Un mundo de dolor al final de la Guerra Fría

Eqbal Ahmad

Mijáil Gorbachov renunció al papel de la Unión Soviética como rival global de los Estados Unidos. La caída del muro de Berlín simbolizó el fin de la guerra fría. El desmembramiento de la Unión Soviética en una laxa Confederación de Estados Independientes le confirió un carácter irrevocable. Estos acontecimientos han animado las antiguas controversias acerca de la naturaleza de la guerra fría, y generado intensos debates sobre las implicaciones que ha tenido su fin para el futuro de las relaciones internacionales y del orden mundial. Este ensayo aborda esas implicaciones. Sin embargo, unas pocas observaciones sobre este fenómeno pueden ser útiles para el enfoque de la discusión.

¿Rivalidad bipolar o dominación imperial?

Estas son dos perspectivas contrastantes acerca de la guerra fría. La primera la ve en términos bipolares, como un producto de la rivalidad entre grandes potencias, con aspectos ideológicos y estratégicos. Según este criterio, la carrera armamentista, las alianzas militares, la competencia por la influencia sobre países del Tercer Mundo, la participación de las superpotencias en guerras foráneas –por ejemplo, Corea y Viet Nam– y las intervenciones en el extranjero, fueron aspectos de la competencia bipolar.
Desde esta perspectiva, se puede desprender un panorama relativamente optimista acerca de las expectativas para la política mundial después de la guerra fría. Terminará la carrera armamentista; los dividendos de la paz incrementarán las empresas de beneficio social; la ayuda económica y los suministros de armas a los países del Tercer Mundo podrán ser determinados racionalmente; en un entorno no competitivo, las grandes potencias pueden colaborar para resolver conflictos regionales y locales y fortalecer las instituciones para el mantenimiento de la paz, como las Naciones Unidas. Reflejando su adhesión a este panorama optimista, el presidente George Bush, muchos expertos de los medios masivos de comunicación y algunos eruditos consideraban que la Guerra del Golfo Pérsico anunciaba un orden mundial de mantenimiento colectivo de la paz, indicando cómo serían tratadas las agresiones sin el lastre de la rivalidad bipolar. El criterio opuesto mantiene que la rivalidad entre las superpotencias era solamente parte de un marco más amplio de relaciones internacionales conformado por el imperialismo, un fenómeno que data de varios siglos y tiene profundas raíces económicas, institucionales y culturales. La guerra fría era el mecanismo más reciente para organizar y legitimar un sistema mundial de dominación.
Desde esta perspectiva, el fin de la guerra fría puede aliviar algunas tensiones, pero no representa un cambio fundamental en las relaciones internacionales. Por el contrario, la eliminación de una potencia que servía de contrapeso y el desarrollo de un sistema internacional unipolar puede permitir un juego más libre de los intereses imperiales en la política mundial, y producir un viraje hacia Occidente que signifique su monopolio del poder sobre la seguridad mundial. El entorno internacional actual se parece al siglo imperial que siguió al fin de la guerra napoleónica en 1815, el período de la preeminencia británica en la política mundial. Los europeos lo consideraron un período de paz “prolongada”. Los asiáticos y los africanos lo experimentaron como un tiempo de tormenta. Los Estados Unidos ahora, como Gran Bretaña antes, detentan el poder mundial. Y casi siempre quienes controlan el status quo no gustan de cambiarlo.
Claro, raras veces las analogías son exactas. A diferencia de Gran Bretaña después de Waterloo, los Estados Unidos son una potencia económica en decadencia. La guerra fría también les han infligido pérdidas. Los desamparados pululan en las ciudades. Los estándares educacionales han caído. La productividad ha bajado. Los ciudadanos ahora desean volver a las largamente descuidadas tareas de reconstrucción nacional y recuperación económica. La elección de Bill Clinton fue una de las expresiones de esta esperanza. También el mundo está más desordenado que antes. Y no se someterá a una administración unipolar.
