Realidades y desafíos de la palabra teológica
La teología, como ciencia o saber, se desprende de la experiencia de la fe en Dios, de la experiencia de creer; no es anterior a esta. Por ello, al hacer teología queremos hallar las razones últimas de nuestra conducta ante Dios y ante toda su creación. Es por eso que hacer teología es una conducta responsable. Nos lleva a desarrollar la capacidad de “respuesta” ante los conflictos humanos. Buscar respuesta conduce a la toma de conciencia de la realidad objetiva que nos afecta como personas y humanidad, como iglesia y sociedad. Así, la teología, como respuesta práctica de la fe, nos involucra en un movimiento esclarecedor y transformador de nuestra existencia en interacción con la existencia de Dios y de todos los seres vivos. En otras palabras, producir una teología responsable ayuda a mejorar nuestras relaciones.
La teología es una forma de conocernos y de conocer el mundo desde la perspectiva de la fe que tenemos en Dios.1 Pensarme a mí mismo y pensar a Dios desde mi condición de creyente. La teología intenta esclarecer los misterios de la fe, dar cuenta de todos los principios y acciones que la fe provoca. El apóstol Pedro diría que es “dar razón de nuestra esperanza” (1 Pe 3, 15). Tratamos por medio de la reflexión teológica de desentrañar la naturaleza de la comunión con Dios y sus consecuencias para la vida personal, colectiva y cósmica, comprendiendo así el proyecto divino para la creación. Con dicho proyecto nos comprometemos y en ese camino que asumimos por fe, la palabra teológica también nos anima y nos orienta.
Es importante no olvidar que la reflexión teológica tiene límites, como todo saber humano, y está condicionada por el contexto histórico en el cual se elabora.2 De ahí que no podemos asumir una palabra teológica como interpretación absoluta y suficiente para todos los tiempos y situaciones. Recordemos que si la teología es respuesta a las exigencias de nuestra fe de cara a las problemáticas humanas, y Dios en medio de ellas, su contenido y su finalidad tendrán un sentido y lenguaje específicos. Se quiere entonces responder a este momento en que vivimos y no a la situaciones del pasado o a las que vendrán.
El quehacer teológico posee entonces una dinámica respecto al tiempo y lugar en que ocurre consistente en un diálogo crítico y franco que se nutre de los temas de actualidad. Estos son iluminados por experiencias semejantes en el pasado y pueden, a la vez, proyectarse hacia su desenvolvimiento posterior en el futuro inmediato. En el momento teológico convergen siempre el “cómo se hizo”, el “cómo debo hacer” y el “cómo se hará” teología responsable, teología capaz de dar nuevas respuestas a las nuevas situaciones concretas de la vida.
Si vamos a hablar, sentir y actuar con responsabilidad teológica desde Cuba habrá que partir de nuestra realidad socioeconómica, política, cultural y religiosa de hoy. Tendremos que buscar respuestas y actitudes relevantes que afirmen relaciones humanas honestas, justas, creativas, sanadoras, integradoras. Realidades como la insuficiencia económica –aparejada a los diversos niveles de acceso a la moneda convertible que resultan en disparidades sociales–, las tensiones intrafamiliares por opciones de vida divergentes y la crisis profesional y vocacional, entre otras, no pueden llevarnos a considerar la violencia, la corrupción y la insolidaridad como soluciones legítimas y naturales en la diaria lucha por la sobrevivencia. Por otro lado, necesitamos respuestas y actitudes relevantes para una iglesia que debe acompañar profética y humanitariamente estos procesos; que necesita vivir y promover una ética más evangélica y libre de prejuicios; que precisa reconocer la acción de Dios más allá de la acción de la iglesia, asumir la evangelización integral y respetuosa del ser humano, dejar que la Biblia hable por sí misma a nuestro presente y sea un libro leído e interpretado por toda la comunidad de fe; celebrar al Dios de la vida, que vive también en la fe de todo el pueblo; y luchar por la unidad religiosa –en el sentido macroecuménico, como personas de fe– y nacional, como cubanos y cubanas, en la búsqueda de soluciones comunes.
Los caminos de la palabra teológica
La palabra teológica, al ser palabra humana, hace uso de otras palabras humanas no teológicas, pero que también dicen algo sobre la vida humana, la quieren entender, razonar, interpretar desde otras perspectivas que no son las de la fe. Si el ser humano es quien produce el discurso teológico y pretende hallar el sentido último de su existencia y de esta en Dios, debe comenzar por conocerse a sí mismo, aceptarse a sí mismo, y sólo después podrá cultivarse a sí mismo, proyectar sus conocimientos y experiencias fuera de sí y para el bien propio y colectivo. Algunas ciencias humanas como la antropología, la sociología, la psicología, así como la interpretación de la historia, el desarrollo de las culturas y las religiones, nos permiten conocernos mejor como humanidad en el devenir de nuestros pueblos, del pensamiento y la concepción del mundo, de la sociedad, de Dios.
