Retóricas y prácticas de la inculturación Una genealogía “moral” de las memorias de la esclavitud en Benín

Armando Nova

En Benín, desde inicios de los noventa, hemos sido testigos de la “renovación” de los llamados cultos vodú. El Festival Ouidah 92 y el lanzamiento del itinerario de la Ruta del Esclavo, bajo la égida de la UNESCO, fueron acontecimientos significativos cuyo objetivo fue conectar al vodú con las conmemoraciones de la trata negrera. A partir del examen de las actas y de los escritos de la antropología misionera, este texto esboza la genealogía de una herencia cultural afectada por la alteridad moral de una época pasada. En nuestros días, para una parte de las élites intelectuales del país, la rememoración de la historia esclavista integra la matriz cristiana con el reconocimiento de las cualidades éticas y estéticas de la religión popular. Mediante el análisis de las situaciones etnográficas observadas principalmente en las ciudades de Ouidah y Abomey, este artículo muestra cómo, con el decursar del tiempo y al calor de las coyunturas, en Benín se ha presenciado la transformación discursiva del pasado “pagano”. Semejante proceso de alteración patrimonial de ese pasado y de sus orígenes no data de hoy: se inscribe en un largo plazo etnológico que ha obrado también como una pedagogía implícita.
Las conmemoraciones contemporáneas de la esclavitud en Benín meridional se asemejan a fenómenos que pudieran calificarse como de aculturación e inculturación. Las formas originales de conversión o de apropiación de una ética “civilizadora” de matriz cristiana emanan de la implicación de las élites dahomeyanas en el sistema educativo colonial. La evolución del nuevo espacio de memoria creado hoy día, que resulta significativo respecto al cambio social, ha integrado en su sistema de representaciones del pasado “tradicional” las primeras prácticas y políticas de institución de memoria sobre la trata negrera.
A partir del examen de los informes y escritos de la antropología misionera, intentaremos esbozar aquí la genealogía de la progresiva institución de una herencia cultural influida por la alteridad moral de una época pasada. Empleo el concepto de genealogía en el sentido que le confiriera Michel Foucault a partir de su lectura de la obra de Nietzsche, y en particular de la Genealogía de la moral. Foucault observa:

… si interpretar es apoderarse violenta o subrepticiamente de un sistema de reglas que en sí mismo no tiene significado esencial e imponerle un rumbo, plegarlo a una nueva voluntad, hacerlo entrar en otro juego y someterlo a segundas reglas, entonces la evolución de la humanidad es una serie de interpretaciones. Y la genealogía debe ser su historia: historia de las morales, de los ideales, de los conceptos metafísicos, historia del concepto de libertad o de la vida ascética como surgimiento de interpretaciones diferentes. El asunto es hacerlas aparecer como acontecimientos en el escenario de los procedimientos.1

Nuestro objetivo será —cuestionando esta reflexión mediante el análisis de las situaciones etnográficas observadas principalmente en las ciudades de Ouidah y Abomey— mostrar que el proceso de alteración patrimonial del pasado y de sus orígenes no data de hoy, sino que se inscribe en una larga duración etnológica que ha obrado también como una pedagogía implícita.
En su estudio sobre las jóvenes generaciones de Porto-Novo, publicado algunos años antes de la independencia de Dahomey, Claude Tardits utiliza la expresión ”conformismo cristiano”2 para definir el “esfuerzo de orden conservador” que, según le parecía en aquel momento, caracterizaba la participación de ciertos intelectuales en la obra de edificación etnomuseológica de sus sociedades de origen. En efecto, la influencia misionera sobre la educación de las élites ocupó un sitio destacado en la historia de Dahomey. Mucho antes de la anexión por parte de Francia, el apostolado instaló un dispositivo embrionario de instrucción. Tras un período inicial de separación, los gobiernos coloniales tendieron a desarrollar formas de colaboración con las escuelas religiosas. En Africa, la metrópoli jamás tuvo la voluntad política de extender la escolarización, sino más bien la de formar a una minoría destinada a integrar la administración. Como las relaciones comerciales con los europeos estaban vinculadas a la trata negrera, la costa dahomeyana presentaba una situación más propicia que otras partes del Africa occidental francesa para la radicación de establecimientos escolares.3 Aquí, la progresiva calificación de eruditos “indígenas” estuvo signada por la enseñanza católica de los padres de la Sociedad de Misiones Africanas de Lyon.
Entre las obras editoriales representativas de esta influencia, la revista La Reconnaissance Africaine (1925-1927), “órgano de enseñanza religiosa y de estudios históricos”, fundada por el padre Francis Aupiais, fue la cuna de una “etnología del interior”4 que provenía de la voluntad de asociar los preceptos de la evangelización con el interés que se concedía a la dimensión mítico-ritual de las sociedades dahomeyanas. La “fe etnográfica”5 que Aupiais intentaba desarrollar era un vector del reconocimiento del que la revista quería ser promotora. La intención de explorar científicamente las fórmulas rituales de los pueblos a ser convertidos —definidas con el término abarcador de vodú— se conjugaba con la atribución de una calidad cultural a creencias y cultos a los que se consideraba en vías de desaparición. Este proceder constituía una especie de ruptura epistemológica, una prefiguración “de museo” de las prácticas culturales populares y una apertura con respecto a los inicios de la historia misionera. Por ejemplo, en 1861, cuando el padre Francesco Borghero viajó a Abomey, sus intercambios con el poder real y religioso estuvieron marcados por una confrontación muy dura en torno al ceremonial que debía marcar las etapas de su viaje al encuentro del rey y de su corte.6 La aversión que Borghero manifestara con respecto a las costumbres “idólatras” fue progresivamente desplazada por una satanización del paganismo7 salpicada por expresiones puntuales de paternalismo etnográfico. Esta tendencia se evidencia en la obra del abate Pierre Bouche, que emprendió, según afirmaba, la “rehabilitación” parcial de la imagen del negro. Al remarcar la presencia de una fe premonoteísta y, por ende, la posibilidad de la conversión, Bouche les dejaba entrever a sus lectores formas artísticas de excelencia presentes en la literatura oral. Al respecto, calificaba a ciertos cuentos como “monumentos literarios”.8
En la obra del padre Aupiais percibimos el advenimiento de una sensibilidad antropológica impregnada aún de un dirigismo protector, que indica, no obstante, una variación significativa en la genealogía de las relaciones entre el clero católico y los dignatarios dahomeyanos. Martine Balard ha señalado que el iniciador de La Reconnaissance Africaine, que estaba “asombrado por la abundancia y la calidad de las muestras de respeto de la sociedad africana, por los rituales de las ceremonias religiosas y civiles… había teorizado sus observaciones y creado un neologismo para referirse a ese hecho: el ?ceremonialismo’.”9 Ese estilo le parecía a Aupiais una forma de conservación de las bases éticas tradicionales. Según Balard, “con el objetivo de hacer más eficaz y atractiva la liturgia católica a los ojos de los africanos, a Aupiais se le ocurrió la idea de poner en práctica los principios que él consideraba característicos del ?ceremonialismo’.”10
Paralelamente al descubrimiento del espectáculo cotidiano o puntual de ese modelo ceremonial, Aupiais aborda la problemática de la aculturación en torno a lo que llama “regionalismo”, es decir, “el culto a todo lo que viene de un pasado lejano a partir de lo que queda en las costumbres, las artes, la literatura de un pueblo que tuvo una existencia muy particular y cuyas instituciones, muy respetables, corren el riesgo de quedar sumergidas bajo otras instituciones también muy respetables”. De ese modo, “estudiar las costumbres, las leyes, las religiones, que son muy complejas, unas y otras, en este país [permite] demostrar que la conciencia de la obligación moral, la preocupación por la tradición, el respeto a la autoridad, el sentido de lo sobrenatural, el culto a la raza crecen aquí, en las almas, de manera espontánea”.11 El empleo de la etnografía en los escritos y los filmes que Aupiais inspiró estaba destinado a identificar una moral indígena, considerada antecesora de la moral cristiana, que debía ser afirmada. Semejante proyecto evangelizador se basaba en el principio de que las “almas” indígenas eran “sillares”.12 En él, los cultos vodú eran estudiados como elementos de una religión primitiva, condenada para siempre por el proceso de aculturación, dotada de una ética ambigua, pero potencialmente fuente de adhesión a la fe católica. Para conservar esta tradición indígena, a ser restructurada según los principios cristianos que se identificaban de facto con la modernidad civilizada en marcha, Aupiais les asignaba a las elites del país, formadas en las escuelas misioneras, la tarea de salvaguardar los valores culturales positivos de los cuales la dimensión mítico-ritual —destinada a eclipsarse, según creía— era la representación. Esta incitación, que se esperaba haría visible anticipadamente una vertiente patrimonial de la cultura, era asumida por sus colaboradores dahomeyanos como una coyuntura histórica favorable a su integración en el terreno intelectual y político. En La Reconnaissance Africaine, los textos etnográficos producidos por los alumnos del padre Aupiais tenían como objetivo prolongar y profundizar un proyecto más general de restitución ilustrada de un sustrato auténtico que la colonización y la evangelización debían preservar parcialmente.13 En nuestros días, esos documentos también pueden ser leídos como las trazas de una división del trabajo etnológico en la cual la inculturación de los intelectuales indígenas en sus “propios” orígenes fuera una de las modalidades discursivas de su progresiva aculturación. La publicación en 1937 de Pacte de Sang, de Paul Hazoumé, por el Instituto de Etnología de París, apoyada por Marcel Mauss, quien le pidió a Bernard Maupoil que revisara su redacción, resulta significativa de una culminación institucional de ese proceso de renraizamiento.
Los programas de enseñanza reservados a las élites cristianizadas dieron por resultado una confluencia entre el discurso literario producido por los escritores dahomeyanos y la dimensión etnológica de sus sociedades. Esos programas tenían como objetivo que los nuevos cuadros —a menudo destinados a ser reclutados como maestros o a obtener un cargo en la administración— adquirieran un conocimiento general sobre los contextos indígenas.14 Un ejemplo de la complejidad de esta imbricación entre inculturación y aculturación nos lo brinda el nacimiento, en el curso de los años treinta, de un teatro colonial. Durante su formación en la Escuela Normal William-Ponty —trasladada en 1913 de Saint-Louis a Gorée—, los numerosos estudiantes dramaturgos dahomeyanos que asistían a ella llevaron a escena cinco textos entre 1933 y 1937: La dernière entrevue entre Béhanzin et Bayol, Un mariage au Dahomey (conocida también como Le mariage de Sika), L’Élection d’un roi au Dahomey, Le retour aux fétiches délaissés y Sokamé. Los textos de estas obras muestran su patente intención de “aculturación”. Por detrás de la crítica, a veces paroxística, de un mundo vencido por el poder de los blancos,15 se transparenta el deseo de atenerse al juicio colonial sobre las instituciones tradicionales de Dahomey. La identificación aparentemente incondicional con el orden colonial se asocia a la caricatura de la sociedad indígena, cuyos antiguos valores son el blanco de una ironía a veces feroz.
En un artículo dedicado a esta producción, Bernard Maupoil, aun cuando elogia las cualidades coreográficas y el talento artístico de sus actores y de quienes las concibieron, estigmatiza las invenciones históricas y antropológicas, así como el distanciamiento moral que mostraban los autores de las realidades puestas en escena.16
En respuesta a estas críticas, uno de los realizadores e intérpretes de las obras, el futuro arqueólogo Alexandre Adande, sensibilizado ante la acusación de Maupoil de que falseaban la realidad, se preguntaba:

¿Quiere esto decir que nuestras obras no tienen trasfondo alguno de veracidad? No. Junto a numerosas tramas seriamente estudiadas, a veces tomamos prestadas a alguna región de nuestro país que no sea aquella en la que se sitúa la escena, elementos cuyo pintoresquismo, por una circunstancia igual, tiene un poderoso interés. 17

Si se sabe que el teatro indígena de la Escuela Normal William-Ponty, que contaba entre sus espectadores más notables a las principales autoridades militares y administrativas del Africa occidental francesa, pretendía ser una vitrina de los beneficios de la colonización, se puede leer en esta comedida respuesta la expresión de una ambivalencia. En efecto, lo que parece habérsele escapado a la crítica del etnólogo francés es el uso de la ficción como reflejo de la correlación de fuerzas en el Dahomey de la época. Allí donde Maupoil desea garantizar una restitución relativamente fiel del contexto, los estudiantes indígenas, al tiempo que reivindican su saber “natal”,18 parecen tratar de afirmar mediante el discurso la modernidad religiosa y la madurez política que de ellos se espera y, al cabo, su nueva identidad de évolués.19 La dramaturgia folclórica expone una recomposición idiosincrásica que mezcla el deber de realismo —propugnado por Maupoil— y la adaptación dinámica del pasado que interioriza la hegemonía blanca.20 Por lo demás, el propio Maupoil no se llamaba a engaño con semejante interiorización. En un pasaje de La géomancie à l’ancienne côte des esclaves, al referirse a los informantes letrados del etnólogo, escribe: “Quienes dependen directamente de los europeos a título de una u otra cosa, pierden poco a poco su contacto con el medio y desean, a pesar de todo, demostrar lo contrario frente a los blancos.”21 Si bien para Maupoil esta problemática en el escenario del intercambio escenográfico concierne tanto a los “informantes letrados” como a los que llama “los informantes con taparrabos”,22 la réplica de Adande parece sugerir que abarcaba igualmente el medio de los intelectuales colonizados de la época.

