Yo tenía desde hace tiempo una deuda con este país, no sólo por las múltiples invitaciones que no había podido corresponder, sino por la cantidad de gente que me escribe y que en muy pequeña proporción he podido ayudar, cooperar con sus trabajos. Por tanto estoy muy agradecido a FELAFACS por haber hecho posible, por lo menos en una partecita, condonar esta deuda.
Voy a hacer una reflexión en tres tiempos: creo que no podemos pensar los últimos “paradigmas”, modelos de sociedad, sin ponerlos en perspectiva histórica. No es posible hablar de sociedad de la información o del conocimiento como si no tuviera nada que ver con las transformaciones de la matriz, que ha sido y continúa siendo en la inmensa mayoría de nuestros países la sociedad de mercado. Reflexiono primero sobre los modelos de sociedad, porque en la mayoría de nuestros países de la América Latina, junto al modelo hegemónico, de alguna manera sobreviven otros modelos de sociedad y otros modelos de conocimientos y de saberes que normalmente nuestras universidades desconocen. Abordaré primero los modelos de sociedad, después los modelos de conocimientos y por último los modelos de universidad.
Modelos de sociedad
Parto de la diferencia radical entre lo que fue y todavía es en parte, aunque cada vez menos, la sociedad industrial. Hay que subrayar que el modelo de sociedad industrial que proviene de finales del siglo XVIII en Inglaterra, para buena parte de la población de nuestros países, que vivió más bien en la economía informal, jamás tuvo significación alguna.
La sociedad industrial podría caracterizarse como un modelo de sociedad integral, que para explotar tenía que dar trabajo y, por tanto, integraba a la inmensa mayoría de la población, la incluía con modalidades de explotación de su propio trabajo. Tenía que dar trabajo y lo daba. No olvidemos que el éxito de los Aliados que ganaron la II Guerra Mundial era haber llegado, tanto en los Estados Unidos como en Francia, Italia y Alemania, con la ayuda del Plan Marshall, a lo que presentaban como pleno empleo. Hubo un tiempo en que estos países lo alcanzaron casi por completo. Era una sociedad integrada, básicamente salarial, donde la inmensa mayoría tenía salarios fijos. Constituía una sociedad regulada por el Estado, un capitalismo con reglas de juego, era una sociedad explícitamente conflictiva en que tanto los partidos de izquierda como los sindicatos podían expresar los conflictos abiertamente, se podía pelear por mejores condiciones de trabajo y de vida, y, por tanto, era un modelo de sociedad negociador: había conflictos y negociación.
A mediados de los años setenta se hizo visible, con la primera gran crisis del petróleo, con el aumento de sus precios, el inicio de un nuevo modelo de sociedad del que nos había llegado hasta ahí de la sociedad industrial (conflictiva, integrada, negociadora), y hubo un discurso de la entonces primera ministra británica Margaret Thatcher que nos dio la clave. En un pulso de dos años con los sindicatos británicos de la minería, ella sostenía que las minas británicas no eran competitivas, por tanto, había que cerrarlas. Los mineros se aferraban a su fuente de trabajo, era todavía una fuente de riqueza del país, y al cabo de ese tiempo ella ganó y se cerraron las minas. Pronunció un discurso en el que dijo claramente que un tercio de los británicos tendría que dejar de serlo para que los otros dos tercios siguieran siéndolo.
Recuerdo que cuando leí ese discurso pensé que en la América Latina había que ponerlo al revés: dos tercios dejarán de ser para que un tercio tenga alguna dignidad. Ese es el modelo de sociedad al que entramos desde finales de los años setenta. ¿Cómo podríamos caracterizarlo? Es un modelo de sociedad ya no integral, claramente, explícitamente, sin vergüenza; evidentemente, tenemos que hacer el arco hacia fines de los ochenta con la caída del muro de Berlín. A partir de ahí, el capitalismo se queda solo —con muy pocas excepciones— y lo que se pierde no es sólo el socialismo real, sino el horizonte socialista.