Como nuestro pensamiento es limitado y no agota la realidad de Dios ni su acción en el mundo, necesitamos relacionarnos no sólo con otras teologías, sino con otras visiones de esa misma realidad humana universal que desde sí interpreta a Dios. El asunto es muy sencillo: no somos los primeros en hacer teología, no es la teología un invento nuestro. La responsabilidad que nos toca es dar nuestra propia respuesta, nuestro humilde aporte al debate teológico actual. Y no podemos ni debemos hacerlo aisladamente, ni desconectados de la compleja trama de relaciones que es la vida humana.
Lo poco o lo mucho que podamos añadir sobre el conocimiento de Dios y de su voluntad para el género humano, debemos hacerlo en la mediación del encuentro crítico con otros saberes y en una actitud sincera de escucha a las “otras voces” de Dios. Ser receptivos, aprovechar lo mejor que la humanidad ha producido como herencia cultural común, y recrear las palabras teológicas para una reflexión pertinente y contextualizada que intente mostrar al Dios que hoy se sigue revelando, es el desafío al que nos debemos si queremos hacer teología responsable.
Quienes asumamos este reto seremos los sujetos de esta teología para nuestros días. Nos corresponde hacer la nueva (vieja y futura) teología desde nuestro momento histórico con la impronta de nuestra herencia familiar, religiosa, sociológica, cultural, nacional, y de la autenticidad irrepetible de nuestra subjetividad. Hacer teología desde nuestra vida no es un ejercicio superfluo ni un alarde egocéntrico, sino una necesidad y un derecho a reclamar. Estamos convencidos y convencidas de que la fe tiene algo que decir respecto a nuestra situación, tenemos derecho a la palabra propia. Es un teologizar situado y matizado por nuestro “ser persona”, por ser alguien con una visión y un problema específicos.3 Nuestra teología llevará las marcas de nuestra diferenciación y peculiaridad. Estará configurada por nuestra originalidad.
Como artífices de imágenes nuevas, comprensiones y prácticas nuevas, trabajaremos con el barro de nuestra propia tierra. Los ingredientes para esta artesanía teológica serán las preguntas acuciantes que nos hacemos a nosotros y nosotras mismas, las que nos hacen nuestros amigos y familiares, hermanos y hermanas de la iglesia, vecinos y vecinas, los pueblos que sufren, los niños y los árboles inocentes, todos y todas las que quieren que las condiciones de la vida cambien y la humanidad se salve, se rencuentre consigo misma y con su creador. Todas estas interrogantes son las mismas que Dios nos hace desde su palabra bíblica y desde su palabra actual. Dios se preocupa por el destino final de la historia, pero quiere que los seres humanos reconozcamos y llevemos nuestras responsabilidades, dando respuestas creativas que muestren caminos de vida y reconciliación, perdón y paz.
Para encontrar las respuestas iniciamos un recorrido que va de nuestra vida y sus demandas al encuentro con el testimonio bíblico, a la revelación de Dios en el pasado, para descubrir las implicaciones sociohistóricas, políticas y económicas del proyecto de Dios para el pueblo de Israel. Nos damos cuenta de que la shalom-paz que Dios propone no significa sólo ausencia de guerra, sino una situación de vida posible, justa y abundante para todos y todas, donde los recursos se distribuyen equitativamente y donde el bien del otro y la otra orienta la actitud personal (Is 32, 15-20; Sal 37, 11). Asimismo, Jesús y la naciente comunidad cristiana encarnan ese proyecto liberador del ser humano cuyas señales indican la presencia del reino de Dios entre ellos y ellas (Mc 8, 1-10; Hch 2, 43-47).
De ese encuentro con la palabra viva y emancipadora de Dios, releemos nuestra vida y denunciamos las injusticias y mecanismos que hoy siguen retardando el disfrute de la shalom-paz de Dios. Bajo la inspiración del mismo Espíritu renovador que alentó las páginas sagradas, nos comprometemos ahora a vivir en fidelidad al evangelio y compartir con nuestro mundo la voluntad de Dios para hoy, y vivir las consecuencias de encarnar ese mensaje en las acciones cotidianas, haciendo teología para hoy en una práctica consecuente desde la fe. Siguiendo las sugerentes palabras del profeta Isaías, queremos “reconstruir nuestra casa”, que está en peligro. Como cristianos y cristianas que vivimos en Cuba y al servicio de los que aquí viven, queremos “reparar las esperanzas caídas” (Is 58, 1-12).
Imágenes de Dios para una teología responsable
Consideremos ahora el objeto y fuente de nuestra fe, el Dios trino, desde un nuevo intento de responder a su llamado. Dios es el creador que siempre se ha propuesto reunir en su seno a todas sus criaturas (Ap 5, 13). Pienso aquí en la imagen del padre-madre de familia que se goza en ver a sus hijos e hijas reunidos y compartiendo el mismo pan, el mismo camino en la vida, aprendiendo a amar lo que han recibido y que ahora está bajo su cuidado para que futuras generaciones sigan amando así la vida que les rodea, la vida que está en ellas y fuera de ellas (Lv 25; Lc 15, 11-32).