Un desarrollo moderno de la inculturación: el Mèwihwèndo

La educación misionera durante el período de entreguerras inspiró una relación de distancia con respecto a los supuestos valores inmemoriales, considerada por las jóvenes generaciones escolarizadas como una sabia vía de acceso a su propio avance y, más en general, al desarrollo de sus sociedades. Resulta posible hallar rastros de ello, mutatis mutandis, en el curso de la historia poscolonial de Dahomey, convertido en Benín en 1972. Con el paso de las décadas, al calor de las coyunturas, se hace patente la etnologización del pasado pagano y el “descubrimiento” de las características éticas intrínsecas de la cultura popular. El reconocimiento de esas cualidades parece realizarse a partir de la escisión entre la estética de los rituales y su sentido social, desterrado a partir de ese momento a un tiempo que se tiene por ya pasado.
Un caso significativo de elaboración de una sensibilidad “ancestral” a preservar con el fin de instituir nuevas prácticas culturales, cristianas y modernas, es el del movimiento Mèwihwèndo. Su nombre significa “surco negro”, y en la lengua fon, la de mayor número de hablantes en el país, la palabra “surco” puede aludir a “surco excavado en la tierra; surco excavado en el espíritu humano: tradición cultural; el culto”.23 A partir de los años setenta, en los medios católicos de la ciudad de Abomey, investigadores universitarios que solicitaron la colaboración de otras personalidades intelectuales, llamadas “comunitarias”, desarrollaron el tema de la inculturación. Según los numerosos textos publicados por el Mèwihwèndo, el intelectual comunitario representa “tanto al conjunto de los principales representantes de la cultura, la sabiduría, la religión, la ciencia, la técnica y el arte tradicionales, como a cada una de las personas concretas en las cuales se concentra y se expresa un aspecto del tesoro del espíritu humano”.24 Según Le Sillon Noir, las figuras tutelares de ese saber de la oralidad son dos viejos sabios africanos: el dogón Ogotemmêli y el abomeyano Guèdègbe, los cuales les comunicaron sus conocimientos a los etnólogos franceses Marcel Griaule y Bernard Maupoil respectivamente.
Según los escritos y testimonios de sus teóricos que pude recoger, el Mèwihwèndo, en tanto movimiento de inculturación de la fe cristiana en los medios populares, tuvo su inspiración en el Concilio Vaticano II (1962-1965) en cuyo transcurso, coincidente con la época de las independencias de los países africanos, la Iglesia Católica intentó, sobre todo, una cierta descolonización de la acción misionera, al diseminar la idea de que la tarea de evangelizar a su continente recaía a partir de entonces en los africanos. Los teóricos del Mèwihwèndo proponían una “innovación semántica” para las llamadas creencias ancestrales y los cultos de las costumbres, con vistas a una práctica evangelizadora que pusieran en marcha, desde el interior, los investigadores africanos. Este intento apuntaba, entre otras cosas, a la adaptación de la liturgia católica al fenómeno social total que constituían los rituales funerarios “tradicionales”, ubicados en el centro del culto sagrado del vodú. Las exequias se convertirían entonces en una vía de integración definitiva, supuestamente no sincrética, a través de la cual el cristiano asumía y estabilizaba su fe saliéndose de la lógica prescriptiva de las ofrendas y los tributos que debían entregarse a las autoridades del linaje y a los maestros de ceremonia. A través de los momentos tópicos de la liturgia susceptibles de volverse congruentes con las prácticas comunitarias “tradicionales”, los teóricos del Mèwihwèndo trataban de visibilizar el arribo de un cambio de época a través de las diversas secuencias del ritual.
Durante los años 1980-1982 tuvieron lugar las primeras ceremonias de Viernes Santo, cuando Caritas distribuyó los paños destinados al cuerpo de Jesús en orfanatos y obras sociales. Este nuevo reparto adquirió entonces un valor ejemplar en el momento de fallecimientos “reales” en las familias. Durante mis indagaciones en Abomey, en medios populares que participaban en el Mèwihwèndo, se hablaba del hecho como de un regreso a los antiguos rituales funerarios: “el entierro tal como se hacía en el reino”, me dijo un herrero. El mismo interlocutor agregaba que todo ello tenía por objetivo “que la gente se interesara en el catolicismo y abandonara la práctica de los cultos vodú”. La cuestión central sobre la que insistía era la de las donaciones durante las exequias. Según mi informante, el ritual tradicional demandaba muchos gastos, cosa que el Mèwihwèndo había eliminado, al igual que todo “charlatanismo”.
Ante la inestabilidad psicológica provocada por la muerte de un pariente y las exigencias materiales de las autoridades del linaje que siguen a menudo a un fallecimiento, el Mèwihwèndo es percibido en ciertos medios populares menos como una teoría sobre la inculturación que como una ceremonia que les permite a los cristianos “no perderse” en el momento de la desaparición de sus familiares, y garantizar de ese modo su integración a la Iglesia. Es en su aspecto de práctica, que implica un abandono parcial de las lógicas del linaje, que el Mèwihwèndo se enfrenta a fuerzas hostiles: el cuerpo del muerto se convierte en asunto de un grupo más restringido, constituido por sus parientes más cercanos, que pueden reivindicar su pertenencia a la fe y a prácticas culturales católicas. El ritual funerario nos remite al meollo de un conflicto identitario sobre el lugar del linaje que procede del culto vodú, religión en la cual, según el adagio popular, “los muertos no mueren”, mientras que el Mèwihwèndo trata de hacerlos morir “tradicionalmente”, al tiempo que se opone parcialmente a las normas prescriptivas del clan. La conmemoración de los funerales de Cristo habría inaugurado, por tanto, una conversión estatutaria de los destinatarios del culto. Según la vulgata que predica el clero católico, el bien que surgirá de la muerte del hijo de Dios debe superar definitivamente el papel de los antepasados y, al mismo tiempo, devolverles su puesto benefactor en la tradición.25

Bifurcaciones de la inculturación

