Raza y desigualdad en la Cuba actual: boceto de un tema adolescente

Wilder Pérez

A modo de introducción

En una comparecencia televisiva por el canal 12, el 25 de marzo de 1959, el entonces Primer Ministro Fidel Castro insistía sobre la temática racial— abordada tres días antes—1 en los siguientes términos:

El problema de la discriminación racial es, desgraciadamente, uno de los problemas más complejos y más difíciles de los que la Revolución tiene que abordar… Quizás el más difícil de todos los problemas que tenemos delante, quizás la más difícil de todas las injusticias de las que han existido en nuestro medio ambiente… Hay problemas de orden mental que para una revolución constituyen valladares tan difíciles como los que pueden constituir los más poderosos intereses creados. Nosotros no tenemos que luchar solamente contra una serie de intereses y de privilegios que han estado gravitando sobre la nación y sobre el pueblo; tenemos que luchar contra nosotros mismos… Hay gente muy humilde que también discrimina, hay obreros que también padecen de los mismos prejuicios de que pueda padecer cualquier señorito adinerado. Y eso es lo que resulta todavía más triste.
Porque si aquí los que hubieran protestado de que yo abordara el problema de la discriminación, hubiesen sido los mismos que tienen latifundios, que tienen rentas, aquellos a quienes las leyes de la Revolución hubiesen perjudicado, tendría una lógica; pero lo absurdo, lo que debe obligar al pueblo a meditar, es que haya levantado ronchas entre gente que ni tiene latifundios, ni tiene rentas, ni tiene nada, que no tiene más que prejuicios en la cabeza. Y eso es realmente lo doloroso.2

Resulta increíble que aquella invitación de Fidel Castro a meditar sobre lo que aparecía entonces como una triste paradoja continúe hoy convocando a los estudiosos sobre el tema.
El hecho de que la Revolución requiriera de la amplia participación de hombres formados precisamente en el régimen que se pretendía subvertir de raíz; que debiera forjar, para su propia supervivencia, a su hacedor, de modo tal que enfrentara la transformación de la totalidad de las relaciones sociales constituidas y, por tanto, la de sí mismo —condición y resultado de la viabilidad del proceso— le confiere una naturaleza esencialmente problémica a la situación revolucionaria que, aunque no reducible a la solución de la cuestión racial, ha hallado en ella una cabal expresión de su complejidad.
La intervención de aquel 25 de marzo, motivada por la reacción inmediata de individuos de disímiles posiciones sociales a su discurso anterior, muestra que la relación entre el racismo y las desigualdades de clase dista mucho de obedecer a una lógica lineal. La diversidad de la reacción suscitada dejaba claro que, en tanto el racismo no era reductible a instrumento de dominación y explotación del que las clases dominantes fueran representantes exclusivas, la reproducción espontánea de tales “prejuicios” y “valladares de orden mental” no obedecía a ninguna determinación exterior o adscripción evidente.
La formación de una ideología íntimamente vinculada al devenir de nuestra nación desde sus proyecciones originarias, y, por tanto, al modo singular en que nos hemos concebido como sociedad, condenaba de antemano su concepción como mero resultado de la desigualdad de clases. Menos aún si se toma como premisa la errada concepción, tan ajena a Marx, de reducir las clases sociales a la sustantividad económica de sus representantes, sin reparar en la madeja de hábitos, tradiciones y costumbres que median entre los grupos sociales, portadores de un mundo valorativo que vincula —a la vez que diferencia— su representación de la sociedad y de sí mismos.
De ahí que nos hayamos propuesto detenernos en a) las relaciones entre la raza y la desigualdad social, necesariamente vinculadas a nuestro devenir nacional, lo cual permitirá b) esclarecer la naturaleza ideológica del racismo en nuestras condiciones actuales. Esta relación, por supuesto, no es causal, sino de implicación recíproca, y como tal será tratada.
Lo dicho implica que un estudio histórico del fenómeno no responde a nuestros propósitos, cuya intención se dirige al examen de nuestra situación actual. Pero el referente histórico resulta ineludible, debido tanto a su propia naturaleza como a los diversos modos en que se ha abordado y a las concepciones aún imperantes sobre el tema. Por supuesto, no resulta ocioso enfatizar que nuestra cuestión racial —que ha sido, de modo típico, la cuestión del negro— no puede ser escindida del conjunto de nuestras relaciones sociales, de la red de saberes y creencias, instituciones y prácticas que articulan significativamente nuestro entramado social.

La urdimbre de una ideología

Nos serviremos una vez más de la evocación de los años fundacionales de vorágine revolucionaria, en los que la deuda de seculares problemas a resolver trazó la orientación, las posibilidades y las limitaciones de un proceso que, pese a sus evidentes transformaciones, permanece hoy inconcluso.