Dios es la fuente de la integralidad, de la acción unificadora, reconciliadora, abarcadora, respetuosa e incluyente. Dios es integridad porque integra en sí la vida multiforme con todos sus reclamos y bellezas (Gn 8, 22; 9, 9-17; Ef 4, 6). Dios es íntegro porque es responsable y promueve integridad y responsabilidad. Nos llama a re-integrar lo desarticulado, a encontrar lo perdido, a unir lo disperso, a rescatar lo olvidado, a respetar los otros derechos manteniendo los nuestros. De ahí que también el acercamiento al ser humano debe ser integrador, ver a la persona como materialidad espiritual y como espiritualidad material. Es preciso ver al ser humano como una realidad psico-socio-somática, indivisible, no sólo en sí mismo, sino también en relación con todo lo que le rodea, porque nada existe fuera de la relación. La cultura hebrea y bíblica nos ofrece aquí una visión integradora de la persona, vinculada a su mundo y sus necesidades cotidianas. Esta es una concepción contraria al dualismo metafísico y filosófico de los griegos. De la misma manera, no debemos ver más a Dios por un lado y al ser humano por el otro, sino a ambos relacionándose, buscándose mutuamente.4
La imagen del dios acaparador, conquistador y autoritario debe desaparecer para no reproducir más ese error en nuestras relaciones concretas. Hay que sustituir esa imagen por la del Dios solidario y relacional, aquel que viene a compartir con nosotros en el concluyente gesto de su humanización (Ef 2, 1-5). La encarnación de Dios en Jesucristo no sólo nos permite acercarnos a la verdad y la voluntad de Dios en el Jesús-hombre, en sus palabras, gestos y acciones, sino que también relaciona de forma enriquecedora y definitiva los valores divinos y humanos (Jn 1, 14). En Cristo sustentamos nuestra fe y nos identificamos como humanos a quienes Dios viene a redimir desde nuestra propia condición existencial e histórica. En la vida de Jesús reconocemos al ser humano en comunión con Dios, a la persona que descubre su vocación fraternal, sus virtudes a favor del amor y la esperanza. Todo esto se opone, por una transformación radical y consciente de la conducta, a las deformaciones del pecado, de todo lo que destruye y separa (Ef 4, 20-24).
En Cristo, el vínculo Dios-humanidad posibilita la restauración del bien común, de la comunidad que construye la paz y esboza la cercanía palpable del reino de los cielos. Por el testimonio bíblico entendemos que seguir a Jesucristo no es desentendernos del mundo, de los demás y refugiarnos en una fe egoísta, improductiva, banal (Mt 9, 35-38; 11, 4-6; 20, 25-28; 22, 35-40; 25, 31-40). Seguir a Cristo es vocación por el sacrificio, por la entrega al otro y la otra, por la liberación integral del ser humano. Vocación de perdón, de comportamiento humilde y de misericordia ante los débiles sin dejar de denunciar la inhumanidad de los fuertes que oprimen y explotan (Mt 16, 24-25).
La fuerza del Jesús histórico sigue animándonos y alimentándonos hoy en la obra del Espíritu de Dios, celoso guarda de todos los hermanamientos, despertador incansable de los sueños fatales que amordazan la libertad humana, defensor genuino del derecho y la igualdad, alentador imparcial de la verdad y de la práctica del amor (Lc 4, 16-21). El Espíritu Santo es enviado a renovar la creación con un bautismo de fuego que infunde valor y calor al corazón humano en su lucha contra el mal (Hch 2). El Espíritu Santo es enviado a recrear la vida y a alzar la voz de quienes no son escuchados ni atendidos. Actuar bajo la inspiración del Espíritu es tener una palabra, una propuesta de Dios para hoy. Y esa palabra será profética, crítica, humanizante, consoladora, salvífica, o no será espiritual. El Espíritu provoca el acontecimiento jubilar y nos coloca en el seguimiento responsable de Jesús de Nazareth: reconciliar al mundo con Dios en el cumplimiento de los principios más dignificantes y éticos para la vida (Ef 2, 17-19). Así, el Dios trino irrumpe en nuestra historia, en nuestra vida, para arrebatarnos la tranquilidad y el vacío opcional, convirtiéndonos a la vida difícil y llena de sentido y propósito por las revueltas evangélicas que ahora nos consumen por dentro y que nos hacen sentir “hambre y sed de justicia” (Mt 5, 3-10).
A partir de estas consideraciones sobre el Dios trino, su esencia y su acción en la historia, se hace necesario reconsiderar nuestra manera de hablar sobre ese Dios que no sólo existe, crea, reina, se manifiesta, tiene propósitos, voluntad y sabiduría; sino que también se acerca, convive, ama, escucha, sufre y salva. Por ello la teología necesita de un lenguaje más pastoral, más teologal, más cercano a la vida cotidiana. Lenguaje inclusivo, comprensivo y respetuoso. Lenguaje abierto a otras experiencias y saberes, no absolutista ni encerrado en su propia lógica.
