*Una revolución que el mundo olvidó
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En el siglo xix, decenas de miles de personas llevaron a cabo una revolución en la isla de Cuba contra un imperio español que ya contaba con cuatrocientos años de existencia. En varios sentidos, resultó sorprendente el momento en que la realizaron. No se desató en la era de las revoluciones, cuando casi todas las demás colonias ibéricas del hemisferio obtuvieron su soberanía, sino a finales del siglo xix. De ese modo, mientras Europa se lanzaba a la colonización de Asia y África, la revolución desencadenada en Cuba atacaba al más antiguo poder colonial europeo. El proceso revolucionario desafió a otra de las corrientes ideológicas principales del mundo de fines del siglo xix. En una era de ascenso del racismo, mientras los científicos pesaban cráneos y las turbas blancas del sur de los Estados Unidos linchaban negros, los dirigentes de la rebelión cubana negaban la existencia de las razas, y un ejército poderoso y multirracial libraba una guerra anticolonial. Este libro cuenta la historia del ascenso y la pérdida de esa revolución en el curso de treinta años; cómo emergió de una sociedad colonial esclavista; cómo, en sus filas, recreó y subvirtió las creencias de esa sociedad; y cómo, al final, produjo una independencia inusitada, que transfirió a Cuba de manos del gobierno directo ejercido por un imperio al gobierno indirecto de otro en ascenso.
Revolución e historia
La revolución cubana del siglo xix surgió de una sociedad que parecía completamente ajena a la revolución, una sociedad que durante el fermento político que acompañó a la era de las revoluciones se ganó la designación de “la siempre fiel isla de Cuba”. Entre 1776 y 1825, mientras se independizaba la mayoría de las colonias de Norte y Sudamérica, Cuba se mantenía como un bastión de lealtad. La historia de las diferencias de Cuba con respecto a las normas latinoamericanas ya es familiar: enfrentada a una revolución social en potencia, la élite optó por mantener los vínculos coloniales con España. Con esos nexos, preservaban al mismo tiempo una industria azucarera floreciente y en expansión, edificada sobre la base del trabajo de los esclavos africanos. Tras la Revolución Haitiana de 1791, Cuba remplazó a Santo Domingo como primera productora mundial de azúcar. Satisfechos con su nueva posición en el mercado internacional, los plantadores cubanos no querían seguir en otro sentido el camino de Haití y convertirse en la segunda república negra del hemisferio. De ahí que el colonialismo sobreviviera en Cuba aun cuando había sido derrotado en el norte y en el sur, y que la paz y la esclavitud le ganaran la partida a la insurrección y la emancipación.
La colonia que sobrevivió a las revoluciones continentales quedó, sin embargo, resquebrajada y temerosa. En 1846, el 36 % de la población era esclava. Hasta bien entrado el siglo xix, una trata floreciente (e ilegal) mantuvo el abastecimiento de esclavos negros. Más de quinientos noventicinco mil de ellos arribaron a las costas de la Isla en los últimos cincuenta años de la trata, o sea, entre 1816 y 1867, cantidad comparable a la que ingresó en los Estados Unidos durante todo el tiempo en que estuvo en vigor la trata de esclavos en ese país (quinientos veintitrés mil). Aproximadamente la mitad de esos esclavos trabajó en plantaciones azucareras. Sometidos a regímenes de trabajo brutales, muchos siguieron hablando las lenguas africanas y mantuvieron solo mínimos contactos con el mundo criollo exterior al de la plantación. Los libres de color constituían el 17 % de la población. Aunque eran legalmente libres, enfrentaban numerosos obstáculos para el ejercicio de esa libertad: prohibiciones sobre el consumo de alcohol, proscripción de los matrimonios interraciales y restricciones en el uso del espacio público, por solo mencionar unos pocos.1
A mediados del siglo, por tanto, las personas de color, libres y esclavas, constituían la mayoría de la población; esto es, superaban numéricamente a los considerados blancos. Esa población blanca, educada en el temor a los negros y a la rebelión de esclavos, miraba el ejemplo de Haití y se aferraba a España con terror. La revolución llevada a cabo por los esclavos en Haití era un ejemplo perenne de lo que les podía suceder a los blancos que se vieran envueltos en una rebelión armada; pero había también ejemplos locales de menores proporciones. El más famoso, tal vez, fue la supuesta conspiración de 1843-1844 que, según se alegó, involucraba a un número inmenso de esclavos, personas libres de color y funcionarios ingleses de ideas abolicionistas. En una fecha tan tardía como 1864, solo cuatro años antes del inicio de la lucha armada por la independencia nacional, las autoridades descubrieron una conspiración en El Cobre en la cual los esclavos de siete haciendas de la región supuestamente se habían confabulado para “matar a todos los blancos y conquistar la libertad con las armas”. Cuando los supuestos rebeldes fueron capturados y juzgados por un tribunal militar español, fue necesario contratar traductores porque los sospechosos no hablaban español.2 En este contexto de esclavitud y enfrentamientos, el Estado colonial y muchos criollos blancos influyentes afirmaban que arriesgarse a expulsar a España implicaba exponerse a un destino todavía más terrible. Cuba, decían, sería española o africana; sería española o se convertiría en un segundo Haití. Quienes tenían poder para decidir dieron respuesta a esa disyuntiva sin vacilar: Cuba seguiría siendo colonia española. Es cierto que había un grupo de prominentes intelectuales interesados en considerar, aunque solo fuera de manera hipotética, el establecimiento de una nación cubana independiente de España. Pero siempre tuvieron el cuidado de especificar que la nacionalidad cubana que deseaban, “la única que debe ocuparse todo hombre sensato, es la formada por la raza blanca”.3
Fue en ese mundo que la revolución hizo erupción el 10 de octubre de 1868, y, al hacerlo, pareció desafiar el miedo y las divisiones que formaban parte de la sociedad de la cual emergió. Dirigida inicialmente por un puñado de blancos acaudalados, la revolución ubicó a hombres libres de color en puestos de autoridad local. También liberó esclavos, los hizo soldados y los llamó ciudadanos. Y ese fue solo el comienzo. El movimiento que se inició formalmente ese día produjo tres rebeliones anticoloniales en el curso de los treinta años siguientes: la Guerra de los Diez Años (1868-1878), la Guerra Chiquita (1879-1880) y la última guerra de independencia (1895-1898), que concluyó con la guerra hispano-norteamericana. En las tres rebeliones se batió un ejército singular en la historia del continente: el Ejército Libertador, una fuerza combativa multirracial en la que negros y blancos ocuparon posiciones en todos los niveles jerárquicos. Los historiadores estiman que al menos el 60 % del ejército estaba compuesto por hombres de color. Pero no se trató de un ejército en el que masas de soldados negros obedecieran las órdenes de una pequeña minoría de oficiales blancos, pues soldados de color ascendieron en el escalafón, conquistaron grados de capitanes, coroneles y generales, y ejercieron el mando sobre hombres considerados blancos. Según los estimados realizados por un historiador, al término de ese período de treinta años, cerca del 40 % de los oficiales eran hombres de color.4