Sin embargo, esta segunda panorámica justifica un profundo pesimismo. Ejemplos recientes –en el Medio Oriente, en los Balcanes y en el sudeste asiático– sugieren que, al igual que durante el siglo que precedió a la Primera Guerra Mundial, los intereses occidentales y no las más amplias consideraciones de paz y seguridad internacionales serán las principales determinantes de cuál agresión será castigada y quién se considerará que ha violado las leyes internacionales.
Estas perspectivas en competencia sobre la guerra fría sugieren dos preguntas sobre el actual período: ¿Qué tendencias podemos identificar en el entorno de la seguridad en la post-guerra fría? Y si, como indica el panorama más pesimista, las tendencias sugieren violencia e inseguridad, ¿qué pasos pueden darse para crear un entorno internacional más seguro? Para responder la primera pregunta, examinaré tres cuestiones de seguridad recientes: la Guerra del Golfo, el conflicto en Bosnia y la proliferación nuclear. Concluiré con algunas reflexiones sobre la segunda pregunta.

La Guerra del Golfo

Iraq invadió Kuwait el 2 de agosto de 1990. El rico sultanato petrolero cayó fácilmente en manos de las numéricamente superiores fuerzas iraquíes. El jeque y casi toda su familia huyeron del país. Amnistía Internacional informaba el 2 de diciembre que los invasores iraquíes habían tratado brutalmente a los civiles kuwaitíes, asesinado a cientos y torturado a miles. También habían saqueado bancos y destruido casas particulares y locales públicos, como los museos.
Fue una agresión. La reacción de Washington fue inmediata, autoritaria e intransigente. No se toleraría una recompensa para la agresión y la violación de la Carta de las Naciones Unidas; nada de pacificación; nada de Munich. El Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas se reunió ese mismo día, condenó a Iraq y ordenó su retirada inmediata de Kuwait.
El gobierno norteamericano se preparó para castigar a Iraq. Conformó las resoluciones de las Naciones Unidas, definió los medios para hacerlas cumplir y recabó el apoyo de los países miembros. El 6 de agosto, el Consejo de Seguridad se reunió por segunda vez e impuso abarcadoras sanciones internacionales contra Iraq, tradicionalmente amigo de la Unión Soviética. Parecía que el Consejo ya no era rehén de un veto rival.
Desde entonces, el Consejo se reunió reiteradamente, apretando el nudo corredizo y ampliando el alcance de la intervención contra Iraq en no menos de once resoluciones. La doceava –la resolución 678, de noviembre 29 de 1990– autorizaba a los estados miembros, que cooperaban con el gobierno de Kuwait, a “emplear todos los medios necesarios para defender y cumplir la resolución 660 (1990) y todas las subsiguientes resoluciones pertinentes…” si Iraq no se retiraba de Kuwait antes del 15 de enero de 1991.
Salvo en la oportunidad en que el Consejo de Seguridad, actuando en ausencia del delegado soviético, aprobó la intervención norteamericana en Corea, las Naciones Unidas nunca habían emitido una licencia sin límite fijo de vigencia para librar lo que Rudyard Kipling muy bien pudiera haber descrito como una “salvaje guerra por la paz”. La confiada y activista dirección de Washington ofrecía un asombroso contraste con su indiferente posición respecto a Bosnia, donde virtualmente cedió a Gran Bretaña y a Francia el control sobre la respuesta occidental a la crisis.
La cuenta regresiva, hasta el 15 de enero, fue un largo drama alegórico de las virtudes morales. El guión fue escrito por Bush, Baker y Cheney, pero una hueste de legisladores, eruditos y expertos –incluyendo a Henry Kissinger, Stephen Solarz, Michael Walzer, A.M. Rosenthal y Charles Krauthammer– tenían papeles secundarios mientras el presidente Bush se preparaba para “patearle el trasero a Saddam Hussein”. Importantes norteamericanos –Jimmy Carter, Zbignew Brzezinski, el Consejo Mundial de Iglesias, el almirante William Crowe, por no mencionar a intelectuales disidentes como Noam Chomsky y Edward Said, que abogaban por darle una oportunidad a las sanciones y a la diplomacia– fueron poco menos que ignorados. Y Bush convirtió en espuma o socavó todas las aperturas para una retirada negociada de Kuwait por parte de Iraq.