Durante su visita a la isla, J. P. Sartre sostuvo un largo encuentro con numerosos intelectuales cubanos. Discurrió sobre una multitud de temas —desde la política argelina de De Gaulle hasta el método fenomenológico y el realismo socialista— y fue interrogado por Nicolás Guillén acerca del origen del racismo y las condiciones de su desaparición. Tras evocar la situación de Argelia como fundamento de su apreciación del racismo en tanto ideología legitimadora de una sobrexplotación económica, el pensador francés concluyó:

De manera que la única solución posible contra la segregación racial es, evidentemente, el fin de la explotación y de la excesiva explotación capitalista… Me parece que en un país como Cuba, donde la igualdad económica está en trance de realizarse, cuando ya no haya más discriminación originada en la miseria, cuando algunas competencias debido a la falta de trabajo, el desempleo, podrán suprimirse, cuando la propiedad colectiva haya aumentado lentamente, el racismo, en la medida en que existe aquí, estará muy cerca de eliminarse.3

Volvemos ahora sobre aquella afirmación por una razón esencial: ella sintetiza una concepción que ha prevalecido en nuestro episódico tratamiento de la cuestión racial, y a la que nuestra historia reciente parecería dar la razón. Nos atendremos en lo que sigue a examinar dicha tesis, a partir de un esbozo de la naturaleza histórica de la problemática.
Si partimos de la premisa de que el “racismo moderno” se sustentó en las mismas condiciones que posibilitaron la expansión de las relaciones capitalistas de producción, debemos considerar la necesaria relación entre el proceso de colonización y el de conformación de los Estados nacionales, debido a que ambos sustentan la consolidación del capitalismo y le imprimen una particular configuración al fenómeno racial en la modernidad.
La comprensión del racismo como una justificación en el plano ideológico de una desigualdad de hecho existente, asentada sobre condiciones objetivas de la más cruenta explotación, ha sido una tradición en las aproximaciones marxistas. El propio Sartre, familiarizado con la lucha de liberación de Argelia y prologuista de Frantz Fanon, no vacila en generalizar dicha experiencia de racismo colonial, otorgándole la forma de una regularidad de universal cumplimiento. Sin embargo, aun en las condiciones coloniales, concebir la ideología racista como determinada únicamente por la relación metrópoli/colonia o colonizador/colonizado, sin considerar el proceso de apropiación de dicha relación en el desarrollo de los propios Estados nacionales de las excolonias, lleva a desestimar la lógica específica que adquiere su configuración en la historia singular de tales sociedades. Desde esta perspectiva, el proceso del devenir nacional ha implicado —y no sólo para los países deudores de un pasado colonial— una relación permanente con un Otro constitutivo, tanto exterior como interior, en un rejuego de inclusiones y exclusiones que imprimen una dinámica propia para cada sociedad.
De ahí que en el caso cubano resulte tan difícil desligar la relación entre raza y desigualdad social de las condiciones deudoras de una economía de plantación, como de la propia concepción y devenir de nuestro proyecto nacional. La idea de una nación homogénea, que integrara sus componentes sobre la base de la igualdad y la justicia universales —favorecida por un proceso de transculturación efectiva—, ha prevalecido como hegemónica desde la precaria soberanía de la República de 1902. Desde el pensamiento abolicionista —que halla su mejor símbolo en la osadía de Aponte— hasta la penosa integración multirracial alcanzada por las gestas anticoloniales en ascendente radicalización, los extremos representados tanto por los proyectos de “blanqueamiento” insular, como por la formidable síntesis martiana, han confluido en esta premisa de homogeneidad nacional.
Sin embargo, la tendencia que cristalizó a lo largo de las luchas mambisas —y durante su gestación— tuvo que mostrar su capacidad para proponer, a fin de lograr la imprescindible unidad, una idea de nación alternativa a aquella que, arraigada entre las clases ilustradas, suponía la imposibilidad de conformar una nacionalidad propiamente cubana debido, en lo fundamental, a la composición racial de nuestra población.5 Por tanto, a diferencia de lo ocurrido en otras naciones del continente con los afrodescendientes, la ideología de integración nacional/racial no fue primeramente erigida sobre la base del mestizaje —racial y/o cultural—, sino que halló su legítimo fundamento en la lucha común de blancos, negros y mulatos en las maniguas de Cuba Libre en pos de una República “con todos y para todos”.6 Ello ha determinado la íntima vinculación —como sabemos, plagada de contradicciones no solo intrínsecas— de los proyectos de soberanía nacional y de emancipación social en nuestro devenir histórico, y ha trazado el campo posible de los modos en los que el racismo colonial ha podido reconfigurarse en la sociedad postesclavista.
Refrendada así —pese a los inevitables conflictos— la igualdad de todos los cubanos desde el rechazo a la ley de libertos (1869) hasta la Constitución aprobada en Jimaguayú (1897), ni siquiera las presiones y prácticas segregacionistas impuestas por el gobierno y los empresarios yanquis durante la intervención pudieron prevalecer sobre la consagración del sufragio masculino universal en la Constitución republicana de 1901.
