Situación y tareas de la Teología de la Liberación

Gustavo Gutiérrez

Dos precisiones se imponen antes de entrar a hacer algunas consideraciones respecto al futuro de la Teología de la Liberación. Los esfuerzos de la inteligencia de la fe, que llamamos teologías, se hallan estrechamente ligados a las preguntas procedentes de la vida y de los retos que afronta la comunidad cristiana en su testimonio del Reino. De este modo, ellas se vinculan al momento histórico y al mundo cultural en el cual surgen esas preguntas –así, rigurosamente hablando, decir que una teología es “contextual” resulta tautológico; de un modo u otro, toda la teología lo es. Este es uno de los elementos que la definen como función eclesial. Obviamente, en las teologías hay elementos permanentes provenientes del mensaje cristiano sobre el cual trabajan, pero su actualidad depende, en gran parte, de su capacidad para interpretar la forma como es vivida la fe, en circunstancias y época determinadas. La consecuencia es clara: por su lado mutable, las teologías nacen en un marco preciso, contribuyen –o deben hacerlo– a la vida de fe de los creyentes y a la tarea evangelizadora de la Iglesia, pero los acentos, las categorías, los términos y los enfoques van perdiendo su mordiente en tanto la situación que les dio origen deja de ser la misma. Lo que decimos de la historicidad de toda teología –incluso de las de mayor envergadura a lo largo de la historia del cristianismo– vale también, obviamente, para un esfuerzo como el de la Teología de la Liberación. La teología hunde siempre sus raíces en la densidad histórica del presente de la fe.1
Esto nos lleva de la mano a la segunda anotación. Lo importante, más que preguntarse por el futuro de una teología como tal, es interrogarse por la vigencia y las consecuencias de los grandes temas de la revelación cristiana que ella ha podido recordar y colocar en la conciencia de los creyentes. En el caso de la inteligencia de la fe desde una óptica liberadora, se trataría de puntos como el proceso de liberación –con todas las dimensiones que tal cosa implica– de los pobres de América Latina, la presencia del Evangelio y de los cristianos en ese caminar y, de modo muy especial, la opción preferencial por el pobre, propuesta y estudiada en este tipo de reflexión teológica. Situaciones y temas que están en constante evolución. Es lo que realmente cuenta.
Tal vez, una buena manera de tratar el futuro de una perspectiva teológica sea confrontarla con otras orientaciones teológicas de hoy, someter a nuevo escrutinio su propósito y sus ejes centrales, en relación con el momento presente, y echar, como consecuencia, un vistazo a las tareas que tiene por delante. En efecto, el futuro no llega, se construye; lo hacemos con nuestras manos y esperanzas, con nuestros fracasos y proyectos, con nuestra terquedad y nuestra sensibilidad respecto a lo nuevo. Eso es lo que nos proponemos, a continuación, presentar esquemáticamente en tres pasos.

Tres grandes retos contemporáneos a la fe

Convocando al concilio, Juan XXIII preguntaba y se preguntaba cómo decir hoy el pedido cotidiano de los cristianos: “que tu Reino venga”. Poniéndose en camino para encontrar una respuesta a esta interrogante, recuperó un significativo tema bíblico: la necesidad de saber discernir los signos de los tiempos. Lo que significa estar atentos al devenir de la historia y, más ampliamente, al mundo en el cual vivimos nuestra fe; ser sensibles a sus interpelaciones, impugnadoras y enriquecedoras al mismo tiempo. Y ajenos, en consecuencia, a los temores, a las condenaciones a rajatabla y a la cerrazón de aquellos a quienes el mismo Papa llamaba “profetas de desgracias”. Actitud de la cual gustan tanto aquellos que se erigen a sí mismos en salvadores de los males de la época.
En ese orden de ideas, podríamos decir, sin ninguna pretensión de exhaustividad y dejando de lado matices importantes, que la fe cristiana y el anuncio del evangelio confrontan hoy tres grandes retos: el del mundo moderno y el de la llamada posmodernidad, la pobreza de las dos terceras partes de la humanidad, y el pluralismo religioso y el consiguiente diálogo inter-religioso. Los tres –que hemos enumerado en orden cronológico– presentan requerimientos de gran alcance respecto a la vida cristiana y a la tarea de la Iglesia. Al mismo tiempo, todos ellos suministran elementos y categorías que permiten emprender nuevas pistas en el entendimiento y la profundización del mensaje cristiano. Es capital tener en cuenta estos dos aspectos de la misma realidad. El trabajo teológico consistirá en mirar cara a cara esos cuestionamientos, capaces de presentarse como signos de los tiempos, y, a la vez, discernir en ellos, a la luz de la fe, el nuevo campo hermenéutico que se le ofrece para pensar la fe y para hablar de Dios dicente a las personas de nuestro tiempo.
Al segundo de estos desafíos les consagraremos la mayor parte de estas páginas. Veamos más rápidamente el primero y el tercero.