El lenguaje teológico, de sobrada carga racionalista y academicista, necesita refrescarse en la poesía de la vida y ser más orante, más sensible, más místico. La teología ha de jugar con la riqueza de los símbolos que le son propios y re-idear las palabras, re-inventando los símbolos, hallando nuevas relaciones insospechadas y esclarecedoras en los recursos de la oración, la meditación y la contemplación. El discurso teológico debe sumergirse en el misterio divino, el cual no se explicita tanto en los fríos y acotadores conceptos de la razón como en el balbuceo de la creación, del gesto, de los sentidos y las vivencias que nos comunican la vida misma de Dios sin palabra alguna.
Este lenguaje teológico es capaz de leer otros textos de la realidad. Se fundamenta en la esencia misma del ser de Dios, en la familia trinitaria que se expresa en un juego de relaciones de amor, de empatía, de unidad en las distintas funciones, de desprendimiento, solidaridad, interdependencia y comunión. El Dios trino, que está reconciliando consigo al mundo (Fl 2, 1-4; 1 Jn 4, 11-14), se ha revelado a través de la historia en múltiples hechos, imágenes, rostros, colores, objetos, seres vivos, vivencias cercanas y trascendentes, sonidos, gemidos, palabras, espacios físicos, elaboraciones culturales y religiosas que no pueden canalizarse por un solo código a la hora de hablar de Dios y de su voluntad.
La acción divina, una y diversa, descoloca nuestros lugares comunes y estáticos, nuestros pensamientos rígidos y conservadores, abriéndose a una visión cambiante tras las huellas de los días que nos sacuden y nos cuestionan esas mismas posturas repetitivas e irrelevantes. El lenguaje teológico se dinamiza entonces por la dinámica del mismo Dios y la dinámica de la historia. Así, la teología no se cerrará “el camino hacia lo real de la realidad”.5
Teología responsable para una acción pastoral responsable
Desde la visión que hemos presentado sobre el quehacer teológico y la naturaleza de la acción del Dios trino no sólo se desprenden consecuencias para la propia teología como reflexión responsable. También se deducen nuevos caminos para nuestra vivencia cotidiana de la fe, para nuestra misión como iglesia de Jesucristo. Estos desafíos a la responsabilidad pastoral repercuten con mayor significación, en nuestra opinión, en tres áreas de la pastoral de la iglesia que iremos analizando desde el contexto cubano: misión y evangelización, educación teológica y liturgia.
Aunque ciertamente el país ha venido dando muestras de recuperación económica y se avizoran los frutos de la nueva integración continental en proyectos concretos como el ALBA, el vuelco en la espiritualidad nacional que significó el llamado “período especial” no ha desaparecido del todo. Las consecuencias más negativas de dicho período deben buscarse en el estado actual de la convivencia social, de los valores y principios que sustentan las relaciones humanas, y no en las alarmantes estadísticas económicas ya archivadas. Superar el período especial significa recuperar la espiritualidad humanista y altruista que la revolución ha cultivado y que los ríos crecidos de los malos tiempos intentaron –y aún intentan– ahogar.
La teología responsable prestará especial atención a esta “crisis de espiritualidad” y definirá los caminos de una práctica pastoral en diálogo con el evangelio y comprometida con la vida, terreno común donde se dan las relaciones iglesia-pueblo. Hay que dejar de lado las posturas acríticas porque no dejan escuchar una verdadera voz profética. A su vez, la posición contestataria extrema, lejos de favorecer mediaciones y acercamientos promueve prejuicios y rencores. No menos negativa, la conducta apolítica (que no existe como tal) puede llevar a un eclesiocentrismo y a la alienación de la comunidad de fe de su problemática social.6 La reflexión teológica debe denunciar, en nuestras iglesias y nuestra sociedad en general, el creciente afán de lucro, consumismo y competitividad, y construir una ética solidaria, socialmente responsable.
Las iglesias cubanas se enfrentan a un crecimiento sin precedentes y es necesario reconsiderar la “oferta” que se hace desde la fe del pueblo. Hay riesgos para la identidad del evangelio cuando las personas observan y analizan cada vez con más agudeza las posibilidades materiales de vida que muchos cristianos e iglesias ostentan abiertamente ante la sociedad. La idolatría de la teología de la prosperidad consiste en que mercantiliza el evangelio y ofrece bendiciones a cambio de ofrendas generosas. Las fidelidades denominacionales, el testimonio de unidad ante el pueblo y la ética cristiana hoy se ven amenazados por la proliferación de nuevos grupos e iglesias cuyos líderes son mejor remunerados por ministerios y organizaciones cristianas en el extranjero.
