Teología, literatura e identidad cultural en la América Latina y el Caribe

Luis Rivera Pagán

Despierto en cada sueño con el sueño
con que Alguien sueña el mundo.
Es víspera de Dios.
Está uniendo en nosotros sus pedazos.

Olga Orozco
“Desdoblamiento en máscara de todos”
Los juegos peligrosos (1962)

Una ausencia inexplicable

En un análisis pionero sobre las implicaciones teológicas de los escritos de José Martí, Reinerio Arce llama la atención sobre la necesidad de estudiar los vínculos posibles entre el discurso teológico y la literatura en la América Latina.1 Arce señala un pasaje clave de Ernesto Sábato, de su enigmática novela filosófica Abaddón el exterminador, en el cual el escritor argentino indica que las cosmovisiones filosóficas latinoamericanas no se encuentran en tratados de “pensamiento puro”, sino en “nuestras novelas”.2
Vítor Westhelle y Hanna Betina Götz, por su parte, han publicado un sugestivo ensayo en el que deslindan el fructífero pero descuidado campo dialógico entre teología y literatura como una posible vía prioritaria para superar los actuales escollos del pensamiento teológico latinoamericano, en este difícil tiempo que Elsa Tamez caracteriza como “sequía mesiánica”.3 Apuntan hacia el mito, con sus alegorías de orígenes y futuros alternos, como eje común de ese diálogo.4
El diálogo entre la teología y la literatura en la América Latina se hace urgente por los obvios intereses que ambas tienen en la memoria mítica y las ensoñaciones utópicas de los pueblos, al margen de la modernidad occidental. Con las notables excepciones de Wolf Lustig,5 Pedro Trigo,6 Antonio Carlos de Melo Magalhães,7 Rubem Alves,8 Antonio Manzatto,9 las hermosas reflexiones de Gustavo Gutiérrez sobre la literatura peruana,10 el reciente libro de Michelle González sobre sor Juana Inés de la Cruz11, algunos trabajos de mi autoría,12 e innumerables textos del prolífico Leopoldo Cervantes Ortiz,13 el asunto ha pasado desapercibido.
El esfuerzo más ambicioso en este campo hasta ahora es el del jesuita español venezolano Pedro Trigo sobre las convergencias y divergencias entre la teología y la literatura latinoamericanas, ubicadas ambas en el horizonte de los anhelos y esfuerzos de liberación. Trigo estudia las referencias a las instituciones eclesiásticas cristianas y sus ideologías en múltiples escritores. Sin embargo, al lidiar con tantos autores y obras sus observaciones se tornan difusas y pierden precisión. Además, su objeto se reduce a la visión que esas novelas tienen de lo cristiano, entendido en un sentido clásico, descuidando la rica y diversa experiencia pluriforme de lo sagrado y lo religioso en la América Latina. Tiene, empero, el mérito de señalar un tema de reflexión importante y relativamente inexplorado y de iniciar su demarcación.
María de las Nieves Pinillos publicó hace más de dos décadas un análisis abarcador de la figura del sacerdote en la novela latinoamericana. Estudia más de un centenar de personajes eclesiásticos en aproximadamente setenta novelas, publicadas entre 1851 y 1976 a lo largo de todo el continente, distinguidas en ocho categorías de narrativa novelística (política, indigenista, explotación económica, Revolución mexicana, urbana, antimperialista, guerrilla y de testimonio diverso). Clasifica a dichos personajes eclesiásticos según sus relaciones con la iglesia, el pueblo y el poder social.14 Descubre Nieves Pinillos una correlación importante entre las crisis sociales y políticas latinoamericanas modernas y la evolución de una nueva visión literaria más compleja y sofisticada del sacerdote. Es un trabajo valioso y extrañamente descuidado, de mucho provecho por su carácter panorámico. Esa misma ambición abarcadora, sin embargo, le impide proseguir las innumerables pistas investigativas que descubre al paso de su pluma. Concentra su estudio, además, en la figura del sacerdote, obviando los otros símbolos, imágenes y conceptos de la religiosidad presentes en la nueva novela continental.
El puertorriqueño Pedro Sandín-Fremaint ha publicado un excelente estudio literario-teológico de la obra de una novelista haitiana, Marie Chauvet, en el que demuestra los enormes aportes que cabe esperar del análisis de la conjunción de ambas expresiones de la creatividad espiritual humana: la literatura y la religión.15 Sandín también supera el patriarcalismo que aqueja a otros críticos literarios y, sobre todo, a los teólogos de oficio.
Ciertamente, no se puede dejar de mencionar en este contexto, aunque sea muy de paso, la obra clásica de Charles Moeller, Littérature du XXe siècle et christianisme (1953-1975), en cinco volúmenes, traducida al español como Literatura del siglo XX y el cristianismo.16 Indicativo de otros tiempos es que el erudito Moeller no incluye ningún latinoamericano entre los más de treinta autores que analiza, a pesar de que al publicarse su último tomo en 1975 ya había comenzado a dar muy notorios frutos el boom de la narrativa latinoamericana. Ese desdén eurocentrista es hoy inaceptable.
Quizá sea justo decir que han sido los predicadores los que mayor atención conceden a las imágenes y los símbolos religiosos en la literatura. Véase, de manera destacada, el texto sobre teología homilética de Cecilio Arrastía, Teoría y práctica de la predicación, en el que su autor, uno de los principales exponentes de la oratoria sagrada en Hispanoamérica, insiste en la necesidad de que el predicador medite sobre las imágenes del ser humano y lo sagrado en la literatura. Arrastía compara la tarea homilética con la de la cuentera de Eva Luna, de Isabel Allende, que inventa para un viejo soldado, a quien la fatiga del existir le ha adherido un amargo “olor a tristeza”, un pasado memorable y un destino digno, permitiéndole así recuperar memoria, identidad y esperanza.17 Permanece, sin embargo, en el umbral del diálogo entre teología y literatura, y se limita al usufructo homilético que la primera puede hacer de la segunda.
El discurso teológico moderno se ha nutrido del diálogo intelectual con el pensamiento filosófico y con el análisis social. Ejemplos distinguidos de lo primero son el provecho que Rudolf Bultmann obtuvo de los escrutinios existenciales llevados a cabo por el Martín Heidegger de Ser y tiempo, y el uso que Jürgen Moltmann ha hecho de la filosofía de la esperanza de Ernst Bloch. De lo segundo, quizá la instancia de mayor importancia es la integración crítica realizada por Gustavo Gutiérrez de las teorías sociológicas de la dependencia. Pero, con escasas excepciones, la teología no le ha prestado auténtica atención reflexiva a lo que del ser humano y sus dilemas se refleja en la producción literaria,18 o peor aún, lo ha marginado a la triste función de adornar un texto con epígrafes e ilustraciones, en fin, a meras decoraciones retóricas. En un momento en que nuevas corrientes intelectuales tienden a difuminar las fronteras rígidas entre las distintas esferas de la cultura y a recalcar los aportes epistemológicos y hermenéuticos válidos que provienen del quehacer literario, la relativa ausencia de diálogo entre la teología y la literatura constituye un déficit teórico.