Esta legitimidad política de la integración nacionalista —afianzada en una tradición de lucha y pensamiento cristalizadora de profundos vínculos culturales—7 ha decidido desde entonces la índole del racismo presente en la isla. Pues el (auto)reconocimiento de negros y mulatos como cubanos con idénticos derechos y deberes hacia la nación —y de modo más pragmático, el que conformaran por entonces el tercio de los votantes—, funcionó como el horizonte necesario sobre el que se dirimieron las interpretaciones en torno a la índole de la “democracia republicana”.
Dicha ideología no sólo posibilitó, ya desde las últimas décadas del siglo XIX y durante las dos repúblicas, una modesta pero ascendente movilidad social de la población “de color”, hasta el punto de que en la segunda década quedó manifiesta la insostenibilidad de la referencia a una “clase de color”. Ella franqueó el camino para la manipulación de las expectativas de negros y mulatos por los partidos tradicionales de los grupos dominantes y para la asimilación cultural occidentalmente pautada de esta población, facilitada por el acceso a una educación pública “integradora”, con la consiguiente reproducción de una vía “blanca” de ascenso social y la negación de las tradiciones populares de los afrodescendientes.8
Como ha señalado Alejandro de la Fuente, quienes sustentan la tesis de una “hegemonía blanca” que se legitima en la retórica y la legalidad abstractas de una nación racialmente inclusiva, subestiman la importancia que las premisas de “igualdad y justicia para todos” tuvieron en la fundamentación de la lucha de negros y mulatos para que dichos valores, en lugar de tomarse como un hecho dado cuya discusión era catalogada de antinacional, fueran reconocidos como una promesa tan inconclusa como necesaria.9 Ni siquiera los proyectos de “blanqueamiento” de las primeras décadas y la resistencia inicial a importar braceros jamaiquinos y haitianos, o los intentos en pos del “voto plural”, pudieron presentarse más que de manera solapada, bajo el amparo del positivismo evolucionista en boga y de un dispositivo médico anglófilo y pro-eugenésico.
Este clima ideológico no sólo decidió la eficacia de la enmienda Morúa y el aislamiento de los Independientes de Color. También selló en su momento el destino del proyecto exótico de un federalismo oriental, al igual que del nacionalismo negro de los cincuenta. Del mismo modo, hizo posible la prevalencia de la identificación de negros y mulatos —vinculados desde los años treinta al movimiento obrero radical— con las clases explotadas en general, más que con una comunidad étnica particular.10 De manera necesaria, la afirmación racial de negros y mestizos y su asunción como una identidad política relativamente autónoma, ha funcionado desde entonces como la amenaza típica al nacionalismo integracionista, pese a que el dominio de esta concepción, en su expresión más radical, llevaba la huella del sacrificio masivo de negros y mestizos.
Quienes afirman que la permanente subordinación de negros y mulatos se debe a la reproducción de una cultura esencialmente racista luego de transformadas las condiciones coloniales más ostensibles —con expresiones diversamente segregacionistas y discriminatorias— sobrestiman, por un lado, el alcance del equilibrio que una hegemonía —aunque cuente con la eficacia indiscutible de un modelo civilizatorio y de un dispositivo de raigambre colonial, así como del patrocinio del imperio norteño— es capaz de sostener. Y subestiman, por otro, la incesante resistencia de una cultura popular que no sólo se ha apropiado creativamente de los patrones dominantes, reproduciendo valorativamente en sus disímiles prácticas los mejores ideales de la nación,11 sino que ha disputado la propia concepción de una cultura nacional.
Sin embargo, las expectativas de negros y mulatos se vieron defraudadas una y otra vez por los partidos de turno. También resultaron utópicas las posibilidades de hallar cumplidas las promesas insertas en la Constitución del 40 ante el clima anticomunista de posguerra y el subsiguiente acoso que erosionó la base sindical y reprimió a su aliado más formidable, el movimiento comunista. Ha de recordarse que se trata de una década marcada, además, por el retraimiento despolitizado de la civilidad12 y el incremento de la arbitrariedad dictatorial. De hecho, la pusilánime actitud del “ciudadano” hacia sus deberes civiles hallará su colofón en la general impavidez sostenida frente a su negación flagrante: el golpe de estado de 1952.13
Es en esas condiciones que la Revolución triunfante de 1959 se erige en portadora de las tradiciones nacionalistas. Por ello, su recomposición de lo nacional hubo de enfrentar el equívoco consenso de los primeros meses, cuando los más diversos grupos sociales depositaron en ella el cumplimiento de sus expectativas particulares.
Así, el Gobierno Provisional declaró en su Ley Fundamental y reiteró en intervenciones públicas —como las de marzo— su disposición a llevar a vías de hecho el propósito antidiscriminatorio de 1940. Pero no como una concesión a los requerimientos de un grupo particular, sino como parte de una nueva relación entre Estado y sociedad civil en la que el ámbito de lo particular sería trascendido por una política verdaderamente nacional, en la que la apropiación cotidiana de lo político se convertiría en fundamento del propio proceso revolucionario.