La evangelización ha de ser repensada en sus métodos y propósitos teniendo en cuenta la integridad de quien la recibe y su ulterior conducta de fe responsable ante los demás. En su manera de razonar la fe, de hacer teología, muchos creyentes convierten su relación con Dios en un refugio hermético frente a los problemas de la vida. Evaden la realidad por no conocerla o por considerarla imposible de transformar. Esta iglesia sólo espera que Jesús vuelva a traer un nuevo orden consistente en sacar a la iglesia de la vida terrenal y llevarla a una nueva existencia en los cielos, porque este mundo en el que vivimos, lleno de maldad y pecado, será destruido.
Cuando la realidad se presenta compleja, contradictoria, materialista y hostil a la fe, nace un pensamiento escapista que sitúa la solución de Dios para la historia más allá de ella. No se consideran las acciones salvíficas de Dios en la testificación bíblica, ni se disciernen los signos de su reino en los movimientos liberadores de hoy, en la iglesia profética y popular, en las luchas de millones de personas contra todo tipo de injusticias, que reclaman su derecho a una vida digna y abundante. La esperanza pierde su contenido concreto, su relación con la transformación del mundo, y se la entiende como la existencia feliz y gloriosa en un lugar extramundano, ahistórico.
Este enfoque tiende a encerrar al ser humano evangelizado y futuro sujeto de la teología en un aislamiento sacralizado, sin vinculación con los demás y con lo demás; sin acciones solidarias y comprometidas. Se contenta tal cristiano con la teología individualista del “elegido”, del salvado, del rescatado, y con aires de superioridad religiosa confía en que su destino eterno está asegurado en Dios. Sólo interesa su relación obediente con Dios evitando todo contacto con la realidad fuera del templo, con las líneas de pensamiento o conductas de vida diferentes (en su opinión, opuestas) a las suyas. La lectura que se hace del texto bíblico es fundamentalista (invalidando toda interpretación que no coincida con la propia) y literalista (asumiendo el texto escrito como norma absoluta para la vida en todos los tiempos, sin considerar los factores contextuales que le dieron origen), y se privilegia cierto tipo de autoridad formal en cuanto a las normas de validación de la interpretación teológica: los pastores y líderes son tenidos como autoridad en estas interpretaciones.
Hay también riesgos de ideologización en este enfoque de la fe. Los contenidos bíblicos son usados para promover formas de pensamiento, moralismos y costumbres dentro de una práctica cristiana desentendida de la historia y la cultural nacionales. El deseo de obtener un poder real y simbólico por medio del reconocimiento social de un estatus religioso, la evangelización masiva que sólo busca el crecimiento numérico de las iglesias, las proyecciones dualistas que rechazan y condenan muchas vivencias que quedan fuera de las prácticas religiosas establecidas por la iglesia-institución y otros conservadurismos, fomentan una fe divorciada de la vida humana o enfrentada a ella. Tampoco hay conciencia del pecado estructural, de aquellas situaciones injustas y violentas que fomenta la lógica de los diversos sistemas socioeconómicos y políticos. En caso de que esto se reconozca, eso no es asunto de la iglesia y su misión. Los males que flagelan a la humanidad siempre tendrán un origen común: la presencia del demonio, cuyos poderes operan por encima de la voluntad humana, lo que nos libera de nuestras propias responsabilidades.
Por otro lado, no se promueve desde la iglesia el servicio social genuino y espontáneo, no se cuestionan los conflictos actuales en sus verdaderas raíces (el pecado estructural, el egoísmo humano); no se acepta al otro como otro, porque la vida cristiana es entendida en términos de enfrentamiento a todo lo diferente. No hay apertura al diálogo ecuménico ni interreligioso, por las mismas razones de superioridad y exclusivismo ya mencionadas. Los prejuicios y cegueras les impiden a muchos cristianos y cristianas vivir la plenitud de la misión de Dios en el mundo y enriquecerse de toda la belleza del ser humano. No llegamos a ser iglesia con “corazón de pueblo”,7 iglesia responsable “con” y no “por” las personas. Dios siempre incorpora al ser humano como coactor de su misión en el mundo. El continuo sostén y la continua creación de Dios se instrumenta en una acción humana a la que envuelve y excede, pero ni vacía ni aliena. La misión evangelizadora no es un acto externo cumplido por la iglesia, sino el rostro visible de la misión del Dios trino. Trabajo, gobierno y sociedad humana; testimonio, servicio y construcción de la historia, son igualmente participación en la totalidad de esa misión del Dios trino.8
La teología responsable ayudará a la iglesia a descentralizarse, a salirse de sí misma y considerar otros puntos de vista: desde la periferia, desde los que no están en el templo. En la humanización de su misión, la iglesia debe liberarse de sus certezas intocables, de su manía de clasificar a la gente, de condenar al rebelde sin causa, de alejarse de los barrios marginales y las malas compañías, de predicar el fin del mundo en vez de la recreación de la historia. La iglesia debe decidirse a dejarse evangelizar por la vida y por el Dios de la vida en vez de buscar remiendos consoladores a los sufrimientos humanos. Entonces será posible que la teología y la iglesia reciban con humildad las experiencias de otros y otras. Cuando ambas se ubican en los conflictos reales nos hacen cargar nuestra propia cruz y denunciar los abusos de poder.9
La evangelización de la iglesia también tiene lugar cuando la pastoral profundiza en la diversidad de ministerios como vía para la participación plena de todos y todas en la construcción de la nueva comunidad humana. Aquí volvemos sobre un valioso aporte de la Reforma protestante del siglo XVI: el sacerdocio universal de los y las creyentes. Al apropiarnos de este principio restructuramos la vida congregacional. Las comunidades de fe pueden propiciar espacios de participación y aceptación mutua. Sentirnos en un plano de igualdad ante Dios levanta nuestra autoestima y nos inspira responsablemente en la obra común de la iglesia. El impulso al liderazgo del laicado, las mujeres, los y las jóvenes, los diferentemente capacitados, y otros grupos históricamente desfavorecidos, ayuda a un ordenamiento más justo de la vida comunitaria.