El mundo moderno (y posmoderno)

Con raíces en los siglos XV y XVI, la mentalidad que se comenzará a designar como moderna, impacta en la vida de las iglesias cristianas del siglo XVIII en adelante. Sus características son la afirmación del individuo como punto de partida de la actividad económica, la convivencia social y el conocimiento humano; la razón crítica que no acepta sino aquello que ha sido sometido a su examen y juicio; y el derecho a la libertad en diversos campos. Es lo que Kant llamaba el estado adulto de la humanidad. De allí la desconfianza del espíritu moderno frente a la autoridad, tanto en el plano social como en el religioso. La fe cristiana, vecina de la superstición y del sesgo autoritario –según este pensamiento–, estaría destinada a la desaparición y, en el mejor de los casos, a ser recluida al ámbito privado. La sociedad entra de este modo en un acelerado proceso de secularización y hace perder a la fe cristiana el peso social y la influencia que, en otros tiempos, tenían sobre las personas.2 Los avatares de este conflicto, que afectó, sobre todo, a los cristianos de Europa, son conocidos; como lo son, asimismo, los pasos andados y desandados en las respuestas provocadas por los diferentes entredichos con la Iglesia. Por no hablar de los desconciertos, los temores, las audacias y los sufrimientos que se vivieron por estas razones.
Vaticano II, tomando distancia de quienes no veían en el mundo moderno sino un mal destinado a pasar y ante el cual solo cabía resistir a pie firme hasta que se calmara la tormenta, buscó y logró responder a muchos de estos cuestionamientos –no sin dificultades iniciales, por cierto. Hay todavía un enorme trabajo por hacer frente a esta situación: es evidente que, en este asunto, estamos ante una historia de larga duración.3
La tarea se ha complicado en los últimos tiempos con lo que se ha dado en llamar, por comodidad, la época posmoderna.4 Presentándose como una acerba crítica a la modernidad, acusada entre otras cosas de derivar fácilmente al totalitarismo –fascismo, nazismo, estalinismo–, en contradicción con su fervorosa reivindicación de la libertad y de confiarse en una visión estrecha y puramente instrumental de la razón, el talante posmoderno agudiza el individualismo, que marcaba ya al mundo moderno. Resultado de tal situación será una actitud algo desganada frente a las posibilidades de cambiar aquello que antes se pensaba incorrecto en nuestras sociedades. Como lo es, también, la desconfianza de cara a las nuevas convicciones firmes en cualquier área de la acción y del conocimiento humanos. Surge entonces una postura escéptica que relativiza el conocimiento de la verdad; según ella, cada cual tiene su verdad y, por ende, todo vale. Esta postura es, sin dudas, uno de los motivos del desinterés por lo social y lo político a que asistimos en nuestros días. Ella trae además, claro está, contribuciones importantes: habrá que estar atento, por ejemplo, a lo que puede significar –con todas sus ambivalencias políticas– la valoración de la diversidad cultural o étnica.
Que la posmodernidad sea un rechazo a la modernidad o su prolongación más refinada no cambia lo esencial de lo que nos interesa aquí. El conjunto constituye un gran reto para la conciencia cristiana. El tiempo ha hecho, es cierto, que surjan valiosas reflexiones teológicas que han tomado el toro por las astas. Lejos de una recusación inspirada por el miedo, no solo han enfrentado con libertad evangélica y fidelidad al mensaje de Jesús las interpelaciones del mundo moderno y sus reverberaciones, sino que han hecho ver también todo lo que él podía aportar para revelar alcances de la fe a quienes no habíamos sido sensibles en el pasado o a aquellos que, por una u otra razón, se habían eclipsado.

El pluralismo religioso

La pluralidad de religiones es, lo sabemos, un hecho milenario en la humanidad. Tanto los cultos grandes y más conocidos como los menos extendidos no surgieron ayer. En el pasado, su existencia planteaba algunos problemas prácticos y daba lugar a reflexiones acerca de la perspectiva salvífica del cometido misionero de las iglesias, pero, en las últimas décadas, su presencia se ha convertido en una interrogante de envergadura para la fe cristiana. Todos los estudiosos del tema están de acuerdo en decir que la teología de las religiones es muy reciente. Avanza por un terreno lleno de dificultades. Asistimos hoy en la Iglesia a un gran debate al respecto. La cuestión es, desde luego, delicada: importantes textos del magisterio y estudios teológicos de gran aliento han sido escritos al respecto.5 Como en el caso del mundo moderno, pero por razones diversas, la existencia de algunos miles de millones de seres humanos que encuentran en esas religiones su relación con Dios, o un Absoluto, o un profundo sentido para sus vidas, cuestiona a la teología cristiana sus basamentos principales. A la vez, como sucede con la modernidad, le proporciona elementos y posibilidades para volver sobre ella misma y someter hoy a un nuevo examen la significación y los avances de la salvación en Jesucristo.
Es un territorio nuevo y exigente.6 En él, la tentación de replegarse y de aferrarse a opciones que se consideran seguras es muy grande. Por eso son particularmente bienvenidos gestos audaces como los de Juan Pablo II, convocando hace unos años a un encuentro en Asís de los representantes de las grandes religiones de la humanidad para orar por la paz en el mundo. En efecto, una teología de las religiones no puede hacerse, sin dudas, sin una práctica de diálogo inter-religioso, diálogo que apenas está dando sus primeros pasos. La teología es siempre un acto segundo. Muchos están empeñados en este esfuerzo. También aquí, y con mayor urgencia quizás que en el desafío anterior, hay un enorme trabajo por hacer.
La mentalidad moderna es fruto de cambios importantes en el campo del conocimiento humano y la vida social, ocurridos, fundamentalmente, en Europa occidental en momentos en que aquella había iniciado ya su camino a un nivel de vida que la distanciaría del resto de los países del planeta. En cambio, los portadores de la interpelación que viene del pluralismo religioso se localizan en las naciones más pobres de la humanidad. Tal vez esta sea una de las razones, como hemos recordado, para que la toma de conciencia de las preguntas procedentes de estas últimas se haya presentado solo recientemente en las iglesias cristianas, justo cuando esos pueblos comenzaban a hacer oír su voz: desde diferentes áreas de Asia, sobre todo, pero también de Africa y, en menor escala, de América Latina; no puede separarse lo religioso de la situación de pobreza. Doble aspecto cargado de consecuencias para el discurso sobre la fe, proveniente de esas latitudes.
Esta última observación nos lleva a ahondar respecto al reto de la pobreza que habíamos reservado para la segunda parte y que, por razones obvias, nos interesa particularmente.