La población de negros y mulatos se vio particularmente favorecida por las medidas de redistribución de marzo-abril, no como resultado de una estrategia de acciones afirmativas y directas, sino por hallarse entre los grupos más menesterosos socialmente. La política educativa, social y cultural de la joven Revolución ponía fin a las expresiones ostensibles de segregacionismo y discriminación, transformando la composición racial de los espacios urbanos y la situación de los campesinos y obreros agrícolas, garantizando el pleno empleo y el libre acceso a centros recreativos y a los sistemas de educación, seguridad social y más tarde de salud, con lo que hizo posible una movilidad inédita para estos grupos.
No sólo en dicha política se materializaron, en particular, los valores de igualdad y justicia social, sino también en una renovada lógica integradora que recabó la inserción de negros y mestizos en la nueva sociabilidad —erigida sobre el deshecho exclusivismo asociativo— que pugnaba por formar parte de un ejercicio cotidiano del poder, y que fomentaría la superación de particularismos por medio de los vínculos interraciales en pos de objetivos comunes. Esta participación popular en innumerables tareas inmediatas, y los acontecimientos heroicos, consolidaron el vínculo entre el ejercicio soberano y las aspiraciones igualitarias de la renovada nación, al tiempo que el racismo se desgajaba tras la pléyade de desigualdades que se suponía relegadas a un pasado miserable. El vaticinio de J. P. Sartre parecía cumplirse.
Si bien la preocupación por la cuestión racial resurge del público mutismo ya avanzados los años ochenta,14 sólo la doble incidencia de la crisis y de las medidas de reajuste mostró, tímidamente acogido al principio, el fenómeno en toda su magnitud. Una vez más, los estigmas de una cultura moldeada en un pasado colonial, tolerados apenas como reminiscencia, hallaban ocasión de expresarse en el modo de percibirnos, ante el brote de desigualdades que transformaron nuestro panorama social. La asimetría entre la vulnerabilidad y las posibilidades de adecuación a las nuevas condiciones se hizo evidente, tanto a nivel territorial como socioclasista, y en ambos casos la población de negros y mulatos resultó ampliamente involucrada.15
Sin embargo, se ha hecho cada vez más difícil desconocer que, si bien la desigualdad racial no puede concebirse al margen de la desigualdad socioeconómica, no puede ser ya comprendida únicamente bajo este término general, ni siquiera como parte, ni derivada de ella. Como afirma Jesús Guanche al comentar sobre la reproducción de tales patrones culturales con posterioridad a las transformaciones revolucionarias:
Estas tradiciones culturales que marcan el sistema de valores de una sociedad, aunque sean impugnables, no se pueden cambiar por decreto, ni por la mejor energía volitiva. El necesario cambio hacia la superación del prejuicio y la discriminación raciales es un proceso de transformación relativamente lento, de carácter intergeneracional y de profundo contenido ideológico, pero no sólo de esa parte de la ideología que se identifica de modo protagónico, y a la vez limitado, con la ideología política, sino con el sistema complejo de las ideas, desde la filosofía hasta la cotidianidad, desde el pensamiento científico más profundo y abarcador hasta el mito cosmovisivo que interpreta la realidad a imagen y semejanza del propio pensador y abarca a toda la sociedad sin excepción en un discurso dialógico sobre las causas sociales y culturales del problema hasta su plena identificación, sin nuevos prejuicios para su solución.16

Pensar el racismo desde una perspectiva ideológica nos ofrece la indudable ventaja de rebasar falsas dicotomías.
Si concebimos la ideología como el resultado general del modo en que nos apropiamos del conjunto de las relaciones sociales —condición, a su vez, de dicha apropiación— no podemos reducirla a la forma más explícita y estructurada que suele ser identificada como política o “dominante”. Su conformación se sustenta, por tanto, en el modo en que al traducirse en imagen del mundo (de ese mundo) —sea societal o de un grupo dado— incluye la lógica propia del pensamiento cotidiano, del mundo valorativo portado por los hábitos, las tradiciones y las costumbres de los grupos sociales —que integran diferenciadamente su apropiación del todo social— y articula los productos del pensamiento teórico y la asunción mítica de la realidad.17
Las políticas igualitarias, pese a haber promovido condiciones inéditas de igualdad social y de integración cultural, se han revelado limitadas para impedir la reproducción de elementos valorativos cotidianos de categorización racial, de mecanismos de exclusión y marginación que, en contra de lo que suele afirmarse, se hallan lejos de permanecer relegados al ámbito privado. Y es que la unidad ideológica no puede menos que realizarse a través de sistemas de creencias dispuestos por una lógica de las instituciones y valorativamente reproducidas en las prácticas cotidianas. Los datos de diversas investigaciones18 muestran la objetivación de las distinciones raciales a todos los niveles de la escala social, aun en aquellos ámbitos en que su eliminación había sido una meta explícita, como espacios laborales favorecidos, la educación superior y las ocupaciones profesionales o las instancias de dirección y administración en general.