La teología y la pastoral para hoy deben, además, llamar la atención hacia las bases pneumatológicas de la evangelización, de la renovación de la iglesia y su misión en el mundo. El tema del Espíritu Santo, su lugar de acción, y su libertad y alcance extraeclesial es de central importancia para la orientación teológica de la acción evangelizadora y el camino a la convivencia armoniosa y respetuosa con otras religiones, e incluso con movimientos de renovación que se dan dentro y al margen de las iglesias. Es necesario, por ejemplo, dilucidar los aspectos negativos y positivos del movimiento carismático que hoy permea las iglesias evangélicas en general, y convertir el movimiento de renovación eclesial en una fuerza teológica seria, responsable, encarnada y evangélica. De la misma manera, se precisa dialogar con el momento histórico y los procesos de cambio socioculturales en el país, sin perder la identidad como iglesia, sin perder el rigor en el análisis teológico de la realidad y sin dejar de celebrar al Dios de la vida de los cubanos y las cubanas desde una espiritualidad nuestra.
En cuanto al desafío educativo en las iglesias e instituciones teológicas, se han de incentivar los métodos de correlación, aquellos que hacen dialogar la reflexión teológica con otros saberes humanos. El diálogo de la teología cubana contemporánea más comprometida con las teologías de liberación en el continente y el mundo ha sido fecundo y decisivo para nuestra comprensión y práctica pastorales en todos estos años de revolución. Ambas constituyen expresiones de reflexión y praxis de fe auténticas y cercanas en la herencia histórico-cultural (en el caso de la Teología Latinoamericana de la Liberación). Es importante replantear los propósitos, contenidos y agentes de nuestra educación cristiana en las iglesias para saber si realmente estamos favoreciendo un proceso educativo liberador y centrado en la vida de las personas, y no en la memorización de textos o el simple conocimiento de los contenidos bíblicos.
No basta con echar mano de nuevos métodos de aprendizaje más dinámicos, más críticos, con consecuencias prácticas y tangibles. Más importante es clarificar si estamos educando teniendo el reino de Dios como horizonte, si venimos al encuentro de la Palabra y la Vida para convertirnos del conformismo a la acción responsable por el bienestar de todos y todas. Una educación cristiana que anime a la responsabilidad de los y las creyentes debe hacerse desde la libertad de espíritu, desde la posibilidad de sentir, pensar y actuar de acuerdo con nuestra conciencia y nuestras motivaciones, y asumiendo como propios los reclamos y dolores del mundo.10
Retomar la experiencia de Jesús de Nazareth como educador puede ayudarnos en este empeño. El modelo educativo de Jesús vincula el anuncio del reino de Dios con la re-creación de las relaciones humanas, potenciando las capacidades de las personas, escuchando y respetando sus historias de vida y tomándolas como punto de partida y de llegada para la reflexión; prestando atención al lenguaje de los afectos y al poder de la imaginación. Para llegar al mundo nuevo que queremos, primero hay que soñarlo, imaginarlo.11
Para Jesús, lo educativo en la nueva comunidad pasa por la reintegración de las personas a la vida, al ser acogidas, incluídas y valoradas, sobre todo aquellas que sufrían con más crueldad la marginación social y religiosa de la época. Así, Jesús iba creando comunidad con la suma de diversas experiencias e identidades. Una comunidad que en su proceso educativo se hacía cada vez más profética y lograba desenmascarar el carácter autoritario, erárquico y legalista de los modelos educativos dominantes en su tiempo. Esta opción educativa de Jesús, circular, no elitista, participativa, comunitaria, humanizante, revelaba finalmente a un Dios diferente, cercano, sensible, compasivo, identificado con los más olvidados y vulnerables.