La aldea de Avognanan, cercana a la ciudad de Bohicon, a diez kilómetros al sur de Abomey, se convirtió, bajo la influencia del padre Cyprien Tindo y de su hermano, el daa (título fon de los jefes de linaje) Akanza, en un sitio arquetípico de la afirmación comunitaria del Mèwihwèndo y de la difusión del ritual. El daa Akanza era considerado, hasta hace unos cuarenta años, un “gran hechicero” del vodú Sakpata. En nuestros días, se le tiene por un parangón de la conversión integral al Mèwihwèndo, cuyos principios y rituales serían “verdaderamente estables en su casa”, según un fiel de Abomey. También el antiguo obispo de la ciudad, Lucien Agboka, considera que el daa Akanza es “una referencia plenamente cristiana y plenamente africana”.
En el transcurso de una entrevista con él —reconocido como una figura acabada del “intelectual comunitario“— y con el padre Tindo, el daa Akanza me hizo acreedor de una exégesis de los principios del Mèwihwèndo. Según mis dos interlocutores, la esencia del movimiento consiste en integrar la evangelización en la cultura africana tal como fuera pensada y puesta en práctica antes de la llegada de los misioneros. Por tanto, estamos en presencia de un intento hermenéutico de restituir, a través de la referencia cristiana, el sustrato cultural que la precedió, del cual el daa Akanza, con su pasado de hechicero, constituye una especie de archivo viviente.
En lo que concierne a la trata y a la hechicería, tareas mayores que pesan sobre el presente de las sociedades africanas, las investigaciones del Mèwihwèndo interrogan la dimensión moral de ese pasado del cual el daa Akanza es un buen conocedor: “sólo Jesucristo pudo perdonar a sus enemigos; ese es el corazón del Mèwihwèndo: hay que llegar a perdonar”, me dijo. En esa perspectiva, el perdón se opone al arrepentimiento. Asumiendo el perdón como medio para acceder a la verdad, los “intelectuales comunitarios” del Mèwihwèndo consideran que la inculturación es una forma de dejar atrás la “mala” tradición y el pasado esclavista. El daa Akanza insiste igualmente en la necesidad de erradicar todo comportamiento ritual que radicalice la envidia o la venganza. La condición ética que insufla su fuerza de convencimiento a esta prédica es que “el bien de Dios es el bien de todos, también de los enemigos de cada uno de nosotros”. Según mis interlocutores, ese principio de conformidad contrario a la brujería proviene del hecho de que “la cultura de adentro” conocía ya y conoce a Dios a través del reconocimiento de un principio vital, el Sè, que definen como “lo que florece”. No hay un Sè común, sino que cada quien posee el suyo. Ese principio expresa el destino que el adivino busca en el Fa, en tanto trayectoria individual a cuyo conocimiento puede accederse a través de la geomancia. El conocimiento y el respeto comunitarios de este principio demuestran la existencia de una base moral, no de brujería, anterior a la llegada de los misioneros. Según el daa Akanza, si alguien desea quebrantar la sacralizad del destino potencial de la felicidad del prójimo, podría interpelársele en nombre de Mawu.26 De ese modo, se percibe al Sè como un “primer bien” que tiene que ver con una ética y, por ende, con unos valores que cada quien debe llevar a la práctica. En ese sentido, el Sè es un principio fundador de la inculturación.
Resulta interesante apuntar que cuando el daa Akanza hablaba de Mawu, su intérprete lo traducía por la palabra Dios, como si deseara esencializar ese conocimiento como conocimiento primordial. En efecto, la identificación del vodú Mawu con el Dios de los cristianos surge en nuestro tiempo, de un modo (¿demasiado?) evidente, a partir de una interiorización de las categorías que gobernaron el revestimiento de la antigua entidad denominada Mawu por el Dios único y, por ende, de una experiencia de conversión signada por la interiorización de su matriz católica. Con la supresión de la influencia histórica evangelizadora del mapa cognitivo y mental del “intelectual comunitario” encarnado por el daa Akanza, el padre Tindo se proponía lograr el objetivo implícito, y probablemente inconsciente, de suministrarle al investigador europeo las pruebas de una cosmogonía endógena auténtica, esto es, los restos de un tesoro oral no falsificado por los escritos misioneros. Esta cosmogonía ya bastaría para pensar en términos de inculturación.
Releyendo las notas de esta entrevista y, de manera general, los textos que emanan del Mèwihwèndo, advertí que mi intérprete utilizaba con frecuencia la fórmula “persona-recurso” para caracterizar las políticas culturales a una escala internacional. En ese sentido, los llamados intelectuales comunitarios, presentados como personas-recursos, parecen haber remplazado, para los sociólogos del Mèwihwèndo —de los que forma parte el padre Tindo— a las figuras agotadas del informante profesionalizado del período de entreguerras y del maestro de pensamiento exótico de la época de la descolonización.27 Estas nuevas figuras autorizadas del patrimonio en ciernes les repiten sin cesar a sus usuarios y a sus observadores que la densidad antropológica del ayer ya se perdió para siempre, sin haber por ello cesado de ser y sin que tampoco se hubieran agotado sus “secretos”. Este uso —parecido al de un Mawu transformado en el arquetipo del dios monoteísta— parece expresar una percepción ya patrimonial del conjunto “tradicional” constituido por curanderos, adivinos, jefes de culto, jefes de familia que tenían y aun tendrían como tarea regularizar el Sè como principio del bien comunitario.
La progresión del Mèwihwèndo fue recientemente detenida por la jerarquía eclesiástica beninesa. El 16 de abril del 2006, en su discurso por el sesquicentenario de la Sociedad de Misiones Africanas, pronunciado en la playa de Ouidah, cerca del monumento que conmemora el arribo del misionero Francesco Borghero en 1861, el cardenal Bernardin Gantin, decano emérito del Sacro Colegio, clamó, con una referencia explícita al Mèwihwèndo, por la desaparición de “toda forma de interpretación, de invención o de presentación más o menos errónea o aberrante” de la liturgia católica.28 Privada de sus posibilidades de aplicación en el terreno por la más alta instancia del clero beninés, la acción del Mèwihwèndo parece hoy día confinarse a la búsqueda teórica de sus bases antropológicas. Por demás, el movimiento parece igualmente perder vigor entre muchos fieles cristianos para los cuales la huella regional y lingüística abomeyana que estructura la inculturación de los rituales estaría en contradicción con el intento de desarrollar una tradición teológica “negra” que puedan compartir todos los africanos.29