Por otra parte, el modo de reducir la explicación del racismo a condiciones objetivas socioclasistas, enfatizando en la naturaleza y la composición de los actores sociales, los modos de empleo o las condiciones de vida, ha soslayado la referencia a los modos en que se disponen las relaciones de poder entre clases y grupos sociales. No sólo aludimos a las limitaciones, dadas las nuevas condiciones de diversidad social, de las formas y espacios de participación acuñados con éxito en los sesenta, o aun a los intentos de renovación que no han logrado, sin embargo, equilibrar una lógica centralizada y verticalista y colmar el vacío rutinario de tales espacios, sino también a la reproducción más sutil pero omnipresente de patrones culturales occidentales de larga data.
De ahí que buena parte de las reflexiones más valiosas que ha motivado el tema recurran a nuestra historia nacional, a develar vacantes y omisiones, y a impugnar interpretaciones canónicas en torno a nuestro pasado, en particular en el terreno de la historia social y de nuestras tradiciones culturales. Tales estudios, presentados como una empresa de rescate de procesos y elementos constitutivos de nuestra nacionalidad, implican, de hecho, esfuerzos encaminados a transfigurar nuestra narrativa nacional, de manera que se adapte a las condiciones actuales.19
La historia, por la posición privilegiada que se le ha atribuido en la modernidad para dirimir y (des)legitimar los relatos nacionales, se erige en herramienta inapreciable para desnaturalizar un conjunto de asunciones sedimentadas de modo conflictual en el sentido común20 y condicionantes de los procesos identitarios de los grupos sociales, así como de las relaciones de poder en que se han venido configurando.
Y ello no podía ser de otra manera, si consideramos que los años noventa, junto a la renovada diversidad de nuestras relaciones sociales con sus efectos diferenciadores —inéditos para la mayoría de los contemporáneos—, se han acompañado de una recomposición de lo nacional en la que la fragmentación del proceso homogeneizador iniciado en 1959 aparece entrelazada con la necesidad de redefinir los fundamentos de nuestro proyecto de sociedad. La fractura del imaginario socialista que nos confería una posición en el mundo vinculada a los intereses de un proyecto internacional —y que en ocasiones relegó una apreciación más justa de nuestra singularidad como nación—, seguida de un proceso de mercantilización de nuestras relaciones sociales, nos ha compulsado a legitimar, otra vez, nuestro proceso revolucionario en nuestras tradiciones patrias.
Pero la diversificación social no se ha mostrado únicamente en la variación constante de la estratificación de las clases y grupos sociales, sino también en la visibilidad y la pertinencia que han adquirido las nuevas modalidades21 y espacios asociativos, las distinciones locales y las identidades particulares de grupos histórica o coyunturalmente subordinados —en razón de la raza, la religión, el género, la orientación sexual, la generación— cuyas demandas de reconocimiento cultural y de políticas sociales diversas han conferido una pluralidad a nuestro espectro simbólico, al tiempo que obligado a repensar las estrategias políticas. Este proceso, si bien ya ha impelido a nuestro pensamiento social a considerar tales mediaciones de nuestro entramado social, debe aún valorar las opciones que se abren ante un mundo globalizado en el que los antagonismos sociales aparecen con frecuencia obliterados ante los procesos de politización de las identidades socioculturales.22
En las últimas décadas, la cultura se ha convertido en el espacio por excelencia para dirimir los conflictos políticos. Ello ha motivado una readecuación de las estrategias liberales para redefinirlos —con la ayuda de “acciones afirmativas” y de políticas ad hoc— en términos de políticas de la diferencia, y, en última instancia, de apresarlas como estilos de vida y opciones de consumo.
En ese contexto —que es, ante todo mas no exclusivamente, primermundista— han proliferado los estudios académicos que legitiman tales estrategias políticas, y, en particular, estudios que analizan nuestra realidad, y la problemática racial en particular, introduciendo analogías y contradicciones entre nuestros procesos y los de otras realidades, que, por sus implicaciones políticas inmanentes, rebasan con mucho el terreno de simples opciones conceptuales.23
Ante la premura, por tanto, de importar clasificaciones de otras realidades para el modo singular en que se ha expresado la cuestión racial entre nosotros,24 o contra la ambigüedad de su tratamiento en el orden de los prejuicios, puede evocarse, como reiteradamente se ha hecho,25 la persistente relegación de la negritud en la representación de lo nacional, la reproducción de desigualdades raciales condicionada por aquellos espacios que Louis Althusser bautizó como aparatos ideológicos del Estado, desde los medios masivos de comunicación hasta las instituciones educacionales o las pautas de reproducción familiares.
A despecho de voluntades políticas o de regulaciones institucionales, e incluso a contrapelo de la tendencia real a la transculturación y al mestizaje, la relegación simbólica de la participación histórica de este grupo en la formación de nuestra nación —o el uso estereotipado de su imagen canónica— resulta hoy notoria. La nueva exposición a patrones de mercado y a tendencias globales de una racialización cada vez más ubicua —de las relaciones socioculturales y de programas políticos y académicos— hace aún más compleja la problemática y la toma de decisiones, así como la viabilidad de las alternativas posibles.
