El siglo XIX es un período crítico para la Iglesia Católica en la América hispana. La ruptura del poder colonial español, el desarrollo de las nuevas naciones republicanas, la extensión del pensamiento liberal, el proceso de secularización,1 el pluralismo religioso y el anticlericalismo la obligan a iniciar una vigorosa renovación y ajustarse a las nuevas circunstancias con apoyo en sus fuerzas y medios, así como a relacionarse cada vez más directamente con Roma, sin la mediación del Real Patronato.
En el caso cubano, al concluir el poder colonial español se inicia el proceso de adaptación de la Iglesia Católica a las nuevas condiciones, que se despliega en toda su intensidad desde fines del siglo XIX hasta las primeras décadas del XX, con sus particularidades en la arquidiócesis de Santiago de Cuba.
La actitud asumida por el episcopado y el clero durante las guerras de independencia facilitaron o retrasaron, en las diferentes regiones del país, el reacomodo de la Iglesia a la Cuba poscolonial. En el Oriente, el fragor independentista y la identificación de una parte del clero nativo con estos ideales le imprimen a la institución eclesiástica fuerzas que no estaban a tono con la balanza insular.
El presente trabajo pretende acercarse a un proceso particular que mucho puede aportar a la comprensión del tránsito de la colonia a la república en nuestra región.
En el transcurso de la guerra iniciada en 1895, la identidad Iglesia-Estado alcanzó su expresión más reaccionaria. El episcopado de Cuba mantuvo una posición homogénea con la Santa Sede, y la alta jerarquía católica española estuvo en contra del proceso independentista cubano.
El obispo de La Habana, Manuel Santander y Frutos, transfirió voluntariamente las iglesias de su diócesis al ejército, e instó al clero y a los creyentes a luchar contra los insurrectos. En reiteradas ocasiones les manifestó a las tropas españolas que la guerra que llevaban a cabo era una “causa justa” y “santa”, a la vez que calificaba a los mambises de “bárbaros”.
En su opinión, la bendición de Dios estaba del lado de las fuerzas españolas.2
Por otra parte, el Arzobispo de Santiago de Cuba, Francisco Sáenz de Urturi y Crespo, tanto en sus cartas pastorales y sermones como con sus actos, no ocultaba su postura en contra de la independencia de Cuba. Autorizó el uso de la Catedral para que se cantara el Te Deum por las victorias de las armas españolas y celebró la supuesta muerte de Antonio Maceo en un momento en que este se encontraba en plena capacidad combativa.3 No obstante, al declinar el poder colonial español, no se manifestó públicamente a favor de los intereses exmetropolitanos, como lo hiciera su homólogo Santander.4
El Patronato, la Santa Sede, y la abrumadora composición peninsular de la alta jerarquía católica insular decidieron la postura política de la Iglesia en Cuba ante un proceso trascendental para el pueblo. Los sentimientos ibéricos pesaron más que los ideales patrióticos e independentistas de los cubanos, creyentes y no creyentes. Fe y política marcharon juntas en contra de la nacionalidad cubana. Sin embargo, el clero no siempre coincidió en intereses y posturas a lo largo de la isla de Cuba. Sus orígenes, la relación con los núcleos poblacionales y su identidad o no con la causa independentista marcaron su posición en el conflicto bélico.
Lo más representativo de un clero nativo diezmado y marginado emergió, desde la guerra de 1868, para matizar la postura católica.5 Muchos de sus miembros prestaron su apoyo a la causa independentista, historia en la que valdría la pena detenerse en otro momento. Figuras como Desiderio Mesnier de Cisneros, Braulio Odio Pécora, Ramón Ventin, José Joaquín Carbó y Serrano y Francisco de Paula Barnada y Aguilar fueron mejores sacerdotes al separarse de la instrumentalización de la religión que operaba a favor del poder colonial, y colaborar o ser partícipes directos en una de las causas más nobles del pueblo cubano.6
Santander y Urturi, máximos representantes de la Iglesia Católica en Cuba y sobrevivientes del régimen colonial español, defendieron la Iglesia desde posiciones romanas, aunque con ribetes ibéricos. El Obispo de La Habana, en un inicio, se opuso a la intervención norteamericana, al ver el peligro de la suplantación religiosa o el límite a los privilegios eclesiales;7 desconocía la política del gobierno de los Estados Unidos de no enfrentarse directamente a la Iglesia Católica para evitar una posible pérdida de los votos de los electores católicos.8 A los pocos meses, el Obispo modificó su opinión: el gobierno de Leonardo Wood eliminaba las dificultades creadas por su antecesor Brooke a la administración eclesiástica en los cementerios y el matrimonio. Santander elogió entonces a los que tanto había criticado.
Mientras Santander quería permanecer en su mitra e intentaba amoldarse a los cambios, aspiración imposible de concretar debido a su compromiso con el pasado colonial, su imprudencia y el descontento en parte del clero habanero,9 el clero en Cuba era predominantemente español y durante años marginó al componente nativo. Le asignaba los puestos más distantes y de menor importancia. Tanto ese factor como la existencia de una estructura administrativa en el obispado de La Habana (más allá del término del poder colonial español) compuesta por familiares y allegados del Obispo que imposibilitaban cualquier tipo de comunicación con ese dignatario eclesiástico a no ser que fuera de conveniencia personal, y la postura política del mismo, contribuyeron al aumento del rechazo al clero extranjero. En Santiago de Cuba un Urturi desalentado hacía todo lo posible por retirarse del arzobispado.
La actitud asumida por el Arzobispo ante los últimos acontecimientos nacionales y la situación de la Iglesia Católica no fue tan agresiva y optimista como la de Santander. Las características sociorreligiosas del Oriente del país, el peso del movimiento independentista en esa región, el desenlace de la contienda y la personalidad de Urturi fueron decisivas en la posición asumida.