Una pobreza inhumana y antievangélica

Las interpelaciones a la fe cristiana que vienen del pluralismo religioso y de la pobreza, nacen en efecto fuera del mundo noratlántico. Quienes las llevan sobre sus espaldas son los pueblos pobres. Este es un planteamiento que arribó con fuerza a la reflexión teológica inicialmente en América Latina, continente habitado por una población simultáneamente pobre y creyente, como decimos desde hace décadas, en el marco de la Teología de la Liberación. Se trata de quienes viven su fe en medio de la miseria, lo cual trae como consecuencia que cada una de esas condiciones deje su huella en la otra. Vivir y pensar la fe cristiana es algo, por lo tanto, que no puede realizarse con independencia de la conciencia de la situación de despojo y marginación en que dichas personas se encuentran.

Releer el mensaje

Las conferencias episcopales latinoamericanas de Medellín (1968) y Puebla (1979) denunciaron la pobreza existente en el continente como “inhumana” y “antievangélica”. Pero sabemos que, desgraciadamente, se trata de una realidad de extensión universal. Poco a poco, los pobres del mundo fueron tomando una percepción cada vez más clara de su situación. Una serie de acontecimientos históricos en los años cincuenta y sesenta –descolonización, nuevas naciones, movimientos populares, un mejor conocimiento de las causas de la pobreza, etc.– hicieron presentes, a lo largo y ancho del planeta, a quienes siempre habían estado ausentes de la historia de la humanidad, o, para ser más exactos, invisibles para una manera de hacer la historia según la cual un sector de ella, el mundo occidental, aparecía como ganador en todos los campos. Es el hecho histórico que se ha llamado “la irrupción del pobre”. No es, por cierto, un acontecimiento terminado: se halla en pleno proceso y sigue planteando nuevas y pertinentes preguntas. En América Latina y el Caribe, este acontecimiento fue y es particularmente significativo para la reflexión teológica.
La pobreza es, como el pluralismo religioso de la humanidad, un estado de cosas que viene desde muy atrás. En el pasado, ella dio lugar, sin dudas, a gestos admirables de servicio a los miserables y abandonados. Pero hoy, el conocimiento de su abrumadora amplitud, la brecha cada vez mayor y profunda creada entre los estratos ricos y los pobres en la sociedad actual y el modo que tenemos de acercarnos a ella, han provocado que sólo en la segunda mitad del siglo XX haya comenzado a ser percibida realmente como un reto para nuestra comprensión de la fe. Aunque no del todo, porque no faltan aquellos para quienes tercamente la pobreza se limita a ser un problema de orden social y económico. No es este el sentido bíblico de esa condición, ni lo fue la intuición de Juan XXIII cuando, en vísperas del concilio, situaba a la Iglesia ante la pobreza del mundo –“los países subdesarrollados”– y afirmaba que ella debía ser “la Iglesia de todos y especialmente la Iglesia de los pobres”. Sugería así un exigente modo de concebir la Iglesia y su tarea en el mundo.
El mensaje del papa Juan XXIII fue escuchado y profundizado ulteriormente en América Latina y el Caribe; su condición de continente pobre y al mismo tiempo cristiano, mencionada más arriba, lo hacía especialmente sensible a la hondura teológica de la interpelación procedente de la miseria. Una perspectiva que, en circunstancias diferentes, habían iniciado en estas tierras, en el siglo XVI, figuras como fray Bartolomé de Las Casas y el indio peruano Guamán Poma, en su defensa de las poblaciones del continente, pero que aún hoy está lejos de ser comprendida por todos.
De allí las dificultades que todavía encontramos para explicar el significado de las afirmaciones básicas de la Teología de la Liberación y de la conferencia episcopal de Medellín, las cuales inciden justamente, y teniendo en cuenta el entramado actual, en ese enfoque.
A pesar de esto, la iglesia de América Latina y el Caribe –y pronto las de otros continentes pobres– hizo ver hasta dónde llegan las demandas provenientes de la situación de carencia y marginación de tantos seres humanos. El asunto se abre paso todavía en medio de algunos obstáculos para ser considerado en toda su hondura: un problema de vida cristiana y de reflexión teológica. Esto ocurre menos, es importante anotarlo, respecto al desafío –que en nuestros días llega cronológicamente después del de la pobreza a la conciencia teológica de la Iglesia– procedente del papel de las religiones de la humanidad, en el plan salvífico del Dios de la revelación cristiana. En el caso del pluralismo religioso, aunque no falten recalcitrantes, el carácter teológico es percibido, se entiende, más rápidamente. Subrayar el carácter teológico de las preguntas que acarrea la pobreza humana no significa, de ningún modo, soslayar que ella y la injusticia social tienen una inevitable y constitutiva dimensión socioeconómica. Es evidente que así es. Pero la atención que debe prestárseles no procede únicamente de una preocupación por los problemas sociales y políticos. La pobreza, tal como la conocemos hoy, lanza un cuestionamiento radical y de conjunto a la conciencia humana y a la manera de percibir la fe cristiana. Ella conforma un campo hermenéutico capaz de conducirnos a una relectura del mensaje bíblico y del camino a emprender como discípulos de Jesús. Este es un hecho que debe ser recalcado si queremos entender el sentido de una teología como la de la liberación.