Tras décadas de silencio con respecto al tema, vivimos una realidad para cuya comprensión hemos avanzado poco desde aquella rápida respuesta de J. P. Sartre, y cuya actual inviabilidad en términos de estrategia política —en especial respecto a la propiedad colectiva y a las premisas igualitarias— torna aún más necesaria la reflexión. La recomposición de lo nacional en que nos hallamos inmersos debe superar omisiones históricas por vía de una deliberación cotidiana que nos comprometa a todos, capaz de sustentar las imprescindibles políticas sociales y educacionales estatalmente dirigidas y participar en ellas.
El desafío, entonces, es dual. Por un lado, se impone tornar compatibles las atribuciones y la función de promotor y salvaguarda de la cohesión política de la nación por parte de un poder centralizado, con las demandas hacia la descentralización de la toma de decisiones y la búsqueda de opciones participativas y autogestoras de (re)producción material y simbólica. Por otro, fomentar una práctica política capaz de proponer un sentido y una finalidad convergentes a los diversos grupos sociales portadores de una pluralidad cultural que relaboran hoy las determinaciones de lo cubano.
A fin de cuentas, J. P. Sartre no se equivocó en algo: mientras muchos intelectuales y científicos se habían enfrascado en expulsar de los predios científicos la pertinencia biológica de la idea de raza, la perspectiva del intelectual francés se encaminaba a hacerse pleno cargo de la realidad histórica del racismo, denunciando las condiciones que propiciaban su reproducción. Sólo que hoy sabemos que tales condiciones no pueden concebirse en términos de mero resultado de desigualdades socioeconómicas, que no es posible confiar en su extinción fortuita tras cambios estructurales: su destino concierne a cada cubano en todos los ámbitos de la vida social, al modo en que hagamos de la lucha “contra nosotros mismos” la posibilidad de un ejercicio plural e inclusivo de nuestra alternativa como nación.
Sabemos, sobre todo, que la igualdad, la justicia social y la unidad no son sólo fines a alcanzar, sino, de manera permanente, problemas a definir.

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Notas

1 En el conocido discurso del 22 de marzo pronunciado en el entonces Palacio Presidencial, Fidel había denunciado el vínculo entre la dominación y el “monopolio” de la cultura por los órganos de divulgación, así como sus efectos en la formación de mentalidades colectivas que posibilitaban la reproducción de prejuicios y vicios históricos. En un ejemplar ejercicio de magisterio, denunció la distorsión de problemas reales de la sociedad cubana por parte de los medios masivos al servicio de la “oligarquía internacional”, con el claro propósito de atentar contra el proceso revolucionario. Al indicar la estrategia política para enfrentarlos, se refirió al racismo en los siguientes términos: “… una de las batallas en la cual es necesario hacer hincapié cada día más y que puedo llamarla la cuarta batalla, es porque se acabe la discriminación racial en los centros de trabajo …Hay dos tipos de discriminación racial: una, es la discriminación en centros de recreo o en centros culturales, y otra, que es la peor, la primera que tenemos que batir, la discriminación racial en los centros de trabajo; porque si una delimita las posibilidades de acceso a determinados círculos, la otra —mil veces más cruel— delimita el acceso a los centros donde puede ganarse la vida, delimita las posibilidades de satisfacer sus necesidades, y así cometemos el crimen de que al sector más pobre le negamos precisamente más que a nadie la posibilidad de trabajar…No debiera ser necesario el dictar una ley, no debiera ser necesario dictar una ley para fijar un derecho que se tiene por la simple razón de ser un ser humano y un miembro de la sociedad. No debiera ser necesario dictar una ley contra un prejuicio absurdo, lo que hay que dictar es el anatema y la condenación pública contra aquellos hombres llenos de pasados resabios, de pasados prejuicios, … porque aquí, si no la tenemos un poco morena porque nos viene de español —y a España la colonizaron los moros, y los moros venían de Africa—, la tenemos más o menos morena porque nos vino directamente de Africa. Pero nadie se puede considerar de raza pura, y mucho menos de raza superior; y, por lo tanto, …sin necesidad de dictarse una ley ni sanciones penales, vamos a ponerle fin a la discriminación racial en los centros de trabajo, haciendo una campaña para que se ponga fin a ese odioso y repugnante sistema con una nueva consigna: oportunidades de trabajo para todos los cubanos, sin discriminación de razas, o de sexo; que cese la discriminación racial en los centros de trabajo, y que blancos y negros nos pongamos todos de acuerdo y nos juntemos todos para poner fin a la odiosa discriminación racial en los centros de trabajo. Así iremos forjando, paso a paso, la patria nueva… Hay exclusivismos en los centros de recreo. ¿Por qué? Porque se educaron separados el blanco y el negro. Pero en la escuelita pública no viven separados el blanco y el negro; en la escuelita pública aprenden a vivir juntos, como hermanos, el blanco y el negro. Y si en la escuela pública se juntan, se juntan después también en los centros de recreo, y se juntan en todas partes. Pero cuando se les educa separados —y la aristocracia educa a sus hijos separados del negro—, es lógico que después no puedan estar juntos tampoco en los centros culturales o de recreo el blanco y el negro”. Fidel Castro: “Discurso pronunciado por el Comandante Fidel Castro Ruz, Primer Ministro del Gobierno Revolucionario, en el Palacio Presidencial, el 22 de marzo de 1959”. Ver http://www.cuba.cu/gobierno/discursos/1959/esp/f220359e.