Santiago de Cuba, escenario principal de la Guerra hispano-cubana-norteamericana, se convirtió en una pesadilla tanto para los que permanecieron como para los que tuvieron que emigrar de la ciudad. Durante dos meses, Urturi vivió sin víveres ni agua, alimentándose sólo de arroz. Al terminar el enfrentamiento bélico veía una urbe con aspecto dantesco: casas saqueadas con las puertas abiertas y montones de ropas, muebles, utensilios, basura, animales muertos en las calles que exhalaban un hedor insoportable, una población aquejada por la hambruna y un aumento pavoroso de las defunciones, junto a la permanencia durante días de muchos cadáveres en sus moradas por irregularidades en el servicio funerario.10
El fraile franciscano enfermó,11 su médico le prohibió predicar, y peor aún, cuando salía a la calle le chiflaban y le decían antigualla española, o le viraban la cara. Llegó a temer venganzas personales contra él y el clero, sucesos que jamás llegaron a producirse.12 El desprecio de la población insular a aquellas figuras que habían sido parte del poder colonial español y que tanto dañaron los sentimientos patrios se hizo sentir en aquellos días de alegría por la victoria y dolor por las pérdidas.
Ante esas circunstancias, el Arzobispo debió desconcertarse, sobre todo debido a la carencia de los medios económicos indispensables para solventar las necesidades propias y de sus subordinados, y a la disminución del sacerdocio catedralicio y de la ciudad tras su retirada del país.13 Por si fuera poco, fue tildado de antiespañol por la prensa ibérica, porque había permanecido en la Isla.14 Por otra parte, se sentía presionado psicológicamente por los periódicos y el clero nativo. Existía un consenso a escala social de la necesidad de que fuera un cubano el que estuviera al frente de la Iglesia en el Oriente, dado que ya no dirigían los españoles el destino del país.15
En febrero de 1899, Urturi reconoció que su permanencia en Cuba resultaba insostenible. En misiva dirigida al Cardenal M. Rampolla, Secretario de la Santa Sede, manifestó que en la nueva situación política del país un prelado español estaba “con las manos atadas para buscar recursos”, que había perdido la fe en su misión, y que en sus diocesanos veía ante todo a los enemigos de su patria, a los que la habían conducido al triste estado en que se encontraba.
El rencor era recíproco, de lo que se mostró consciente cuando escribió: “Mis diocesanos se hallan casi en el mismo sentido para conmigo. Para mis diocesanos soy ante todo español”.16
A mediados de 1898, una vez designado el Delegado Apostólico para Cuba y Puerto Rico, la Santa Sede estableció una correspondencia permanente con él. Temía un vacío del poder eclesiástico en la mayor de Las Antillas, y estaba preocupada por la repercusión en el contexto isleño de la desvirtualización de la misión espiritual de una Iglesia comprometida y lacerada por el Patronato y su ruptura. Tanto Roma como Plácido Luis Chapelle no quisieron precipitar la dimisión del Arzobispo del Oriente cubano, y dilataron la situación hasta poder evaluar la situación crítica que atravesaba la institución.
El enviado de León XIII era miembro del episcopado norteamericano, aspecto que favorecía su comunicación con el gobierno interventor, y tenía muy claro cuál era su misión: debía lograr que las relaciones Iglesia-Estado no fueran tan tirantes y conservar la mayor cantidad de privilegios o atenuar su carencia.
Las prioridades de Chapelle se dirigían al reconocimiento del nuevo estatus jurídico de la Iglesia Católica, la devolución o retribución de un grupo de bienes secularizados en manos del Estado, la administración de los cementerios y el reconocimiento del matrimonio religioso frente al civil. Sería imposible cumplir su cometido si no lograba la estabilidad funcional de la institución, asegurada con un episcopado sólido.
El primer dilema se le presentó en Santiago de Cuba, donde debía designarse a un cubano. La silla arzobispal caería en manos del Canónigo Penitenciario de la Catedral, de sesentitrés años de edad, Francisco de Paula Barnada y Aguilar. Sáenz de Urturi había consultado a Roma y Chapelle respaldó su proposición,17 concretada a inicios de abril de 1899 al dimitir el último Arzobispo colonial.18
Barnada fungiría como administrador apostólico de la arquidiócesis hasta tomar posesión de la mitra el 31 de julio de 1899,19 convirtiéndose así en el primer cubano en obtener tan alta magistratura. Resulta llamativo que su nombre no apareciera en las solicitudes que diversas personalidades dirigieron a la Santa Sede durante el segundo semestre de 1898 para ocupar los puestos que quedaran vacantes en el episcopado en Cuba.20 De cualquier modo, él era para el Vaticano la persona idónea para asumir la alta responsabilidad, aunque no se debe descartar el peso de la acusación que cayó sobre su persona en 1876 por desafecto a España, y su condición de cubano y santiaguero, que pudieron haber preocupado al Pontífice y al clero foráneo.21
Barnada era conocido y reconocido en la Iglesia en Cuba. Desde que en 1853 María Clarét y Clarát le confiriera la tonsura clerical, hasta que en 1888 ganara por oposición la dignidad de Penitenciario de la Catedral oriental, se doctoró en Teología en Salamanca y fungió como profesor de latín, francés, inglés, filosofía, teología e historia. Impartió gramática castellana y latina en los seminarios de San Carlos y San Ambrosio de La Habana, San Basilio de Santiago de Cuba y en el Instituto de Segunda Enseñanza de esa ciudad. Se desempeñó como vocal del tribunal de exámenes de la isla, y como juez del tribunal de grados de La Habana. A su nivel académico unía el conocimiento de las particularidades de la Iglesia en el país. En Occidente fungió como cura en Guanabacoa y párroco interino en Santo Angel, La Habana, y San Carlos, Matanzas. Este último curato era uno de los más importantes de la diócesis, porque a pesar de su población numerosa la ciudad sólo contaba con una parroquia.
En 1888 regresó a su ciudad natal, al ganar por oposición la dignidad de Penitenciario de la Catedral de Santiago de Cuba, cargo que ocupó hasta 1899. Precisamente durante ese período ocurrió un hecho significativo que causó un gran impacto en la población. El 7 de diciembre de 1898, a los dos años de la muerte de Antonio Maceo, se celebraron honras fúnebres por el alma del General en la basílica metropolitana, acto religioso al que asistieron los generales cubanos Julio Sanguily, Silverio Sánchez, Quintín Banderas y todo aquel que pudo ocupar un puesto en la Catedral. El elogio fúnebre estuvo a cargo de Francisco de Paula Barnada y Aguilar, quien “enumeró las virtudes del hijo insigne de Santiago”.22
El acontecimiento, engalanado con salvas de fusilería del ejército cubano, fue el primer paso oficial y público del clero catedralicio para amoldarse a los nuevos tiempos. Las celebraciones cívico-religiosas necesitaban una nueva tonalidad: la patriótica, la cubana, ya no la hispana. Por otra parte, constituyó, sin lugar a dudas, un nuevo antecedente a favor de Francisco de Paula, destello de la posible y aspirada cubanización del clero católico. Por esa razón no sorprendió al pueblo santiaguero que transcurridos algunos meses fuera elevado a la dignidad de Arzobispo.