Ouidah 92 y el vodú “rencontrado”

Más allá de las oposiciones internas a los medios católicos y de los retrocesos actuales del Mèwihwèndo, la relectura de la tradición que este realizó fue retomada por otros intelectuales interesados no en una conversión o una interpretación cristiana de las prácticas culturales populares, sino más bien en una valorización de la dimensión cultural y religiosa del vodú. La experiencia del Sillon Noir permitió teorizar en torno a proyectos muy diversos de actualización de los orígenes religiosos de una civilización de la oralidad, así como de una nueva relación ética con la historia de la esclavitud.
En esta configuración, se pone en relación la tradición cultual con la institución de una cultura moderna viable que los teóricos del Mèwihwèndo consideran como una salida del sincretismo, mientras que es justamente la “tentación” de hibridación de las formas cultuales que es estigmatizada por una parte de la jerarquía católica. En ese sentido, a través del análisis de la inculturación como teoría y como práctica propuesta por el Mèwihwèndo, lo que parece dibujarse es una actualización del “contrato secular”30 que vincula históricamente el vodú al catolicismo en los medios intelectuales y populares. Mediante la observación de los vaivenes discursivos y rituales entre aculturación e inculturación, asistimos a la búsqueda de una compatibilidad cristiana que expurgue la “porción maldita” del culto popular a través de la sustancialización de una esencia virtuosa del pasado. Hoy en día, esta cuestión está intrínsecamente vinculada a los usos públicos de conceptos tales como el del “perdón” y el “arrepentimiento”, imbricadas en las memorias políticas y religiosas de la esclavitud.
Lejos de ser reciente, la retórica cristiana que opera en la inculturación de las elites ha hecho de las “costumbres indígenas” la expresión patrimonial anticipada de una representatividad cultural. La búsqueda identitaria de un compromiso cultual, subyacente a la empresa del Mèwihwèndo, parece indicar que la herencia cristiana estructurará en lo adelante los intentos de reapropiación patrimonial del vodú.
Recordando la educación católica recibida cuando pensaba en una carrera eclesiástica, una de las personalidades con las que me reuní percibía su implicación política y teórica actual en el proceso de valorización de la cultura vodú como una manera de recorrer un camino inverso, que vaya del saber adquirido durante sus estudios universitarios “a una búsqueda antropológica participativa en el vodú”. En ese comentario autobiográfico se pueden percibir las huellas de una estratificación identitaria común a varios de mis interlocutores letrados. La actual adhesión al renacimiento del “culto popular” le parece al antiguo seminarista convertido en sociólogo una opción “más moderna que un retorno eventual a la parroquia”. Al propio tiempo, por su integración al mundo social del vodú en su calidad de dignatario de un culto e intelectual, dice que efectúa una crítica interna al cristianismo y a una aceptación de los deberes/derechos sociales que corresponden al linaje al que pertenece. Estima que esta participación ambivalente cuestiona el vodú y su moral “tradicional”, que oscila entre la búsqueda de la salvación a través del culto, la interiorización de un ethos de la fuerza (y por ende de una lógica “aristocrática” de la investidura de la autoridad del linaje y la comunidad) y la creencia en la inmanencia social y física de la amenaza de la brujería. Semejante preocupación está igualmente presente en los textos del Mèwihwèndo, que consideran fundamental —para que la inculturación se libre de todo sincretismo— distinguir el saber que emana de una tradición que se imagina ancestral y el llamado poder mágico-brujero. Pero al extremo opuesto de este precepto, que no obstante inspira al intelectual beninés en cuestión a fijar mediante el discurso sus múltiples observancias, el asunto consistiría en la búsqueda voluntaria de los asideros de un sincretismo que se apoye, según sus palabras, en “la inculturación de la fe cristiana”.
En Benín meridional, esa búsqueda identitaria repercute en las memorias sociales del pasado de la esclavitud a las que se asocian hoy las nuevas formas de ritualización de la religión que se percibe como tradicional. El florecimiento de las acciones encaminadas a promover el turismo cultural va de la mano con la valorización de situaciones que se estima que manifiestan el brillo rencontrado de las creencias “antiguas”.31 La razón de la memoria de la trata negrera se ha tornado pública; parece entonces investir la difusión y las representaciones de las prácticas del vodú. La instalación de la Ruta del Esclavo se caracteriza por el intento de construir una edificación monumental para perpetuar la memoria de la trata trasatlántica, que padece una carencia de vestigios materiales de la esclavitud.
La organización del coloquio-festival de las artes y la cultura vodú Ouidah 92 reforzó la relación de mimetismo que ciertos intelectuales locales se esfuerzan por mantener con prácticas populares que han acabado por representar archivos “vivientes” de la tradición cultual. En nuestros días, las personalidades que la encarnan y a las que encontré en Ouidah, Cotonú y Abomey, retoman el argumento de los orígenes perdidos, rencontrados y restaurados de la cultura local. Sus motivaciones pueden diferir, pero sus conductas parecen todas apuntar, entre otros objetivos, al control de los medios políticos y financieros que estén en condiciones de preparar el renacimiento de la “tradición” perdida como fuente de “desarrollo”. Esta dinámica, versión contemporánea de un tradicionalismo milenarista, se estructura en torno a la construcción de una continuidad temática entre la dimensión ritual de las creencias y la herencia del pasado, susceptible de perecer en tanto espacio de memoria. De hecho, tras la renovación democrática del sistema político nacional, la actualización del pasado de la trata que promueve la UNESCO ha sido percibida por varios intelectuales como una coyuntura favorable que permitiría pasar de una época de aculturación, que ha quedado atrás, a una época de pretendida inculturación. Hoy, en Benin, esta forma de reapropiación de la “tradición” —que puede mostrarse a través de los intentos de edificación de una memoria de la trata o a través de la valorización de saberes considerados populares— hace eco al reclutamiento de eruditos y de notables locales en lo que se considera una “renovación del vodú”. Asistimos de ese modo a la vacilante creación de un saber endógeno moderno, consciente de que la progresiva desaparición de los soportes tangibles de la tradición le confiere un valor exótico a sus restos. En el plano local, en esta forma de apropiación genealógica del pasado, el vodú, filtrado por una lectura cristiana de sus basamentos antropológicos, parece desprenderse como un fenómeno sociorreligioso que engloba las prácticas y las políticas del patrimonio provenientes a la vez del pasado religioso, etnologizado por ciertas fuentes misioneras, y del pasado de la trata.
En dos textos publicados por el Mèwihwèndo a principios de los años noventa, Le Vodun en débat. Propositions pour un dialogue y Vodun. Démocratie et pluralisme religieux, la cuestión de los usos cristianos del vodú está particularmente presente. En el primero, los autores se preguntan: “¿Cómo podremos hoy, al ingresar a la era democrática… realizar exitosamente una transformación de nuestras tradiciones ancestrales que no sea folclórica, sino que parta de una atenta reconsideración de los juicios de fondo sobre los que discurre nuestra razón antropológica, ética y política?”32 En busca de esta “razón” van los “intelectuales comunitarios” a los que se busca como fuentes posibles del florecimiento contemporáneo de la tradición africana. En ese marco, los responsables del movimiento se consideran herederos de una tradición que ha de ser renovada y puesta al servicio del desarrollo. Al garantizar el diálogo con los jefes consuetudinarios y los intelectuales conservadores o creadores de las “adquisiciones culturales de las sociedades africanas en régimen de oralidad”,33 los teóricos del Mèwihwèndo afirman que desean inficionar los contextos espirituales del vodú que condicionan el imaginario colectivo con las antiguas formas de reparto y de apropiación del poder. Su objetivo declarado es, de un lado, la oposición a todo esoterismo, y, del otro, la legitimación tradicional de una autonomización democrática de las conciencias liberadas de la prisión de los clanes y emancipadas del temor a la brujería. De ese modo indirecto, tratan de establecer una lógica diferenciadora entre lo cultual y lo cultural. Así, la figura de Legbá, percibido como un “dios” del movimiento entre los demás vodú, se erige en arquetipo de un dinamismo interno en la tradición precristiana. Igualmente, se estima que el saber sobre la religión popular expresado por un intelectual comunitario como Guèdègbe, ancestralizado por la obra etnológica de Maupoil, se injerta entonces en una memoria cultural transmitida a sus herederos modernos, capaces de engendrar el desarrollo.
En Vodun. Démocratie et pluralisme religieux, texto de una conferencia dictada en ocasión de Ouidah 92 por el abate Barthélemy Adoukonou, personalidad eminente del Mèwihwèndo, la tentativa de diferenciación entre lo cultual y lo cultural parece precisarse. Si los misioneros aportaron otra forma de pensar a Dios o los dioses, los implicados en la inculturación intentan producir una síntesis. De manera general, una de las apuestas teológicas de la inculturación consistiría en reconocer la existencia de intercesores ante el Dios único y supremo, pero se trataría de un Dios ya conocido en Africa antes del encuentro colonial y misionero. La base ética del vodú provendría, pues, de una “fuente africana” sometida a la prueba de un valor contemporáneo internacionalmente compartido.
La actualización de la memoria invocada por una iniciativa como la Ruta del Esclavo incitaría a los detentores autorizados de los conocimientos de esta fuente a repensar en qué están convirtiéndose los orígenes de su cultura “tradicional”. En su publicación dedicada a Ouidah 92, el Mèwihwèndo retomaba la teoría de los “sillares” desarrollada por el padre Aupiais desde mediados de los años veinte. El hecho de que se le reconozca una ética interna a los cultos populares parece entonces proceder del principio según el cual Dios ya está presente en la “búsqueda de Dios”, es decir, en la búsqueda de la salvación que, aunque “en claroscuro”, se hallaría de modo inmanente en el vodú. En ese sentido, los intelectuales activos en el Mèwihwèndo afirman que preparan y no imponen el advenimiento de la palabra de Dios a través de una liturgia de expresión de la fe adaptada a los contextos locales. Tendría que ver, pues, con un tratamiento del hecho cultural que, aunque marcado por una lectura etnográfica, tendería a dejar atrás los particularismos de los clanes o las familias. El autor, aun advirtiendo el peligro de una “ideologización de la realeza” del vodú, a la luz de lo que llama “la religiosidad fundamental del alma africana”, subraya la necesidad de “liberar lo sacro disponible”34 en los cultos tradicionales. Habría, pues, que preservar el vodú en tanto “integrador social” susceptible de una lectura evangelizadora que depure la esfera de lo religioso de la instancia mágico-brujera. Esta operación de salvaguarda ética implicaría una “vigilancia intelectual”35 sensible a los tres aspectos cultuales a preservar: el aspecto sapiencial, el aspecto ético y moral, el aspecto místico. Gracias a su constitución moderna como bienes culturales comunes, se estima que esos tres espacios de la tradición se emancipan de todo uso individualista o clánico. Por esa vía, redefiniendo los estatus y los papeles de los jefes consuetudinarios, el texto pide una democratización de las relaciones sociales y, por ello, cuestiona al “antiguo régimen” implicado en la historia esclavista y les exige a los africanos que asuman su cuota de responsabilidad.