Entra otro modelo de capitalismo, no ya integrado, sino dual, una sociedad de los excluidos y de los incluidos, con toda claridad, sin ninguna vergüenza, que se caracteriza por una transformación que reduce poco a poco los puestos de trabajo en el ámbito de la gran industria tradicional, y mientras reduce el número de trabajadores en las industrias metalmecánica, las acerías, etc., se vuelve terciaria, de servicios, porque los requerimientos de esta otra industria es un tipo de trabajador diferente, de manera que, en buena proporción, los trabajadores del ámbito de la minería, la agricultura, etc., no encuentran trabajo en el ámbito de los servicios, por lo cual en veinte años hemos visto crecer el desempleo y la exclusión de millones de ciudadanos. Aparece una sociedad dual cuya clave es la contradicción que expresa el concepto de flexibilidad laboral. Este concepto es un hecho nuevo importante, porque habla de que la mayoría de la gente que trabaja va a tener que poner menos músculo y más cerebro. Es un hecho.
La industria de esta nueva sociedad dual, no integrada, hace indudablemente una propuesta de empleo mucho menos ligada a las fuentes de trabajo de operaciones repetidas, ligada a cierta experiencia de energía muscular y del entrenamiento. Pasamos a un nuevo tipo de trabajo en que la información, las destrezas mentales, esas competencias, tendrán más valor que la fuerza y la agilidad manual.
Pero flexibilidad laboral significa también —cuando presenté en la Universidad Nacional La era de la información de Manuel Castells, se hizo un silencio terrible cuando el autor dijo que vamos a una sociedad en que terminó el trabajo para toda la vida y el trabajo de tiempo completo para la inmensa mayoría— que la sociedad industrial con su modelo de pleno empleo dejó de servirle al capitalismo. Yo creía que el empleo era el resultado de las luchas obreras. Es cierto, pero también le funcionaba al capitalismo. Del mismo modo que la abolición de la esclavitud en Brasil, por ejemplo, fue en buena medida el resultado del interés de producir con mejores ganancias. Recordemos a Walter Benjamín: “Todo proceso o expresión de cultura es a la vez expresión de barbarie”. O sea, que todos los resultados de las luchas obreras fueron el resultado de que el capitalismo podía digerir eso y ahora no lo digiere más. Y no lo digiere, claramente, precarizando las formas de trabajo y acabando con las prestaciones sociales.
Quiero nombrar aquí la perversión que significa para mí que en Colombia, hoy, se haya cambiado el concepto de seguridad social —que era salud pública, pensiones—por el de seguridad democrática. Con lo que nos da la privatización, se acabaron las prestaciones sociales, como se ve en la mayoría de nuestros países; y ahora nos cambian el término por el de seguridad democrática. Lo que ocurre es, sencillamente, una guerra, que necesitaba quizá Colombia, pero no nos garantiza lo que nos garantizaba la seguridad social.
Había que empezar por aquí, porque ahora cuando pasemos a hablar de sociedad de la información y sociedad del conocimiento no podemos olvidar que ambos calificativos de esos modelos de sociedad se dan sobre una sociedad dual, fragmentada, desregulada, en la que el estado está cada vez más moldeado por las decisiones del Fondo Monetario Internacional, del Banco Mundial, para las negociaciones con sus pueblos. Esto no es una ofensa a ningún Estado. Por ejemplo, Lula, en Brasil, ha tenido que negociar mucho entre lo que exigía el FMI y lo que exigían sus movimientos sociales, como los Sin Tierra, porque todavía Lula no ha llegado a atender mínimamente las demandas de su pueblo. Sabemos que Brasil es el país más desigual del mundo. No está en Africa ni en Asia: está en la América Latina, en Brasil.
¿Sociedad de la información y el conocimiento?
Considero que es bueno que estas otras denominaciones de sociedad de la información y sociedad del conocimiento las pensemos a la luz de este modelo de sociedad, fragmentada, excluyente, precaria, desregulada, en la que el Estado ya no tiene capacidad de regular, porque le fue quitada por estos organismos internacionales: la capacidad de decisión de nuestros Estados es muy relativa. Y, finalmente, es una sociedad mucho menos conflictiva, en la que la mayoría de los sindicatos, no sólo en la América Latina, sino en Europa —veamos los casos de Italia y Francia: Silvio Berlusconi y Nicolas Sarkozy se ríen de ellos, les importan un carajo— no tienen ni un diez por ciento de la fuerza que tenían hace veinte años. Viví en Francia a finales de los sesenta y principios de los setenta, y los sindicatos paralizaban el país, hacían negociar a los gobiernos y a las empresas. Eso terminó.