Convergencias provocadoras

Extraña, reitero, la relativa ausencia de interés por parte de la teología latinoamericana en la literatura moderna del continente. Extraña por la simultaneidad de su auge y renombre internacionales, por la pertinencia para las preocupaciones religiosas y eclesiásticas de sus temas y asuntos y, finalmente, por la audacia de la literatura latinoamericana moderna en hacer afirmaciones desafiantemente heterodoxas y teológicamente transgresoras.
Ambas expresiones de nuestra creatividad simbólica, la teológica y la literaria, cobran auge y renombre mundiales casi simultáneamente. Con el apogeo del compromiso social de las comunidades eclesiales de base y las primicias del pensamiento liberacionista en la década de los sesenta, la teología latinoamericana deja de ser una réplica traducida de la europea y norteamericana y comienza a ser sujeto original de su propia historia intelectual. Por otro lado, obras publicadas durante los sesenta, como El siglo de las luces (1961), de Alejo Carpentier; La muerte de Artemio Cruz (1962), de Carlos Fuentes; La ciudad y los perros (1962), de Mario Vargas Llosa; Oficio de tinieblas (1962), de Rosario Castellanos; Rayuela (1963), de Julio Cortázar; Todas las sangres (1964), de José María Arguedas; Paradiso (1966), de José Lezama Lima; y Cien años de soledad (1967), de Gabriel García Márquez, entre otras, abonan sentimientos y perspectivas no muy disímiles a los que albergarán, pocos años después, los escritos de Gustavo Gutiérrez, Juan Luis Segundo o Porfirio Miranda. Todavía no hay, sin embargo, para la América Latina, una obra crítica que se asemeje al excelente análisis que Alfred Kazin ha hecho sobre la religiosidad y la teología en la literatura estadounidense.19
La producción literaria latinoamericana moderna tiene tan evidentes tangencias y resonancias religiosas que la falta de atención por parte de la comunidad teológica despierta mi perplejidad. Sobre todo por la presencia abundante de asertos heterodoxos y audaces transgresiones doctrinales que no pueden sino incitar a la reflexión y el cuestionamiento teológico. ¿No invitan acaso de manera en extremo provocadora e inquietante a tal diálogo innumerables textos literarios, como la siguiente gema de Jorge Luis Borges, tallada en el contexto de una reflexión sobre los afanes del escritor, y que desemboca en una poco ortodoxa interpretación de la doctrina teológica de la encarnación?: “Hay un santísimo derecho en el mundo: nuestro derecho de fracasar y andar solos y de poder sufrir. No sin misterio me ha salido lo de santísimo, pues hasta Dios nos envidió la flaqueza y, haciéndose hombre, se añadió el sufrimiento y brilló como un cartel en la cruz.”20
Es sorprendente que los teólogos no hayan prestado atención a lo que sus colegas literatos escribían acerca de los dilemas y enigmas de los hombres y las mujeres del continente. De haberlo hecho, habrían descubierto tangencias y pertinencias notables. Demos un ejemplo distinguido. Son pocos los teólogos que han percibido, en el famoso soliloquio del sacerdote Rentería en Pedro Páramo (1955), de Juan Rulfo, un anticipo genial de las turbulencias anímicas en el interior de las iglesias latinoamericanas en el proceso de incubación de la Teología de la Liberación.
El padre Rentería se revolcaba en su cama sin poder dormir.

Todo esto que sucede es por mi culpa –se dijo–. El temor de ofender a quienes me sostienen. Porque esta es la verdad; ellos me dan mi mantenimiento. De los pobres no consigo nada; las oraciones no llenan el estómago. Así ha sido hasta ahora. Y estas son las consecuencias. Mi culpa. He traicionado a aquellos que me quieren y que me han dado su fe y me buscan para que yo interceda por ellos para con Dios. ¿Pero qué han logrado con su fe? ¿La ganancia del cielo? ¿O la purificación de sus almas? Y para qué purifican su alma, si…21

O, para mencionar otro ejemplo importante, la famosa conclusión, no menos teológica por heterodoxa y sacrílega, en la que resume Martín Santomé, el protagonista principal de La tregua, de Mario Benedetti, su trágica relación amorosa con una joven, prematura e inesperadamente muerta:

Por primera vez en mi vida, sentí que podía dialogar con El [Dios]. Pero en el diálogo Dios tuvo una parte floja, vacilante, como si no estuviera muy seguro de sí… Entonces, pasado ese plazo que El me otorgó… pasado ese amago de vacilación y apocamiento, Dios recuperó finalmente sus fuerzas. Dios volvió a ser la todopoderosa Negación de siempre… Ahora las relaciones entre Dios y yo se han enfriado. El sabe que yo no soy capaz de convencerlo. Yo sé que El es una lejana soledad, a la que no tuve ni tendré nunca acceso. Así estamos, cada uno en su orilla, sin odiarnos, sin amarnos, ajenos.22

El título mismo de la obra, una de las más importantes y densas escritas por Benedetti, alude a la pugna ineludible del ser humano con Dios y su soledad. En esa confrontación, que recuerda la terrible batalla de Jacob con el ángel de Dios, existen treguas, pero no tratados de paz permanentes.
Más audaz aun en su disposición a transgredir la ortodoxia dogmática es la culminación de La flor de lis, la fascinante novela de la mexicana Elena Poniatowska en la que se traza el itinerario espiritual de Mariana, una joven de familia adinerada cuya fe religiosa tradicional es sacudida por un extraño sacerdote, Jacques Teufel (nombre enigmático, Teufel es la voz alemana para diablo). El parlamento final de Teufel a la atormentada muchacha es un dechado de transgresión y heterodoxia teológicas, en el que la vida, el pecado y Dios se entrecruzan de manera peculiar que rompe las normas del teísmo y el ateísmo clásicos.

El único compromiso del hombre sobre la tierra, Mariana, es vivir… Hay que vivir y si no pecas, si no te humillas, si no te acercas al pantano, no vives. El pecado es la penitencia, el pecado es el único elemento purificador, si no pecas, ¿cómo vas a poder salvarte?… Estamos solos, Mariana, solos. Todos los hombres estamos solos, hagan lo que hagan, suceda lo que suceda, su historia está trazada de antemano… El único que conoce tu historia es Dios y Dios es un visionario que no puede hablar. Dios conoce tu historia. Mariana, ¿no te das cuenta?, conocer tu historia es condenarte, no darte escapatoria… Dios es el culpable de todos los pecados del mundo…23

Ya en su primer libro, Lilus Kikus, publicado en 1954, Poniatowska había mostrado interés y audacia al replantearse los más complejos problemas religiosos y teológicos desde una perspectiva literaria femenina, en este caso examinados desde la picardía de una niña excepcional. En medio de la intensa fiebre de una enfermedad infantil, Lilus Kikus mezcla lúdicamente el peculiar milagro vinícola de Jesús (“Jesús, Jesusito ¿Por qué fue usted a las bodas de Caná, a esa fiesta de borrachos? ¿Por qué hizo usted ese milagro tan raro?”), la confrontación evangélica con la mujer adúltera y la María Magdalena que “destapa sus ánforas de perfume…” En su delirio, y en respuesta a su ruptura de los códigos misóginos y ultramoralistas de santidad, “Lilus Kikus ve pasar hileras de señoras tiesas… que llevan negros letreros en el pecho y en la frente: ‘Prohibido’, ‘Prohibido’, y que la amenazan con expulsarla de la asociación ‘Almas en Flor’”.24
Si, en general, la literatura europea de mediados de siglo se adentra en el laberinto filosófico clásico de la lucha entre la fe y el ateísmo, la latinoamericana de las últimas décadas se encamina por senderos de mayor ironía, humor y audacia heterodoxa. Ejemplar es el tratamiento que Gabriel García Márquez, en Cien años de soledad, confiere a los escasos sacerdotes que se atrevieron a habitar en Macondo. El padre Nicanor Reyna intenta, sin mucho éxito, imponer la normatividad sacramental en una población hasta entonces sujeta a la ley natural, sin bautizos, matrimonios eclesiásticos o extremaunciones. Pretende evangelizar al alucinado patriarca José Arcadio Buendía, pero es este quien casi lo convence de la inexistencia de Dios y quien proclama finalmente, en latín litúrgico, la victoria de su nihilismo. El sucesor de tan desdichado cura, el padre Antonio Isabel, no tiene mejor suerte y culmina su ministerio en absoluto delirio senil, predicando “que probablemente el diablo había ganado la rebelión contra Dios, y que era aquel quien estaba sentado en el trono celeste, sin revelar su verdadera identidad para atrapar a los incautos”.25
Son pasajes cruciales para entender a Macondo, metáfora de una América Latina apartada de la gracia divina a pesar de la presencia ubicua de la cristiandad y sus sacramentos. Una América Latina, reinado de Satanás, tierra en la que una iglesia sacramental pinta una ligera capa de ritual obediencia al dogma, pero que no logra evangelizar a profundidad el alma de los pueblos. Es una trágica hipótesis que García Márquez profundiza cinco lustros más tarde, cuando uno de sus personajes claves, el obispo don Toribio de Cáceres y Virtudes, sentencia:

Hemos atravesado el mar océano para imponer la ley de Cristo, y lo hemos logrado en las misas, en las procesiones, en las fiestas patronales, pero no en las almas… Habló del batiburrillo de sangre que habían hecho desde la conquista: sangre de español con sangre de indios, de aquellos y estos con negros de toda laya, hasta mandingas musulmanes, y se preguntó si semejante contubernio cabría en el reino de Dios… ¿Qué puede ser todo eso sino trampas del Enemigo?26

Es “el Enemigo” –el Diablo– quien rige el destino espiritual latinoamericano y caribeño. Toda esta otra novela de García Márquez, Del amor y otros demonios, se puede leer como una reflexión literaria sobre la demonización de la religiosidad de los pueblos americanos marginados y los intentos que hace una iglesia colonial y saturada de arrogancia espiritual por erradicar la cultura y el culto particulares de las comunidades negras esclavas. Es la misma demonización que reflejan muchos textos misioneros del siglo XVI respecto a las religiosidades indígenas.27
O en el satírico relato de la uruguaya Cristina Peri Rossi, “El juicio final”, en el que un personaje, tras recibir una revelación apocalíptica de la deidad, “comenzó a leerle a Dios la lista de cargos que durante cincuenta años había acumulado contra él, de forma imparcial…”,28 alterando drásticamente la concepción tradicional del “juicio final”. Es Dios quien, en la instancia final de la historia, ha de rendir cuentas al ser humano, reabriéndose así irónicamente el añejo tema de la teodicea.
La chilena-costarricense Tatiana Lobo ha publicado en los últimos años unas fascinantes novelas y crónicas ficcionalizadas. En Calypso, obra dedicada a exaltar la sensualidad y la belleza de alma y cuerpo de las mujeres afrocentroamericanas, un comerciante blanco denuncia ante un obispo católico el contenido poco ortodoxo de un predicador llamado sencillamente “el Africano”.

Dice… que la Biblia no dice que hay que sudar para más que para la comida, y que trabajar en exceso, además de una tontería, es pecado… El negro este asegura que Jesús abandonó el taller de carpintería de San José para largarse a caminar por aquí y por allá, sin trabajo fijo conocido…
Dice que hay que vivir como los lirios del campo, que aquí se dan en la arena sin sudar más que lo justamente necesario… Imagínese, monseñor, que dice que los romanos crucificaron a Jesús por miedo a que su mal ejemplo se propagara y los judíos ya no quisieran trabajar para ellos… Porque el que no hace nada, piensa mucho –dice–, y que a los romanos no les convenía que los judíos pensaran. Que hasta María Magdalena salió de su mala vida para disfrutar de tiempo libre…. Y que si las gracias al Señor se hacen con música y con cantos, tanto mejor, que no sólo de pan vive el hombre, que también de risas y de alegría…29

Sugestivo también por su disposición a retar la ortodoxia moral cristiana es uno de los cuentos de Eva Luna, de Isabel Allende: “Clarisa”. Clarisa, devota de velas y agua bendita, ha sido atribulada por dos hijos minusválidos de cuerpo y mente. Luego tiene otros dos hijos, de excelente salud e inteligencia viva y alerta. Al final del relato, el lector descubre que, para procrearlos, esta mujer de mantilla y misa ha recurrido a un hombre de cualidades que ella hubiese querido ver reproducidas en sus hijos, pero que no era, ante la ley ni ante el altar, su legítimo marido. Su justificación deja al lector boquiabierto, a la vez que sonriente: “Eso no fue pecado… sólo una ayuda a Dios para equilibrar la balanza del destino. Y ya ves cómo resultó de lo más bien”.30
Inquietante y heterodoxa es también la conclusión de la novela Desencanto al amanecer, de la nicaragüense Milagros Palma. La poeta Fernanda Rosales Cantero ha muerto en medio de las batallas que sacuden a un país revolucionario latinoamericano y su alma, tras un vagabundeo repleto de incidentes interesantes, llega al cielo, “pero las puertas no se abrieron como ella se lo había imaginado por su vida ejemplar. Nadie la estaba esperando… Una voz se oyó como en los aeropuertos… ‘El martirio ya no es una práctica de salvación. De aquí en adelante el placer tiene que primar y será condenado a la nada el que no cumpla con el deber sagrado de gozar’.”31 Palma continúa así, en un relato novelístico, sus lecturas rebeldes de los mitos patriarcales que han servido para reprimir el disfrute y el gozo corporal de las mujeres.32
Carlos Fuentes, en un importante texto en el que encara frontalmente la polifonía étnica y cultural de la identidad nacional, aborda audazmente y con un lenguaje procaz el laberíntico sincretismo religioso mexicano:

[E]l hijo y el nieto de Cuauhtémoc entraban de rodillas a la misma catedral, con las cabezas gachas y los escapularios como cadenas arrastradas por la mano invisible de los tres dioses del cristianismo, padre, hijo y espíritu santo, jefe, chamaco, súcubo, ¿con cuál de ellos te quedas, mexicanito nuevo, indio y castellano como yo, con el papacito, el escuincle o el espanto?… ¿cuál Dios, espejo de humo o espíritu santo, serpiente emplumada o Cristo crucificado, dios que exige mi muerte o dios que me da la suya, padre sacrificador o padre sacrificado, pedernal o cruz? ¿cuál Madre de Dios, Tonantzín o Guadalupe?… Cabrón Jesús, rey de putos, tú conquistaste al pueblo de mi madre con el goce pervertido de tus clavos fálicos, tu semen avinagrado… ¿cómo reconquistarte a ti?33

El uruguayo Eduardo Galeano no tiene reparo alguno en embrollar a Dios en heterodoxias y transgresiones teológicas. En el tono de humor irónico que caracteriza sus escritos se compadece del casto e inhibido Dios cristiano:

El dios de los cristianos, Dios de mi infancia, no hace el amor. Quizás es el único dios que nunca ha hecho el amor, entre todos los dioses de todas las religiones de la historia humana. Cada vez que lo pienso, siento pena por él. Y entonces le perdono que haya sido mi superpapá castigador, jefe de policía del universo, y pienso que al fin y al cabo Dios también supo ser mi amigo en aquellos viejos tiempos, cuando yo creía en El y creía que El creía en mí. Entonces paro la oreja, entre la caída del sol y la caída de la noche, y me parece escuchar sus melancólicas confidencias.34

En otro de los relatos de Galeano se manifiesta el dolor que se oculta detrás de la sonrisa: el sufrimiento de tantos hombres y mujeres, víctimas de la crueldad y la violencia que definió el proceder de algunos regímenes militares sudamericanos, entre los sesenta y los ochenta. Y ese dolor se transmuta nuevamente en la pregunta clásica de la teodicea, pero de manera muy novedosa.