Las proposiciones a favor de un fin negociado de la crisis, formuladas por Jordania, Argelia, Francia, Irán y la Unión Soviética, murieron sin ser sometidas a prueba. El presidente no se ablandó ni siquiera después que Saddam Hussein liberó incondicionalmente a unos cuantos cientos de norteamericanos, quienes había mantenido como rehenes contra los ataques aéreos de los Estados Unidos dirigidos a la infraestructura urbana e industrial iraquí. La posición de “no concesiones, no compromisos” del presidente Bush tuvo, sin embargo, un aspecto positivo: insistía en que la Carta de las Naciones Unidas no era negociable.
Hubo extensos debates en el Congreso. Fueron alabados por los medios masivos como un modelo de proceso democrático. Los legisladores no abordaron las raíces históricas, económicas o ideológicas del conflicto entre Iraq y Kuwait; no exploraron las cuestiones relacionadas con la interacción del nacionalismo, el imperialismo y el Islam en la región; no discutieron la naturaleza de las quejas de Iraq y sus posibles objetivos al invadir a Kuwait, ni consideraron la historia reciente de las relaciones entre los Estados Unidos e Iraq. El debate estaba estrechamente centrado en la efectividad de las sanciones económicas y en los costos que tendría la guerra para los Estados Unidos. El 12 de enero, el debate culminó en una resolución conjunta de la Casa Blanca y el Senado autorizando al presidente al empleo de las fuerzas armadas estadounidenses. Las encuestas de opinión pública mostraban un alza ininterrumpida en el apoyo popular a Bush.
Pongo énfasis en que, a lo largo del período que condujo a la guerra, el Congreso, el público y los aliados extranjeros no condujeron al ejecutivo norteamericano a intervenir contra Iraq sino que, por el contrario, fueron ellos los conducidos por el ejecutivo.
La guerra comenzó el 16 de enero de 1991. Sus símbolos definitorios fueron las armas “inteligentes”. Su exactitud y efectividad para incapacitar a las fuerzas aéreas, los tanques y la artillería iraquíes fueron significativamente televisadas. En pocos días, habían logrado no sólo la liberación de Kuwait, sino también la destrucción de la infraestructura económica de Iraq. Las pérdidas de los aliados fueron notablemente bajas. Alrededor de medio millón de norteamericanos habían sido desplazados en el Golfo; se informó que 183 habían sido muertos, 35 de ellos por “fuego amistoso”. El estimado de bajas iraquíes fluctuaba entre setenta mil y cien mil.
Un último punto: se dice que la repulsa contra las atrocidades iraquíes en Kuwait tuvo un papel vital en conformar la decisión norteamericana contra Iraq, haciendo que la opinión pública considerara favorablemente una solución por la fuerza. Se dijo también que las atrocidades iraquíes habían influido sobre el propio presidente Bush. En una carta a los estudiantes, escribió: “Hay muchas cosas en el mundo moderno teñidas de gris. No así la brutal agresión de Saddam Hussein… que está en blanco y negro”. Un escrito de Elizabeth Drew publicado en The New Yorker citaba a un asistente de la Casa Blanca, quien dijo que la conducta de Iraq había tocado “las fibras más íntimas” de George Bush.

Bosnia

Pero Bosnia, aparentemente, no tocó las fibras más íntimas de George Bush. En realidad, las respuestas para Bosnia y para Iraq fueron diferentes desde el principio.
Preguntas que rara vez se hacían durante la crisis del Golfo –sobre las raíces del conflicto, su compleja historia y sus perdurables dimensiones psicológicas– se pusieron de moda respecto a Bosnia. Son buenas preguntas. Pero, en el contexto actual, no sirven como vehículos de análisis sino como instrumentos para evadir responsabilidades. Y no tienen en cuenta la lección recurrente de que los movimientos basados en el odio sirven para distorsionar, pervertir e inventar la historia.
La cruda realidad es que el pueblo de Bosnia encara el genocidio. Sí, los Estados Unidos, la Comunidad Europea y las Naciones Unidas han vacilado durante un año en una postura de complicidad y apaciguamiento.