Un eje de vida cristiana

Lo que llevamos dicho se enuncia de modo claro en la conocida expresión de “opción preferencial por los pobres”. La frase surgió en las comunidades cristianas y en las reflexiones teológicas de América Latina, durante el período que va de Medellín a Puebla, y esta última conferencia la recogió y la dio a conocer generosamente. Sus raíces se hallan en las experiencias de la solidaridad con los pobres y en la consiguiente comprensión del sentido de la pobreza en la Biblia, que se abrieron paso en los primeros años de la década de 1960 y expresadas ya, básicamente, en Medellín. Tal idea se encuentra hoy muy presente en el magisterio de Juan Pablo II y en el de diversos episcopados de la Iglesia universal, así como en textos de varias confesiones cristianas. La opción preferencial por el pobre es un eje fundamental en el anuncio del Evangelio que, usando la conocida metáfora bíblica, llamamos comúnmente tarea pastoral; lo es también en el terreno de la espiritualidad, es decir, en el caminar tras los pasos de Jesús. Y, por lo tanto, es asimismo un eje en cuanto a la inteligencia de la fe, que se hace a partir de esas dos dimensiones de la vida cristiana. El conjunto, esa triple dimensión, es el que le da fuerza y alcance.
Acabamos de evocar la pequeña historia de una percepción que se manifiesta en una fórmula recordada; no obstante, es claro que ella, en el fondo, apunta a ayudarnos a ver cómo en este tiempo enfocamos un dato capital de la revelación bíblica que, de una manera u otra, siempre ha estado presente en el universo cristiano: el amor de Dios por toda persona y, primordialmente, por los más abandonados. Pero ocurre que hoy estamos en condiciones de advertir con toda la claridad deseada que la pobreza, la injusticia y la marginación de personas y grupos humanos no son hechos fatales: tienen causas humanas y sociales.
Además, nos encontramos sobrecogidos por la inmensidad de esa realidad, así como por el crecimiento de las distancias, desde estos puntos de vista, entre las naciones en el mundo y entre las personas en el interior de cada país. Esto cambia el enfoque sobre la pobreza y nos empuja a examinar bajo una nueva luz las responsabilidades personales y sociales. Nos proporciona, de este modo, nuevas perspectivas para saber descubrir continuamente el rostro del Señor en el de otras personas, en particular en el de los miserables y maltratados. Y nos permite en forma directa arribar a lo que teológicamente hablando es decisivo: colocarnos en el corazón del anuncio del Reino, expresión del amor gratuito del Dios de Jesucristo.
La comprensión que se manifiesta en la fórmula “opción preferencial por el pobre” es lo más sustantivo del aporte de América Latina a la vida de la Iglesia y de la Teología de la Liberación a la Iglesia universal. La pregunta planteada al comienzo sobre el futuro de esta reflexión, debe tener en cuenta su relación factual y contemporánea con todo lo que dicha alternativa significa. Dicho punto de vista no es, evidentemente, algo exclusivo de esta teología; la exigencia y el significado del gesto hacia el pobre en la acogida del don del Reino forman parte del mensaje cristiano. Se trata de un discurso sobre la fe, capaz de permitirnos un recuerdo y una lectura en las condiciones actuales, con toda la novedad por ellas revelada, de algo que, de una u otra forma –con insistencias, pero también con paréntesis–, encontró siempre un lugar a lo largo del caminar histórico del pueblo de Dios. Es relevante subrayarlo no para disminuir la aportación de esta teología, que tiene ligado su destino al sentido bíblico de la solidaridad con el pobre, sino para dibujar debidamente el ámbito en que ella se da, en tanto continuidad y ruptura con reflexiones anteriores. Y, sobre todo, con la experiencia cristiana y las rutas tomadas para dar testimonio del Reino.
De igual manera que en los dos casos ya tratados, nos interesa resaltar aquí que en el desafío mismo proveniente de la pobreza se abren perspectivas que nos facilitan seguir sacando “lo nuevo y lo viejo” del tesoro del mensaje cristiano. El discernimiento desde la fe debe ser lúcido al respecto. Pero para ello es necesario vencer el empecinamiento de ver en la pobreza del mundo de hoy solo un problema social: eso sería pasar al lado de lo que este doloroso signo de los tiempos puede decirnos. Todo se resume en la convicción de que es necesario ver la historia desde su reverso, vale decir, desde las víctimas de ella. La cruz de Cristo ilumina esa visión y nos hace comprenderla como el paso a la victoria definitiva de la vida en el resucitado.

Tareas presentes

Señalemos algunos espacios en los cuales se mueven ciertas tareas que tiene por delante la reflexión teológica. Por cierto, habría muchas cosas más por decir y precisiones que hacer, pero no caben en estas pocas páginas. Esperamos tratarlas detenidamente en un trabajo de largo aliento, que está en preparación.7