Si uno de los pilares de la revolución era este ejército racialmente integrado, el otro era significativamente menos tangible. Se trataba de una poderosa retórica antirracista que comenzó a florecer durante la primera rebelión y se generalizó mucho más en los años que mediaron entre la abolición legal de la esclavitud, en 1886, y el comienzo de la tercera y última guerra, en 1895. Esta nueva retórica situaba la igualdad racial como base de la nación cubana. Abrazada por negros, mulatos y blancos de las ramas civil y militar del movimiento, afirmaba que la propia lucha contra España había convertido a Cuba en una tierra donde “no hay blanquitos, ni negritos, sino cubanos”. Condenaba, de este modo, al racismo, no como una infracción contra ciudadanos individuales, sino como un pecado contra la vida de la futura nación. La retórica revolucionaria identificó la esclavitud y la división racial con el colonialismo español, al tiempo que convirtió a la revolución en un proyecto mítico que armaba a blancos y negros para fundar la primera nación sin razas del mundo.5
Lo que hace extraordinaria y sugerente la historia de la independencia cubana, es que la revolución surgió de una sociedad esclavista. Y a ello se añade que fue hija del mundo de fines del siglo xix; es decir, que se desató cuando los pensadores de Europa y Norteamérica vinculaban el progreso a la biología y dividían el mundo en razas superiores e inferiores. Esas ideas, abrazadas o alentadas por pensadores tan diferentes como Charles Darwin, Herbert Spencer y Joseph Arthur de Gobineau, tuvieron una profunda influencia en la América Latina.6 Sin embargo, en ese mundo “bajo el imperio de Darwin”, el principal dirigente intelectual del movimiento revolucionario cubano, José Martí, predicaba la igualdad de las razas. En realidad, Martí fue más allá: afirmó con osadía que las razas no existían. La raza, aseguraban él y otros independentistas, era solamente un instrumento empleado en el país para dividir los esfuerzos anticoloniales, y a escala global por los hombres que habían inventado las “razas de librería”, para justificar el expansionismo y el imperialismo.7 Esas voces, por tanto, no solo se oponían a la dominación española, sino también al sentido común prevaleciente en la época.
Del mismo modo que los presupuestos antirracistas de la revolución desafiaban los postulados esenciales de la teoría racial noratlántica, diferían radicalmente del pensamiento racial imperante en las ex colonias españolas y portuguesas. En todo el resto de la América Latina, los políticos y los intelectuales definieron sus naciones en términos multirraciales, pero para ello partieron de la base del mestizaje. Desde fines del siglo xix y especialmente en las primeras décadas del xx, plantearon que la mezcla biológica y cultural había producido un nuevo tipo nacional: mestizo, mulato y genuinamente brasileño, mexicano, venezolano.8 En esos planteamientos, la inclusividad de la nación era resultado de la proximidad y el contacto sexuales y culturales, y, al menos en el caso de Brasil, esa unión aparentemente reflejaba la pretendida falta de prejuicios del colonizador europeo, que supuestamente había aceptado a los nativos y a los africanos y se había mezclado con ellos. Esta era una visión de unidad, sobre todo física y cultural, y en más de un sentido partía de la idea de la agencia de los europeos y la pasividad de los no europeos. En la Cuba de fines del siglo xix, sin embargo, la unidad nacional se entendía como un producto de la acción política armada conjunta de negros, mulatos y blancos, que luchaban contra los colonizadores. Esta diferencia es importante, dado que en el caso de Cuba la nación no se imaginó como resultado de la unión física o cultural, sino como producto de una alianza revolucionaria interracial, formulación que reconocía ostensiblemente las acciones políticas de los no blancos, y que, por tanto, trajo aparejadas profundas implicaciones para la política racial y nacional en el período de paz y República que siguieron a la guerra de independencia anticolonial.9
Lo que predicaban y (menos estrictamente) practicaban los líderes independentistas cubanos, contrastaba de la manera más completa con el orden racial que emergía en su vecino del Norte. Los rebeldes cubanos hablaban de un país sin razas en la misma época del nadir de la política racial norteamericana. De ahí que la escalada de violencia racial, la difusión de la segregación por razas y el desmantelamiento de los avances políticos conseguidos durante la Reconstrucción en el Sur, tuvieron lugar en los Estados Unidos exactamente en la misma época en que aumentaba la popularidad y el poder de los líderes negros y mulatos en Cuba. Se puede afirmar que el líder militar más popular del movimiento independentista fue Antonio Maceo, un mulato que se había unido al movimiento en 1868 como soldado raso y había alcanzado el grado de general. En 1895, condujo al Ejército Libertador a través de todo el territorio de la Isla y ganó la lealtad de hombres y mujeres blancos y no blancos; un apoyo nacional multirracial que en los Estados Unidos habría sido poco probable a escala local y absolutamente inimaginable a escala nacional. O sea, mientras la barrera entre las razas se hacía cada vez más rígida en los Estados Unidos y los castigos para los transgresores eran cada vez más brutales, el movimiento revolucionario cubano parecía dispuesto –a veces con impaciencia– a derribar esa barrera en su país. Y fue la victoria de esa revolución lo que la intervención norteamericana contribuyó a frustrar.
Observar la revolución bajo esta luz –como un proyecto anticolonial y antirracista de vasta proyección– nos obliga a reconsiderar determinadas cuestiones. En primer lugar, sugiere posibles líneas de investigación para el estudio del imperialismo norteamericano. Los historiadores norteamericanos que se dedican a examinar la vocación imperial de ese país, analizan sin excepción la intervención norteamericana en Cuba porque se considera tradicionalmente que ese es uno de los acontecimientos que marcan la aparición de los Estados Unidos en el escenario mundial. Pero el estudio de Cuba misma está casi siempre ausente de sus análisis, porque buscan las causas de la intervención dentro de los Estados Unidos (en la búsqueda frenética de nuevos mercados para el capitalismo industrial en expansión, o en el cierre de la frontera, o en la necesidad de unificar el país tras la Guerra Civil y la intranquilidad social). De la misma manera que Teddy Roosevelt ignoró a los insurgentes cubanos, por lo general los historiadores norteamericanos han dejado a un lado la compleja historia de insurgencia y contrainsurgencia que se desarrolló durante las tres décadas que precedieron a la declaración de guerra de los Estados Unidos contra España. Como resultado de esta actitud han pasado por alto hasta qué grado las condiciones internas de Cuba –y la propia historia de la revolución– dieron pie a la posibilidad de una intervención norteamericana.10 Si se coloca a Cuba y a la raza en el centro del análisis, pueden emerger nuevas motivaciones, significados y dinámicas tras la intervención norteamericana, y nuevas formas de vincular la historia de la raza con la historia del imperio, porque es muy significativo que, en un momento de racismo ascendente, los Estados Unidos optaran por atemperar la victoria de un movimiento multirracial y explícitamente antirracista.