Genocidio es una palabra de la cual se abusa. El mal uso ha viciado su tétrico significado. Sin embargo, el genocidio –el exterminio premeditado de un pueblo– sigue siendo el más horrible crimen contra la humanidad. Pocas veces es significativo hurgar en el pasado en busca de imágenes. Pero en este caso, como lo comprendieron los organizadores del Museo del Holocausto en Washington D. C., el pasado se impone sobre nuestras conciencias. La tragedia de Bosnia tiene muchos de los estigmatizantes signos de la irracional brutalidad de que fueron víctimas los judíos y los gitanos en épocas tempranas del siglo: aldeas vacías, hogares abandonados a toda prisa, la huida de millones, niños torturados y, ciertamente, campos de exterminio. En el “Año de la Mujer”, el fascismo serbio también nos hizo conocer su rúbrica: las violaciones en masa.
Los perpetradores de este crimen están compelidos no por un sentido de historia vivida sino, para usar la frase de Hannah Arendt, por una “maldad banal”, por una ideología de la diferencia que los lleva a la búsqueda neonazi de las “limpiezas étnicas”. En un año de campaña, han “limpiado” más del 70 % de tierra bosnia de sus habitantes musulmanes. Incontables miles han muerto; los sobrevivientes están hacinados, principalmente, en los reducidos restos de Bosnia, sin hogar y expuestos a morir de hambre, enfermedades, frío y más limpiezas étnicas.
Se ha informado de amplia manera sobre estos horrores, oficialmente reconocidos. Las Naciones Unidas han condenado la agresión contra Bosnia, un Estado miembro. Pero durante un año, sus resoluciones han seguido siendo flojas e indulgentes en comparación con las sanciones impuestas a Iraq.
En abril de ese año, el presidente Clinton dio “fuertes” señales de que finalmente iba a reforzarlas y hacerlas cumplir. Pero en la Cumbre de Vancouver le otorgó a Yeltsin una extensión del plazo, respecto al genocidio, hasta el 25 de abril. Ninguna medida sustantiva sería tomada contra la Serbia eslava hasta después de las elecciones presidenciales en la Rusia eslava.
Estimulados por la indulgencia, los serbios lanzaron un asalto final sobre Srebrenica. Los sesenta mil habitantes del pueblo están ahora bajo la precaria custodia de las Naciones Unidas.
El Consejo de Seguridad ha autorizado la creación de un tribunal para dirigir los juicios por crímenes contra la humanidad. Pero altos funcionarios de las Naciones Unidas, como Doublas Hurd de Gran Bretaña y el Secretario General Boutros-Ghali, han aparecido, sonrientes, estrechando las manos e inclusive en banquetes con los peores criminales conocidos. De manera que ¿quién procesará a quién?
Las denuncias verbales contra Serbia y los serbios de Bosnia son ahora algo cotidiano. Pero las palabras no están respaldadas por los hechos. Lo que es peor: las políticas occidentales equivalen a la intervención de parte del agresor. Dan una imagen siniestra de complicidad en los crímenes contra la humanidad. Es preciso considerar los siguientes tres ejemplos:
1. Las Naciones Unidas tienen una numerosa presencia en Bosnia, incluyendo un contingente militar de ocho mil hombres. Pero las reglas del combate hacen de la pacificación una necesidad. La ayuda humanitaria es retenida por las unidades militares serbias, que expropian entre el 25 % y el 40 % de la ayuda. Para evacuar a los civiles enfermos y heridos, precisan del permiso de los serbios, que a menudo se otorga sólo para ser violado. El Ministro de Relaciones Exteriores de Bosnia fue asesinado cuando estaba bajo la protección de la ONU. Mujeres y niños han sido masacrados bajo custodia de esa organización.
En octubre de 1992, las Naciones Unidas declararon la prohibición de sobrevolar determinada zona de Bosnia, pero –a diferencia de las prácticas en Iraq–, no hicieron cumplir la prohibición. Para el 15 de diciembre, observadores de las Naciones Unidas habían informado 225 violaciones del espacio aéreo por parte de la fuerza aérea serbia, incluyendo bombardeos de aldeas y pueblos musulmanes. Los serbios han roto reiteradamente los acuerdos de cese al fuego y de paso franco. Las Naciones Unidas nunca han parecido ser más ineficaces y lastimosas.