El poeta Juan Gelman escribe alzándose sobre sus propias ruinas, sobre su polvo y su basura.
Los militares argentinos, cuyas atrocidades hubieran provocado a Hitler un incurable complejo de inferioridad, le pegaron donde más duele. En 1976, le secuestraron a los hijos. Se los llevaron en lugar de él. A la hija, Nora, la torturaron y la soltaron. Al hijo Marcelo, y a su compañera, que estaba embarazada, los asesinaron y los desaparecieron…
¿Cómo se hace para sobrevivir una tragedia así? Digo: para sobrevivir sin que se te apague el alma… Y me he preguntado: si Dios existe, ¿por qué pasa de largo? ¿No será ateo Dios?35

Rosario Ferré ha escrito una novela repleta de ironía y de humor, La batalla de las vírgenes, en la que, tras relatar literariamente los conflictos y disputas entre los adoradores puertorriqueños de distintas tradiciones de apariciones marianas, se llega a la conclusión de que la única virgen que merece la adhesión plena es la Virgen de la Cueva, una no muy velada alusión a la liberación erótica. “La Virgen de la Cueva es la única que vale, es a ella a la que hay que rezarle… es la única que existe, es la única que vale. Por la cueva de la Virgen es que nos hacemos peregrinos por primera vez, es que pasamos al espacio real del ser…”36

Hacia el diálogo entre la teología y la literatura

Como hipótesis de trabajo adelanto dos proposiciones fundamentales. En primer lugar, ningún tratamiento académico de las manifestaciones creadoras de las culturas latinoamericanas puede reclamar integridad si no incorpora la importancia central que en ellas ha tenido la fe cristiana y sus textos sagrados. ¿Cómo discutir Pedro Páramo (1955), de Juan Rulfo; Las buenas conciencias (1959), de Carlos Fuentes; Hijo de hombre (1960), de Augusto Roa Bastos; Todas las sangres (1964), de José María Arguedas; o Cien años de soledad (1967), de Gabriel García Márquez, sin analizar la presencia acuciante, en las angustias de los seres humanos y sociedades ahí descritos, de las religiosidades latinoamericanas y sus intrincadas redes de símbolos, creencias y ritos, con su caudal de temores y esperanzas?
Sería como pretender estudiar la trayectoria espiritual de James Joyce evadiendo su confrontación con el intenso catolicismo irlandés, brillantemente expuesta en Retrato del artista adolescente (1916). O reducir el análisis de Resurrección (1899), la gran obra del anciano Tolstoi, a disquisiciones exclusivamente literarias eludiendo su dramático conflicto religioso con la Iglesia Ortodoxa de Rusia y su ansiosa búsqueda de un cristianismo más cercano al Jesús de los Evangelios. O querer discutir Beloved (1987), de la magistral Toni Morrison, desligada de la rica tradición religiosa afroamericana, tan preñada de las miserias de la esclavitud y las ilusiones de libertad. Eso sería tan absurdo como enfrentarse a la obra literaria de Chaim Potok o Isaac Bashevis Singer a la vez que se elude el estudio a profundidad de los fascinantes laberintos trazados y recorridos por la religiosidad judía en la diáspora, en sus esfuerzos por encarnar su fidelidad al celoso Dios de Israel en un mundo secular extraño y hostil.
En un momento en que nuevas corrientes intelectuales tienden a difuminar las fronteras rígidas entre las distintas esferas de la cultura y a recalcar los aportes epistemológicos y hermenéuticos válidos que provienen del quehacer literario, la relativa ausencia de diálogo entre la teología y la literatura constituye un déficit teórico. Richard Rorty ha recalcado la centralidad de la literatura, especialmente de la novela, en el pensamiento filosófico moderno.37 Rorty intenta quebrar la pared tradicional de separación entre el escritor y el pensador, la imaginación y la razón, el arte y la filosofía, que con firmeza erigió Platón en la aurora de la cultura occidental. Lo que él intenta hacer respecto a la filosofía es aún de mayor importancia en la teología. El teólogo nutre su pensamiento de las reflexiones narrativas que sobre la contingencia, la ironía y la solidaridad humanas, para usar términos claves en la obra de Rorty, surgen de las obras de imaginación literaria.
La escasa o nula atención que algunos críticos prestan a las imágenes religiosas de importantes textos literarios en ocasiones claves les obnubila su capacidad analítica. El gran libro que Octavio Paz dedica a sor Juana Inés de la Cruz se lacera por el recelo de ese gran autor a “las turbias seducciones del ascetismo, la milagrería y la falsa mística”38 y su menosprecio a los dilemas teológicos que ciertamente sí inquietaban a la enclaustrada poeta novohispana.
Carlos Fuentes, quien ha jugado el papel dual de novelista de primera fila y crítico literario de envergadura, ha escrito algo de mucha densidad para el pensamiento latinoamericano, incluyendo el teológico: “Una novela… es la portadora de la noticia de que en verdad no sabemos quiénes somos, de dónde venimos o cuál es nuestro lugar en el mundo. Es la mensajera de la libertad al precio de la inseguridad”.39 Esa aporía, personal y social a la misma vez, ese maridaje entre el enigma de la existencia, la angustia de la libertad y el anhelo de descifrar lo que quizá es, en última instancia, inefable e inasible conceptualmente, constituye el punto de partida fascinante de un diálogo posible entre la literatura y la teología. En su estudio sobre los encuentros y desencuentros entre la historia y la literatura latinoamericanas, Fuentes percibe magistralmente los enigmas y las aporías, pero se le escapan de su horizonte analítico, quizá por el radical laicismo de su perspectiva, las ubicuas alusiones y referencias a la religiosidad de nuestros pueblos.
En segundo lugar, el teólogo puede ver, en las mejores creaciones culturales, aquellas que expresan con excelencia estilística las angustias y aspiraciones de un pueblo, las atroces y pavorosas arrugas de las expresiones históricas de la fe. ¿Cómo no temblar ante los terribles rostros del cristianismo latinoamericano, para parafrasear el título del libro de José Míguez Bonino,40 que se insinúan en las obras antes mencionadas? ¿Cómo evitar sobrecogerse ante la imagen del Dios que en ellas propugna el cristianismo oficial? ¿Cómo no captar, por el contrario, en su interioridad, los profundos clamores de esperanza en el Dios de liberación, clamores que pugnan por plasmarse en la dolida historia humana iberoamericana forjando una religiosidad solidaria y compasiva? Por algo la consagración a la teología profética la recibe Gustavo Gutiérrez de la pluma desgarrada y suicida de su compatriota José María Arguedas, cuando el gran novelista, al final de su novela inconclusa El zorro de arriba y el zorro de abajo (1969), le convoca a proclamar el Dios libertador, a fin de que las calandrias de solidaridad entonen la clausura del dios del miedo y la opresión.41
En medio de su gran novela Hijo de hombre, Augusto Roa Bastos se lanza a la siguiente aseveración:

Evidentemente, la memoria tiene su retórica de lugares comunes, de imágenes litúrgicas en el trasfondo –en el bajofondo– que nos legó la aculturación evangelizadora. Los reflejos condicionados del Nuevo Testamento funcionan a todo vapor en las capas callosas del sentimiento religioso que es la verdadera levadura de nuestra cultura mestiza. Todo el lenguaje castellano y guaraní, o su mezcla, ha sido “evangelizado”, ha quedado prisionero del Santo Sepulcro, entre los miasmas de la Redención. No podemos escapar.42

Roa Bastos, por un lado, afirma la cristianización, en el bajofondo, a profundidad, de la cultura latinoamericana mestiza, popular, a causa de la “aculturación evangelizadora”. Por el otro lado, sin embargo, se da cuenta de la distancia que media entre los ideales de la fe y sus distorsiones históricas, lo que Alfred Loisy, en otro tiempo y lugar, catalogó como la diferencia clave entre la prédica del Reino de Dios, propia de Jesús, y el resultado empírico, la hegemonía de la iglesia.43 Por ello, su énfasis es ambiguo y oscila entre el reconocimiento a la evangelización del lenguaje popular, el castellano y el indígena (en su caso, el guaraní) y su caracterización de ella como miasma aprisionadora. Hijo de hombre señala, trascendiendo la ambigüedad y la ironía, un sendero de sacrificio cristológico, de imitatio Christi, más allá de las fronteras institucionales eclesiásticas. Es, por tanto, como lo sugiere el título, una recuperación del tema clásico, pero siempre inquietante y rebelde, del Jesucristo que se enfrenta al templo y a sus sacerdotes. Lo que conlleva, inevitablemente, su crucifixión.44
Pero, en nuestra espiritualidad e identidad latinoamericanas, la crucifixión es el preludio de la resurrección, como esperanza escatológica. Rigoberta Menchú, indígena quiché, es la protagonista de una aventura excepcional de fe, valor y afirmación de un pueblo, su cultura y su religiosidad. Su testimonio literario, Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia,45 surge de los dolores y esperanzas de su pueblo, por siglos menospreciado y maltratado. Es una endecha al tormento y la muerte; es también un canto a la vida de quienes el guatemalteco Miguel Angel Asturias llamó hombres de maíz y, acorde con estos tiempos de mayor equidad, nosotros llamamos hombres y mujeres de maíz. Es, además, una hermosa exposición, trazada con inmenso orgullo de ser lo que se es, de las ricas tradiciones espirituales de las comunidades quichés. También es un himno literario de esperanza en la resurrección de los pueblos autóctonos, su identidad cultural y su espiritualidad religiosa.
Este texto quizá pueda leerse como el reverso de esperanza del trágico fatalismo sobre el destino de los pueblos mayas que encontramos en Oficio de tinieblas, la hermosa novela de Rosario Castellanos.46 Es una propuesta de genuino diálogo intercultural, tanto en el sentido lingüístico y cultural (a partir de las conversaciones entre dos mujeres de tradiciones culturales distintas e idiomas diversos –Rigoberta Menchú y Elizabeth Burgos– como espiritual (el cristianismo occidental y el universo mítico religioso maya), en un contexto complejo y doloroso de pugna por la liberación de unos pueblos autóctonos despreciados y marginados. Es un diálogo que también es un proceso de transformación de sus términos, en palabras de Raúl Fornet Betancourt, “de la inculturación a la interculturalidad”.47
Alguien ha dicho que en muchos de nuestros países las elites criollas y blancas idolatrizan como paradigmas simbólicos de la nacionalidad a figuras indígenas, siempre y cuando estas hayan muerto siglos atrás, al mismo tiempo que menosprecian a sus actuales descendientes. Después de Rigoberta Menchú, nadie debe poner en duda la inmensa dignidad de la cultura de los pueblos originarios ni la integridad de sus formas peculiares de vivir, sentir y pensar su espiritualidad. Tampoco, debemos añadir, después de Rigoberta Menchú, debía quedar duda alguna sobre la facultad extraordinaria de las mujeres para representar con eficacia los pesares y las ensoñaciones de sus pueblos. Su libro conjuga la belleza literaria, el sentimiento genuino de la cultura indígena, con la reflexión teológica acerca de los senderos de Dios y la fe en la historia latinoamericana.
En este contexto, es quizá pertinente llamar la atención a la rica creatividad literaria de las escritoras latinoamericanas durante las postrimerías del siglo pasado. Permítaseme aludir a dos ejemplos destacados, poco conocidos fuera de sus contextos nacionales. Los libros de Tatiana Lobo, Asalto al paraíso (1992), Entre Dios y el diablo (1993) y Calypso (1996), constituyen un impresionante buceo en las profundidades de la pluralidad étnica, cultural y espiritualidad de la identidad femenina costarricense. La puertorriqueña Angela López Borrero es una escritora fascinante que conjuga, en dos hermosos libros de relatos breves y seductores, Los amantes de Dios48 y En el nombre del hijo,49 como quizá nadie más en nuestros lares, la prosa poética, la lectura sugestiva y novedosa de los textos bíblicos canónicos y el erotismo no divorciado de una espiritualidad honda y genuina.
No puede leerse ninguna de estas escritoras, entre muchas otras, sin admirarnos ante la enorme capacidad de nuestros pueblos de trazarse, en el destino de sus historias de penurias y añoranzas, senderos de auténtica espiritualidad e identidad. De su imaginación e inteligencia surge un esfuerzo audaz y tenaz de liberar la imaginación religiosa de vestigios coloniales y forjar horizontes genuinos y amplios para nuestras espiritualidades e identidades latinoamericanas.

El apocalipsis de los pueblos marginados

La historia hermenéutica del postrer libro de las escrituras sagradas, Apocalipsis, ha sido ambigua y ambivalente. Libro de cabecera de conservadores a quienes la suerte de los marginados importa poco, rebuscadores de códigos secretos que anatemicen a radicales y liberales de toda índole. Ejemplo reciente es la popularísima serie de novelas bajo el título sombrilla Left Behind,50 con su marcada hostilidad hacia católicos, homosexuales, liberales y socialistas, disfraces taimados del Anticristo. Pero también ha sido lectura predilecta de quienes desafían el poder del imperio y sus secuaces (Babilonia y la Bestia) y confían en la promesa de “un cielo nuevo y una tierra nueva” (Apocalipsis 21,1) cuando Dios enjugue toda lágrima de los ojos de los oprimidos y perseguidos. El abad Joaquín de Fiore, en los últimos años del siglo XII, hizo del Apocalipsis piedra angular exegética de su visión de una tercera era de la humanidad, la era del Espíritu, en la cual la hermandad universal desplazaría las jerarquías de poder, incluyendo la eclesiástica, teoría que ineludiblemente le valió la vigorosa condena de sus escritos por el Papa Alejandro IV en 1256.51
En años recientes Apocalipsis ha sido texto privilegiado de diversas lecturas desde la perspectiva de los marginados y desposeídos.52 Sería interesante, para validar las hipótesis que he expuesto en este ensayo, examinar las conclusiones apocalípticas de algunas novelas insignes de nuestra literatura latinoamericana, en cotejo con esas nuevas miradas al Apocalipsis. En 1949 se publicaron dos obras de gran influencia en las letras continentales. Proceden de dos contextos históricos, étnicos y culturales muy distintos. El reino de este mundo, de Alejo Carpentier,53 publicada bajo un título con obvias alusiones a palabras atribuidas a Jesús durante el juicio que culminó en su ejecución, y Hombres de maíz, el extraordinario relato de Miguel Angel Asturias,54 con un título que evoca la vitalidad y vigencia de las tradiciones míticas mayas.
El célebre final de El reino de este mundo refleja la metamorfosis de la magia y el mito en afán perpetuo y utópico de liberación, en el interior de la historia humana. La magia no es aquí taumaturgia fantasiosa. Todo acto mágico y milagroso en la novela tiene una finalidad liberadora: es un arma de batalla en el arsenal espiritual de un pueblo cautivo, pero que conserva enormes reservas de audacia y reclamos de reivindicación. La fe en lo real maravilloso, en los poderes extraordinarios que yacen ocultos tras la superficie de lo cotidiano, se convierte en gatillo que detona la explosión emancipadora:

El hombre ansía siempre una felicidad situada más allá de la porción que le es otorgada. Pero la grandeza del hombre está precisamente en querer mejorar lo que es. En imponerse Tareas… Por ello, agobiado de penas y de Tareas, hermoso dentro de su miseria, capaz de amar en medio de las plagas, el hombre sólo puede hallar su grandeza, su máxima medida, en el reino de este mundo.55

Ti Noel, quien emite esa proclama postrera, se convierte en parábola del elegido, del siervo sufriente del pueblo afro­antillano. Es significativo que Carpentier titula el último capítulo de esta novela Agnus Dei, el cordero de Dios, que asume en su ser, no ya los pecados, sino la rebeldía e indignación del pueblo. En su papel vicario, Ti Noel lanza una declaración de guerra a cada sucesiva generación de nuevos amos. A su proclama de insurrección se enlazan la historia de la sublevación humana y la fuerza devastadora de la naturaleza. En desafío frontal a los intentos de sojuzgar el espíritu y el cuerpo de los pobres de la tierra, una nueva revuelta arrabalera se conjuga con la fuerza espeluznante del huracán caribeño, que como el pueblo negro también llega a las Antillas desde las costas africanas y se lanza contra la última camada de dominadores. Los ritmos sagrados de tambores y guamos, sincretismo musical de los pueblos dominados, se maridan con las potencias devastadoras del ciclón afrocaribeño y proclaman la tarea profundamente humana de historizar el mito y la utopía. La sublevación de los negros oprimidos marca el Apocalipsis de significado de la historia humana como esfuerzo perenne de liberación.
También en 1949 se publicó una de las obras más discutidas y enigmáticas en la literatura latinoamericana, Hombres de maíz, de Miguel Angel Asturias. Fuente inagotable de buceos en la mitología y las tradiciones espirituales de los pueblos mayas, el texto culmina en una visión apocalíptica que puede leerse simultáneamente como un retorno a la creación de los seres humanos como seres de maíz y una convocación a la resistencia contra quienes pretenden hacer del maíz fuente de lucro y no de vida. La conversión del maíz en un producto de la globalización capitalista tiene un precio fatal: la opresión y la muerte de las comunidades autóctonas.
El final de la obra es de indudable cariz apocalíptico y mesiánico. Intenta sutilmente iluminar no sólo los múltiples y complejos enigmas que proliferan en el texto; también alude al desafío crucial en el que les va la vida a los pueblos autóctonos.

Los Zacatón fueron descabezados por ser hijos y nietos del farmacéutico que vendió y preparó a sabiendas el veneno que paralizó la guerra del invencible Gaspar Ilóm contra los maiceros que siembran maíz para negociar con las cosechas. ¡Igual que hombres que preñaran mujeres para vender la carne de sus hijos, para comerciar con la vida de su carne, con la sangre de su sangre, son los maiceros que siembran no para sustentarse y mantener su familia, sino codiciosamente, para levantar cabeza de ricos!…
¡María la Lluvia, la Piojosa Grande, la que echó a correr como agua que se despeña, huyendo de la muerte… llevaba a su espalda al hijo del invencible Gaspar…! A sus espaldas de mujer de cuerpo de aire, de solo aire, y de pelo, mucho pelo, solo pelo, llevaba a su hijo, hijo también del Gaspar Ilóm, el hombre de Ilóm, llevaba a su hijo el maíz, el maíz de Ilóm, y erguida estará en el tiempo que está por venir, entre el cielo, la tierra y el vacío.56

En el trasfondo de este texto que concluye Hombres de maíz están indudablemente el Popol Vuh y las tradiciones míticas y religiosas mayas. Es un himno a la resistencia espiritual de los pueblos autóctonos. Pero no es un indígena quien lo escribe, sino Asturias, un autor criollo cuya excelencia literaria se da exclusivamente en castellano (y, no se olvide, en francés), quien, por tanto, no puede desarraigarse de las tradiciones míticas y espirituales que proceden de las escrituras judeo-cristianas, entre ellas el Apocalipsis y su visión de una mujer que lleva en su seno a un hijo, destinado a regir las naciones, y quien, para salvar a su hijo de la persecución del maligno Dragón (Apocalipsis 12,1-6), hace lo mismo que la Piojosa Grande: huye para salvar al hijo que encarna la esperanza de liberación de los perseguidos y marginados. Esa visión mítica, apocalíptica y mesiánica palpita en la culminación de la gran novela de Asturias, vinculada ahora no al destino del joven movimiento cristiano perseguido por el imperio romano, sino a la sobrevivencia física y espiritual de las comunidades indígenas latinoamericanas.
Esa mujer del Apocalipsis, prefiguración, se me antoja, de la Piojosa Grande, madre del maíz, carne de los hombres y mujeres indígenas, huye al desierto, que en las imágenes simbólicas bíblicas juega un papel similar al de la lluvia en las espiritualidades autóctonas de Mesoamérica. Allí, en el desierto, puede que haya exclamado a la manera de uno de los más emotivos poemas de Rosario Castellanos…

Alguien, yo arrodillada: rasgué mis vestiduras
Y colmé de cenizas mi cabeza.
Lloro por esa patria que no he tenido nunca,
La patria que edifica la angustia en el desierto…57

Teología, profetismo y poesía

La rigurosidad del pensar teológico no tiene que entrar en conflicto con la sugestividad poética de su discurso ni con su desafío profético, como por años ha demostrado hasta la saciedad el brasileño Rubem Alves.58 La poesía recorre los senderos del misterio, y, al hacerlo, se hermana a la creatividad literaria que muchos, despistados por la rigidez del escolasticismo clásico, consideran su adversaria: la teología. Sólo que esa hermandad resulta desafiante para los custodios de ortodoxias y fronteras cerradas. Como bien ha escrito el poeta/teólogo franciscano puertorriqueño Angel Darío Carrero: “El poeta, al balbucir lo que pertenece al misterio, de suyo innombrable, roza siempre la ambigüedad, la irracionalidad y hasta la herejía… No me queda la menor duda: todo poeta es un profundo trasgresor.”59
Son múltiples y muy fértiles, en la América Latina, las intersecciones entre la poesía, la espiritualidad, el pensamiento de la fe y la solidaridad humana. No es una intuición nueva ni original. Ya lo había vislumbrado genialmente, en el siglo XIX, el cubano José Martí…

¡Son como siempre los humildes, los descalzos, los desamparados, los pescadores, los que se juntan frente a la iniquidad hombro a hombro, y echan a volar, con sus alas de plata encendidas, el Evangelio! ¡La verdad se revela mejor a los pobres y a los que padecen!…
Las religiones en lo que tienen de durable y puro… son la poesía del mundo venidero.60