Complejidad del mundo del pobre

Desde el inicio, en la Teología de la Liberación se han tenido presentes las diferentes dimensiones de la pobreza. Para decirlo en otros términos –como hace la Biblia–, se fue atento a no reducir la pobreza a su aspecto –capital por cierto– económico.8 Esto llevó a la afirmación de que el pobre es el “insignificante”, aquel que es considerado como un “no persona”, alguien a quien no se le reconoce la plenitud de sus derechos en tanto ser humano. Personas sin peso social o individual, que cuentan poco en la sociedad y en la Iglesia. Así son vistos, o más exactamente no vistos, porque son más bien invisibles, en tanto excluidos, en el mundo de nuestros días. Las razones de ello son diversas: las carencias de orden económico sin duda, pero también el color de la piel, ser mujer, pertenecer a una cultura despreciada –o considerada interesante solo por su exotismo, lo que al final viene a ser lo mismo. La pobreza es, en efecto, un asunto complejo y polifacético. Al hablar desde hace decenios de “los derechos de los pobres”, nos referíamos a ese conjunto de dimensiones de la pobreza.
Una segunda perspectiva, presente igualmente desde los primeros pasos, fue la de ver al pobre como “el otro” de una sociedad que se construye al margen o contra sus derechos más elementales, ajena a su vida y a sus valores. De modo tal que la historia leída desde ese otro –a partir de la mujer, por ejemplo– se convierte en otra historia. No obstante, releer la historia podría parecer un ejercicio puramente intelectual si no se comprende que ello significa también rehacerla. En ese orden de ideas, es firme el convencimiento, pese a todas las limitaciones y obstáculos que conocemos, especialmente en nuestros días, de que los pobres mismos deben asumir su destino. Al respecto, retomar la andadura de estas preocupaciones en el campo de la historia, desde cuando un hombre y teólogo como Las Casas se planteaba ver las cosas “como si fuese indio”, es un rico filón por explotar todavía. El primero en hacerlo, y con conocimiento de causa, fue el indio peruano Guamán Poma. Unicamente liberando nuestra mirada de inercias, de prejuicios, de categorías aceptadas acríticamente podremos descubrir al otro.
Por eso mismo, no basta tener conciencia de esa complejidad, es necesario profundizarla, entrar en el detalle de la diversidad y advertir su fuerza interpeladora. Tampoco es suficiente tomar nota de la condición de otro del pobre, tal como lo hemos comprendido. Ella debe, asimismo, ser estudiada más en detalle y considerada en toda su desafiante realidad. En ese proceso nos encontramos, gracias sobre todo a los compromisos concretos asumidos en y desde el mundo de la pobreza, marcada mayoritariamente entre nosotros, lo hemos hecho ver ya, con la vivencia –de un modo u otro– de la fe cristiana. La reflexión teológica se nutre de esta experiencia cotidiana, que lleva ya algunas décadas, y simultáneamente la enriquece.
Esta inquietud ha sido ahondada en los últimos años. Valiosos trabajos han permitido entrar de modo particularmente fecundo en algunos aspectos capitales de la complejidad mencionada. En efecto, en esa pista se encuentran hoy diferentes esfuerzos para pensar la fe a partir de la situación secular de la marginación y despojo de los diversos pueblos indígenas de nuestro continente y de la población negra, incorporada violentamente a nuestra historia desde hace siglos. De variadas maneras hemos sido testigos en este tiempo del vigor y la contundencia que adquiere la voz de estos pueblos, de la riqueza cultural y humana que son susceptibles de aportar, así como de las facetas del mensaje cristiano que nos permiten ver descarnadamente. A esto se añade el diálogo con otras concepciones religiosas, las que pudieron sobrevivir a la destrucción de los siglos anteriores, minoritarias hoy –no obstante igualmente respetables, porque en ellas se encuentran comprometidos seres humanos– pero que, sin pretender recrearlas artificialmente, están presentes con su acerbo cultural y religioso.
Las reflexiones teológicas que vienen de esos universos son particularmente exigentes y nuevas. Como lo son aquellas que provienen de la inhumana y, por consiguiente, inaceptable condición de la mujer en nuestra sociedad, en especial la que pertenece a los estratos sociales y étnicos que acabamos de recordar; en este terreno, asistimos igualmente a ricas y nuevas perspectivas teológicas, llevadas adelante sobre todo por mujeres, pero que nos importan y cuestionan a todos. Uno de los campos más fecundos es el de la lectura bíblica desde la condición femenina, pero, por supuesto, hay muchos otros campos que amplían también nuestro horizonte de comprensión de la fe cristiana.
No se trata, además –puede ser oportuno anotarlo– de la defensa de antiguas culturas fijadas en el tiempo o de la propuesta de proyectos arcaicos, que el devenir histórico habría superado, como algunos tienden a pensar. La cultura es creación permanente, se elabora todos los días. Lo vemos de muy diferentes maneras en nuestras ciudades. Ellas son un crisol de razas y culturas, en sus niveles más populares; pero, a la vez, son lugares crueles de distancias crecientes entre los diferentes sectores sociales que las habitan. Ambas cosas se viven en las ciudades de un continente en precipitada urbanización. Este universo en proceso, que en gran parte arrastra y transforma los valores de culturas tradicionales, condiciona la vivencia de la fe y el anuncio del Reino; es, en consecuencia, un punto de partida histórico para la reflexión de orden teológico.
No obstante, el acento que el discurso sobre la fe asume legítimamente, de acuerdo con la vertiente del mundo del pobre que lo privilegia, no debe hacer perder de vista la globalidad de lo que está en cuestión en la condición de todos los pobres, ni descuidar el terreno común del cual parten y en el cual discurren nuestros lenguajes y reflexiones: el de los insignificantes, el de su liberación integral y el de la buena nueva de Jesús dirigida preferentemente a todos ellos. En efecto, hay que evitar, a toda costa, que la necesaria y urgente atención a los sufrimientos y esperanzas de los pobres dé lugar a búsquedas ineficaces de cotos teológicos privados. Estos serían fuente de exclusividades y desconfianzas que, en última instancia, debilitan –puesto que se trata, en cuanto a lo esencial, de perspectivas convergentes y complementarias– el combate cotidiano de los desposeídos por la vida, la justicia y por hacer respetar sus valores culturales y religiosos. También por su derecho a ser iguales, al mismo tiempo que diferentes.
La complejidad del universo del pobre y la perspectiva del otro percibidas inicialmente, como lo hemos recordado, se encuentran hoy mejor dibujadas con todas sus dificultades y su conflictividad, pero asimismo con todas sus promesas. No pretendemos colocar bajo un mismo rubro todas las corrientes teológicas que vienen de esa situación, la diversidad en este asunto es igualmente importante; pero los evidentes lazos históricos entre ellas, así como el horizonte común del complejo mundo del pobre en que se colocan, nos permiten verlas como expresiones fecundas de las tareas actuales de la reflexión teológica, desde los desheredados del continente. Se trata de canteras abiertas.