2. Las grandes potencias han negado a los bosnios los medios para defenderse. Para mayo de 1992 la “limpieza étnica” había salido a la superficie como un objetivo sistemático de los serbios. A medida que los bosnios perdían terreno, Croacia, la rival de Serbia, comenzó a apoderarse de territorios bosnios. Pero las potencias occidentales insistían en mantener el embargo de armas sobre Bosnia. Técnicamente, el embargo, se aplica igualmente a Serbia, Croacia y Bosnia. Pero es lesivo sólo para Bosnia.
Serbia heredó la mayor parte del ejército yugoslavo y un arsenal impresionante. Croacia se quedó con mucho del resto. Tanto Serbia como Croacia tienen costas, fronteras neutrales o amistosas, y muchos suministradores. De hecho, hay tantas armas en Serbia que estaba exportándolas, entre otros, a los señores de la guerra somalíes. Por el contrario, los bosnios estaban poco armados. La brecha militar entre Bosnia y Serbia es de 1 a 10 en armas ligeras, 1 a 300 en armamento pesado, incluyendo tanques y artillería. Mediterráneos y rodeados, los bosnios no pueden obtener armas a menos que se levante el embargo. Ha sido posible masacrarlos con facilidad gracias al embargo de armas por parte de las grandes potencias, ratificado por las Naciones Unidas. Desde el verano de 1992, el gobierno bosnio no ha pedido la intervención occidental, sino el levantamiento del embargo. Una mayoría de los miembros por elección del Consejo de Seguridad apoyaron esta petición. Sin embargo los miembros permanentes, encabezados por Gran Bretaña, Francia y Rusia, rechazaron esa petición. Alegan que levantar el embargo de armas intensificará el conflicto; que puede provocar que los serbios ataquen a las fuerzas de las Naciones Unidas –que incluyen tropas británicas, francesas y canadienses– y que los armamentos caerán en manos de los serbios. Cualquier estudiante de secundaria puede ver qué implican estos argumentos para el futuro del orden mundial.
3. Después de meses de urgir infructuosamente a europeos y norteamericanos a adoptar una posición más fuerte, Lord Owen y Cyrus Vance, mediadores de la Comunidad Europea y las Naciones Unidas, respectivamente, produjeron un plan de paz que proponía dividir a Bosnia en diez unidades autónomas. Son dignos de mencionar dos rasgos de este plan: primero, recompensa la agresión y las limpiezas étnicas. Por esta razón, la administración Clinton se opuso al plan durante el primer mes de su mandato. Su segundo aspecto es igualmente inquietante: al dividir a Bosnia según líneas étnicas, el plan Vance-Owen legitima los programas sectarios de Bosnia y Croacia. Croacia saludó el plan con satisfacción. Bosnia estuvo de acuerdo en suscribir las exhortaciones de las Naciones Unidas. Los serbios las rechazaron.
El destino de Bosnia aún no ha sido totalmente definido. Algunas ciudades se quedan; hay gentes que también se quedan. La conciencia oficial estadounidense parece estarse moviendo. La amenaza de acción militar del presidente Clinton ha persuadido, temporalmente, al gobierno serbio a aceptar el plan Vance-Owen. Dado lo que ha ocurrido en el pasado, esta aceptación puede ser táctica más que real. De todas formas se puede esperar que ahora se haga justicia, siquiera parcialmente.
¿Qué debemos pensar de estos contrastes entre Bosnia e Iraq? Por lo pronto, revelan el cinismo con el que las grandes potencias utilizan las conferencias de paz y a las Naciones Unidas como instrumentos de la política nacional. Era predecible la agresión a Bosnia; podía haber sido evitada. En marzo de 1992, cuando las Naciones Unidas consideraban la petición de Bosnia para su membresía en esa organización, numerosos países advirtieron que la agresión serbia era inminente y pidieron enviar observadores de las Naciones Unidas a Bosnia. Tal vez, incluso, una reducida presencia de las Naciones Unidas allí en aquel momento pudiera haber disuadido a los serbios. En junio de 1992, el presidente Mitterand realizó una dramática visita a Sarajevo para “exhortar a la conciencia mundial a ayudar a un pueblo en peligro”. El ministro de Relaciones Exteriores de Gran Bretaña, Douglas Hurd, entonces actuó para frenar el impulso resultante con su Conferencia de Paz en Londres y su igualmente inútil secuela en Ginebra. Y así siguió mes tras mes.