El 27 de abril de 1899 la capital oriental despertó con un repique de campanas que anunciaban que el Papa León XIII había ratificado a Barnada al frente de la arquidiócesis. El clero y los feligreses que aspiraban a una Iglesia con mayor representatividad de nacionales, y aquellos que veían en el hecho una disminución del poder extranjero en Cuba, recibieron con agrado la designación.
A la llegada de Barnada el 24 de julio de 1899 procedente de Nueva Orleans, donde días antes había sido consagrado por el Delegado Apostólico, la muchedumbre lo acompañó desde el muelle hasta la basílica; mayor aún fue la procesión del domingo 30 de julio, acto religioso en el que participaron los generales del Ejército Libertador Francisco Sánchez Echevarría, Silverio Sánchez Figueras, Quintín Banderas y Matías Vega, junto a una multitud de miembros del ejército cubano. A lo largo del recorrido, desde el templo de Santo Tomás hasta la Catedral, los vecinos adornaban las casas con hojas de palmas, bandas de telas de color azul y rojo y la bandera de la estrella solitaria; cerrando la procesión, una orquesta entonaba los bellos acordes del Himno de Bayamo.
Los miembros del Cabildo de la Catedral, inmersos en los preparativos, le dieron un tono sui géneris a la entrada y salida del Arzobispo a la basílica. El músico y compositor Felipe Guerra compuso un himno en honor del prelado, que entonó un coro, y cuya estrofa versaba así:
Tras un tiempo de luto y de llanto.
En que el pueblo de Cuba se hallaba
Y llorando los hierros besaba.
Que aherrojaban al genio inmortal.
Aparece cual célica aurora
Un cubano que su honra enaltece
Y en su mano ondulante se mece
Su estandarte cual lábaro real.23
La condición de cubano y santiaguero del nuevo Arzobispo posibilitó que la población se sumara masivamente a las actividades religiosas. Esa asistencia se convirtió en una expresión de cubanía y patriotismo a escasos meses de iniciada la intervención norteamericana.
El ascenso del Penitenciario de la Catedral y su aceptación popular marcaron la diferencia dentro de la Iglesia Católica entre el Occidente y el Centro-Oriente del país. En Cuba, el mayoritario clero español en su mayoría, todavía en 1899 ocupaba los principales puestos de la dirección eclesiástica, con excepción de Santiago de Cuba, ciudad en la que se iniciaba un proceso de cubanización mucho más acelerado.
El Arzobispo comenzó a reorganizar la vida eclesiástica con la designación para ocupar las plazas vacantes del escaso clero cubano y de otros comprometidos o respetuosos con el proceso de construcción nacional, labor que se extendió hasta 1900. Figuras como Braulio Odio Pécora, Desiderio Mesnier de Cisneros y Joaquín Carbó y Serrano desempeñaron una labor meritoria en la reconstrucción institucional. Las parroquiales mayores de San Salvador de Bayamo y Trinidad, las vicarías de Guantánamo y de Palma Soriano, y las parroquias de Dolores, Santo Tomás y Santa Lucía en la ciudad santiaguera, así como el gobierno del arzobispado, se vieron beneficiadas con esos nombramientos.24
El 12 de junio de 1900 la Sagrada Congregación del Concilio Vaticano le concedió oficialmente a Barnada la facultad para cubrir las plazas vacantes.25 Diez días después, quedaba restructurado el Cabildo Catedralicio, cuyos anteriores miembros habían abandonado el país casi en su totalidad. De los nueve capitulares, sólo tres provenían del antiguo Cabildo Catedralicio colonial, incluyendo al Arzobispo.
La nueva dirección de la Catedral santiaguera y el gobierno del arzobispado heredaron una arquidiócesis en crisis económica, institucional e ideológica, con un grupo de bienes en litigio y prácticamente sin sustento. Tenían menos del 50 % de las parroquias y los sacerdotes existentes en 1895,26 y debían enfrentar la indiferencia social hacia el catolicismo y la vida sacerdotal, que obstaculizaba la formación y renovación del sacerdocio nativo.27 No era tarea fácil adaptarse en estas condiciones a una república inexistente, llamada a moldearse bajo la intervención de los Estados Unidos.
A esa crítica situación no sólo se enfrentaba el nuevo Cabildo metropolitano de Santiago de Cuba, sino toda la jerarquía de la Iglesia Católica en Cuba. Desde mediados de 1898 se vio abocada a enfrentar diversos obstáculos, entre los que figuraban las transformaciones liberales del gobierno interventor: la separación entre la Iglesia y el Estado, el establecimiento del matrimonio civil como único válido, la autorización con posterioridad del matrimonio religioso a todas las confesiones y la enseñanza laica. La asimilación de dichos cambios era necesaria, pero la reacción eclesiástica de Occidente y Oriente fue diferente, si bien para ambas regiones constituía un acto extremadamente complejo.
Al finalizar la Guerra hispano-cubano-norteamericana el Obispo de La Habana dirigió un informe, con fecha 3 de septiembre de 1898, a la Comisión de Evacuación del Personal Militar y del Gobierno Español de la Isla en la que expresaba su preocupación por el porvenir de la Iglesia Católica ante el cese del gobierno colonial, y solicitaba respeto y reconocimiento hacia la institución.28 Transcurridos algunos meses, la reacción era más exaltada, al establecerse la Orden militar 66 del 31 de mayo que traía consigo la pauta de la separación Iglesia-Estado. Se instituía el matrimonio civil como único válido, lo que afectaba los privilegios católicos en cuanto al matrimonio, aunque las partes contratantes podían cumplir con los preceptos de la religión que profesaran. Se iniciaba así una ofensiva contra el exclusivismo en materia religiosa que había mantenido y heredado la Iglesia en Cuba del despotismo español.29
La protesta de la jerarquía eclesiástica y el clero contra el decreto del Gobernador militar John Ruther Brooke no se hizo esperar. En una carta pastoral del 9 de junio de 1899, el Obispo de La Habana exponía que se había equivocado sobre el respeto que le profesaba el nuevo gobernador de Cuba, que se dedicaba a “despojar a la Iglesia de sus legítimos derechos”.30
La prensa periódica, fundamentalmente la católica, mantuvo su crítica tanto al matrimonio civil como única opción válida, como al divorcio, durante las primeras décadas del siglo XX.31 Los disímiles argumentos sobre el matrimonio giraron en torno a un razonamiento único, sustentado en la naturaleza de las formas del vínculo. El matrimonio canónico poseía mayor fuerza por su origen sacramental y su indisolubilidad, mientras que el civil era básicamente un contrato, un acuerdo de voluntades.