Globalización y pobreza

No estamos con los pobres si no estamos contra la pobreza, decía Paul Ricoeur hace muchos años. Es decir, si no recusamos la condición que abruma a una parte tan importante de la humanidad. No se trata de un rechazo meramente emocional, es necesario conocer lo que motiva la pobreza en el nivel social, económico y cultural. Esto requiere instrumentos de análisis que nos son suministrados por las ciencias humanas pero, como todo pensamiento científico, ellas trabajan con hipótesis, que permiten comprender la realidad que buscan explicar, lo que equivale a decir que están llamadas a cambios ante fenómenos nuevos. Es lo que sucede hoy ante la dominante presencia del neoliberalismo, que llega ahora aupado sobre los hombros de una economía cada vez más autónoma de la política –y antes ya de la ética–, gracias al hecho que se conoce con el término un poco bárbaro de globalización.
La situación así designada viene, como es sabido, del mundo de la información, pero repercute pujante en el terreno económico y social, y en otros campos de la actividad humana. No obstante, la palabra es engañosa porque hace creer que nos orientamos hacia un mundo único, cuando en verdad, y en el momento actual, acarrea ineluctablemente una contraparte: la exclusión de una parte de la humanidad del circuito económico y de los llamados beneficios de la civilización contemporánea. Una asimetría que se hace cada vez más pronunciada. Millones de personas son convertidas de este modo en objetos inservibles o en desechables, después de uso. Se trata de aquellos que han quedado fuera del ámbito del conocimiento, elemento decisivo de la economía de nuestros días y el eje más importante de acumulación de capital. Conviene anotar que esa polarización es la consecuencia del modo como estamos viviendo hoy la globalización, ella constituye un hecho que no tiene necesariamente que tomar el curso actual de una desigualdad creciente. Y, lo sabemos, sin igualdad no hay justicia. Lo sabemos, pero el asunto adquiere en nuestros días una urgencia creciente.9
El neoliberalismo económico postula un mercado sin restricciones, llamado a regularse por sus propios medios, y somete toda solidaridad social en este campo a una dura crítica, acusándola no solo de ineficaz frente a la pobreza, sino, incluso, de ser una de las causas de ella. Que hayan existido casos de abusos en esa materia es claro y reconocido, pero aquí estamos ante un rechazo de principio, que deja a la intemperie a los más frágiles de la sociedad. Una de las derivaciones de este pensamiento –de las más dolorosas y agudas– es la de la deuda externa, que mantiene maniatadas y agobiadas a las naciones pobres. Deuda que creció espectacularmente, entre otras razones, debido a tasas de interés manejadas por los mismos acreedores. El pedido de su condonación es uno de los puntos más concretos e interesantes de la convocatoria hecha por Juan Pablo II para celebrar un jubileo del año 2000 –en el sentido bíblico del término.
Semejante deshumanización de la economía, comenzada un buen tiempo atrás, que tiende a convertir todo, incluso a las personas, en mercancías, ha sido denunciada por una reflexión teológica encargada de develar el carácter idolátrico de ese hecho. Pero las circunstancias actuales no sólo han convertido en más apremiante este señalamiento, sino que, además, proporcionan nuevos elementos para profundizarlo. Por otro lado, asistimos a un curioso intento de justificación teológica del neoliberalismo económico que compara, por ejemplo, las corporaciones multinacionales con el siervo de Yahvé, porque como a él todos las atacan y vilipendian, y, sin embargo, de ellas vendrían la justicia y la salvación. Por no hablar de la llamada teología de la prosperidad, que tiene lazos muy estrechos, por cierto, con la postura que acabamos de reseñar. Esto ha invitado, a veces, a postular un cierto paralelismo entre cristianismo y doctrina neoliberal. Sin negar sus intuiciones, cabe preguntarse por el alcance de una operación que nos recuerda aquella realizada –en el extremo opuesto– años atrás para refutar el marxismo, considerado también como una especie de “religión” que además seguiría, jalón por jalón, el mensaje cristiano –pecado original y propiedad privada, necesidad de un redentor y proletario, etc. Pero esta observación no demerita, claro está, la necesidad de una crítica radical a las ideas dominantes hoy en el terreno de la economía. Todo lo contrario.
Una reflexión teológica a partir de los pobres, preferidos de Dios, se impone. Ella debe tomar en cuenta la autonomía propia de la disciplina económica y, al mismo tiempo, tener presente su relación con el conjunto de la vida de los seres humanos, lo cual supone, en primer lugar, considerar una exigente ética. Por lo mismo, evitando entrar en el juego de las posiciones que acabamos de mencionar, no habrá que perder de vista que el rechazo más firme a las posiciones neoliberales se da a partir de los contrasentidos de una economía que olvida cínica y, a la larga, suicidamente al ser humano. En especial a los que carecen de defensas en este campo; es decir, a la mayoría de la humanidad. Se trata de una cuestión ética, en el sentido más amplio del término, que exige entrar en los mecanismos perversos encargados de distorsionar desde dentro la actividad humana llamada economía. Valiosos esfuerzos de reflexión teológica se hacen al respecto entre nosotros.
En este aspecto –el de la globalización y la pobreza– debemos también asumir puntos de vista abiertos en lo concerniente a las corrientes de defensa ecológica ante la destrucción, suicida igualmente, del medio ambiente. Ellas nos han hecho más sensibles a todas las dimensiones del don de la vida y nos han ayudado a ampliar el horizonte de la solidaridad social, que debe comprender un respetuoso vínculo con la naturaleza. El asunto no afecta únicamente a los países desarrollados, cuyas industrias causan tanto daño al hábitat natural de la humanidad. Toca a todos, de igual modo a los países más desheredados. Imposible hoy en día reflexionar teológicamente sobre la pobreza sin tener en cuenta estas realidades.