La no proliferación

El problema de la proliferación nuclear es menos dramático que los dos anteriores, y por ello está más alejado de los ojos del público. Es precisamente por esta razón que sirve para destacar los patrones de la facturación de política después de la guerra fría que hemos visto en los casos de Iraq y Bosnia.
En el otoño de 1989, funcionarios estadounidenses indicaron un interés activo en proseguir una política de detener y en algunos casos hacer retroceder la proliferación de armas nucleares. La política de no proliferación de Washington se centraba en torno a regiones en las que se había producido proliferación nuclear. Parecía que se aceleraba su ritmo y existía un contexto conflictivo que aumentaba el riesgo del uso de las armas nucleares en tiempo de guerra.
Estas áreas preocupantes eran la península de Corea, donde se creía que Corea del Norte estaba involucrada en el desarrollo de armas nucleares; el sudeste asiático, donde la India y Pakistán habían alcanzado la capacidad nuclear, pero no se sabía si en realidad estaban fabricando armas nucleares; y el Medio Oriente, donde Israel tenía tanto un importante arsenal de armas nucleares como sistemas con capacidad para asestar golpes con ellas, e Iraq trataba de hacer lo mismo, sin haberlo logrado aún.
Pocos cuestionarían tanto los riesgos inherentes a la proliferación de armamento, o la necesidad de controlar y posiblemente revertir la carrera hacia la posesión de armamento nuclear. Lo que interesa es lo siguiente: ¿Han continuado los Estados Unidos su política contra la proliferación para llegar a lograr la meta específica de un entorno libre de armas nucleares en las regiones arriba mencionadas, o al menos cumplen el objetivo general de promover un entorno nuclear estable? Si las respuestas son negativas, entonces, ¿a dónde nos conduce esa política?
Los detalles sobre la política nuclear en cada una de esas tres regiones son bizantinos. Acumulativamente, trasmiten una impresión de seriedad absoluta y la certeza de que lo que está en juego es nada menos que la supervivencia misma. En este contexto, los Estados Unidos han declarado enérgicamente que observan una política de no proliferación basada en la discriminación y los criterios morales, estrategia poco prometedora para impedir la proliferación nuclear. Es preciso considerar cómo ha sido instrumentada esta política en el sudeste asiático y en el Medio Oriente.
En 1974, la India llevó a cabo una exitosa prueba nuclear. Desde entonces, su programa se ha ampliado para incluir el desarrollo de sistema de misiles de corto y largo alcance. Es, virtualmente, un país nuclearizado. Los Estados Unidos han reprendido a la India ligeramente pero, aparte de un tardío embargo sobre la Organización India de Investigación Espacial, no han ejercido presiones significativas sobre Delhi.
La búsqueda nuclear de Pakistán comenzó después de que la India realizó su prueba nuclear. Bajo Ziaul Haq, cuya dictadura militar duró desde 1977 hasta 1988, el programa progresó sintomáticamente. Pakistán adquirió la capacidad de manufacturar entre cinco y seis bombas nucleares del tipo que se detonaron en Hiroshima. En ese período, el país estaba coordinando la operación encubierta financiada por los Estados Unidos en Afganistán, cuyos objetivos eran la Unión Soviética y el gobierno afgano. Los Estados Unidos hicieron caso omiso de la cuestión nuclear. De hecho, la Casa Blanca, anualmente, aseguraba al Congreso que Pakistán no estaba involucrado en el desarrollo de armas nucleares.