Para los funcionarios de la Iglesia Católica, todo lazo matrimonial que excluyese la unión sacramental era insuficiente. El nuevo vínculo se establecía por voluntad temporal; se dejaba margen al divorcio, que conllevaba la disolución de la familia.
La preocupación de los párrocos era tal que comenzaron a predicar en la misa y en las conversaciones particulares sobre su disposición a casar sin exigencia alguna de derecho. Recibirían sólo lo que les quisieran dar voluntariamente. Su objetivo era evitar el matrimonio civil mediante el reconocimiento del canónico en la vida pública, como si en pocos meses pudiera borrarse la despreocupación de siglos.
La reacción del clero, en su sentido más amplio, no era una mera desobediencia a las autoridades constituidas. Era la reacción típica de los representantes de una institución que se percataban de que este no era un hecho aislado, sino el primer paso hacia la disminución o pérdida de sus privilegios. La jerarquía eclesiástica se resistía a entender el hecho de que no combatía a un gobierno liberal que se pronunciaba por echar abajo el Real Patronato, sino a uno que proclamaba la separación Iglesia-Estado y su correspondiente libertad de cultos, según los principios emanados de la Ilustración.
En junio de 1899 se les informó a los curas párrocos que debían aceptar esa disposición y cooperar con el gobierno constituido. Se les instruyó al respecto el día 16 del propio mes en Santiago de Cuba. Lo interesante es que el Obispo de La Habana les pidió que obedecieran, para evitar así conflictos con las autoridades y perjuicios a los interesados.32 A los fieles se les hizo un llamado a que cumplieran sus “deberes de ciudadanos”, y a los párrocos se les instruyó que permitieran y defendieran “los derechos civiles de las familias”.33
Resulta indudable que la jerarquía de la Iglesia en Oriente, sobre todo por su componente nativo, tenía una mayor disposición a insertarse en la nueva realidad. De la misma manera, estaba presta a desenvolverse como ciudadanos de una república inexistente, pero latente en la aspiración y el quehacer del cubano de entonces, y de aquellos que representaban sus intereses y luchaban por materializarlos.
Con la designación de Leonardo Wood en 1900 como Gobernador Militar de Cuba, la problemática del matrimonio adquirió una nueva tonalidad. El Delegado Apostólico Plácido Luis Chapelle consiguió que el gobierno le otorgara efectos civiles al matrimonio religioso, lo cual trajo consigo una modificación de las formas del matrimonio. Se beneficiaba no sólo la Iglesia Católica, sino también el resto de las confesiones con la implementación de una ceremonia solemne con un sacerdote o ministro debidamente ordenado.34 No obstante, la celebración de los matrimonios católicos continuó siendo una costumbre para un sector poblacional no tan minoritario.
En el último semestre de 1900, en el momento en el que se restructuraba el Cabildo Catedralicio y se reorganizaba el clero en la arquidiócesis de Santiago de Cuba con un escaso pero importante componente nativo, aumentaron en varias decenas las uniones sacramentales.35 Un tanto despejado el horizonte para la Iglesia, su preocupación se trasladó hacia el aumento del protestantismo y sus legalizadas uniones matrimoniales. De cualquier manera, la situación más compleja era en materia educativa.
El establecimiento de la enseñanza laica en los planteles públicos, uno de los elementos característicos del pensamiento liberal, constituyó el valladar más complejo para la institución. La educación católica se vio desterrada de esos centros y también de muchas escuelas privadas. La Iglesia ya no podía velar, en opinión generalizada de su clero, por la pureza de la fe y las costumbres, o examinar los libros de textos y las explicaciones del profesorado para determinar si se transmitía adecuadamente la educación, en consonancia con sus intereses.
Esa fue una de las primeras inquietudes de Francisco de Paula Barnada y Aguilar al llegar al arzobispado. Les expuso el problema a los padres católicos y los párrocos. La catequesis parroquial era la vía idónea para transmitir la instrucción religiosa que no se recibía en los colegios. No obstante, semanas después, en octubre de 1899, el dignatario eclesiástico reconocía su insuficiencia y hacía un llamado a la comunidad católica a respaldar económicamente la apertura del nuevo curso en el Colegio del Seminario de San Basilio.36
La concepción educativa de Barnada contemplaba un centro docente católico de nuevo tipo, en el que se debía dar “a la ciencia lo que es de la ciencia y a la fe lo que es de la fe”;37 con ese fin pondría en práctica su amplia experiencia docente.
Es significativo el hecho de que se estableciera como primer requisito para acceder a algunas becas gratuitas el ser cubano. Se le concedía importancia al conocimiento de la historia patria por parte de los aspirantes. El nuevo uniforme era azul y blanco, los mismos colores de la bandera de los mambises en la manigua.38 Es cierto que se trataba de un centro docente católico que beneficiaba en lo fundamental a las familias adineradas, a las que podían solventar los estudios de sus hijos. Pero había un nuevo matiz de cubanía, significativo si recordamos que sólo habían transcurrido diez meses del inicio de la intervención. Y aunque se sostuvo en gran medida gracias al sector español residente en Santiago, la Iglesia se esforzó tempranamente por fortalecer sus relaciones con el nativo, tendencia que comenzó a desarrollarse en el resto del país a partir de la segunda década del siglo XX. De cualquier manera, los colegios católicos que se crearon en aquellos primeros años se enfrascaron en una competencia con las escuelas públicas para demostrar su “eficacia y superioridad”, ante la pérdida de privilegios y la imposibilidad de controlar la expansión de los nuevos centros de enseñanzas.39
Una vez establecida la república, la jerarquía católica, decidida a elevar la calidad de su enseñanza, envió seminaristas a los Estados Unidos. Aprovechó la afluencia de las congregaciones de corte educativo para impulsar los colegios católicos. A lo largo de todo el país las congregaciones organizaron su llegada y establecimiento, y reconocieron los derechos que muchas de ellas tenían sobre determinados bienes en litigio que habían poseído en tiempos de España.