Profundización de la espiritualidad

Si los puntos anteriores estuvieron, de una manera u otra, presentes o esbozados desde los primeros pasos de la Teología de la Liberación –sin negar, claro está, lo propio y creativo del trabajo al que hemos asistido en estos últimos años–, el de la espiritualidad ocupó siempre un lugar de primer plano. Además de la importancia del asunto para todo cristiano, allí se juega la suerte del tipo de doctrina que postulamos. En efecto, una profunda convicción siempre nos ha acompañado –alimentada inmensamente por la obra de M. D. Chenu: detrás de toda inteligencia de la fe hay una manera de seguir a Jesús.10 La espiritualidad –así designamos hoy lo que en los Evangelios se conoce como el seguimiento de Jesucristo– es la columna vertebral del discurso sobre la fe. Es la que le da su significación más profunda y su alcance. Este es uno de los puntos centrales de la comprensión de la teología como una reflexión sobre la práctica, que constituye, precisamente, el corazón del discipulado. Sus dos grandes y entrelazadas dimensiones, la oración y el compromiso histórico, conforma aquello que en el Evangelio de Mateo es llamado hacer “voluntad del Padre”, por oposición a un simple decir “Señor, Señor” (7, 21). Cobra así sentido la afirmación de que “nuestra metodología es nuestra espiritualidad”.11 Ambas son caminos hacia Dios y es necesario seguir avanzando en ellos.
En tiempos recientes hemos alcanzado una abundante producción en la línea de una espiritualidad de la liberación. La razón es simple: la experiencia espiritual del pueblo pobre del continente, en medio de un proceso histórico que sabe de logros y tropiezos, ha crecido en madurez. Este interés no significa, en modo alguno, una posición de repliegue frente a opciones de orden social que mantenemos en toda su vigencia, en tanto que expresión de la solidaridad con los pobres y oprimidos. Quienes así opinan parecen desconocer la radicalidad resultante del ir al fondo de las cosas, allí donde se anudan cotidianamente amor a Dios y amor al prójimo. En esa hondura se sitúa la espiritualidad. Lejos de ser una evasión de los retos del presente, ella da firmeza y durabilidad a las opciones que acabamos de aludir. Tenía razón Rilke cuando decía que Dios se encuentra en nuestras raíces. Y nunca terminamos de profundizarlas.
En el núcleo mismo de la opción preferencial por el pobre hay un elemento espiritual de experiencia del amor gratuito de Dios. El rechazo a la injusticia y la opresión que ella implica, está anclado en nuestra fe en el Dios de la vida. No sorprende, por eso, que esa opción haya sido rubricada por la sangre de quienes, como decía Mons. Romero, han muerto con “el signo martirial”. Fuera del caso del propio arzobispo de San Salvador, esa es la situación sufrida por numerosos cristianos, en un continente que se pretende cristiano también. No podemos dejar de lado esta cruel paradoja al realizar una reflexión sobre la espiritualidad en América Latina. Verdaderamente, de muchas maneras la vivencia de la cruz marca la vida cotidiana de los cristianos del continente y del Perú.12
En ese orden de ideas es capital el itinerario espiritual de un pueblo que vive su fe y mantiene su esperanza, en medio de una vida cotidiana hecha de carencias y exclusiones, pero también de proyectos y de una mayor conciencia de sus derechos. Los pobres de América Latina han emprendido la ruta de la afirmación de su dignidad humana y de su condición de hijas e hijos de Dios. En ese caminar se da un encuentro con el Señor, crucificado y resucitado. Estar atento a esa experiencia espiritual, recoger las versiones orales y los escritos en que ella es narrada, se convierte en una tarea primordial de la reflexión teológica hecha entre nosotros. “Beber en su propio pozo”, llamábamos a ese momento, usando una expresión de Bernardo de Claraval. Sus aguas nos permitirán ver la medida de la inculturación de la fe cristiana en pueblos pobres, pero poseedores de una cultura y de un decursar histórico diferentes a los que encontramos en el mundo noratlántico.
Lo que acabamos de decir es consecuencia de una comprobación ya recordada: el pueblo latinoamericano es, mayoritariamente, pobre y creyente a la vez. En el corazón de una situación que los excluye y maltrata, y de la cual buscan liberarse, los pobres creen en el Dios de la vida. Como decían, en nombre de los pobres del Perú –más de un millón de los cuales se hallaban allí presentes–, nuestros amigos Víctor –hoy fallecido– e Irene Chero, a Juan Pablo II, durante su visita al país (1985): “Con el corazón roto por el dolor, vemos que nuestras esposas gestan en la tuberculosis, nuestros niños mueren, nuestros niños crecen débiles y sin futuro”, y añadían: “pero, a pesar de todo esto, creemos en el Dios de la vida”. Es un contexto, o más bien, una realidad vital, que una reflexión sobre la fe no puede eludir. Más bien, debe nutrirse de ella. Continuamente.
Unas palabras para concluir. Si bien, como es explicable, hemos puesto el acento en la interpelación que viene del mundo de la pobreza, estamos lejos de pensar que los otros dos cuestionamientos no nos afectan en América Latina y el Caribe. La reflexión teológica del mundo cristiano tiene que enfrentar los tres retos mencionados e, incluso, hacer ver sus relaciones mutuas. Apenas las hemos rozado en estas páginas, pero estamos convencidos de la importancia y fecundidad de establecer esa trama.
Para ello habría que evitar la tentación de encasillamiento, que consistiría en asignar cada uno de dichos desafíos a determinados continentes. El de la modernidad al mundo occidental, el de la pobreza a América Latina y Africa, y el que viene del pluralismo religioso a Asia. Sería una solución de facilidad, ajena a los cruces y contactos que se dan hoy entre diferentes pueblos y culturas, así como a la rapidez que asiste al movimiento de la comunicación, que da lugar a la cercanía que experimentan personas distantes geográficamente.
Naturalmente, son apreciables predominios según las diversas áreas de la humanidad. Pero son solo eso, acentos. En la actualidad, estamos llamados a una misión teológica capaz de emprender nuevas rutas y mantener con mano firme tanto la particularidad como la universalidad de la situación que vivimos. Ese cometido no podrá llevarse a cabo sino con una gran sensibilidad a las diversas interpelaciones recordadas y con un respetuoso y abierto diálogo que asuma como punto de partida histórico las condiciones de vida –en todos sus niveles– de los seres humanos y de su dignidad, en particular de los pobres y excluidos. Ellos son, para los cristianos, reveladores de la presencia del Dios de Jesucristo, en medio de nosotros.
Estamos ante una estimulante y prometedora tarea, a la cual la Teología de la Liberación tiene mucho por hacer y, sobre todo, que aprender.