La endogenia en acción

Durante mis encuentros con intelectuales benineses de formación universitaria, la relación con la cultura y la historia modernas se evocaba también a través de la experiencia editorial fundadora de La Reconnaissance Africaine, que fue pionera en establecer la correspondencia contemporánea entre inculturación y desarrollo. La dimensión endógena de la tradición se valoriza como el medio para salir de la lógica de la “invención” de saberes y destrezas locales estáticos y cerrados en sí mismos. En ese trabajo de “validación crítica de lo tradicional”36, las personalidades reconocidas localmente como recursos de su cultura serían productoras de un saber reflexivo.
En Benín, otros promotores de la endogenia comparten la tendencia a convertir en presente el pasado de la trata negrera asociada al declinar de la tradición cultural, si bien con matices y usos muy diversificados. Honorat Aguessy es un sociólogo beninés fundador en Ouidah del Instituto de Desarrollo de Intercambios Endógenos (IDIE) y de Zomachi, un sitio en construcción cuyo nombre significa literalmente “que no se apague el fuego” o “el fuego no se apaga”, destinado a convertirse igualmente en un hotel, L’Escale du Retour, así como en un “centro de concientización y rencuentro con la diáspora dolorida”.37 Utilizando la expresión “intelectual en taparrabos”,38 con la que se identifica parcialmente, definía durante nuestras entrevistas la pertinencia relativa de la necesidad de “apegarnos a la vida de nuestros padres, respecto a la cual los intelectuales se han tornado extranjeros” e “inculturarnos gracias a las enseñanzas de los sabios y los entendidos”. Esta endogenia sería una esencia cultural “africana”, traumatizada por los hechos y las fechorías de la trata, la colonización, la conversión subrepticia al monoteísmo de los misioneros.
Desde 1998, Aguessy es el promotor de una marcha que tiene lugar todos los años el tercer domingo de enero, en el tramo de la Ruta del Esclavo que va de la Plaza de las Subastas (lugar donde se supone que se vendía a los esclavos) hasta Zomachi. En el curso de esa procesión, la sociedad civil asume una parte de la “responsabilidad moral” que proviene de la herencia histórica legada por las dinastías esclavistas que reinaban en tiempos de la trata en el territorio que corresponde en parte al actual Estado de Benín. Según su promotor, el arrepentimiento no debe implicar un reparto de responsabilidades históricas entre negros y blancos, sino permitir el florecimiento de formas “endógenas” de valorización de un “patrimonio inmaterial educativo”.39 A ese respecto, el festival Ouidah 92 y el lanzamiento de la Ruta del Esclavo tuvieron un efecto más subterráneo: el desarrollo, en un plano local, de una sensibilidad nueva y “políticamente correcta” sobre la esclavitud. La necesidad de aclarar ese período de la historia a la luz de las ideas de perdón o de arrepentimiento se hace sentir también en los medios vodú.
Entre los miembros influyentes de las antiguas familias esclavistas, recogí testimonios ambiguos de una culpabilidad nacida de la política actual de sensibilización sobre los sufrimientos impuestos en el pasado a los cautivos. Esos testimonios estaban marcados por el uso reiterado de negaciones que hacían alusión a la vez a la trata como un horror de un pasado ya superado y a los efectos positivos que ese mismo pasado, hoy vergonzoso, habría tenido sobre el desarrollo económico y tecnológico de la región. En nuestros días, la memoria de los rituales, gracias al cosmopolitismo que le infundió al vodú la trágica historia de la trata negrera, les proporciona a los actores contemporáneos un capital cultural procedente de la conservación de un pasado doloroso. El vodú, reivindicado por algunos como un sustrato ontológico o inmemorial del pensamiento popular, se ha convertido en el producto/fuente moderno(a) de su expansión geográfica en los nuevos mundos de la esclavitud. A ese respecto, uno de mis interlocutores, dignatario y curandero reconocido, habla del “diferencial” entre un vodú clásico que data de tiempos de la trata y el vodú moderno al que se asocia. Este último debería volver a tejer el hilo perdido entre los cultos y los saberes, permitiéndoles así a los hermanos de la diáspora afroamericana que vienen a “volver a conectarse con la fuente de la madre Africa” hallar sus identidades clánicas rotas por la deportación trasatlántica.

Las morales del pacto de la memoria en la Ruta del Esclavo

En Ouidah, en el momento de la entronización del nuevo daagbo Hunon, jefe supremo de los cultos vodú de la ciudad, durante el mes de noviembre de 2006, políticos de talla nacional, así como jefes de culto procedentes de todo el sur del país, vinieron a rendirle homenaje a la nueva personalidad que encarna una instancia tradicional sagrada internacionalmente reconocida y dotada de medios políticos y financieros. En efecto, a partir de fines de los años ochenta, el antiguo daagbo Hunon tomó parte activa en la construcción de una herencia cultural y religiosa contemporánea del vodú que respondiera a la demanda internacional (UNESCO, Organización Mundial del Turismo, diásporas americanas) de puesta en memoria de la esclavitud. En ese contexto, las élites intelectuales, en busca de un reconocimiento comunitario, colaboraron con las jerarquías vodú y produjeron una reapropiación carismática de un capital cultural del que afirman ser a la vez detentoras eruditas y herederas indígenas. De ese modo, laboraron (y siguen haciéndolo) en pro de la apropiación iniciática del pasado en estado de posposición. Presentándose como “ilustrada” y patrimonial, semejante apropiación de competencias inherentes a la farmacopea popular, a la formación de adeptos en los conventos vodú y a la organización de los rituales, está investida de una carga política.40
La Ruta del Esclavo puede considerarse como un trazado emblemático y metafórico de esta fundación mítica en curso, que al propio tiempo constituye un espacio de enfrentamiento entre varios usos de memoria de la historia. El sitio, a la espera desde hace varios años de ser incluido en la lista del patrimonio universal de la UNESCO, ofrece, en efecto, puntos de referencia muy parcelados. La Ruta, de poco más de tres kilómetros y que conducen del centro de la ciudad a la playa, tiene seis etapas principales: la plaza de venta de la subasta —también llamada Plaza Chacha, por el sobrenombre del famoso negrero Félix Francisco de Souza—, el Arbol del Olvido, la choza Zomai, el memorial de la aldea de Zoungbodji, el Arbol del Retorno y la Puerta del No Retorno. Concebidos como elementos significativos de la historia de la trata en Ouidah, estos emplazamientos están vinculados por veintiuna estatuas, que deberían recordar al propio tiempo el sufrimiento de los cautivos, la dimensión sagrada de los cultos vodú, la representación de la vida cotidiana del pasado a través de las figuras y los objetos “tradicionales”, y el poder y el prestigio del antiguo reino esclavista de Dahomey que dominara a Ouidah, tras habérsela arrebatado en 1727 a la dinastía “autóctona” hweda hasta la colonización francesa en 1892.
El deterioro de los monumentos que jalonan el itinerario, el antagonismo entre los diferentes promotores, las promesas de valorización y de renovación, han producido un lugar de olvido en el que todo intento de objetivación histórica se sacrifica a la necesidad patrimonial y turística de un deber de memoria. Este impasse también resulta significativo de oposiciones que emanan de intereses diversos, particulares y colectivos. Por ejemplo, hay informes en conflicto que marcan las relaciones entre el comité científico beninés y los expertos empoderados por el Centro del Patrimonio Mundial. Una vez que pasó la efervescencia patrimonial y neotradicionalista que caracterizó los primeros años noventa, no se puede dejar de comprobar la escasez de medios para el arreglo de la Ruta del Esclavo con vista a que la UNESCO la clasifique. Desde el punto de vista institucional (UNESCO, Ministerio de Cultura, alcaldía de Ouidah, Escuela del Patrimonio Africano de Porto-Novo), la presencia de numerosos edificios, tales como la construcción erigida por los jefes de la familia de Souza en la Plaza Chacha o incluso el almacén de Zomachi, instalado detrás del sitio llamado Zomai, obran como parásitos del recorrido y parecen impedir cualquier posibilidad de valorización. A la invisibilidad de ese pasado se añade el enredo provocado por la diversidad de las iniciativas. La evanescencia de las instalaciones construidas cuando se lanzó el proyecto determinó la necesidad de una nueva propuesta que será presentada por el Estado beninés al Centro de Patrimonio Mundial. A partir de ahora, los coordinadores del programa ya no buscan una protección integral del itinerario de Ouidah, sino que se orientan hacia una escenificación de la dolorosa distancia cubierta por los convoyes de esclavos y una valorización de la dimensión “imaginaria” que el itinerario pueda suscitar. Para los que concibieron este nuevo dispositivo de interpretación, el trayecto desde Ouidah hasta la Puerta del No Retorno, en la playa, debería constituir una etapa de un imaginario de memoria de la Ruta representado por diversos sitios del territorio nacional. Según el coordinador del proyecto, este nuevo plan de reacondicionamiento, cuyo objetivo sería conferirle al pasado bases éticas convenientes tomadas de las religiones reveladas y que se distanciaría de la conexión entre el lanzamiento del itinerario y el festival Ouidah 92, plantea igualmente la pregunta de la elaboración intelectual del lugar moral de la religión tradicional. En lugar de una sincronización de la renovación del vodú con las memorias de la trata, que parecía estar implícita hace apenas algunos años, esta nueva versión escenográfica implicaría la cohabitación de diversas temáticas de memoria.
La figura retórica del perdón —exigida hoy día como prenda de reconciliación de memoria por los “hermanos” de ultramar entendidos como detentores potenciales de las claves financieras del desarrollo— se sustituye hoy por una perspectiva eminentemente política. Actualmente, un proyecto de desarrollo de gran envergadura, apoyado por el nuevo presidente de la República, Boni Yayi, está destinado a reacondicionar el área geográfica situada entre la capital económica, Cotonú, y los alrededores de Ouidah. Este proyecto de acondicionamiento turístico de la Ruta de la Pesca apuesta a la expansión del turismo de memoria, favorecido por la belleza del paisaje lacustre y costero, todavía relativamente preservado. No obstante, el astillero que ya afecta las aldeas de la costa parece avanzar de manera autónoma con respecto a la acción cultural emprendida por el Estado beninés y por otras instituciones oficiales.