Resulta necesario investigar con detenimiento las relaciones del Arzobispo y el Cabildo Catedralicio con el Estado a lo largo de ese período. Se puede acotar que Barnada fue recibido en sus numerosas visitas pastorales por cubanos y españoles, comerciantes, alcaldes, jueces, oficiales mambises y norteamericanos, y por una numerosa población. Visitó diversos centros públicos y privados. Su condición de cubano era resaltada, sobre todo cuando lo salían a recibir en sus visitas con las notas del Himno de Bayamo.40
El pensamiento liberal, el anticlericalismo y el pluralismo religioso no impidieron que el cubano Francisco de Paula Barnada y Aguilar fuera asumido como la figura de más alto rango de la Iglesia Católica en el país. Tanto él como muchos miembros de su clero fueron respetados por una amplia y diversa población, en la que se incluían los masones.41
La existencia de un clero en el Oriente de tendencia nacionalista matizó la composición de la jerarquía eclesiástica en Cuba y aumentó el respaldo popular a la institución. Sin embargo, eso no significa que ese nacionalismo eclesiástico lograra transformar la Iglesia Católica en Cuba. La composición heterogénea, predominantemente hispana y conservadora del clero católico y su jerarquía, con su orientación hacia lo foráneo, constituía un difícil obstáculo, a pocos meses de la caída del poder colonial español y frente a una población que rechazaba el ejercicio del sacerdocio.
Si bien Barnada dirigió provisionalmente la jerarquía eclesiástica del Occidente, los problemas fundamentales de esos años se habían decidido antes de su administración, siempre bajo la orientación o consulta pontificia, y con una participación casi nula del clero de la isla. La estructura piramidal e internacional de la institución obligaba a la jerárquia a acatar las decisiones de la Santa Sede.
Una de las mayores polémicas de la Iglesia Católica en su paso hacia la república, que trasciende hasta la actualidad, es la de los bienes eclesiásticos.42 Barnada participó en condición de Arzobispo de Santiago de Cuba y Administrador Eclesiástico de la Diócesis de La Habana en la firma de acuerdos o tratados que disminuyeron su figura43 frente a una opinión pública nacional que era capaz de acuñar de antipatriótica cualquier acción que dañara los intereses cubanos. No obstante, en el tránsito de la colonia a la república, la dirección eclesiástica en Santiago de Cuba salvó los ideales más nobles del clero nativo, contribución que aportó un pequeño grano a la formación de la nación cubana.
Muchas interrogantes se pueden desprender del análisis de esos años. Sería muy valioso dilucidar la evolución de la institución y del Cabildo Catedralicio en Santiago a partir de la segunda década del siglo XX, en un momento en que había concluido la adaptación de la Iglesia Católica a las nuevas condiciones y el reloj biológico marcaba la necesidad de una renovación generacional.
Notas:
1—Ver Rigoberto Segreo: Conventos y secularización en el siglo XIX cubano, Editorial Ciencias Sociales, La Habana, 1998, p. 19.
2—Ver Boletín Eclesiástico de La Habana, 23 de junio de 1895 y 30 de noviembre de 1896.
3—Manuel P. Maza: Entre la ideología y la compasión. Guerra y paz en Cuba 1895-1903, Instituto Pedro Francisco Bonó, Santo Domingo, 1997, p. 311.
4—El Obispo de La Habana expresaba públicamente su oposición a los independentistas cubanos y defendía el poder colonial español. En el Boletín Eclesiástico de La Habana se pueden encontrar sus opiniones, que van más allá del término de la Guerra hispano-cubana-norteamericana (ver, a modo de ejemplo, las cartas pastorales del 22 de julio y el 24 de octubre de 1898). Urturi, sin embargo, quien vivió el desenlace de la guerra del 95 y el bombardeo a Santiago de Cuba, expresaba con reservas su preferencia por el poder colonial, en su correspondencia con la Santa Sede. (Ver Manuel P. Maza: op. cit., pp. 511-514). En mi revisión del periódico El Católico, órgano de la Iglesia Católica en el arzobispado de Santiago de Cuba, así como de la deteriorada prensa santiaguera de la época, no encontré expresiones del Arzobispo que coincidieran con las del Obispo de La Habana. La crítica que recibía era producto de su condición de español, su permanencia en Cuba al frente de la arquidiócesis y sus visitas al Club San Carlos. No desecho la posibilidad de que Urturi se manifestara por otras vías, pero resulta muy poco probable, dadas las circunstancias político-militares del Oriente del país en esos años, así como la depresión en la que se sumió al serle diagnosticada una afección cardiaca.
5—A inicios del siglo XIX el clero estaba compuesto en su mayoría por hombres nacidos en Cuba, vinculados estrechamente a la población insular. Respondían más a los intereses nativos que a los peninsulares. En el contexto de la ofensiva de la burguesía ibérica, España se trazó como objetivo desplazar a los criollos del dominio de la isla y neutralizarlos como fuerza política, sobre todo mediante la supresión de los conventos, que eran las instituciones eclesiásticas más independientes, y la transformación del clero en un cuerpo al servicio del poder colonial. Estas medidas, conocidas como el proceso de secularización, se iniciaron el 25 de octubre de 1820 con la Ley de Monacales. Entre 1843 y 1854, al producirse la reconciliación de la monarquía con la Iglesia y la aristocracia feudal en España y la consiguiente paralización del proceso de desamortización, se inició una política encaminada a resarcir a la Iglesia de los daños causados. Esta política se vio impulsada por el Concordato firmado con Roma en 1851. A la vez que sancionaba la supeditación económica de la Iglesia al Estado, el Concordato abría las puertas a una reforma eclesiástica en Cuba con el propósito de fortalecer las posiciones de la Iglesia como sostén del poder colonial. La reforma eclesiástica de 1852 vino a subsanar los efectos negativos de la secularización para los intereses coloniales y esclavistas y cerró el ciclo de transformaciones de una Iglesia controlada por los criollos y al servicio de estos en una Iglesia mayoritariamente peninsular. Su contenido fundamental fue la creación de una superestructura religiosa dominada por un clero de origen español, desarraigado de la población de la Isla y dependiente del Estado, que suplantó a la desaparecida Iglesia criolla. Esto no significó la extinción absoluta del clero criollo, pero condicionó en la Iglesia un comportamiento político dominante a favor del estatus colonial manifestado durante las guerras de independencia. Ver Rigoberto Segreo: op. cit., p. 19.