En segundo lugar, la interpretación de las rebeliones del siglo xix cubano como una revolución anticolonial y antirracista de gran alcance pone más en evidencia su ausencia de los cánones históricos. Dado el carácter del movimiento, resulta extraño que pocas personas en los Estados Unidos, o en otros lugares fuera de la órbita cubana (o española), hayan oído hablar de esta revolución. La explicación de esta aparente paradoja se encuentra, en buena medida, en la inusual transición a la paz que tuvo lugar en 1898, dado que la guerra anticolonial cubana no terminó con la fundación de una república cubana independiente, sino con el surgimiento del imperio más poderoso del mundo moderno. Este hecho, por sí solo, ha bastado para hacer invisible para los cánones históricos los treinta años de movimiento revolucionario cubano; ha sido suficiente para convertirlo en una “revolución que el mundo olvidó”, para tomar prestada la caracterización que, de la Revolución Haitiana de un siglo antes, hiciera Michel Rolph Trouillot.11 Mediante la ampliación del análisis geográfico y temporal de esta guerra que se conoce, por lo general, como una conflagración que duró ciento trece días, podemos contribuir a rectificar esa ausencia y ese olvido. Pero dejar la historia en ese punto, mostrar solamente que existió un movimiento importante, incluso revolucionario, anticolonial y antirracista, sería un grave error. Para comprender la revolución que precedió a la intervención norteamericana, es necesario poner en cuestión no solo la invisibilidad de la revolución en la conciencia histórica norteamericana, sino también su centralidad y coherencia en la memoria nacional cubana.
Si las exigencias imperiales de los Estados Unidos tornaron casi completamente irrelevantes los treinta años de lucha anticolonial que precedieron a la intervención norteamericana, también es cierto que los dictados del nacionalismo revolucionario sancionado por el Estado cubano después de 1959, convirtieron esas mismas luchas en algo indispensable. El Gobierno Revolucionario que tomó el poder hace más de cuarenta años, abrazó el movimiento independentista y lo declaró su antecesor espiritual e ideológico. Ensalzó el nacionalismo antimperialista y antirracista de los próceres del siglo xix, y denunció la intervención de los Estados Unidos. La revolución de 1959 se asumió como el cumplimiento y la encarnación de los ideales patrióticos del siglo xix, frustrados por la intervención norteamericana en 1898 y por las décadas subsiguientes de dominación norteamericana, directa e indirecta. De ese modo, si en la nomenclatura imperialista la lucha anticolonial librada entre 1868 y 1895 se redujo a aproximadamente cuatro meses de guerra hispano-norteamericana, en el nuevo léxico revolucionario se convirtió en “cien años de lucha”, a contar desde el primer levantamiento anticolonial de 1868 hasta el presente revolucionario de los años sesenta. Las luchas del siglo xix eran, por tanto, componentes centrales de la nueva conciencia histórica y un elemento clave de los intentos del nuevo Estado por ganar legitimidad histórica y nacional.12 Ello era cierto en los años que siguieron a 1959, y sigue siéndolo todavía hoy, cuando las vallas a lo largo de la ciudad declaran la existencia de vínculos trascendentes entre las postrimerías del siglo xix y las del xx, y el máximo líder político del país continúa utilizando en su discurso los acontecimientos de 1868 –sobre todo la revolución abortada y el auge imperial que comenzara en 1898– al enunciar posiciones políticas actuales.
Debido a que el Estado nacido en 1959 se percibió a sí mismo como la encarnación de los ideales políticos y los deseos de los patriotas muertos largo tiempo atrás, se redujeron las posibilidades de discusión en torno al carácter y las complejidades de la revolución independentista. Al apropiarse el Estado revolucionario del movimiento del siglo xix, este se redujo a algo tan abstracto e instrumental que las contradicciones y los protagonistas de las luchas libradas en el período 1868-1898 quedaron casi tan desdibujados en los estudios nacionalistas como en la historiografía imperial (a pesar de sus orientaciones políticas radicalmente opuestas). Treinta años de conspiraciones organizadas y traicionadas, de alianzas concertadas y rotas, de caminos alterados y modificados se redujeron, sencillamente, a una fábula abstracta –aunque sin duda apasionante– de la lucha de un Pueblo por construir una Nación. De ahí que la oscuridad que rodea a la lucha anticolonial, impuesta inicialmente por el desprecio y la arrogancia imperiales, permanezca, en muchos sentidos, gracias al aliento romántico y la teleología de las narrativas nacionalistas.13
La recuperación y la reinterpretación de la revolución del siglo xix cubano requiere, entonces, de una crítica tanto de los silencios imperiales como de las pretensiones nacionalistas. En su análisis de estas últimas, este libro no cuestiona los vínculos existentes entre dos movimientos políticos a los que separa una distancia de cien años, sino la naturaleza misma de la revolución original, de la cual los actuales revolucionarios se proclamaron sucesores. El interés de este estudio no consiste ni en recrear ni en derrumbar la saga nacional, sino en ubicar las complicadas trayectorias nacionalistas, las constantes tensiones entre racismo y antirracismo, y las inconsistencias y contradicciones que caracterizaron al movimiento, en el centro mismo del desarrollo y la liquidación de aquella revolución. En este estudio, por tanto, no se tratan como aberraciones de la historia de la construcción nacional las metas políticas alternativas que aparecieron en el movimiento independentista (como la anexión a los Estados Unidos o la autonomía bajo dominio español). Los episodios de divisiones regionales, clasistas y raciales no se consideran desviaciones de una senda por lo demás recta, sino elementos constitutivos del proyecto independentista, porque fue el conflicto, y no el consenso, lo que caracterizó la revolución del siglo xix cubano.14
La raza y la abolición de las razas
De todas las tensiones y contradicciones que caracterizaron y dieron forma al nacionalismo cubano, ninguna fue tan complicada e importante como la que se desarrolló en torno al tema de las razas. El movimiento independentista fue el promotor de una de las ideas más poderosas de la historia de Cuba: la concepción (predominante hasta la actualidad) de una nacionalidad sin razas. Tanto en los campamentos rebeldes y en los campos de batalla, como en periódicos, memorias, artículos y discursos, los intelectuales patriotas (blancos o no) afirmaban abiertamente que la lucha contra España había producido un nuevo tipo de individuo y un nuevo tipo de colectividad social. Sostenían que la experiencia de la guerra había unido para siempre a negros y blancos; e imaginaban un nuevo tipo de nación en la que la igualdad estaría tan arraigada que no habría necesidad de identificar o referirse a las razas, una nación en la que (para decirlo en palabras del general mulato Antonio Maceo) no habría “ni blanquitos ni negritos, sino cubanos”.15 Así, la república rebelde repudió la utilización de categorías raciales de identificación en la documentación del ejército, y un gran número de ciudadanos proclamó una y otra vez (y muchos lo hacen aún hoy) la inexistencia de la discriminación racial y la irrelevancia de las razas. Este estudio de la revolución anticolonial es también, por tanto, la historia del surgimiento de una ideología racial especialmente poderosa. Es la historia de las tensiones y transformaciones que dieron origen a esa ideología, y de las que esta, a su vez, produjo.