Un enigma de la memoria

Si las más íntimas memorias de la condición pasada de esclavo son “una calabaza cerrada”41 que contiene “secretos” genealógicos que pueden apenas susurrarse, esta reticencia estructural tiene como contrapeso la necesidad pública de conmemorar el fenómeno histórico de la esclavitud tomando en cuenta, parcial y parcializadamente, el papel desempeñado por los comerciantes negreros occidentales, pero también por los linajes esclavistas locales. Esta temática se mezcla de modo inextricable con el tratamiento oficial de las narraciones a transmitir a las nuevas generaciones y a “intercambiar” con los compradores/socios extranjeros potenciales: agencias internacionales de desarrollo, turistas, investigadores, cineastas y fotógrafos, visitantes afroamericanos de la diáspora en las Américas, inversionistas, etc.
En la puesta en escena no sólo de las etapas de una epopeya, sino también de nociones morales, se sugiere el arrepentimiento o la compasión mediante los Arboles del Olvido y del Retorno. Aunque su presencia en la escenografía constituye una reconstrucción ficticia de la historia, su invención tiene que ver con terminantes imperativos contemporáneos, tanto éticos como turísticos. Según la escenografía, tras la venta de los esclavos en la Plaza de las Subastas, su tránsito en torno al Arbol del Olvido habría constituido una especie de paso ritual que permitía borrar el recuerdo de su lugar de pertenencia. Antes de la deportación, ese ritual habría tenido como contrapunto sus vueltas en torno al Arbol del Retorno, que les habrían permitido a sus almas regresar a la tierra de los antepasados después de la muerte. Tal como observa Robin Law, no se dispone de evidencias históricas de esas etapas hoy puestas en escena para los visitantes como otras tantas estaciones en el doloroso itinerario de los cautivos.42 Ciertamente, según toda lógica, la producción de una amnesia sobre el origen propio, y la promesa de regreso al suelo natal para marcar los actos de la deportación esclavista constituye una incongruencia. Sin embargo, muy rápidamente y de modo consensual, en Ouidah las narraciones locales se apropiaron de esta interpretación ambigua. Semejante reinversión afectiva del pasado interroga los modos de transmisión oral de esta versión paradójica de la experiencia histórica vivida por los esclavos.
En el curso de mis indagaciones, las respuestas a esta especie de “enigma”43 de memoria generalmente validaban la idea de que los efectos violentos del sufrimiento impuesto a los esclavos requerían ser dominados a través de técnicas de fabricación ritual del olvido. En ese sentido, la maldición emanada de su cólera podía atenuarse mediante la “compasión” o por el temor de los negreros de que, antes del embarque, los cautivos preparaban el regreso espiritual de sus almas. Los relatos que pude colectar en Ouidah y en Abomey coinciden en decir que los convoyes provenientes de Abomey estaban constituidos por esclavos atados pero “presas de una cólera violenta”, y de ahí el ritual de producción de una amnesia del dolor de los cautivos en torno al Arbol del Olvido. El Arbol del Retorno, según uno de mis informantes, les permitía a quienes participaban en la deportación “salir del ostracismo”. Para él, si los sufrimientos infligidos eran la manifestación del poder de los dominantes, quienes los infligían podían temer una venganza póstuma de los esclavos. Es el sentimiento de culpa de estos actores implicados en la trata el que se estaría hoy poniendo en escena y disimulando mediante el ritual. Según otro de mis interlocutores, los “grandes inversionistas” de las incursiones y las ventas muy probablemente no sentían conmiseración alguna por la suerte de la masa anónima de esclavos, pero ese no era el caso de los “hombres comunes” implicados materialmente en el transporte de los cautivos. De ese modo, se puede postular que numerosos interlocutores se identifican con estos “hombres comunes” implicados en la deportación. En la escena turística y patrimonial contemporánea, los actores del luto de la memoria pueden ser los descendientes de los vendedores de antaño (y de sus servidores), que hablan ahora en nombre de los vendidos de otros tiempos. Esta identificación denota una problemática discursiva destinada, ciertamente, a no tener un desenlace lógico, pero de todas formas provista de una razón interna y parcial: la de presentar los gestos y los sitios de antaño a través de una apropiación ética de matriz cristiana. Semejante conversión ejemplar de los hechos de la historia pudo tener lugar gracias a los diversos desvíos teatrales puestos en escena por el proceso de patrimonialización. Una muestra de ello nos la brinda Martin Kakanacou44 —descendiente del linaje de origen abomeyano responsable, en la aldea de Zoungbodji, de marcar con hierros candentes y trasladar a los cautivos de Ouidah a la playa en los buques negreros—, para quien el actual Arbol del Olvido, plantado durante Ouidah 92, representa a aquel en torno al cual, en tiempos de la trata, se hacía dar vueltas a los cautivos para contrarrestar cualquier veleidad de revuelta.
Una comparación entre Ouidah y Abomey en cuanto a la presentación de los sitios de memoria indica que las interpretaciones morales del pasado de la esclavitud varían sensiblemente. En Abomey, en las narraciones ofrecidas a los investigadores, hay un relativo distanciamiento de la institución de las memorias patrimoniales que se espera satisfagan el requerimiento moral de los representantes de la diáspora afroamericana durante sus “retornos turísticos” a Ouidah. En la antigua capital del reino esclavista, los sitios que evocan a la vez el poderío militar abomeyano, la dominación de la dinastía real y su implicación en la trata son espacios de interpretación de un pasado menos políticamente correcto. Según Bachalou Nondichao, antiguo intérprete de Pierre Verger, “persona-recurso”consultada por casi todos los investigadores y los funcionarios que trabajan el patrimonio cultural y etnológico en la región, la memoria puesta en escena en la costa tiene su origen, en gran parte, en una invención.
En Ouidah, por el contrario, el relato de Kakanacou ilustra el tema vehiculado por los relatos contemporáneos tocantes a la fabricación de un olvido que habría precedido a una especie de promesa hecha a los cautivos antes de su deportación. Esta promesa consistía en vaticinar y preparar el retorno espiritual de su viaje en el otro mundo. A propósito de la contradicción eventual en la secuencia ritual a la que se sometía a los esclavos entre la orden terminante de olvidar su origen y la evocación de un regreso imaginario, hay acuerdo en que se trata de una reconstrucción mítica. Kakanacou admite la posibilidad de que esto no indicase más que una técnica de dominio de los cuerpos y que a los esclavos no se les “hablaba” ni de olvido ni de regreso. A este respecto, la fórmula “hablar químicamente” que utiliza me parece a la vez significativa y sugerente. Esta referencia a una lógica que habría prevalecido en el momento de las deportaciones parece ratificar su conciencia del valor patrimonial de una temporalidad que quedó atrás. Para él, las “familias” (es decir, las autoridades del linaje) cuyos recuerdos están hoy marcados por la vergüenza de la esclavitud, han comprendido que hay que difundir los “secretos” de antaño: “Si se guarda el secreto, ¿cómo se quiere que haya desarrollo? Hay cultos y cultura, y hoy los cultos y la cultura dicen la misma cosa. Las gentes saben que la esclavitud pertenece a una época pasada y que hay que buscar la solidaridad y la unidad.” Por supuesto, aquí el término “secreto” parece adoptar una amplitud semántica particular: se extiende a cualquier conocimiento que pueda ayudar a la producción de exhibiciones consensuales del pasado de la esclavitud susceptibles de facilitar la institución de un sitio de turismo cultural. Por demás, en el contexto beninés, la lógica del secreto, en tanto manifestación de un saber oculto, está provista, a la vez, de una eficacia metafórica y práctica: contribuye a estabilizar (y, eventualmente, a rentabilizar) el imaginario exótico relativo al tema de los orígenes. Con sus discontinuidades necesarias al orden del discurso en juego, la genealogía moral de esta memoria parece difuminarse en el dominio contemporáneo del presente patrimonial.
Asumiendo que la genealogía “alude al mismo tiempo al valor del origen y al origen de los valores”,45 hemos tratado de seguir las huellas, los rastros y los desvíos etnográficos de los orígenes en vías de convertirse en una mitología que, aun basándose en las reliquias de una historia considerada abominable, se realiza en ficciones como la Ruta del Esclavo. Las representaciones locales de la trata negrera pueden, entonces, reflejar una tradición endógena “perdida” (es decir, que ha sufrido los horrores de la aculturación y ahora disfruta de las virtudes de una inculturación poscolonial) a ser restaurada, tras haber sido reinterpretada y remodelada en una matriz “cristiana” ecuménica, y más aún, globalizada.