Entonces, esta de hoy es una sociedad mucho menos conflictiva y, por tanto, mucho menos negociadora, en la que los que defienden los intereses de las mayorías se ven desprovistos de dispositivos y posibilidades reales para negociar en serio, algo que sí tenía la sociedad industrial. Esto significa que la identidad del profesional de cualquier campo va a sufrir una fuerte transformación. No podemos desconocer que la flexibilidad —esa palabrita tramposa, como la palabra competencia— por un lado habla de un cambio en la modalidad del trabajo, pero habla, por otro, de un cambio absolutamente negativo en términos de derechos sociales.
Hoy nos vamos a encontrar con que la flexibilidad laboral para los profesionales va a significar no sólo la pérdida de prestaciones sociales, sino que a cada profesional le toca competir ya no con empleados y profesionales de otra empresa, sino incluso en su propia empresa contra sus propios compañeros. O sea, que el concepto de competitividad es un proceso en el que no sólo compiten las empresas entre ellas, sino los propios obreros hacia el interior de ellas, de tal manera que la solidaridad obrera es minada. Y lo que predica la nueva doctrina neoliberal acerca del acrecentamiento de las iniciativas de los trabajadores, creatividad, innovación, es cierto, pero sólo que la empresa quiere profesionales innovadores, creativos y flexibles en la medida en que se traduzca en rentabilidad para ella.
La capacidad de innovación en la empresa es mantenida mientras pueda ser capitalizada. En este sentido, hoy en día lo que fue el proyecto de vida profesional está cada vez más en crisis en términos de durabilidad, al no poder relacionar el proyecto de vida con el proyecto de trabajo. Tengo información de que el contrato de trabajo en muchas empresas de la transnacional Silicon Valley, es de nueve meses como promedio.
Este es un fenómeno que alcanza hasta a los profesionales de la comunicación y del conocimiento. Vean la crisis de la investigación en Francia, donde los investigadores de las universidades llevan dos años de huelgas. Se observa el desmantelamiento de la investigación científica en Francia, que se pasa a la empresa privada.
Este nuevo modelo de sociedad hace justamente esto: el desplazamiento radical del peso de la investigación más de punta al ámbito de la industria privada. Es un hecho claro. Por ejemplo, actualmente la industria farmacéutica, que está en manos de las transnacionales, tuvo que ser obligada por la ONU a abaratar mínimamente el precio de las medicinas, para aliviar, por lo menos, el dolor de los millones de seres humanos con Sida. O sea, lo que está siendo desregulado es la propia investigación.
Tenemos una industria tecno-científica que en sus tres cuartas partes es privada. Y no olvidemos que el grupo empresarial que descubrió el mapa del genoma humano se adelantó al descubrimiento por parte de una universidad pública de los Estados Unidos. Ganó la privada.
Sociedad de la información es un concepto ambiguo
Sociedad de la información es un concepto completamente ambiguo, porque de un lado nombra un hecho indudable, y es la transformación radical de la idea de información. Cuando algunos de los que estamos aquí —los más viejitos— trabajamos de alguna manera en la pelea que condujo al Informe McBride, aquella declaración de la UNESCO que planteó un nuevo orden mundial de la información y la comunicación, estábamos hablando de la información noticiosa, del desequilibrio terrible que tenía en las agencias la información del Primer Mundo, que venía a ser una quinta o sexta parte del mundo, mientras que la información sobre Africa, la América Latina, Asia, se desconocía. Aún seguimos desconociendo día a día lo que pasa en los países de al lado, porque la inmensa mayoría de las páginas internacionales están dedicadas a Europa o a los Estados Unidos y a sus intereses, sean Iraq, Afganistán o donde estén ellos.
Entonces información era noticia, hoy no.
Primero: información es conocimiento incorporado a los productos, como el mapa genético, que es un tipo de conocimiento radicalmente nuevo, porque no es un conocimiento que es revelado luego de estar oculto, sino una construcción del conocimiento humano. El conocimiento humano ha sido capaz de objetivarse en eso que llamamos hoy mapa genético: es una escritura expresada, en buena medida, gracias al conocimiento. Entonces, el objeto de información hoy no es la información noticiosa: el objeto de información hoy es materia prima del tipo de conocimiento incorporado a los nuevos productos, y hablamos de biología, de tecnobiología, no de lo que entendíamos como producto industrial.
