales y emplear medios eficaces, porque habrá que crear nuevas realidades que hoy no parecen posibles, pero que ya muchos soñamos. Como hace doscientos años, no serán las formulaciones y proyectos previos de “alternativas” económicas los que abran las puertas de las transformaciones necesarias, esas que después de suceder son consideradas asombrosas. El largo camino recorrido y los combates, experiencias, sentimientos e ideas atesorados están a nuestro favor. Hoy tenemos una acumulación cultural y una situación incomparablemente más favorable para emprender el camino de la liberación americana que las existentes en aquella primera época histórica, en aquel 1810 en que un cura insurrecto se proclamó “General de los ejércitos de América” y un pueblo enardecido forzó a un cabildo abierto a nombrar nuevas autoridades. Sólo después que estaban embarcados en ellas se dieron cuenta de que lo que hacían eran revoluciones, y que su única opción era profundizarlas. Opino que ahora son no solamente posibles, sino obligatorios, trabajos gigantescos y profundas transformaciones sociales y humanas, de las cosas y de las personas que protagonizarán los cambios. Sólo así resultará pensable, y al cabo viable y realizable, algo que parece tan poco realista como una integración que sea realmente latinoamericana, una unión de pueblos que sirva realmente a los pueblos del continente.
La Habana, febrero del 2008.
Notas:
1—Al final de su cuarta carta de relación, el 15 de octubre de ese año. En Hernán Cortés: Cartas de relación de la conquista de México, Espasa-Calpe S.A., Madrid, p. 228.
2—Ver Manifiesto comunista, cap. 1. O en El capital, tomo I, cap. 8, acap. 5; cap. 13, acap. 9; cap. 24, acap. 6, que cierra con la famosa sentencia: “el capital viene al mundo chorreando sangre y lodo por todos los poros, desde los pies a la cabeza”.
3—“La dominación social promueve, desalienta, oculta, discierne, dispone el orden de muchos de los elementos de la cultura nacional, ayuda a famas y decreta olvidos. La nación ya plasmada implica –igual que una economía ‘nacional’ y un Estado-nación– una cultura dominante dentro de la pluralidad cultural, que subordina de maneras sutiles o no a las demás formas culturales existentes en lo que afecte a su dominación, como hacen el Estado y la economía nacionales con la diversidad social y las economías domésticas y de los grupos sociales. Además, aunque lo permanente es rasgo dominante en este tema, cada nación tiene historia, cambian elementos de lo nacional en el decurso histórico, y los valores que se les da.” F. Martínez: “En el horno de los 90. Identidad y sociedad en la Cuba actual”, en El corrimiento hacia el rojo, Editorial Letras Cubanas, La Habana, 2001, p. 70.
4—Ver Salvador E. Morales: Primera Conferencia Panamericana: raíces del modelo hegemonista de integración, Centro de Investigación Científica Jorge L. Tamayo, México DF, 1994, pp. 22-38. También Edmund Jan Osmañczyk: Enciclopedia mundial de relaciones internacionales y Naciones Unidas, Fondo de Cultura Económica, Madrid, 1976, p. 853.
5—Ver sobre todo Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana, de 1928.
6—S. E. Morales: op. cit.
7—Ver E. J. Osmañczyk: op. cit., pp. 1107-1108.
8—“El influjo excesivo de un país en el comercio de otro, se convierte en influjo político… Lo primero que hace un pueblo para llegar a dominar a otro es separarlo de los demás pueblos. El pueblo que quiera ser libre, sea libre en negocios.” José Martí: Obras completas, Editorial Nacional de Cuba, La Habana, 1963, t. VI, p. 160.
9—F. Martínez: “Medios, cultura y resistencia”, conferencia en el IV Foro Social Mundial, en Mumbai, enero del 2004. En La Jiribilla de Papel, no. 18, Instituto Cubano del Libro, La Habana, febrero del 2004. Una versión revisada apareció en Cine Cubano, no. 160-161, La Habana, abril/sept. del 2006, pp. 88-94
10—“Nosotros ahora deberíamos mirar más allá, Cuba y Venezuela perfectamente pudiéramos conformar en un futuro próximo una confederación de repúblicas, una confederación, dos repúblicas en una, dos países en uno.”
11—Los Tratados de Comercio de los Pueblos (TCP) son instrumentos de intercambio solidario y complementario entre los países destinados a beneficiar a los pueblos, en contraposición a los Tratados de Libre Comercio, que persiguen incrementar el poder y el dominio de las transnacionales.
12—En su discurso inaugural de enero del 2007, Correa llamó a acabar con “el sistema perverso que ha destruido nuestra democracia, nuestra economía y nuestra sociedad”, y a fundar “un nuevo socialismo del siglo XXI”.
13—Un ejemplo señero es el despliegue de acciones solidarias y de colaboración en el campo de la salud, en noventisiete países, con cuarentiseis mil cubanos en el exterior, de ellos treintiseis mil médicos, formación de jóvenes de los países necesitados como médicos, en Cuba y en planteles extranjeros en los que Cuba participa, brigadas que acuden ante desastres naturales y epidemias, equipamiento de salud, asesorías. En la América Latina y el Caribe está el esfuerzo mayor, y dentro de ella en Venezuela, que está realizando la más amplia y dinámica expansión de los servicios de salud del continente; ningún país desarrollado realiza tareas como esta, y es muy difícil que pudiera realizarlas. En la Escuela Latinoamericana de Medicina de Cuba (ELAM), que provee formación gratuita, se han graduado casi cinco mil jóvenes de la región. La Operación Milagro es un empeño conjunto de Cuba y Venezuela. Cirujanos cubanos ya le ha devuelto la visión a un millón de personas de treintiún países, y Cuba ha donado treintisiete centros de cirugía oftalmológica a ocho países.
14—Una información sintética completa sobre el ALCA en Enciclopédia contemporánea da América Latina e do Caribe, Laboratorio de Políticas Públicas de UEJR / Boitempo Editorial, Sao Paulo, 2006, pp. 63-64.