A medida que surgía, esa ideología de una nación sin razas entró en contradicción con los argumentos coloniales de vieja data que sostenían la imposibilidad de una nacionalidad cubana. Desde finales del siglo xviii, los defensores del régimen colonial en Cuba habían aseverado que la preponderancia de personas de color y la importancia económica y social de la esclavitud determinaban que Cuba no podía convertirse en una nación independiente. En respuesta a las amenazas al orden político, invocaban imágenes de guerra racial y presentaban la república deseada por los nacionalistas como una sucesora de Haití. Tales argumentos funcionaron de manera eficaz en la era de las revoluciones, cuando las élites cubanas decidieron renunciar a la independencia y mantener su prosperidad basada, en gran medida, en el trabajo esclavo de los africanos en el azúcar. Estos argumentos, parcialmente modificados, continuaron funcionando incluso después del inicio de la insurgencia anticolonial en 1868, momento en el cual los líderes independentistas de la primera rebelión (la Guerra de los Diez Años) empezaron a desafiar las formulaciones tradicionales acerca de la imposibilidad de una nacionalidad cubana. Establecieron una república rebelde y designaron a personas libres de color para ocupar cargos públicos a escala local. Movilizaron a los esclavos y declararon (de manera vacilante y ambivalente) el fin (gradual e indemnizado) de la esclavitud. Las autoridades españolas y sus aliados respondieron a estos desafíos con los argumentos usuales de que una rebelión desembocaría en una guerra de razas. Como de costumbre, las referencias a Haití aparecían constantemente. Pero estas eran casi siempre breves y nebulosas, como si mencionar el nombre fuese suficiente para evocar imágenes concretas de supremacía negra: negros que violaban blancas y asesinaban a sus padres y esposos, emperadores negros que ejercían la autoridad política, destrucción de la riqueza y la propiedad, rechazo a Dios y a la civilización.
Los detractores del movimiento volvieron a utilizar los mismos argumentos e imágenes (incluso con mejores resultados) durante el segundo levantamiento separatista, conocido como la Guerra Chiquita, de 1879 a 1880. Los funcionarios coloniales, sin embargo, no solo calificaron de negro al movimiento independentista. También manipularon, de manera consciente y hábil, las características de la rebelión para que se correspondiera de modo más fiel con la interpretación que le daban. Alteraron las listas de los insurrectos capturados, de las que borraron los nombres de los rebeldes blancos; forzaron a los combatientes blancos que se rendían a firmar declaraciones públicas en las que rechazaban los supuestos propósitos raciales de los líderes negros. Y mientras más teñían de negro la rebelión los funcionarios coloniales, más insurgentes blancos se rendían, y más negra se tornaba la guerra, y así sucesivamente. La cuestión racial, y su manipulación por parte de las autoridades coloniales son, por tanto, absolutamente esenciales para comprender los límites de la insurrección multirracial de la primera mitad del período independentista.
Lo anterior implicó que, al tiempo que se preparaban para lanzar una rebelión contra España que esperaban fuese definitiva, los activistas de la independencia se vieron obligados no solamente a unificar los distintos campos separatistas y alistar hombres, pertrechos y dinero para la lucha. Tuvieron también que combatir las representaciones coloniales del movimiento independentista. Para triunfar en la lucha anticolonialista, los separatistas tenían que neutralizar los planteamientos tradicionales acerca de los riesgos raciales de la rebelión; tenían que fabricar argumentos efectivos contra las ideologías que, durante casi un siglo, habían sostenido que Cuba no estaba preparada para convertirse en una nación independiente. Habían comprendido que “el poder de autorrepresentarse” no era “más que el poder político”.16 La lucha por ese poder de representación requería que los intelectuales patriotas reconceptualizaran la nacionalidad, lo que significaba ser negro, y el lugar de las personas de color en la futura nación. A lo largo de este proceso, los intelectuales negros, mulatos y blancos construyeron expresiones elocuentes y poderosas de un nacionalismo antirracista, de una nacionalidad basada sólidamente en el antirracismo. Entre esos intelectuales se encontraban José Martí, el hijo blanco de un español y una canaria, quien en 1892 fundó el Partido Revolucionario Cubano en Nueva York; Juan Gualberto Gómez, un periodista mulato, hijo de esclavos, educado en París y en La Habana; y Rafael Serra y Montalvo, un prominente periodista cuyo primer empleo fue de tabaquero. Todos ellos escribieron sobre la unión de negros y blancos en la guerra anticolonial. Y, en ese abrazo físico y espiritual entre negros y blancos, en plena guerra, ubicaron el nacimiento material y simbólico de la nación. En sus idearios, los negros y los mulatos nunca amenazarían a la nación con aspiraciones de fundar una república negra. Sus descripciones contradicen explícitamente los planteamientos colonialistas sobre la inevitabilidad de una guerra de razas y la imposibilidad cubana de constituir una nación. A las poderosas ideas cargadas de temor y tensión raciales, contrapusieron imágenes igualmente poderosas de armonía y trascendencia raciales.