6—Desiderio Mesnier de Cisneros obtuvo los grados de coronel bajo las órdenes del General Calixto García; Braulio Odio Pécora, canónigo, párroco de Manatí durante la Guerra de los Diez Años, participó en la Guerra Grande con los grados de General de Brigada; José Joaquín Carbó y Serrano, canónigo, fue perseguido por ayudar a un sacerdote vinculado al movimiento independentista durante la Guerra del 95; Francisco de Paula Barnada y Aguilar, acusado en octubre de 1876 de desafecto a España por negarse a predicar en la novena de la Virgen del Pilar, y Ramón Ventín, párroco de San Juan y Martínez, quien con ochentidós años de edad se fue a la manigua con su familia para prestar auxilio espiritual, y que murió en el campo insurrecto el 30 de septiembre de 1896. Ver Antonio López de Queralta: La Iglesia y la independencia de Cuba, Cátedra Monseñor Enrique Pérez Serantes, 19 de mayo del 2004.
7—El peligro real para el catolicismo no radicaba en que el protestantismo absorbiera sus feligreses y lograra suplantarlo, puesto que este último se estableció fundamentalmente en las zonas rurales y en pequeños poblados en los que la Iglesia Católica no contaba con mucha presencia, sino en que constituía para esa masa de creyentes una nueva opción religiosa que no tenía compromisos con la política colonialista.
8—Herminio Portell Vilá: Historia de Cuba en sus relaciones con Estados Unidos y España, Editorial Jesús Montero, La Habana, t. V, 1941, p. 96.
10—Ver Emilio Bacardí: Crónicas de Santiago de Cuba, Tipografía Arroyo Hermanos, Santiago de Cuba, t. X, 1903, p. 120; y “Carta de Francisco Sáenz de Urturi a Rampolla, Archivos del Vaticano”, en Manuel P. Maza: op. cit., p. 320.
11—La enfermedad del Arzobispo fue la razón esgrimida oficialmente para su salida definitiva de Cuba en abril de 1899, aunque ya en reiteradas misivas a la Santa Sede se solicitaba su retirada del país. Ver las actas resúmenes del Cabildo Catedralicio de Santiago de Cuba, 1898-1909, p. 197, en el Archivo del Museo Arquidiocesano Enrique Pérez Serantes.
12—Ver en Manuel P. Maza: op. cit, p. 504, la carta del Obispo de Santiago de Cuba Francisco Sáenz de Urturi y Crespo al Cardenal Mariano Rampolla de Tindaro, Secretario de la Santa Sede, fechada el 25 de febrero de 1899.
13—El 17 de julio de 1898, Urturi convocó a reunión al Cabildo Catedralicio. De los quince miembros asistieron once; de los cuatro ausentes dos se hallaban en la ciudad y otros dos se encontraban de viaje. Transcurrido algo más de un mes, el 31 de agosto, seis de los presentes partieron rumbo a España. A ello se sumaban las veintiocho hermanas de la caridad, así como la decisión del Padre Antolín Martínez de quitar su casa de misión en la Iglesia de San Francisco y embarcar para la península. Ver Emilio Bacardí: op. cit., pp. 120 y 166; Ramón Suárez Polcari: Historia de la Iglesia Católica en Cuba, Ediciones Universal, Miami, 2003, t. II, pp. 206-207.
14—En una nota que acompañaba la carta enviada el 25 de febrero de 1899 por Sáenz de Urturi, Arzobispo de Santiago de Cuba, al Cardenal M. Rampolla, manifestaba: “La prensa en España me ha tildado con la fea nota de antiespañol y amante de los enemigos de España, si pues continúo al frente de esta Diócesis, la idea tomará cuerpo y al escribirse la historia quedaría mi nombre mal parado…”. Ver Manuel P. Maza: op. cit., p. 513.
15—El Arzobispo de Santiago de Cuba, Sáenz de Urturi y Crespo, y el Delegado Apostólico Plácido Luis Chapelle expusieron en varias comunicaciones con la Santa Sede los criterios desfavorables de la prensa oriental sobre el Arzobispo, y citaron los periódicos La Independencia y El Santiaguero. Destacaba Urturi: “frecuentemente y en todos los tonos, ya embozada, ya claramente, se preguntan los periódicos, cómo y por qué continúa aquí el Arzobispo, siendo español, cuando todos los demás organismos españoles han desaparecido…” También envió a Roma un ejemplar de un volante que había circulado por la ciudad con la propuesta de algunos candidatos cubanos para el futuro gobierno de la isla, que incluían al obispado de La Habana y al arzobispado de Santiago de Cuba. Por otra parte, relataba que cuando salía a la calle observaba desprecio en los rostros, y que las familias que visitaba no le reciprocaban atención. Ver las cartas de Sáenz de Urturi y Crespo a M. Rampolla, 28 de noviembre de 1898 y 25 de febrero de 1899, y de Plácido Luis Chapelle a M. Rampolla, 25 de febrero, en Manuel P. Maza: op. cit., pp. 330, 507-512 y 504-524.
16—Ver Carta de Sáenz de Urturi y Crespo al Cardenal Mariano Rampolla, 25 de febrero de 1899, en Manuel P. Maza: op. cit., p. 506.