Nos urge educar teológicamente en todos los niveles, a todos los y las creyentes en Cristo, fomentando la necesaria madurez para que la iglesia se renueve constantemente de acuerdo con la esencia misma de su naturaleza y misión, y de acuerdo con las exigencias de estos tiempos. Hacer esto de manera responsable es también promover identidad de fe, autenticidad y sentido de pertenencia a un conjunto de valores y tradiciones como iglesias. Al mantener la fidelidad a los momentos renovadores de nuestra historia como pueblo de Dios, conocemos y vivimos aquellas experiencias y aprendizajes adaptados a la realidad actual. Es vergonzoso que la iglesia conozca su historia sin dar razón pertinente de los principios que la han sustentado por siglos o, peor aún, que no conozca su historia ni actúe consecuentemente con ella.
La educación teológica responsable para hoy deberá ser, además, genuinamente ecuménica. La necesidad de la unidad del pueblo de Dios y de toda la humanidad en la búsqueda de paz y la justicia, plantea una demanda impostergable para la misión actual de la iglesia, para lo cual se precisa una educación teológica más ecuménica, interactuante, holística, reconciliadora. Educar en los valores de la interculturalidad y la interdependencia, promoviendo el respeto a la diversidad humana, reconociendo que en este mundo globalizado lo que sucede en cualquier lugar afecta a todos de algún modo, que ya nadie se salva o se pierde sin mayores consecuencias: juntos perecemos o juntos nos salvamos.
Un pensamiento ecuménico verdadero debe sustentarse primeramente en un estilo de vida consecuente. Hay que educar para un pensamiento ecuménico desprejuiciado y transparente, libre de protagonismos recurrentes y luchas de poder. Hay que educar para un pensamiento ecuménico más representativo de todas las tradiciones, de todas las voces, de todas las teologías que conviven en nuestra tierra, muchas veces sin conocerse. Necesitamos superar las actuales involuciones hacia el denominacionalismo cristiano para posibilitar una producción teológica colectiva relevante y permanente, para manifestarnos teológicamente como iglesia cubana, en una unidad real de responsabilidad por la problemática humana en nuestro contexto.
Respecto a la liturgia para hoy, necesitamos recuperar la vivencia celebrativa de la presencia de Jesucristo entre nosotros y nosotras, la práctica del amor sin límites, amor hecho carne en el testimonio diario que la propia liturgia fortalece y anima. Necesitamos recuperar los fundamentos bíblicos y proféticos de la práctica cultual, de sentir el culto como fermento de una pastoral solidaria y sanadora en medio de los egoísmos y rivalidades que enferman la vida en comunidad. Teniendo en cuenta que la práctica litúrgica en la tradición protestante y evangélica enfatizó la predicación como momento central del culto, necesitamos recuperar y esclarecer el alcance unificador y salvífico de la Cena del Señor, en la cual la riqueza del compartir se da con mayor fuerza y autenticidad. El momento de la comunión es momento de especial recordación, memoria y esperanza. Nos adentramos en una actitud de espera de la irrupción definitiva de Dios en la historia, sintiéndonos coactuantes de ese gesto redentor. Es momento de confesión, de perdón, de darnos el abrazo de la paz para superar las actitudes negativas. La Cena del Señor estimula la práctica unida de la fe en el resucitado y el testimonio eficaz de su fraternidad amorosa.
Celebrar juntos el misterio de la donación de Dios, de su opción por nosotros y nosotras, desarrolla un fuerte nexo de unidad teológica alrededor de la entrega de Cristo y nos envía como iglesia a compartir el pan con los necesitados.12 En ese sentido, la liturgia llama a la iglesia a una actitud responsable. Es necesario que hagamos un alto en el camino y nos preguntemos qué tipo de iglesia promueven nuestros cultos, por qué lo que hacemos en nuestros cultos refleja nuestra teología, nuestra manera de vernos como iglesia, nuestra manera de entender y desarrollar la misión de Dios en el mundo. La liturgia debe exhortar a la iglesia al servicio, al compromiso, a la práctica de la solidaridad y el amor. Debe propiciar vivencias de reconciliación y restauración de la vida y la esperanza del pueblo. El culto no puede realizarse de espaldas a la historia, la cultura y los anhelos de las personas que celebran; no puede dejar de decir una palabra de aliento y confianza en medio de las crisis y la incertidumbre frente al futuro inmediato.
Por ello es necesario volver la mirada a la experiencia de la comunidad cristiana primitiva, que tiene como centro de su liturgia la proclamación de la esperanza en la vida que se prolonga y se eterniza en la resurrección. La liturgia debe integrar la fe y la vida. Para los primeros cristianos y cristianas, la celebración de la fe iba de la mano con el trabajo y la oración cotidianos, el acompañamiento a los enfermos, el socorro a los más frágiles, el anuncio del evangelio, los momentos de reflexión y estudio, el compartir comunitario de los recursos. Todas estas cosas eran señales, acontecimientos de resurrección en un ambiente de hostilidad, incomprensión, conflictos y persecuciones. Hoy la humanidad necesita afirmar y celebrar la buena noticia de que la vida se abrirá paso entre las amenazas de la muerte.