Pero si bien este complejo proceso de reconceptualización de la raza y la nacionalidad establecía un contrapunto con las afirmaciones del Estado colonial sobre las razas, también surgía de las tensiones existentes en la propia comunidad independentista, y producía otras nuevas. Al declarar que no había razas y al afirmar que el racismo era un crimen contra el conjunto de la nación, la retórica nacionalista ayudaba a derrotar las aseveraciones españolas contra la independencia cubana. Esa misma retórica, sin embargo, suministró un marco conceptual que los soldados negros podían utilizar para condenar las actitudes racistas, no solo de sus enemigos españoles, sino también de sus dirigentes y de sus compañeros de insurrección. De este modo, la ideología de una nacionalidad sin razas, aunque sostenía que se había superado la diferencia de razas, proporcionó a los insurrectos y ciudadanos de color un lenguaje vigoroso con el que referirse a las razas y el racismo en el seno de la comunidad rebelde.
Les brindó un lenguaje con el cual demostrar que esa superación todavía no había ocurrido. Y, de hecho, durante todo el período insurrecional, sobre todo durante y después de la última guerra de independencia que comenzó en 1895, los oficiales y soldados negros utilizaron el lenguaje del nacionalismo para denunciar y condenar lo que percibían como elementos de racismo en el movimiento independentista. De esta manera, el lenguaje de la nacionalidad sin razas, que era un discurso de armonía e integración, se convirtió también en un “lenguaje de debate”.17
Igual que la insurrección y la retórica nacionalistas daban forma a la conducta política de los negros, la participación negra afectó profundamente el discurso y la práctica nacionalistas. La movilización de cubanos de color, libres o esclavos, ayudó a radicalizar el nacionalismo cubano y convirtió la rebelión en un proyecto viable desde el punto de vista militar. La prosa independentista de la época, inclusive, aplaudía la participación negra. Pero la movilización negra –al principio porque su único precedente conocido era la rebelión de los esclavos, y luego porque la acompañó el surgimiento de importantes líderes negros– también creó reservas entre los independentistas y alimentó las fuerzas de la contrarrevolución. La actividad política y el poder de los negros impulsaron a algunos líderes blancos a cuestionar las motivaciones de sus compañeros negros e indujeron a otros a abandonar el movimiento y a aliarse con los españoles para garantizar su derrota. La participación de los negros en el movimiento independentista –y las representaciones de esa participación–, por tanto, tuvo el efecto, por una parte, de poner en peligro el éxito de los esfuerzos independentistas y, por otra, de fortalecer el atractivo del movimiento. Son esas tensiones entre la revolución y la contrarrevolución, y entre el racismo y el antirracismo, las que marcaron la revolución del siglo xix y las que forman el núcleo de esta historia. La falta de continuidad que se observa (primero) entre la sociedad racista esclavista y la revolución antirracista que ella produjo, y (segundo) entre la revolución antirracista y la independencia ambigua que emergió de esta en 1898 –una independencia que colocó a Cuba bajo la tutela formal (y no siempre indeseada) de los Estados Unidos– solo pueden comenzar a comprenderse si se sitúan en el centro del análisis las tensiones a duras penas contenidas dentro del movimiento anticolonialista.
Una nota final acerca del lenguaje y las razas
Siempre resulta difícil escoger un lenguaje o un conjunto de términos para escribir sobre las razas o las categorías raciales. Y este libro, como tantos otros escritos en los últimos diez o quince años, necesariamente deberá andar sobre el filo de la navaja que significa afirmar, en un momento dado, el carácter artificial de lo que llamamos raza y, a continuación, referirse a los negros que hicieron una cosa y a los blancos que hicieron otra. La tensión es insalvable en este tipo de proyecto: el hecho de que la raza no sea una categoría biológica no significa que los protagonistas de la historia hablaran, pensaran y se comportaran como si no lo fuera. La convicción de que la raza es una construcción histórica y social, sin embargo, sí obliga a los historiadores a evitar proyectar sobre sus sujetos categorías extraídas de otras épocas y otros lugares.
La solución tentativa –que implica confiar en las categorías inherentes al período y ambiente históricos que se estudia– plantea, sin embargo, dificultades adicionales cuando se está escribiendo sobre categorías raciales y se atraviesan fronteras nacionales y, en especial, cuando se escribe sobre las razas en la América Latina y el Caribe para lectores estadounidenses. La transcripción (y traducción) de las categorías tomadas directamente de los documentos implica la utilización de marcadores raciales que tienen un sentido disonante y a veces peyorativo en los Estados Unidos. Enseguida viene a la mente el término “mulato”, una palabra que todavía posee connotaciones negativas fuertes en los Estados Unidos, pero que en Cuba ha tenido desde hace largo tiempo un sentido casi elogioso.18 Algunos estudiosos, al enfrentarse a tales dificultades, optan por norteamericanizar su lenguaje, y utilizan términos que resulten más familiares a los oídos estadounidenses: afrocubano, afrobrasileño, y así sucesivamente. Este lenguaje, aunque resulta más suave en inglés que muchas de sus alternativas, crea otros problemas. En el caso de Cuba, la palabra “afrocubano”, que suena tan inocua y natural en inglés norteamericano, tiene su propia historia local. Y en esa historia, tradicionalmente se ha utilizado para referirse a representaciones exóticas y racistas de la cultura africana en la primera mitad del siglo xx. Si origina problemas en contextos cubanos, los crea también en los Estados Unidos, porque el calificativo “afrocubano” (como sus equivalentes afrobrasileño o afrovenezolano) borra diferencias que parecen haber sido importantes para los protagonistas históricos. Traducir mulato (o pardo) y negro (o moreno) simplemente como afrocubano, es confundir categorías que estaban bien diferenciadas en la época en la que se escribían, se pronunciaban y se escuchaban esas palabras. El término, en otras palabras, crea la impresión errónea de que las identidades raciales latinoamericanas pueden identificarse con las categorías raciales norteamericanas actuales.19
Por estas razones, del mismo modo que lo han hecho otros historiadores contemporáneos de las razas, he intentado utilizar categorías y descriptores que emplearon los protagonistas de la propia historia que se estudia. En algunas ocasiones se trata de marcadores autoadjudicados; con más frecuencia (por necesidad) son categorías adjudicadas a individuos y grupos por otros individuos o grupos contemporáneos: burócratas coloniales, soldados enemigos, funcionarios judiciales, aliados políticos u oficiales superiores. El hecho de utilizar las categorías que aparecen en los documentos de la época que han sobrevivido, no implica que las mías sean más reales que otras, pero sí garantiza que se trata de categorías que emergen del siglo xix cubano. Siempre he utilizado “negro” cuando los documentos dicen negro o moreno, y “mulato” cuando aparece mulato o pardo. También he utilizado la frase, un tanto ambigua, “de color”, para referirme en general a las personas identificadas como negros o mulatos.20 Este término lo emplearon los activistas negros y mulatos en las décadas de 1880 y 1890 con la idea de que construir la unidad entre negros y mulatos contribuiría políticamente a la lucha en pro de los derechos civiles y la independencia nacional. También lo usaron los sostenedores del dominio colonial, que frecuentemente intentaron desacreditar a sus oponentes con la denominación común de “gente de color”.