17—Antes de la llegada del Delegado Apostólico a Cuba, la Santa Sede analizó los posibles candidatos a ocupar la mitra. La propuesta de los sectores nacionales era el doctor Luis Antonio Mustelier, miembro del Cabildo Catedralicio oriental. Incluso por la Ciudad de Santiago de Cuba había circulado un volante con su propuesta. La cantera de clérigos cubanos con una alta preparación y experiencia en su ministerio era muy escasa; además de Mustelier, sólo quedaba Barnada. Los vínculos de Mustelier con dirigentes del movimiento independentista como Máximo Gómez, su postura pública en la defensa a ultranza de los intereses nacionales, así como la utilización de la amenaza y la coacción en diversas misivas enviadas a la Santa Sede para lograr su nombramiento debieron influir en que su candidatura fuera rechazada por la jerarquía eclesiástica. Una investigación de esta polémica figura resulta necesaria, porque, por una parte, mantuvo estrec has relaciones con el Generalísimo e intentaron juntos que el clero nativo ocupara la dirección de la Iglesia Católica en Cuba, una aspiración legítima; y por la otra, en sus comunicaciones personales lo mismo critica al Delegado Apostólico que busca su aceptación cuando desea que lo favorezcan con puestos eclesiásticos. El temor de la Santa Sede a un cisma en Cuba era algo latente, aun cuando el clero había manifestado su adhesión a Roma. En sus comunicaciones con el Secretario del Pontífice, Urturi recomendó a Barnada, apoyado por Chapelle, lo cual influyó en su designación oficial. Ver: Manuel P. Maza: op. cit. En cuanto a Mustelier, existen diversas misivas suyas o sobre su persona en el Archivo Nacional, Fondo de Máximo Gómez, legajo 22. También puede consultarse Yoana Hernández: “La Iglesia Católica en Cuba ante la transición política”, en La sociedad cubana en los albores de la República, Editorial Ciencias Sociales, La Habana, 2002, pp. 213-253. (El autor logró consultar la correspondencia de Mustelier con Máximo Gómez en el Archivo Nacional, gracias a la sugerencia de los investigadores del Instituto de Historia, Yoel Cordoví Núñez y Yoana Hernández Suárez).
18—Fondo del gobierno del arzobispado, caja 3, n. 84, Archivo del Museo Arquidiocesano Enrique Pérez Serantes.
19—Ibid., caja 3, n. 1.
20—Solicitudes realizadas por Lino Boza y familia, Ernesto Lecuona, Manuel González, Francisco David y José Gorrín, entre otros.
21—Sobre la acusación a Barnada ver Antonio López de Queralta: op. cit.
22—Emilio Bacardí: op. cit., t. X, p. 200.
23—“La entrada solemne del Arzobispo (ED)”, en El Católico, no. 18, 13 de agosto de 1899.
24—En el proceso de reorganización, el clero debió asumir varias responsabilidades debido a su escasa membresía. Era usual en aquellos años el traslado hacia otros puestos por imperativos administrativos. El Cabildo Catedralicio estaba integrado en 1900 por nueve capitulares –incluyendo el arzobispo– de los quince con los que contaba al término del poder colonial. De ellos, cuatro estuvieron vinculados o simpatizaron en público con el movimiento independentista. Desiderio Mesnier de Cisneros fungiría en la república como director del periódico El Católico; Braulio Odio Pécora, canónigo, a inicios del siglo XX era el párroco de la Iglesia de Santo Tomás; José Joaquín Carbó y Serrano fungió durante la intervención como Fiscal General Eclesiástico; y Francisco de Paula Barnada y Aguilar fue Arzobispo hasta su muerte en 1913. Se mantuvieron sólo dos figuras del antiguo Cabildo, sin incluir al Arzobispo: el deán Mariano de Juan y Gutiérrez y el chantre Bernabé Gutiérrez y Gutiérrez. El resto de los miembros eran el tesorero Antonio Barnada y Aguilar, hermano y secretario personal del Arzobispo y en 1909 presidente del Cabildo; el canónigo penitenciario Federico Bestard y López Chávez, quien en 1908 fungiría como administrador de colegio del Seminario de San Basilio, y el canónigo José Francisco Merced y Villa. Ver Emilio Bacardí: op. cit., t. X; El Católico, 1899, 1901, 1904, 1909-1913; fondo del gobierno del arzobispado, cajas 1 y 3, y actas resúmenes del Cabildo Catedralicio de Santiago de Cuba, 1898-1909, pp. 179-309, en Archivo del Museo Arquidiocesano Enrique Pérez Serantes.
25—Fondo del gobierno del arzobispado, caja 3, documento 2, Archivo del Museo Arquidiocesano Emilio Pérez Serantes.
26—Ver Manuel P. Maza: op. cit., pp. 515-521.
27—Al cabo de un año, el 27 de octubre de 1901, El Católico publicó un artículo de Tirso Sánchez en el que se develaba la falta de vocaciones clericales. Como durante cuarenta años muy pocos habían sido los cubanos que aspiraban al sacerdocio, el artículo expresaba: “…hoy nos encontramos casi sin sacerdotes, pues los pocos que hay á pesar que se multiplican y no perdonan trabajos en los ministerios no bastan para atender debidamente al pueblo cubano”. Sánchez consideraba que en ese resultado influían los padres y maestros, quienes los “… disuaden de seguir la carrera del sacerdocio cuando los ven inclinados á ella”.
28—El documento fue enviado con copias textuales al Cardenal Secretario de Estado de su Santidad y a la Comisión de Paz de París. Consta de tres partes que son, a su vez, los puntos que el prelado quería defender: sobre la existencia de la Iglesia en el nuevo orden de cosas que ha de establecerse, propiedades de la misma comprendiendo bajo este nombre todos los bienes inmuebles y derechos reales que en la actualidad posee, y bienes y derechos reales que hasta ahora ha percibido el Estado español por virtud de pactos entre las autoridades eclesiásticas y civiles (frutos de las leyes de desamortización). Tomado de Ramón Suárez Polcari: op. cit. t. II. pp. 186-187.
29—Durante muchos años, los que profesaban otras religiones, o creencias tenían que vivir en concubinato, al imposibilitárseles la legalización de su unión matrimonial. A partir de 1889 fue que lograron registrarse al admitirse el matrimonio civil para los que no profesaran la religión católica, una vez que se extendió a la mayor de las Antillas el Código Civil español de 1888. Al establecerse el gobierno de ocupación militar hubo atisbos de disminución de los privilegios eclesiásticos. El 12 de mayo de 1899, mediante una orden militar, se prohibieron las procesiones y cortejos fúnebres en todo el país, y siete meses antes, en Santiago de Cuba habían sido suprimidos los capellanes de los cementerios, de la cárcel, y del hospital, y se le solicitó al Arzobispo santiaguero el franqueo en el correo. Ver Gaceta de La Habana, 13 de mayo de 1899; E. Diaz Guijarro y A. Martínez Ruiz: Interpretación al Código Civil, Imprenta y Encuadernación de Andrés P. Cardenal, Bilbao, 1900, t. I, pp. 262-268; y Manuel P. Maza: op.cit., pp. 511-512.
30—Manuel P. Maza: op. cit., p. 369.