Segundo: información es aquella incorporada a los procesos de producción en términos de la nueva relación invención-aplicación-simulación. Por ejemplo, hoy un por ciento alto de la experimentación científica no se hace directamente sobre los ratones, sino por procesos de simulación en los órganos de ellos, así como la salida del hombre fuera de la gravedad fue posible por la simulación, porque lo que pudieron investigar tanto los norteamericanos como los rusos sobre los cuerpos de los astronautas fue ínfimo: el resto fue simulado para saber el funcionamiento de los órganos fuera de la gravedad.
Actualmente, buena parte de la información tiene que ver con estas nuevas relaciones entre invención y circulación de la información: sacarla para aplicarla a otros campos. Finalmente, la información es producto ella misma de un mercado de bienes digitales que cada vez circula más velozmente y que plantea desafíos radicales a la concepción anacrónica del siglo XIX —que tienen hoy la mayoría de los Estados, de los gobiernos— llamada tramposamente propiedad intelectual, que tiene todo de propiedad y poquísimo de intelectual, porque es el productor que hace físicamente el libro el que gana, no quien escribe el libro. Otra cosa es el derecho de autor, no debemos confundirnos. Ahí tenemos un tema de fondo que hay que discutir muy seriamente.
En el campo de la comunicación, habría que ayudar a los juristas a pensar una concepción de propiedad colectiva en términos de uso: Yo tomo esta agua y no se la puede tomar nadie más, pero si yo escucho una canción, la puede escuchar todo el mundo. Entonces, no podemos seguir poniendo en un mismo plano todos los modelos de consumo. Esta es una trampa que el Estado y el mercado hacen a ese invento anarquista —como lo ha reconocido Castells— que es Internet. Siglo y medio después de lo que soñaban los anarquistas, Internet es su invento: una sociedad sin Estado y sin mercado, sin propiedad. Internet nació así, pero tanto el Estado como el mercado no pueden permitir que Internet funcione, porque desborda, desafía la propiedad como la ha concebido el capitalismo.
Pasamos entonces a la siguiente pregunta: ¿Qué entendemos realmente por sociedad de la información? Esta nace de una concepción en la que el modelo de sociedad se liga estructuralmente al desarrollo tecnológico. Significa una sociedad en la que la mutación tecnológica nos viene impuesta —si no nos desarrollamos tecnológicamente nos quedamos en el siglo XIX—, pero esa mutación tecnológica se liga estructuralmente también al crecimiento económico. O sea, la nueva tecnología exige una nueva sociedad, desregulada. ¡Terminó la regulación de los medios! La nueva sociedad implica la desregulación.
El concepto de sociedad de la información es contradictorio, puede ser tramposo. Por un lado, es lo que acabo de decir, pero por otro lado nombra una concepción que nos impone el desarrollo tecnológico, concebido a su vez con una visión profundamente instrumental con relación al crecimiento económico. O sea, aquel desarrollismo de los años sesenta que privilegiaba el crecimiento económico sobre un mínimo de distribución social está en el fondo del concepto de sociedad de la información. El primer concepto de convergencia tecnológica fue la legitimación de la desregulación de los medios para que pudieran operar en estas condiciones, dejando a la libre empresa la iniciativa y el Estado perdiéndola.
El concepto de sociedad del conocimiento, que nació en los espacios académicos norteamericanos, pasó, afortunadamente, a la UNESCO que lo planteó primero, desfatalizando la relación entre cambio tecnológico y cambio de sociedad. La UNESCO vio claramente que pensar en términos instrumentales el desarrollo tecnológico tenía que ver con el funcionamiento de las economías en la mayoría de los países; por tanto, introdujo la necesidad de ligar la innovación tecnológica no sólo al crecimiento económico, sino ligarlo a una sociedad más abierta, más plural, más integrada, justo todo lo que se perdió. Es decir, sociedad del conocimiento —y esto se vio en los dos grandes foros de la sociedad mundial de la información, tanto en Ginebra como en Túnez— tenía dos grandes concepciones: la que venía de los Estados y las empresas, y la que venía de la sociedad civil del mundo.