2 Fidel Castro: “Comparecencia del Comandante en Jefe Fidel Castro en el Canal 12 de televisión. La Habana, 25 de marzo de 1959”. Ver http://granma.co.cu/secciones/fidel_en_1959/art-048.html.
3 Eduardo Torres Cuevas (coord.): Sartre-Cuba-Sartre. Huracán, surco, semillas, Ediciones Imagen Contemporánea, La Habana, 2005, p. 36.
4 Valga recordar los esfuerzos de J.A. Saco y Rafael Montoro, por ejemplo, para impulsar una política de aumento de la migración blanca.
5 Esta idea del obstáculo representado por el elemento negro de la población, de una marcada connotación “civilizatoria”, aún sustentaría durante la primera República (1902-1933) el programa de inmigración blanca, que perseguiría la integración cultural de los inmigrantes. De ahí que los españoles —en particular los canarios— figurasen como la fuente más deseable.
6 Ada Ferrer: “Introducción” a Cuba insurgente. Raza, nación y revolución, 1868-1898, en Esther Pérez y Marcel Lueiro (comp.): Raza y racismo, Caminos, La Habana, 2009, p. 234; Alejandro de la Fuente: Una nación para todos. Raza, desigualdad y política en Cuba, 1900-2000, Colibrí, Madrid, 2001, p. 37.
7 Como se ha señalado, durante el necesario proceso de “invención de tradiciones” se ha relegado la labor de prácticas socioculturales de índole popular en la legitimación de los vínculos interraciales. Ver Mario Castillo: “Los ñáñigos y los sucesos del 27 de noviembre de 1871: memoria histórica, dinámicas populares y proyecto socialista en Cuba”, Caminos no. 47, 2008, pp. 15-22.
8 Pedro Cubas ofrece un análisis que ilustra esta tendencia de la clase media de negros y mulatos al comentar un informe emitido por los miembros del connotado Club Atenas. En él se protestaba contra el rechazo generalizado de la “gente de color”, fomentado con éxito por la prensa, con motivo de la festinada responsabilidad que se atribuye a negros y mulatos sobre una variada serie de crímenes perpetrados durante las dos primeras décadas republicanas, y se sataniza los cultos de origen africano como “prácticas de brujería”. Si bien en la protesta de la distinguida membrecía del club habanero se alude a la falta de pruebas en los juicios y las condenas, se hace también patente el deseo de ser distanciados de semejantes prácticas por considerarlas poco pertinentes con un ideal de civilización. Pedro Cubas: “Club Atenas, 1919. Entre la sorpresa y el espanto”, en María del Pilar Díaz Castañón (comp.): Perfiles de la nación II, Colección Pensar en Cuba, Ciencias Sociales, La Habana, 2006, pp. 1-34.
9 Alejandro de la Fuente dedica buena parte de su Introducción a contrastar las posiciones teóricas que señala como defensoras del “mito de la igualdad racial” y la “tesis de la integración”, de las que intenta establecer una síntesis a lo largo de su obra. Alejandro De La Fuente: op. cit., 2001.
10 Velia C. Bobes: “La cuestión racial en Cuba”, Perfiles Latinoamericanos, enero-julio de 1996.
11 Mario Castillo, en el polémico texto ya citado, intenta hacer justicia a la relegación aún dominante del papel que las prácticas culturales de índole popular —como los juegos de abakuá y el movimiento obrero anarquista— han desempeñado en nuestra historia, carente, por demás, de estudios sistemáticos al respecto, así como de la potencialidad creativamente subversivas que su debida reconsideración encierra. Sin embargo, pese al indudable acierto de la tesis propuesta, el tratamiento de la cultura popular —evidente en el abordaje de las prácticas específicas que procura rescatar— como caracterizada por una acentuada autonomía, tiende a erigirla en reservorio de resistencias esencialmente incólumes a los procesos de dominación. Mario Castillo: op. cit.
12 Pablo Riaño ha realizado un excelente análisis del retraimiento general de la vida asociativa durante los años cincuenta, así como del divorcio entre un civismo moral y localista practicado por las asociaciones particulares, y la actividad pública —salvo los movimientos y asociaciones que disputaron el terreno de la dictadura— abandonada al control de la política por la camarilla batistiana, en tácita confrontación con quienes han sostenido el florecimiento de la sociedad civil prerrevolucionaria y, en lo que a nosotros respecta —si bien no es objeto de su análisis—, la tendencia ascendente hacia la integración racial que la Revolución de 1959 vendría a dislocar. Ver Pablo Riaño: “Asociaciones cívicas en Cuba en la antesala de la revolución”, en María del Pilar Díaz Castañón (comp.): op. cit., pp.129-160.