31—La Iglesia Católica en tiempos de la colonia ostentaba el monopolio del matrimonio y no se reconocía a las demás confesiones religiosas la legitimidad de sus actos matrimoniales. Al aprobarse el civil, la prensa, fundamentalmente católica, se pronunció en su contra. En Santiago, El Católico expuso argumentos similares. Estas posiciones fueron corroboradas por J. A. González Lanuza, Secretario de Justicia e Instrucción, durante el gobierno interventor de John R. Brooke en carta enviada a John R. Brooke, Gobernador Militar de Cuba, el 16 de septiembre de 1899. En el período republicano se mantuvo la crítica de la Iglesia Católica al divorcio, aprobado el 29 de julio de 1918. Ver John R. Brooke: Orders on Proclamations. Havana, the Adjutant General´s Office, 1899-1908, t. II. pp. 15-22; El Católico, 19 de junio de 1899; 6 de agosto de 1899; 10, 17 y 24 de septiembre de 1899; y 15 de octubre de 1899.
32—Carta de Manuel Santander y Frutos, Obispo de La Habana, a Mariano Rampolla, Secretario de la Santa Sede, 11 de julio de 1899 (Archivos del Vaticano), en Manuel P. Maza, op. cit. p. 371.
33—“Circular del gobierno eclesiástico”, El Católico, 19 de junio de 1898, Archivo del Museo Arquidiocesano Enrique Pérez Serantes.
34—Orden Militar 307 del 8 de agosto de 1900, reafirmada por la Orden Militar 140 del 28 de mayo de 1901, Gaceta de La Habana, 9 de agosto de 1900 y 29 de mayo de 1901.
35—En 1900 se celebraron en las cuatro iglesias de la ciudad ciento sesentidós matrimonios. En ello debió influir la presencia de clérigos cubanos al frente de estas, así como el impacto social de la designación de un Arzobispo cubano y santiaguero, independientemente de la estabilidad política que se había alcanzado. En 1898 y 1899 las uniones matrimoniales sólo habían alcanzado una centena. El Católico, 27 de enero de 1901; Archivo de la Catedral de Santiago de Cuba, Libros de matrimonios 1898-1899.
36—Según el Padre Joan Rovira, el Seminario siguió funcionando durante las guerras de independencia, y el 16 de octubre de 1898 el Arzobispo, Francisco Sáenz de Urturi y Crespo, inauguró el curso 1898-1899. Una vez que Barnada decidió inaugurar el nuevo curso en 1899, escogió esa misma fecha, el 16 de octubre, según consta en un comunicado fechado el 8 de ese mes y publicado en El Católico del 15 de octubre de 1899 en un artículo titulado “Seminario San Basilio”. Para el primer caso ver J. Rovira y Olga Portuondo: El Colegio Seminario San Basilio Magno, Santiago de Cuba, Editorial Oriente, 2000, p. 150.
37—Ibid.
38—F. Barnada Aguilar: “Colegio Seminario de San Basilio El Magno”, El Católico, 15 de octubre de 1899.
39—Boletín Eclesiástico de La Habana, 30 de enero de 1906.
40—Entre estas visitas pastorales pueden citarse a modo de ejemplo las realizadas a Puerto Príncipe en diciembre de 1900, a Nuevitas en enero de 1901, a Guantánamo en abril de 1901, a Caimanera y Jamaica –regiones que durante dieciocho años no habían recibido estas visitas– y a Matanzas, perteneciente al obispado de La Habana. Ver Archivo del Museo Arquidiocesano Enrique Pérez Serantes, fondo del gobierno del arzobispado, caja 1, documentos 13, 14, 33 y 41; y El Católico de diciembre de 1900 y enero-abril de 1901.
41—La revista masónica y literaria Oriente Masónico señalaba el 15 de septiembre de 1905 que los masones respetaban a algunos “nobles sacerdotes católicos” como los “…Barnadas, los Arteagas, los Junqueras, los Quiroga, los Coletas, los Miuras, los otros tantos con que se honra la Iglesia Católica… y sólo pronuncian sus nombres para enaltecerlos, aunque en el fondo combatan sus creencias”.
42—Al término del poder colonial español el Obispo de La Habana y el Arzobispo de Santiago de Cuba oficializaron su reclamación al gobierno interventor –en un momento extremadamente crítico desde el punto de vista económico para Cuba– de que se devolviera a la Iglesia o se la compensara económicamente por un grupo de bienes otrora eclesiásticos secularizados en su mayoría en 1842. Las comisiones investigadoras creadas en esos años las valoraron y entre 1901 y 1902 se firmaron los tratados correspondientes. No fue hasta la segunda intervención que se le pagó a la Iglesia, ante la negativa del primer gobierno republicano de hacerlo. Una parte significativa de ese dinero fue a parar a manos de los abogados, y el resto fue administrado por la Santa Sede y la arquidiócesis de Nueva York. Los obispos cubanos sólo recibieron alguno de los intereses devengados.
43—En el momento en que se celebraban las negociaciones sobre los bienes eclesiásticos, diversos periódicos del país criticaron la actitud asumida por Barnada al ser uno de los representantes de la Iglesia Católica que participaba en los tratados concertados con el gobierno interventor, pues existía cierto consenso entre algunos clérigos nativos y figuras independentistas como Máximo Gómez de que la solución de esta problemática debía producirse una vez establecida la república y por el gobierno que la representara. Para muchos de sus contemporáneos, la cubanía de este eclesiástico resultaba contradictoria con su participación en las negociaciones. Por otra parte, la Iglesia Católica necesitaba un resorte económico que la ayudara a salir de la situación crítica en la cual estaba inmersa, amén del temor de que un gobierno republicano pudiera afectarla. En las recopilaciones documentales de M. Cuadrado Melo: Obispado de La Habana. Su historia a través de los siglos, La Habana, 1970, conservada en los arzobispados de La Habana y Santiago de Cuba se aprecian algunas de las contradicciones que se dieron al interior del clero por la problemática de los bienes eclesiásticos. También pueden verse en periódicos de la época como La Nación, La Discusión, El Diario de la Marina, Havana Post, El Mundo, La Correspondencia (de Cienfuegos), La Independencia, Oriente Masónico (de Santiago de Cuba); y en revistas como Cuba y América. No obstante, es necesario para un análisis más profundo el estudio del pensamiento del clero cubano, y el de Barnada en específico durante esos años.