De tal manera que frente a un concepto de sociedad de la información tecnologista e instrumental, la declaración de la sociedad civil del mundo planteó una idea más cercana a Castells que es, así como se habla de sociedad industrial, hablar de sociedad informacional y añadir el plural, o sea sociedades. Y el término informacional, para la sociedad civil, es el que caracteriza a una forma de organización social en la que la creación, el conocimiento y el poder van a encontrar nuevas formas de funcionamiento y de distribución.
Y ahora una pregunta: ¿Y la América Latina? ¿La América Latina puede hablar de sociedad del conocimiento cuando somos, primero que todo, sociedades del desconocimiento de saberes y conocimientos que nuestras universidades han sido incapaces de avalar y de legitimar? ¡Cómo hablar de sociedad del conocimiento en la América Latina cuando hoy día están deslegitimados los saberes tradicionales de los millones de desplazados que sobreviven en el continente con saberes que no provienen de la academia, sino de la experiencia social, de su creatividad y de la imaginación social! ¿Y dónde están nuestras universidades? Tengo claro el caso de lo que pasó en Colombia, a pesar del esfuerzo de unos pocos, para que el tema cultura llegara al Tratado de Libre Comercio con los Estados Unidos, pero era muy difícil. No nos engañemos.
Los que han investigado los saberes tradicionales textiles, medicinales, culinarios, de diseño de nuestros indígenas y de nuestras comunidades campesinas, son antropólogos que, en su inmensa mayoría, hacen sus tesis de licenciatura y que se abruman en las universidades. Pero nuestras universidades no han hecho de intermediarios como mínimo —ya no digo de mediadores— entre los saberes que los antropólogos han descubierto y el Ministro de Comercio Exterior y su pandilla, que eran los que negociaban con los gringos. ¿Dónde está la mediación que han hecho las universidades avalando y legitimado que en la América Latina hay —como en todo el mundo— saberes que no pasan por la academia, que provienen de la memoria, de la experiencia, del trabajo, saberes locales?
Nuestras universidades, entre el claustro y el torbellino social
Sí, aún siguen llamándose claustro, esa palabra que surgió en la Edad Media. Es que la inmensa mayoría de nuestras universidades viven bastante enclaustradas. Y no puedo evitar hacer una pequeña historia, al menos de la revolución de la universidad moderna. Esta nace con Napoleón en Francia y nace ligada estructuralmente a la figura y las funciones del Estado-nación en el siglo XIX, como concepto de lo público, vinculada a las funciones y necesidades del Estado. Por tanto, es una universidad centralizada, con una rigurosa selección del cuerpo docente, de tal manera que sus profesores eran funcionarios del Estado, pagados por este, y cuya finalidad, por tanto, era la de la formación, producción y adecuación del conocimiento en función de dos grandes referentes: utilidad social —al nacer ligada claramente a que su investigación tenga utilidad social— y perseguir los objetivos de la política gubernamental. Es una universidad muy politizada en términos de que el Estado tiene sus proyectos sociales y la universidad tiene que responder a la utilidad social y a los proyectos de los gobiernos.
A comienzos del siglo XX surge en los Estados Unidos una universidad que se dio nombre a sí misma, el de autónoma, porque no tenía relación con el Estado, y ello significó tener como interlocutor al mercado. Nace la universidad privada, que buscar coordinar una reconstrucción interna de la universidad asumiendo dos referentes: las transformaciones de la sociedad —no la utilidad social— y el mercado laboral como clave.
Permítanme leer una frase del filósofo alemán Karl Theodor Jaspers y otra del filósofo español José Ortega y Gasset acerca del susto que se pegaron los europeos cuando vieron surgir ese nuevo tipo de universidad. Escribe Jaspers en 1920: “Del gran templo laico, lugar de la cultura de la nación, hemos caído en un bazar de conocimientos y en una fábrica de títulos”. Y Ortega, quien fue un crítico profundo de los saberes especializados, planteó que una universidad que perdía la visión del conjunto sólo podría rehacerse en la medida en que el conocimiento que producía se ligara a la vida pública. Según mis términos, significa buscar mediaciones con la vida pública.