La utilización de las categorías raciales como aparecen en los documentos históricos no solo sirve, sin embargo, para observar las alianzas e identificaciones de hace un siglo. Opino que también revelan la imposibilidad de aplicar un sistema uniforme de denominación racial, porque lo que se observa casi inmediatamente en las fuentes es un alto grado de inconsistencia en las formas en que las personas adjudican los marcadores raciales. En algunas ocasiones, las personas y las instituciones establecían distinciones entre negros y mulatos (como en el caso de pardo y moreno), y en otras no (cuando decían de color). Lo importante aquí no es si en Cuba, como en los Estados Unidos, existía una única línea de separación por el color de la piel (entre blancos y negros) o dos (una entre negros y mulatos y otra entre mulatos y blancos), porque aun en los casos en que han existido múltiples líneas, estas no siempre se observaban. A veces los protagonistas históricos trazaban múltiples líneas, a veces una, y otras (menos frecuentemente) ninguna. Al emplear calificativos tanto del sistema de categorización birracial como del trirracial, no respondo la usual pregunta acerca del número de líneas trazadas por el color de la piel en la América Latina; ese no es mi propósito.21 Pero sí confío en que el empleo de términos de los dos sistemas raciales, binario y ternario, cambie un poco el contenido del debate, de forma que deje de centrarse en preguntas estructurales acerca de líneas trazadas a priori e incorpore nuevas interrogantes acerca de las formas en que la raza, las fronteras raciales y las ideologías sobre la raza se forman y reforman en la vida cotidiana.22 Y si estos marcadores raciales suenan a veces extraños, espero que esa disonancia, en lugar de alejar al lector, sirva para recordarle, primero, que los puntos de vista norteamericanos no son universales y, segundo, que ninguna de esas categorías es natural.
Epílogo y prólogo. Raza, nación e imperio
Antes del comienzo de la última guerra de independencia, José Martí lanzó una predicción que tenía más que ver con la historia humana y el tiempo en general que con la revolución cubana como tal. “Este no es”, decía, “el siglo de la lucha de razas, sino el siglo de la afirmación de los derechos”. Aunque Martí vivía en lo que él llamó un mundo “bajo el imperio de Darwin”, tenía razones para creer en lo que decía, porque había visto y participado en un movimiento que parecía cumplir esa promesa.23
Ese movimiento, como hemos visto, comenzó formalmente cuando un propietario blanco les dio la libertad a sus esclavos, se dirigió a ellos llamándoles ciudadanos, y les pidió que se convirtieran en soldados (y servidores) para luchar por la soberanía política y la emancipación de los esclavos. En los treinta años siguientes, decenas de miles de personas respondieron a ese llamado y se unieron a los esfuerzos contra el dominio español: esclavos, dueños de esclavos y los hijos de ambos; criollos, españoles y africanos; plantadores, mayorales y cortadores de caña; abogados, poetas y diletantes. En el ejército en el que sirvieron, los grados tendían a concordar con la posición social, pero hubo numerosas e importantes excepciones a esa regla. De hecho, fueron representantes de esas excepciones a la regla –negros y mulatos hijos de campesinos, esclavos y artesanos– quienes dirigieron en 1878 el más famoso acto de intransigencia de principios de la revolución, la Protesta de Baraguá, que repudió el tratado de paz que no concedía ni la independencia ni la abolición de la esclavitud. En 1895, el oficial mulato que dirigió la protesta se había convertido en un líder de proporciones nacionales; y el Ejército Libertador, organizado por tercera vez, contaba con un cuerpo de oficiales con una proporción significativa de negros y mulatos.
Del mismo modo que el ejército era multirracial, el lenguaje y la ideología que dieron forma y guiaron al movimiento eran antirracistas. Los oficiales blancos, al igual que los negros y los mulatos, ubicaron un atractivo central del movimiento en su combate a la esclavitud. Los intelectuales patriotas profesaban la igualdad de todas las razas y, a veces, la inexistencia de las razas. Definieron el antirracismo como una característica fundamental de la nacionalidad cubana y denunciaron al racismo como una violación de esa nacionalidad. Y todo esto lo hicieron en una sociedad fundada sobre el miedo, la esclavitud y el racismo, y en un mundo que era testigo de la consolidación de la teoría racial y del auge de la violencia racial. Por ello, Martí, que vivió en esa época y condujo ese movimiento, probablemente pensó que estaba justificada la profecía del surgimiento de una nueva era en la historia de la humanidad.