El otro elemento relacionado con la práctica de una liturgia responsable es la propia reflexión teológica y pastoral sobre nuestra realidad litúrgica en el ámbito de las iglesias e instituciones de formación teológica. Aunque realmente existen trabajos de tesis y artículos ocasionales de gran valor, eso no nos permite afirmar que la reflexión litúrgico-pastoral tenga una presencia notable y activa, no sólo en los medios impresos de iglesias, instituciones cristianas y seminarios, sino también en los encuentros, foros y seminarios de formación y discusión teológica a nivel regional y nacional. La actualidad litúrgica pasa más por la práctica litúrgica que por la reflexión sistemática de esa práctica. Y para ser fieles a esa sabia afirmación de la teología patrística de que la liturgia es la “teología primera”, necesitamos incentivar en nuestro movimiento eclesial y ecuménico la reflexión sistemática de nuestra práctica litúrgica y cómo ella responde a las necesidades actuales de las iglesias.
Es cierto que algunos centros cristianos del país han enfatizado en sus espacios de formación esta área de la pastoral de la iglesia, pero esas vivencias quedan ahí, en lo ocurrido en talleres y encuentros, así como en el trabajo futuro que los participantes puedan desarrollar en sus iglesias. Muy poco queda por escrito, y con pocas posibilidades de divulgación. Por otro lado, el tema de la liturgia es poco estudiado en muchos seminarios evangélicos. Además, carece en ocasiones de rigor académico, de información histórica, y abundan los enfoques denominacionalistas que desvaloran y excluyen otras tradiciones y experiencias de adoración. Junto con ello, proliferan las tendencias miméticas (copia de lo foráneo) en las propuestas de renovación litúrgica de un buen sector de las iglesias evangélicas del país, el énfasis en lo emocional-evasivo y una teología descontextualizada en los cantos y el ambiente general de las celebraciones.
Necesitamos promover una reflexión más sistemática y rigurosa de nuestra práctica litúrgica. Motivarnos a realizar encuentros y publicaciones, en la medida de lo posible, que expresen un camino propio, a la vez que ecuménico y universal; una manera auténtica de celebrar una liturgia viva y encarnada en la realidad cubana, latinoamericana y mundial, que tome en cuenta las angustias y esperanzas de nuestro pueblo y fomente una nueva iglesia, una nueva espiritualidad, y nuevos seres humanos comprometidos con el reino de Dios y su justicia.
A manera de conclusión podemos afirmar lo siguiente: así como es de novedosa la nueva coyuntura social y religiosa, así de novedoso será el mensaje de Dios para hoy. Toca a la teología discernir la voluntad divina para este tiempo difícil, pero preñado de luces y oportunidades, y encauzar la acción de la iglesia en fidelidad al testimonio bíblico-profético y liberador, a su herencia de reajuste histórico inconformista, y a los nuevos clamores de la vida que nos interpela. En nombre del Dios trino, el Dios de la fe, la esperanza y el amor, el Dios que nos lanza a creer en sus grandes y pequeños proyectos imposibles, hagamos una teología y vivamos una fe responsables, mostrando que todavía la utopía es posible, que la lucha por el mundo que soñamos nos mantiene con deseos de vivir y crear.
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Notas:
1—Eleazar López Hernández: “Teologías indias de hoy”, en Teología India. Segundo Encuentro-Taller Latinoamericano, t. II, Ediciones Abya Yala, Quito.
2—José David Rodríguez: Introducción a la Teología, DEI, San José, 1993, p. 30.
3—María Pilar Aquino: “La inteligencia de la fe desde la perspectiva de la mujer”, en Nuestro clamor por la vida. Teología latinoamericana desde la perspectiva de la mujer, DEI, San José, 1992.
4—Kart Barth: “La humanidad de Dios”, en Ensayos Teológicos, Herder, Barcelona, 1978.
5—Pilar Aquino: op. cit.
6—Loyda Sardiñas: “Un boceto del rostro eclesial cubano. Aportes de la pedagogía paulina en 1 Corintios”, Caminos, n. 6, 1997, p. 56.
7—Frase acuñada por la pastora cubana Clara Rodés.
8—José Míguez Bonino: “En búsqueda de la unidad”, en Rostros del protestantismo latinoamericano, Buenos Aires-Grand Rapids, Nueva Creación y William B. Eerdmans Publishing Company, 1995.
9—Jon Sobrino: “La comunidad eclesial alrededor del pueblo crucificado”, Revista Latinoamericana de Teología, n. 20, mayo-agosto de 1990.
10—Carlos Núñez: “Educación popular y coyuntura latinomericana. Nuevos desafíos”, en Educación y ecumenismo en América Latina y el Caribe. Retrospectiva y nuevos desafíos, CELADEC, Buenos Aires, 2004, p. 33.
11—Pedro Casaldáliga: “Hacia la internacional humana”, boletín Caminos, noviembre del 2004, p. 2.
12—Julio de Santa Ana: “Bases bíblicas neotestamentarias para la unidad del pueblo de Dios”, en Ecumenismo y liberación. Reflexiones sobre la relación entre la unidad cristiana y el reino de Dios, Ediciones Paulinas, Madrid, 1987.