Comento también el diagnóstico que realizara hace algunos años el mexicano Roger Bartra, uno de los mejores antropólogos latinoamericanos, quien ha hecho antropología política y urbana de fondo. El plantea acerca de la vida universitaria latinoamericana:
Nuestra universidad ha perdido su ethos, su concepción del mundo y es, cada vez más, dominada por la burocracia académica, la mediocridad, el aburrimiento y el conformismo, y en lo único que nos acercamos a los del Norte es en la hiperespecialización. Una universidad donde los intelectuales públicos desaparecen al ritmo en que se expanden los subproductos de la mediocridad académica. De la República de las letras muertas sólo se puede salir haciendo entrar en la universidad el torrente de la circulación cultural que pasa por la ciudadanía. Hemos perdido la sensibilidad nacional y nos hemos ido convirtiendo en minusválidos incapaces de poner en juego el sentido de lo nacional dentro de cada una de las universidades.
Esto me lleva a plantear dos cuestiones en torno a las transformaciones de la universidad. Primero, ninguna otra institución moderna está tan en crisis como la educación, desde la primaria hasta la universidad. Gramsci escribió que crisis significa un tiempo en que lo viejo está muriendo y lo nuevo todavía no acaba de nacer. Creo que el sistema educativo en la mayoría de nuestros países —no sé el de Cuba— vive una crisis de desubicación profunda en relación con lo que están viviendo nuestras sociedades. La universidad sigue defendiéndose de todos aquellos saberes que ni se producen en la universidad ni le piden permiso a ella para circular por las sociedades. Y aquí está el quiebre entre los profesores y los alumnos, que consiste en que ellos están viviendo en su sensibilidad, en su cuerpo, en su sexualidad, en su memoria, pues no tienen menos memoria que los adultos, pero habitan en una sociedad que no tiene memoria, que está hecha para que los productos cada vez más duren menos: no pueden tener memoria. En la casa de pueblo donde yo crecí, dialogué con cuatro generaciones de objetos, que bajan del desván a la sala y así por todas partes. Mis hijos han nacido en un apartamento donde no vivió nadie antes o, como era tan educado, no dejó ninguna huella y todo lo que utilizan, con lo que viven, está hecho para que no dure, porque si dura, se revienta el sistema.
Entonces, hay otros nuevos modos de memoria y de sensibilidad en las percepciones del ritmo. Ahí está la música de la gente joven, incluso el volumen con que escuchan la música y que aguantan sus orejas y no las mías. Lo que quiero decir es que la manera en que nos llega la sociedad a la universidad es, ante todo, en los cuerpos y en las almas de los alumnos, pero no estamos hechos para escuchar a los alumnos, no hemos sido formados para ello. No estoy haciendo demagogia: hago intentos por mantenerme al lado de los jóvenes, porque si no, no entiendo lo que está pasando en este planeta. Entonces, me pego un tiro o me pongo a dormir y no quiero ni lo uno ni lo otro.
El primer desafío de comunicación hoy en la sociedad del conocimiento —que tiene de infraestructura a una sociedad del mercado dual como la que hemos descrito— es poner a dialogar la universidad con su sociedad, con la desazón, con la incertidumbre de los montones de gente que no saben si tendrán trabajo mañana, igual los intelectuales que trabajadores manuales.
Comunicación hoy no es medios: es la esquizofrenia entre la universidad y la sociedad, y no lo vamos a llenar de ninguna manera con una tramposa estandarización de saberes en que precisamente lo que desaparece es el conocimiento local, situado, incorporado a la experiencia de la gente, a la experiencia de los grupos, capaz de mediar entre el saber académico y el saber de la gente. Este es el primer desafío. Y este desafío no pasa por los medios: pasa por una nueva concepción de lo que es educar, del lugar que ocupa el conocimiento hoy. Es saber legitimar las relaciones entre saberes de punta y saberes de la memoria. Si no somos capaces de poner a comunicar esos saberes, la mitad de nuestros países está muerta.
La prueba de que eso está pasando son los millones de emigrantes en los Estados Unidos, en España, que se están comunicando hoy, viejitos que jamás pensaban entrar en la computadora porque les daba susto, pero lo hacen si sus nietos están en Barcelona. Bajan sus fotos y conversan con ellos por Skype, y aprenden, porque ahora tienen que responder las cartas de sus nietos por Internet.