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Notas

1—Por esa razón, a quienes curiosamente se preguntaban si la Teología de la Liberación mantiene su vigencia, después de los acontecimientos simbolizados en la caída del Muro de Berlín –un hecho, sin dudas, de enorme importancia en la escena internacional–, habría que recordarles que el punto de partida histórico de esa reflexión no fue la situación de los países de Europa del Este. Fue, y por cierto sigue siendo, la inhumana pobreza de nuestro continente y la lectura que hacemos de ella a la luz de la fe. Estado de cosas y teología que, en cuanto a lo sustancial, poco tiene que ver con el desplome del socialismo real.
2—Uno de los factores de punta de estos procesos fue, lo sabemos, el pensamiento científico. Con el desarrollo de algunas vertientes de la ciencia –como la biogenética, por ejemplo– se plantean severas interrogantes a la visión cristiana de la vida.
3—Ver al respecto la importante Historia del Concilio Vaticano II, en curso de publicación en varias lenguas, dirigida por Guiseppe Alberigo.
4—Cf. G. Gutiérrez: “¿Dónde dormirán los pobres?”, en El rostro de Dios en la historia, Lima, Universidad Católica, IBC. CEP, 1996, pp. 9-69.
5—Ver, por ejemplo, J. Dupuis: Vers une theoligie chrétienne du pluralisme religieux, París, Cerf, 1997.
6—Para una breve presentación de conjunto, ver M. Fédou: Les religions selon la foi chrétienne, París, Cerf, 1996.
7—Eso no permitirá dar referencias bibliográficas sobre estos temas que, por ahora, obviamos. Ver, sin embargo, las que se encuentran en “¿Dónde dormirán los pobres?”.
8—Ello se expresa en fórmulas que se encuentran desde los primeros escritos de esta teología. En referencia al pobre se habla en repetidas oportunidades de “pueblos, razas y clases sociales” (Teología de la Liberación, Lima, CEP, 1971, p. 226, cf. También pp. 251, 255) y de “las clases populares explotadas, las culturas oprimidas, las razas discriminadas”. “Praxis de liberación y de fe cristiana”, en Signos de liberación, Lima, CEP, 1973, p. 65; ver también pp. 64, 90, 107, 111, 114, 125. Expresiones similares en “Revelación y anuncio de Dios en la historia”, en Páginas, Lima, marzo de 1976, pp. 32, 36, 38. Se afirma, igualmente, que “la mujer de esos sectores es doblemente explotada, marginalizada y despreciada” (Teología desde el reverso de la historia, Lima, CEP, 1977, p. 34, no. 36, y “La fuerza histórica de los pobres”, en Signos de lucha y esperanza, Lima, CEP, 1978, p. 173).
9—Cf. Las penetrantes disquisiciones al respecto de Norberto Bobbio: Destra e sinistra. Ragioni e significati di una politica, Roma, Donzelli, 1994.
10—Ver su célebre Une école de théologie. Le Saulchoir, La Saulchoir, 1937.
11—“La fuerza histórica de los pobres”, en Signos de lucha y esperanza, p. 176.
12—Ver sobre estos temas los valiosos trabajos de Jon Sobrino.

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