13 Ver María del Pilar Díaz Castañón: “¿Pensar la nación?”, en María del Pilar (comp.): op. cit., pp. 1-30; de la misma autora, “Jorge Mañach, la sociedad civil y Bohemia”, en María del Pilar Díaz Castañón (comp.): Editos inéditos. Documentos olvidados de la historia de Cuba, Colección Pensar en Cuba, La Habana, Ciencias Sociales, 2005, pp. 83-85; o El Año I, en proceso de publicación. Desde luego, uno de los textos esenciales para sustentar este análisis es el de J. Mañach, “El drama de Cuba”, que puede consultarse en Bohemia, Año 51, no. 2, (De la Libertad, 1), La Habana, 11 de enero de 1959.
14 Como es sabido, en el III Congreso del PCC Fidel alertó nuevamente sobre la necesidad de alcanzar una mayor representatividad de mujeres, jóvenes y negros en disímiles niveles administrativos.
15 Osvaldo Martínez et al: Investigación sobre el desarrollo humano en Cuba 1996, Caguayo, La Habana, 1997.
16 Jesús Guanche: “Africa en América: las secuelas de la esclavitud”, La Jiribilla no. 22, 2001.
17 Esta concepción se fundamenta en el análisis de la formación del sujeto revolucionario que realiza María del Pilar Díaz Castañón en su Ideología y Revolución. Cuba, 1959-1962, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2001.
18 Ver Rodrigo Espina y Pablo Rodríguez: “Raza y desigualdad en la Cuba actual”, Temas no. 45, 2006, pp. 44-54.
19 Ver, a manera ejemplo, la bibliografía que sobre el tema ha acopiado Tomás Fernández Robaina: “Los repertorios bibliográficos y los estudios de temas afrocubanos”, Temas no. 7, 1996, pp. 119-128.
20 “Yo no soy racista, pero…” es una de las tantas frases habituales que explicitan el conflicto entre el arraigado prejuicio y la mentalidad igualitarista que la sociedad propugna y que, de modo racional, comparten quienes repiten el aludido tópico.
21 Uno de los rasgos distintivos de la sociabilidad actual es el surgimiento de pequeños grupos —cuentapropistas y familiares, religiosos, culturales— que afirman su independencia en medio de una tradición de organizaciones masivas.
22 Ver el excelente análisis de Slavoj Žižek: “Multiculturalismo o lógica cultural del capitalismo multinacional”, en Frederic Jameson y Slavoj Žižek: Estudios culturales: reflexiones sobre el multiculturalismo, Paidós, Buenos Aires, 1998, pp. 137-188.
23 Tal vez nada más ilustrativo que la acogida que ha tenido, en algunos espacios de nuestro ámbito intelectual, el término “afrocubano”, al que, de su habitual aceptación como referente cultural, se pretende validar como categoría social. Las connotaciones militantes y propositivas del término —que de modo inevitable evocan su significación en otras realidades— no sólo tornan cuestionable su inserción en una lógica inclusiva e integradora, sino que —dada la necesaria adecuación entre medios y fines— amenaza con conferir nuevos fundamentos a las diferencias que pretende combatir, reafirmando una percepción racialmente diferenciadora de lo cubano.
24 A modo de ejemplo, el imprescindible informe elaborado por el Grupo de Reducción de Desigualdades en marzo del 2008 (“Propuesta para la elaboración de políticas tendentes a la reducción de las desigualdades raciales”), que afirma la existencia de un “racismo sociológico”, por oposición a un racismo institucional, para significar una reproducción de los prejuicios y discursos raciales en el orden de lo privado y de lo íntimo. Sin embargo, los propios investigadores desechan toda precisión de lo que podrían referir con el término de por sí ambiguo de lo privado, al reconocer la “posibilidad de generar desigualdades, exclusiones y espacios de discriminación”, e incluso, dado su arraigo social, de proyectarse “a nivel institucional” (pp. 23-24). Por otra parte, su reconocimiento de la existencia de desigualdades raciales en espacios institucionales (laborales y ocupacionales, educacionales) y otros ámbitos de relaciones sociales (territoriales, habitacionales, niveles de ingresos, actividades delictivas) sólo permiten suponer diferencias conceptuales que distinguen las interpretaciones posibles. En particular, llama la atención que tienden a reducir el alcance del racismo por determinar que tales desigualdades no se deben a un “efecto exclusivo del factor racial”. Pero ¿quién podría sostener que el racismo ha actuado nunca como un “factor exclusivo” en la conformación de desigualdades sociales? Por otra parte, al replegar los prejuicios y discursos fuera del ámbito institucional se olvida que la condición de la supervivencia del proceso revolucionario fue precisamente la apropiación valorativa de premisas igualitarias a partir de la transformación de las prácticas cotidianas y de la sociabilidad del cubano.
25 La obra reciente de Esteban Morales (Desafíos de la problemática racial en Cuba, Fundación Fernando Ortiz, La Habana, 2007), o los artículos de antropólogos como Juan A. Alvarado (“Relaciones raciales en Cuba. Notas de investigación”, Temas, no. 7, 1996, pp. 37-43), constituyen una revelación de esta realidad.

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