La revolución que hicieron Martí y otras decenas de miles de personas se encontró en 1898 en las circunstancias más insólitas. En enero de ese año, sus dirigentes militares predijeron la cercanía de la victoria y comenzaron a prepararse para la paz. En febrero, el buque de guerra norteamericano Maine explotó en la bahía de La Habana y lo que siguió ya forma parte de la historia: los Estados Unidos intervinieron en abril y ganaron la guerra en agosto. Quizás por una ironía del destino, un movimiento explícitamente anticolonial, antiesclavista y antirracista terminó con la intervención y la tutela de un país que en ese momento estaba inventando la segregación racial y construyendo un vasto imperio. Los soldados norteamericanos que acudieron a la guerra de Cuba atravesaron los Estados Unidos en trenes segregados, y turbas de norteamericanos blancos atacaron a los soldados norteamericanos negros que esperaban para abordar los barcos con destino a Cuba. Después que llegaron a Cuba, como aliados ostensibles del Ejército Libertador multirracial, combatieron en unidades segregadas, de las cuales las compuestas por negros estaban al mando de oficiales blancos.24
Por supuesto, ese gobierno no pondría en práctica la predicción de Martí sobre el fin del racismo. Y, por supuesto, el destino del antirracismo cubano bajo la dominación norteamericana de fin de siglo no podía ser sino tenebroso. Algunos pequeños incidentes acaecidos en esos primeros días de la paz parecían pronosticar cambios todavía más tétricos. En el pueblo de Gibara, en Oriente, por ejemplo, oficiales cubanos de color organizaron una fiesta para celebrar la victoria cubano-norteamericana, a la cual invitaron a todos los habitantes del lugar. Es probable que algunos de los asistentes no se hubieran recuperado todavía de la fiesta cuando, al día siguiente, se anunciaron dos celebraciones simultáneas: una de ellas para blancos en un círculo social en el centro del pueblo y la otra, para negros y mulatos, en una casa particular de las afueras. En esa segunda fiesta, los oficiales negros y mulatos denostaron el establecimiento de una línea divisoria por el color de la piel que, según ellos, no había existido durante la revolución.25
Ese extraño vuelco de los acontecimientos en 1898 y, sobre todo, la intervención política y militar norteamericana, condujeron entonces a muchos cubanos de la época, y después a muchos estudiosos, a lamentar la traición hecha a la revolución cubana del siglo xix. No es difícil sostener ese argumento, si se toma en consideración que se produjo una inesperada transición al dominio indirecto norteamericano. Justo después de la victoria, los norteamericanos le prohibieron al ejército cubano la entrada a las ciudades rendidas por los españoles y, en algunos lugares y durante algún tiempo, dejaron a los oficiales y burócratas españoles en posiciones de poder. Una intervención súbita había eclipsado treinta años de revolución, y no se había permitido tomar el poder a los revolucionarios cuyos enemigos acababan de ser derrotados. No hay que asombrarse, entonces, de que las discusiones en torno a la intervención norteamericana hayan considerado invariablemente al movimiento independentista cubano como “una revolución pospuesta” o (para parafrasear a Eric Foner cuando se refirió a un momento de reacción similar en los Estados Unidos) “una revolución inconclusa”.26
Sin restarle importancia a la imagen de una traición auspiciada por los Estados Unidos, parece igualmente evidente que las semillas del fracaso de la revolución se encontraban también en su propio seno: en la antigua aunque cambiante inquietud con respecto al poder negro, en los recelos en torno a la movilización negra, en las hipótesis racistas acerca de la civilización y la política. Desde el comienzo, en 1868, la magnitud de la movilización negra y esclava en el primer levantamiento empujó a los dirigentes (que habían comenzado la guerra liberando a sus esclavos) a considerar la posibilidad de la anexión a los Estados Unidos, “como último recurso para no caer en el abismo de males”.27 Durante los años siguientes, la movilización negra impulsó a otros miles de personas a repudiar el movimiento armado y aliarse, si no con España, al menos con la promesa de paz y seguridad. En 1879, durante el curso de la segunda guerra, las mismas inquietudes con respecto a la movilización negra –y a esa altura, también al liderazgo negro– nuevamente condujeron a un número importante de rendiciones de blancos; de hecho, impidieron que muchos se unieran al movimiento. Más tarde, en 1895, el liderazgo de los oficiales no blancos todavía producía aprensión y contribuía a sembrar las semillas de la discordia. Hay que recordar que los oficiales negros y mulatos que discutían de política en un campamento rebelde en 1896 ya especulaban –dos años antes de la aparición en el horizonte de los soldados, burócratas y empresarios norteamericanos– que los soldados negros estaban sacrificando sus vidas para que se beneficiaran los cubanos blancos en la paz.28 Todavía dirigidos por cubanos, ya percibían la traición y la reacción como hechos inminentes. Ello sugiere que las raíces del fracaso de la revolución no solo se encuentran en la aparición súbita de los Estados Unidos, sino también en la historia precedente de la rebelión anticolonial. En el curso de los treinta años de movimiento revolucionario se produjeron suficientes ejemplos de racismo, división y reacción como para demostrar que cualquier renuncia subsiguiente a la promesa de antirracismo tenía otras causas además de la intervención norteamericana.
Si el pasado del independentismo sugería la existencia de un protagonismo cubano en esa renuncia, de la misma forma, el futuro de la República reveló la voluntad de los cubanos blancos de negar e incluso discutir abiertamente las profesiones de antirracismo. La temida “guerra de razas” profetizada durante la colonia se materializaría en la República, ya evacuada por las tropas de ocupación norteamericanas: se desató una terrible represión ordenada por el Estado contra el primer partido político negro del hemisferio, que condujo a la masacre de miles de cubanos negros y mulatos en 1912.29
No obstante, poner en tela de juicio una separación nítida entre la lucha por la independencia de un lado y la ocupación y la República que le siguieron del otro, no equivale a afirmar que ambas etapas forman una única e indivisible historia de persistencia del racismo. Ni es tampoco estar de acuerdo con la afirmación de que los norteamericanos “aceleraron el proceso de marginación de los afrocubanos que había comenzado en Cuba libre”.30 No fue la marginación de los negros y los mulatos, ni la defensa del statu quo social lo que caracterizó a Cuba Libre. El elemento definidor del movimiento, por el contrario, estuvo en su desafío a la dominación colonial y la discriminación racial. Ese desafío nunca fue completo, y con mucha frecuencia resultó vacilante y ambivalente. Pero el hecho de que se haya planteado cambió al movimiento y a la sociedad de la cual este emergió. La revolución contra España produjo una tensión constante y fuerte entre el racismo y el antirracismo y entre la revolución y la reacción en el seno del movimiento independentista y, en general, en toda la sociedad cubana. Por tanto, si bien la perspectiva de la emancipación por la vía armada había creado dudas y recelos en torno a la rebelión y la independencia, también actuó de forma absolutamente inversa, ya que los insurgentes y los intelectuales ubicaron la justicia y el mérito del movimiento como un todo en el acto de la emancipación de los esclavos. Y de la misma forma que para algunos el espectáculo de negros armados y de líderes negros y mulatos fue fuente de terribles temores, otros encontraron en él un símbolo del propósito del movimiento y de la promesa que encerraba.
En la guerra interna del movimiento entre el racismo y el antirracismo, las líneas divisorias podían correr a lo largo de grupos sociales o regiones, de fracciones políticas o rivalidades personales. Pero, con mucha frecuencia, esas luchas se daban al interior de las personas. Así, Manual Arbelo alababa a Toussaint, pero despreciaba lo que llamó la arrogancia de los líderes negros y mulatos; Cisneros Betancourt enterró a su hija junto a un negro, pero detestaba el poder de Maceo. Martí proclamaba la inexistencia de las razas y a continuación hablaba de las cualidades hereditarias de los negros. Y así, también, los hermanos Maceo denostaban el racismo de los patriotas blancos y, en ocasiones, reproducían sus exclusiones.31 El hecho de que esta lista pudiera extenderse hasta el infinito atestigua el grado de inserción de la lucha y la fuerza de que gozaban las dos corrientes en el seno del movimiento independentista. Y fue esa tensión –poderosa, dinámica y en continua evolución– lo que definió la revolución del siglo xix cubano.