Sin embargo, para finales de 1989 la Unión Soviética se había retirado de Afganistán y comenzaron a aumentar las presiones norteamericanas para que Pakistán echara atrás su programa nuclear y abriera sus instalaciones a una inspección internacional. Islamabad dijo que lo haría, pero sólo como parte de un acuerdo regional que incluyera a la India. La alternativa era que los Estados Unidos concertaran un tratado de defensa con Pakistán. El gobierno pakistaní también presentó una propuesta de cinco puntos para el control de las armas nucleares en el sudeste asiático.
Estas maniobras no satisficieron a Washington y en 1991 se dio por terminada toda la ayuda norteamericana a Pakistán. Actualmente siguen incrementándose las presiones sobre Pakistán. Los Estados Unidos amenazan con declarar a su antiguo aliado “Estado terrorista”, presumiblemente por su supuesto apoyo a los disidentes sikhs en la India y a las guerrillas en Cachemira, estado que la India y Pakistán se disputan desde 1947.
En el caso del Medio Oriente, el presidente Bush declaró que la destrucción del programa nuclear iraquí era un objetivo primario de la Guerra del Golfo. El objetivo se alcanzó. Sin embargo, los inspectores de las Naciones Unidas siguen husmeando para desenterrar componentes de ese programa, tales como tecnologías de doble propósito que pueden ser utilizadas por Iraq en un futuro programa nuclear. Por supuesto, esto significa que se le negará acceso a Iraq a determinado rango de tecnología industrial.
El programa nuclear de Israel no ha sido sometido al escrutinio del Congreso, ni el gobierno norteamericano ha ejercido presiones sobre ese país. Las leyes norteamericanas contra la proliferación no han sido invocadas contra él. El Congreso ha aprobado leyes –como las enmiendas Pressler y Solarz– que afectan a países específicos, pero no se aplican a Israel. Se desconoce la verdadera magnitud de la capacidad nuclear israelí. Lo que sí se sabe es que su arsenal nuclear es sobrecogedor, y que su avanzado sistema de ataque se debe en gran medida a las armas y la tecnología norteamericanas.
Los criterios morales de la política norteamericana de no proliferación sugieren una visión aterradora de acuerdos imperiales para la dominación. Esa política no muestra conocimiento alguno de la historia ni de las ansiedades, temores y ambiciones que empujan a los gobiernos a fabricar armas terribles y a los pueblos a saludar ese hecho. Como tal, es una política condenada no solamente al fracaso, sino a ser contraproducente. Mientras Washington mantenga su actual forma de abordar el problema de la no proliferación, seguirá poniendo en práctica esos criterios morales, ocasionará temores y favorecerá la existencia de un entorno nuclear intolerablemente inestable. Una alternativa factible es apoyar formas regionales imparciales y multilaterales de abordar el problema, instrumentadas bajo la sombrilla de una organización internacional facultada para ello.

¿Qué podemos esperar?

Al final de la guerra fría, la gente siente que hay oportunidades y también peligros. Hay un particular interés en fortalecer la capacidad de las instituciones internacionales para promover y mantener la paz. Tal inclinación parece estar cristalizada en consenso entre intelectuales y diplomáticos respecto a cinco reformas básicas en el sistema internacional:
• Es necesario democratizar el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Debe abolirse el derecho al veto, el Consejo debe ampliarse, e incluirse en él a organizaciones no gubernamentales que representen intereses públicos.
• Las Naciones Unidas deben tener una agrupación de tropas permanentemente bajo su mando. Esto es esencial si se quiere que actúen enérgicamente como una organización mundial autónoma.
• La Corte de Justicia Internacional debe estar orgánicamente vinculada a las Naciones Unidas. La Corte, por ejemplo, debe estar facultada para revisar las resoluciones de la Asamblea General y el Consejo de Seguridad desde el punto de vista legal.
• La Agencia Internacional para la Energía Atómica debe quedar investida con poderes adicionales para desempeñar un papel de importancia en poner fin a la proliferación nuclear y a la carrera de armas estratégicas.
• La estructura de la ayuda para el desarrollo debe ser democratizada, y no debe seguir estimulándose la ayuda bilateral.