Pero, ¿qué me impulsa a ligar el pensamiento teológico con José Martí y su poesía? Quizá es que desde su primera lectura, décadas atrás, me impresionó profundamente la hermosa elegía que Rubén Darío hizo del gran cubano al enterarse de su desdichada muerte. Es no sólo el generoso homenaje de un gran poeta a quien fue mucho más que otro gran poeta. Es un homenaje pleno de elocuencia literaria, pero también de hondura teológica. Manifiesta una intuición genial sobre los cauces de la genuina solidaridad con Dios y el prójimo en nuestras tierras latinoamericanas y caribeñas tan repletas de amarguras y violencias. Acentúa la compasión y el dolor como senderos privilegiados de auténtica espiritualidad y, por consiguiente, del pensamiento teológico en un nuevo siglo que promete ser tan violento y convulsivo como el que hace poco dejamos atrás. Y cito de la elegía de Darío sobre Martí:

Quien murió allá en Cuba era de lo mejor, de lo poco que tenemos nosotros los pobres… En comunión con Dios vivía el hombre de corazón suave e inmenso; aquel hombre que aborreció el mal y el dolor… fue siempre seda y miel hasta con sus enemigos. Y estaba en comunión con Dios, habiendo ascendido hasta El por la más firme y segura de las escalas: la escala del Dolor. La piedad tenía en su ser un templo… Subió a Dios por la compasión y por el dolor.61

¿Qué más puede decirse?
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Notas:

1 Reinerio Arce: Religion: Poesie der kommenden Welt. Theologische Implikationen im Werk José Martis, Aachen, Concordia Reihe Monographien, 1993. El libro se ha traducido al español, gracias al esfuerzo editorial conjunto del Consejo Latinoamericano de Iglesias y el Concilio Evangélico de Puerto Rico, bajo el título Religión: Poesía del mundo venidero. Las implicaciones teológicas en la obra de José Martí, CLAI, Quito, 1996. Ver, además, el significativo ensayo de Raúl Fornet Betancourt: “José Martí y la crítica a la razón teológica establecida en el contexto del movimiento independentista cubano del siglo XIX”, en Cuadernos Americanos 52, nueva época, año IX, vol. 4, julio-agosto de 1995, pp. 82-103.
2 Ernesto Sábato: Abaddón el exterminador, Seix Barral, Barcelona, 1992, p. 189. Citado por R. Arce en op. cit., p. 30.
3 Elsa Tamez: “Cuando los horizontes se cierran: Una reflexión sobre la razón utópica de Qohélet”, en Cristianismo y Sociedad, año 33, no. 123, 1995, p. 7.
4 Vítor Westhelle: “In Quest of a Myth: Latin American Literature and Theology”, en Journal of Hispanic/Latino Theology, vol. 3, no. 1, agosto de 1995, pp. 5-22.
5 Wolf Lustig: Christliche Symbolik und Christentum im spanischamerikanischen Roman des 20. Jahrhunderts, Peter Lang, Frankfurt del Meno, 1989.
6 Ver “Teología narrativa en la nueva novela latinoamericana”, en Pablo Richard (ed.): Raíces de la teología latinoamericana, DEI/CEHILA, San José, 1987, pp. 263-343; Cristianismo e historia en la novela mexicana contemporánea, Centro de Estudios y Publicaciones, Lima, 1987; La institución eclesiástica en la nueva novela latinoamericana, Compañía de Jesús de Venezuela, ITER, Universidad Católica Andrés Bello, Caracas, 2002.
7 Antonio Carlos de Melo Magalhães: Deus no espelho das palavras: teologia e literatura em diálogo, Paulinas, São Paulo, 2000.
8 Rubem Alves: Lições de feitiçaria: meditações sobre a poesia, Loyola, São Paulo, 2003.
9 Antonio Manzatto: Teologia e literatura: reflexâo teológica a partir da antropologia nos romances de Jorge Amado, Loyola, São Paulo, 1994.
10 Gustavo Gutiérrez: Entre las calandrias, Cep-IBC, Lima, 1990; “Lenguaje teológico: plenitud del silencio”, en Densidad del presente: Selección de artículos, Cep-IBC, Lima, 1996, pp. 349-384.
11 Michelle González: Sor Juana: Beauty and Justice in the Americas, Orbis Books, Nueva York, 2003.
12 Luis Rivera Pagán: Mito, exilio y demonios: literatura y teología en América Latina, Publicaciones Puertorriqueñas, San Juan, 1996; Teología y cultura en América Latina, Universidad Nacional de Costa Rica, Heredia, 2009.
13 Leopoldo Cervantes Ortiz: Serie de sueños: la teología ludo-erótico-poética de Rubem Alves, Consejo Latinoamericano de Iglesias, Quito, 2003; Leopoldo Cervantes Ortiz (ed.): El salmo fugitivo: una antología de poesía religiosa latinoamericana del siglo XX, Editorial Aldus, México D.F., 2004. Además de médico y teólogo, Cervantes Ortiz es poeta distinguido. Ver, entre otros textos, su breve y hermoso libro Navegación del fuego, Callis Editora, São Paulo, 2003. Es también autor de meritorias reseñas críticas de cine, dispersas en varios números de la revista Signos de Vida.
14 María de las Nieves Pinillos: El sacerdote en la novela hispanoamericana, UNAM, México D.F., 1987. Aunque el título se refiere a la novela hispanoamericana, la autora incluye algunas brasileñas.
15 Pedro Sandín-Fremaint: A Theological Reading of Four Novels by Marie Chauvet: In Search of Christic Voices, The Edwin Mellen Research University Press, San Francisco, 1992.
16 Charles Moeller: Literatura del siglo XX y cristianismo, Editorial Gredos, Madrid, 1955.
17 Cecilio Arrastra: Teoría y práctica de la predicación, Editorial Caribe, Miami, 1989, pp. 24ss. Ver Isabel Allende: Eva Luna, Plaza & Janes, Barcelona, 1992, pp. 277ss.
18 R. Arce hace referencia a algunos trabajos en esta dirección llevados a cabo en Alemania. Ver op. cit.
19 Alfred Kazin: God and the American Writer, Knopf, Nueva York, 1997.
20 Jorge Luis Borges: El tamaño de mi esperanza, Seix Barral, Buenos Aires, 1993, p. 82. Este libro se publicó originalmente en 1926.
21 Juan Rulfo: Pedro Páramo, Fondo de Cultura Económica, México D. F., 1985, p. 40ss. La primera edición es de 1955.
22 Mario Benedetti: La tregua, Alfaguara, Madrid, 1994, pp. 175ss. Publicado por primera vez en 1960.
23 Elena Poniatowska: La “Flor de Lis”, Ediciones Era, México D.F., 1994, pp. 251ss. Publicado inicialmente en 1988.
24 Elena Poniatowska: Lilus Kikus, Ediciones Era, México D.F., 1993, p. 40. Publicado inicialmente en 1954.
25 Gabriel García Márquez: Cien años de soledad, Cátedra, Madrid, 1995, pp. 177-180; 297-298.
26 Gabriel García Márquez: Del amor y otros demonios, Penguin Books, Nueva York, 1994, pp. 138-139.
27 Pierre Duviols: La lutte contre les religions autochtones dans le Pérou colonial: l’extirpation de l’idolatrie entre 1532 et 1660, Institut Français d’Études Andines, París-Lima, 1971.
28 Cristina Peri Rossi: Una pasión prohibida, Seix Barral, Barcelona, 1992, pp. 113ss. Publicado inicialmente en 1986.
29 Tatiana Lobo: Calypso, Norma, San José, 1996, pp. 62ss. Los libros de Tatiana Lobo, Calypso, Asalto al paraíso (Editorial de la Universidad de Costa Rica, San José, 1992) y Entre Dios y el diablo (Editorial de la Universidad de Costa Rica, San José, 1993) constituyen un impresionante buceo en las profundidades de la pluralidad étnica, cultural y femenina de su país natal.
30 Isabel Allende: Cuentos de Eva Luna, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1996, pp. 49ss. La primera edición es de 1990.
31 Milagros Palma: Desencanto al amanecer, Ediciones Indigo, Bogotá, 1995, pp. 146ss.
32 Milagros Palma: La mujer es puro cuento: Simbólica mítico-religiosa de la feminidad aborigen y mestiza, Ediciones Abya-Yala, Quito, 1992 (publicado por primera vez en 1986), y El gusano y la fruta: El aprendizaje de la feminidad en América Latina, Ediciones Indigo, Bogotá, 1994.
33 Carlos Fuentes: “Los hijos del conquistador”, en El naranjo, o los círculos del tiempo, Alfaguara, México D.F., 1993, pp. 88ss. Fuentes ensaya en ese relato una comprensión del mestizaje étnico y cultural de México que intenta superar las aporías de la identidad nacional magistralmente analizadas por Octavio Paz en El laberinto de la soledad, Fondo de Cultura Económica, México D.F., 1987, pp. 67-80, (publicado por primera vez en 1950). Paz postula una sugestiva analogía entre la conquista como posesión violenta y la violación de la mujer indígena. “La Chingada es la Madre violada… la atroz encarnación de la condición femenina. Si la Chingada es la representación de la Madre violada, no me parece forzado asociarla a la Conquista, que fue también una violación, no solamente en el sentido histórico, sino en la carne misma de las indias”. Distingue la expresión soez mexicana “hijos de la chingada” de la española “hijos de puta”. La frase mexicana manifiesta con fuerza dramática e insoslayable claridad, de la que carece la ibérica, la pavorosa angustia de la mujer nativa violentada. Ver Luis Rivera Pagán: “La indígena raptada y violada”, en Pasos, segunda época, no. 42, julio-agosto de 1992, pp. 7-10.
34 Eduardo Galeano: El libro de los abrazos, Siglo XXI, México D.F., p. 75, 1990. La primera edición data de 1989.
35 Ibid., p. 229.
36 Rosario Ferré: La batalla de las vírgenes, Editorial de la Universidad de Puerto Rico, Río Piedras, 1993, pp. 120ss.
37 Richard Rorty: Contingency, Irony, and Solidarity, Cambridge University Press, 1989. La inmersión literario-filosófica que Rorty lleva a cabo con las novelas y los ensayos de Vladimir Nabokov y George Orwell es practicable y de mucha utilidad con las obras de los escritores latinoamericanos.
38 Octavio Paz: Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe, Fondo de Cultura Económica, México D.F., 2003, p. 173.
39 Carlos Fuentes: Valiente mundo nuevo: Epica, utopía y mito en la novela hispanoamericana, Mondadori, Madrid, 1990, p. 19.
40 José Míguez Bonino: Los rostros del protestantismo latinoamericano, Instituto Superior de Educación Teológica y Editorial Nueva Creación, Buenos Aires, 1995.
41 Gustavo Gutiérrez: Entre las calandrias: un ensayo sobre José María Arguedas, Instituto Bartolomé de las Casas, Lima, 1990. La relación Arguedas-Gutiérrez es tema de la disertación doctoral de Brett Greider (“Crossing Deep Rivers: The Liberation Theology of Gustavo Gutiérrez in the Light of the Narrative Poetics of José María Arguedas”, tesis de doctorado, Graduate Theological Union, 1988). Ver también Luis Rivera-Pagán: “Myth, Utopia, and Faith: Theology and Culture in Latin America”, The Princeton Seminary Bulletin, vol. XXI, no. 2, New Series, julio del 2000, pp. 142-160, especialmente pp. 148-153.
42 Augusto Roa Bastos: Hijo de hombre, Penguin Books, Nueva York, 1996, p. 177. Publicado por primera vez en 1960.
43 Alfred Loisy: L’évangile et l’église, A. Picard, París, 1902.
44 La vida y pasión de Jesús, enfocada de modo directo u oblicuo, es tema perenne en la literatura marcada por el cristianismo. En la América Latina, El Evangelio según Lucas Gavilán (1979), del mexicano Vicente Leñero, es ejemplo del primer enfoque; Hijo de hombre, de Roa Bastos, del segundo.
45 Rigoberta Menchú y Elizabeth Burgos: Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia, Siglo XXI, México D.F., 1994 (la primera edición es de 1985). Este libro es paradigma de un género literario: la literatura de testimonio. Ver la discusión sobre este género y el lugar que en él ocupa este texto en Neil Larsen: Reading North By South: On Latin American Literature, Culture, and Politics, University of Minnesota Press, Minneapolis, 1995.
46 Rosario Castellanos: Oficio de tinieblas, Penguin Books, México DF., 1977. Publicado originalmente en 1962.
47 Ver Raúl Fornet Betancourt: “De la inculturación a la interculturalidad”, en Juan José Tamayo y Raúl Fornet Betancourt (eds.): Interculturalidad, diálogo interreligioso y liberación, Editorial Verbo Divino, Navarra, 2005, pp. 43-60.
48 Angela López Borrero: Los amantes de Dios, Editorial de la Universidad de Puerto Rico, Río Piedras, 1996.
49 Angela López Borrero: En el nombre del hijo, Editorial de la Universidad de Puerto Rico, Río Piedras, 1998.
50 Entre 1995 y 2007, los escritores “evangelicals” estadounidenses Tim LaHaye y Jerry B. Jenkins publicaron trece novelas (Left Behind, Tribulation Force, Nicolae, Soul Harvest, Apollyon, Assassins, The Indwelling, The Mark, Desecration, The Remnant, Armageddon, Glorious Appearing y Kingdom Come) sobre las tribulaciones que acompañan los días finales de la historia humana.
51 Marjorie Reeves: Joachim of Fiore and the Prophetic Future, SPCK, Londres, 1976.
52 Ejemplos destacados, entre otros, son João B. Libânio y Maria Clara L. Bingemer: Escatologia cristã: O novo céu e a nova terra, Vozes, Petrópolis, 1985; Pablo Richard: Apocalipsis: reconstrucción de la esperanza, DEI, San José, 1994; y Brian K. Blount: Can I Get a Witness?: Reading Revelation Through African American Culture, Westminster John Knox Press, Louisville, 2005.
53 Alejo Carpentier: El reino de este mundo, Editorial de la Universidad de Puerto Rico, Río Piedras, 1994.
54 Miguel Angel Asturias: Hombres de maíz, edición crítica coordinada por Gerald Martin, ALLCA XX, Madrid, 1996.
55 Alejo Carpentier: op. cit., p. 135.
56 Miguel Angel Asturias: op. cit., pp. 279ss.
57 Rosario Castellanos: “Muro de lamentaciones”, en De la vigilia estéril (1950), reproducido en Leopoldo Cervantes Ortiz: El salmo fugitivo…, p. 236.
58 Rubem Alves: O poeta, o guerreiro, o profeta, Vozes, Petrópolis, 1992.
59 Angel Darío Carrero: Perseguido por la luz, Editorial Trotta, Madrid, 2008, p. 13.
60 Citado por Reinerio Arce: op. cit., pp. 107, 112.
61 Rubén Darío: “José Martí” (1896), prólogo a José Martí: Versos sencillos, Aguilar, Madrid, 1969, pp. 21-25.

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