Este es el desafío para los comunicadores, no es hacer radio, televisión o prensa: es comprender que esta esquizofrenia es absolutamente funcional al capitalismo. Que las mayorías, los ancianos, no se alfabeticen virtualmente, resulta una de las mayores formas de exclusión social. Necesitamos otro Paulo Freire que nos ayude a crear un programa de educación de adultos en términos virtuales para que estos excluidos se incorporen a la sociedad como ciudadanos de primera e incorporen las memorias, sin las cuales no tendremos futuro.
Segundo, frente a una larga tradición en la que la independencia del saber se hallaba ligada a su alejamiento de los avatares del contexto social, hoy se afirma otra figura de independencia definida por su capacidad de gestionar tensiones entre saberes y contextos. Ubicar el saber en tensión con los procesos sociales, culturales y políticos, nos ayuda a reubicar el lugar de la universidad en una sociedad cuyas incertidumbres generan tendencias fuertemente implosivas o escapistas. O se busca mantener a la universidad lo más alejada posible de la velocidad y la opacidad de los cambios que la llenan de confusión, o se busca insertarla directamente en las lógicas o dinámicas que rigen esos cambios en términos de rentabilidad.
Mi propuesta es que necesitamos construir, no sólo en las facultades de comunicación, sino en todas las facultades, lo que me he permitido llamar agendas de nación. Si queremos romper esa esquizofrenia no podemos quedarnos solamente en la construcción de unas líneas de investigación creadas desde adentro, con todo lo que el adentro tiene de masturbatorio, porque evidentemente cada uno investiga lo que sabe y lo que le gusta y tiene todo el derecho y todas las limitaciones. Las líneas de investigación que nos dan en nuestras facultades son aquellos temas sobre los que saben, o que les gustan o les interesan a los profesores. Pero es muy posible que ello esté muy lejos de las prioridades, las urgencias y las demandas de su país. Entonces, me he inventado una mediación entre lo que pasa en el país y lo que sucede al interior de las universidades; le he llamado construir agendas de país.
Las agendas de país en la universidad
¿Cuáles son los problemas de fondo que desafían, por ejemplo, a los estudios de Comunicación? ¿Cuáles son los problemas de fondo que desafían hoy a la Sociología, a las Ciencias Políticas y a la Historia? Observo en la Universidad Nacional de Bogotá que crecen los interesados por los estudios de Sociología o por Ciencias Políticas, no procesos sociales ni procesos políticos, lo que resulta una contradicción con la transdiciplinariedad de hoy.
Considero que necesitamos que los comunicadores se vuelvan pioneros en la construcción de agendas de país, y que empecemos a intercambiarlas. Omar Rincón y yo vamos a hacer un primer ensayo, porque queremos agendas de país que empiecen a dialogar, y hemos hecho un pequeño libro con ese nombre y que presenta agendas de país de Colombia, Brasil, El Salvador y Argentina, para que nos contemos agendas de país los latinoamericanos. Ya está bien que lo único que circule de un país latinoamericano a otro sean telenovelas, y lo dice quien hace treinta años comenzó a estudiarlas y dedicó a ello diez años. Va siendo hora de que circulemos nuestras agendas de país y podamos aprender de la experiencia de los otros sobre ciertos problemas y acerca de determinadas soluciones. Esta es mi propuesta.
Hablar de agendas de país sin ponerles adjetivos significa asomarnos a nuestros países con el mínimo de anteojos posibles, aunque obviamente no podamos verlo sino desde el ámbito del conocimiento desde donde lo miramos. Pero agenda sin adjetivos significa también, en su sentido arquitectónico, que está hecha de materiales con que irla construyendo entre todos. Hacer una agenda que coloque al país en el calendario cotidiano de la investigación y de la docencia. De ahí también que debamos seleccionar los escenarios decisivos de las encrucijadas que viven nuestros países, miradas como desafíos a nuestros saberes, miles, pero socialmente estratégicos de la comunicación del presente.
(Transcripción: Maribel Acosta)
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Notas:
- Conferencia magistral pronunciada por Jesús Martín-Barbero en el XIII Encuentro de la Federación Latinoamericana de Facultades de la Comunicación (FELAFACS), en La Habana, el 20 de octubre del 2009. Tomado de Cubadebate del 2 de noviembre del 2009.