Estas son sugerencias admirables. Si se les aplica, serían realmente beneficiosas. Pero ¿es realista esperar que sean adoptadas? Las tres situaciones que he analizado en este ensayo sugieren que la respuesta es “no”. El problema es que las grandes potencias están insertadas en el status quo. No parecen tener interés alguno en cambiar la distribución internacional del poder. Al propio tiempo, los países del antiguo bloque oriental están dominados por las dificultades económicas, la confusión ideológica, la desintegración política y las guerras étnicas. Es poco probable que trabajen por reformar, constructivamente, las relaciones internacionales. Y los gobiernos del Tercer Mundo son, en su mayoría, clones poscoloniales dependientes, corruptos, ineficientes y no democráticos. Incapaces de practicar la democracia o de promover la justicia internamente, no son los adecuados para buscarla en el ámbito internacional.
En el caso de Iraq, las Naciones Unidas se vieron obligadas a movilizarse porque los Estados Unidos consideraban a la región del Golfo como un área vital para sus intereses. En décadas recientes, a medida que la influencia económica norteamericana sobre Europa y Japón decaía, Washington trataba de incrementar su poder sobre el Medio Oriente como vía para adquirir nueva influencia sobre viejos aliados. Saddam Hussein le abrió la puerta. Arabia Saudita, Kuwait y los Emiratos Arabes Unidos se han convertido, virtualmente, en protectorados norteamericanos. Al controlar las mayores reservas petroleras del mundo, los Estados Unidos han logrado alcanzar una meta fijada por Richard Nixon y Henry Kissinger hace más de veinte años.
La indiferencia occidental respecto a Bosnia revela la misma lógica básica del poder. Gran Bretaña encabezó una política de pacificación, organizó acciones diversionistas cuando el clamor internacional amenazaba con obligar a que tomara partido contra Serbia, y suministró los argumentos necesarios para mantener el embargo de armas sobre Bosnia. Francia se sumó. Los Estados Unidos asintieron.
En este caso, la política fue atizada en parte por la desconfianza hacia Alemania. Reunida y poderosa en lo económico, promete ser cada vez más políticamente agresiva. El apoyo alemán a la independencia de Croacia levantó sospechas. Otras naciones europeas vieron un contrapeso en una Serbia fuerte. Hay una segunda consideración, relacionada con la primera. Gran Bretaña, Francia y los Estados Unidos comparten el objetivo de ganarse a Rusia, cuya simpatía por Serbia es bien conocida. ¿Por qué, pues, ser duros con los queridos primos de un futuro aliado? Los serbios entienden eso. A menos que el poderío norteamericano rechace su presunción, es posible que sigan siendo flexiblemente obstinados. He aquí un caso claro de realpolitik.
También es comprensible la indulgencia nuclear norteamericana hacia Israel, y los esfuerzos por impedir que otro país en la región se convierta en su homólogo nuclear. En el Medio Oriente, el “síndrome de Vietnam” impulsó una búsqueda de “potencias regionales” que sirvieran de agentes al poder norteamericano. Irán e Israel fueron seleccionadas para desempeñar este papel. El Shah fue derrocado, a pesar de los veinte mil millones de dólares en armas norteamericanas. Israel siguió siendo el aplaudido “aliado estratégico”. Cuando se llegue a un acuerdo de paz con sus restantes adversarios árabes, el papel de Israel como potencia regional podrá legitimarse con sus aliados árabes, a menos que surja otro país nuclear para dar al traste con los acuerdos.
Entonces, como siempre, la esperanza tendrá que basarse no en las políticas de los estados, sino en la sensibilidad del hombre común, en su falta de disposición a tolerar la intolerable violencia o a ser silenciados por las indecibles crueldades que definen al sistema internacional. Pero no hay signos positivos de que esto ocurra. Durante toda la tragedia en Bosnia, el movimiento por la paz ha estado casi inerte. Durante treinta años, las coaliciones de activistas en los Estados Unidos y Europa han mostrado cierta voluntad e ingenio para organizar protestas moralmente apremiantes alrededor de importantes cuestiones de política exterior, que abarcan desde la guerra en Viet Nam hasta el apartheid, desde América Central hasta la carrera armamentista nuclear. Su pasividad ante el genocidio permite que alberguemos un profundo pesimismo acerca del período actual.

Traducción: Carmen González.

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