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Notas

  • Este articulo es una traducción de Rhétoriques et pratiques de l’inculturation. Une généalogie “morale” des mémoires de l’esclavage au Bénin, publicado en la revista Gradhiva, 2008, n°8, pp. 28-47. Les agradezco a Annick Arnaud y Séverine Liatard su lectura de este texto y sus sugerencias

1 Michel Foucault: “Nietzsche, la généalogie, l’histoire”, en Dits et écrits, t. I, 1954-1975, Gallimard, París, 2001 [1971], p. 1014.
2 Claude Tardits: Porto-Novo. Les nouvelles générations africaines entre leurs traditions et l’Occident, Mouton et Co., París-La Haya, 1958, p. 14.
3 Denise Bouche: “L’Enseignement dans les territoires français de l’Afrique occidentale de 1817 à 1920. Mission civilisatrice ou formation d’une élite?”, tesis doctoral, Universidad de Lille III, 1975; Luc Garcia: “L’organisation de l’instruction publique au Dahomey (1894-1920)”, Cahiers d’Études Africaines no. 41-42, pp. 59-100, 1971; Rosario Giordano: Europei e Africani nel Dahomey e a Porto-Novo. Il periodo delle “ambiguità” (1850-1880), L’Harmattan Italia, Turín, 2001.
4 Martine Balard: Dahomey 1930: mission catholique et culte vodun. L’oeuvre de Francis Aupiais (1877-1945), missionnaire et ethnographe, L’Harmattan, París, 1999, pp. 99-100.
5 Bernard Dupaigne: “Préface”, en Martine Balard: op. cit, p. 9.
6 Renzo Mandirola e Yves Morel (eds.): Journal de Francesco Borghero, premier missionnaire au Dahomey (1861-1865). Sa vie, son journal (1860-1864), la relation de 1863, Karthala, París, 1997.
7 Christine Henry: “Le sorcier, le visionnaire et la guerre des Églises au Sud-Bénin”, Cahiers d’Études Africaines no. 189-190, 2008, pp. 101-130.
8 Pierre Bouche: Sept ans en Afrique occidentale. La Côte des Esclaves et le Dahomey, Plon-Nourrit, París, 1885. Sobre los intentos de una primera evangelización en la región, ver también Henri Labouret y Pierre Rivet: Le Royaume d’Ardra et son évangélisation au XVIIe siècle, Travaux et mémoires de l’Institut d’ethnologie, París, 1929.
9 Martine Balard: op. cit., p. 89.
10 Id.
11 Ibid, p. 98. Los dos pasajes citados por Martine Balard habían sido publicados respectivamente en La Pensée Française, 1927, marzo, pp. 4 y 5 y La Reconnaissance Africaine no. 1, 1925, p. 2.
12 Ibid., p. 128. Sobre la obra cinematográfica de Aupiais, ver sobre todo Le Dahomey religieux y Le Dahomey chrétien; ambos documentales fueron rodados en 1929 en el marco de la misión etnográfica Kahn-Aupiais. Ver Martine Balard, op. cit.
13 Gabriel Kiti, Thomas Moulero y Paul Hazoumé se contaban entre los más asiduos autores sobre ese tema; numerosos textos sin firma podrían atribuirse al propio padre Aupiais.
14 Adrien Huannou: La littérature béninoise de langue française, Karthala-ACCT, París, 1984.
15 Para acceder a los informes y a la lectura de los textos montados por los alumnos de la Escuela Normal William-Ponty, ver L’Éducation Africaine. Bulletin de l’Enseignement de l’A.O.F.
16 Bernard Maupoil: “Le théâtre dahoméen. Les auteursacteurs de l’école normale William-Ponty. Gorée-Dakar 1934-1937”, Outre-Mer, no.9 (4), 1937, pp. 301-318.
17 Alexandre P. Adande: “À propos de la critique du théâtre dahoméen”, Outre-Mer, no. cit., pp. 318-321.
18 Adrien Huannou (op. cit, p. 47) afirma que los alumnos de la Escuela Normal William-Ponty escribían sus obras de teatro “inspirados en las leyendas y las tradiciones africanas” a partir “de la documentación etnográfica adquirida durante las vacaciones en el transcurso de sus conversaciones con los ?sabios’ del pueblo”. A pesar de la distancia existente entre esta afirmación y el tratamiento en forma de parodia de la “tradición africana” representada, semejante información resulta significativa de la ambivalencia con la cual pudo ser investido el saber ancestral por sus herederos, vueltos en cierta forma rebeldes.
19 Literalmente “evolucionados”. Todos los colonialismos europeos buscaron formar una elite africana que adoptara su cultura y su ideología; los franceses los llamaban evolués; los ingleses, civilized (civilizados) y los portugueses assimilados (asimilados) (N. del T.).
20 Semejante dinámica evoca los fenómenos de “aculturación formal” observados por Roger Bastide y cuyo análisis fue relaborado por André Mary. Aquí se trata más bien de la reinterpretación del discurso académico y/o misionero por los intelectuales y los hombres de fe benineses que teorizaban sobre, y practicaban, su inculturación con respecto a los orígenes imaginados de “su” cultura.
21 Bernard Maupoil: La géomancie à l’ancienne Côte des Esclaves, Institut d’ethnologie, París, 1943, p. x.
22 Cuando Maupoil menciona a los “mejores” y a los de “mejor reputación” entre ellos, ubica una cualidad intercultural que se concreta en su confiabilidad descriptiva e interpretativa. La canonización científica del discurso indígena implica el reconocimiento de una capacidad de objetivación que, aun siendo prexistente a la investigación etnológica, se integró a ella y allí se transformó. En este juego entre alteridad e ipseidad, la presencia del etnólogo no carece de consecuencias, sobre todo en lo referido a la autoctonía en sentido figurado. Al promover que los detentores de una herencia cultural hablen sobre su pertenencia, la autoridad del investigador, ajeno al cont

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