En 1898 todavía no estaba totalmente decidido el resultado de ese combate entre racismo y antirracismo. El panorama de la política racial había cambiado drásticamente a lo largo de treinta años de conspiración y movilización. La esclavitud había desaparecido hacía ya doce años; los cubanos de color habían logrado el acceso a importantes derechos civiles; y el movimiento independentista profesaba el antirracismo (si bien lo practicaba de modo imperfecto) como piedra de toque de la futura nación. Miles de cubanos de color habían participado en un movimiento político armado; un número menor, aunque significativo, formaba parte de la oficialidad del ejército; y una cifra todavía más reducida tenía popularidad y seguidores a escala nacional. De hecho, los conflictos que se desataron en torno al liderazgo negro a medida que la guerra se aproximaba a su fin no fueron más que un signo de los profundos cambios ocurridos en la política racial cubana, y también un síntoma de los intentos desesperados por limitar esas transformaciones.
Se sabe con exactitud de qué lado estuvieron los ocupantes norteamericanos en esa lucha entre racismo y antirracismo. Sin importar cuán inciertos fueran los designios de los Estados Unidos con respecto a Cuba, o cuán conscientes estuvieran los norteamericanos de su flamante papel imperial, no existió ninguna ambigüedad en torno a ese punto: los funcionarios y burócratas norteamericanos de fines de la década de 1890 no estaban dispuestos a apoyar el independentismo ni el antirracismo cubanos. Sin embargo, ni siquiera la claridad y el poderío de la política racial norteamericana fueron suficientes para resolver las tensiones con respecto a la raza en el seno del independentismo cubano. El racismo norteamericano hacia los cubanos negros y la arrogancia norteamericana con respecto a los cubanos en general, no cambiaron el hecho de que la dominación de los Estados Unidos –aunque fuese indirecta y no se le reconociese como imperialista– requería de la negociación. Y la negociación precisaba ponerse a tono con el pasado reciente y con una historia viva de discurso y movilización antirracistas. Este hecho atemperó las ambiciones norteamericanas. Así, por ejemplo, los esfuerzos ardorosos y explícitos de los ocupantes norteamericanos encaminados a restringir el derecho al voto naufragaron gradualmente. Los intentos de limitar el acceso al poder electoral imponiendo restricciones relativas a la escolaridad y las propiedades quedaron mitigados, primero, por la aprobación de una “cláusula del soldado” que les concedía el derecho al voto a todos los veteranos. La extendida (aunque no universal) oposición cubana hizo retroceder incluso esos límites, cuando los veteranos de múltiples orientaciones políticas plantearon que la exclusión de los varones pobres y analfabetos constituía una afrenta intolerable a un movimiento que ya había incluido en sus cuerpos legales el sufragio universal. Y lo mismo ocurrió en la Convención Constituyente cubana de 1901: los norteamericanos vieron hacerse ley y ponerse en práctica el sufragio universal masculino en un territorio que solo en fecha muy reciente se había liberado de la esclavitud, y que más recientemente aún había caído bajo el ambiguo dominio de un país que en ese momento estaba enfrascado en el desmantelamiento de los derechos electorales en sus estados sureños.32
Obviamente, la historia de movilización interracial y el discurso antirracista impusieron cotos a lo que los ocupantes norteamericanos podían hacer.
Pero si bien el independentismo limitó el ejercicio de la dominación norteamericana, resulta igualmente obvio que la dominación norteamericana constriñó aún más a los nacionalistas cubanos. Para comenzar, bloqueó una independencia por la que se había luchado, por medios pacíficos y violentos, durante tres décadas. La presencia norteamericana, su política y sus intenciones les impusieron a los cubanos una prueba que no habían pedido. Después de treinta años de movilización, la independencia parecía depender de la voluntad de los Estados Unidos de abandonar el país; y esa voluntad, según los norteamericanos, estaba sujeta al comportamiento de los cubanos. De ahí que estos últimos actuaran de la manera que creían que persuadiría a los ocupantes de que estaban en plena capacidad de autogobernarse. Evitaron la confrontación, aun cuando no habían logrado la independencia total. Abrazaron la civilidad, el orden y la reconciliación, y esperaron que los norteamericanos tomaran nota de todo ello y se marcharan. Pero había un problema en ese comportamiento: no fue la promesa de civilidad ni la reconciliación con España lo que impulsó a miles de hombres a la lucha por la independencia. Y los norteamericanos y su examen de la conducta cubana no dejaban mucho espacio para las causas que sí los habían impulsado: la promesa de igualdad, por ejemplo, o el fin de la dominación colonial. Por tanto, la evacuación norteamericana parecía requerir de los independentistas cubanos un abandono de los principios que habían sido centrales para el movimiento durante treinta años. La independencia, al parecer, se subordinaba a la renuncia al nacionalismo.
Esta situación incómoda implicó también una transformación de las maneras en que los nacionalistas cubanos representaban la nación ante los públicos norteamericano y cubano. El esfuerzo independentista siempre había sido, en parte, una lucha de representaciones. A los planteamientos coloniales sobre la imposibilidad de la nación cubana y la inevitabilidad de la guerra de razas, los nacionalistas cubanos habían respondido con un panorama muy diferente: una nación en la que blancos y negros luchaban juntos para derrotar a una España atrasada e incivilizada y para abolir la esclavitud y las divisiones por color de la piel.
A las imágenes de supremacía negra, los independentistas habían contrapuesto las de unidad entre los blancos y los negros e incluso del logro de una nación sin razas. Pero esta representación de la raza y la nación, tan importante a comienzos de la década de 1890, en 1898 era incapaz de garantizar la evacuación norteamericana. Y así, otras representaciones de la nación cubana –que realzaban la importancia de los líderes blancos cultos, los elementos en común con los logros norteamericanos y el estatus moderno y civilizado de la futura nación– eclipsaron súbitamente aquellas ideas, que empezaban a dominar la retórica nacionalista. Ese cambio de énfasis ya se había manifestado antes de la intervención de los Estados Unidos: por ejemplo, en discusiones previas en torno a la naturaleza del liderazgo en la República, y en consecuentes cambios en la oficialidad dictados por juicios acerca de la importancia de la cultura y la civilización. Esos cambios, y la lucha que reflejaban entre el racismo y el antirracismo, precedieron a la intervención norteamericana. Pero el hecho de que el combate entre las dos posiciones se desplegara ahora ante la mirada escéptica e inquieta de los ocupantes contribuyó a decidir el resultado final.
Como un presagio de peores momentos por venir, esos primeros días de paz trajeron a un extraño al campamento de Máximo Gómez. Después de un almuerzo despreocupado y afable, súbitamente el visitante extrajo un pedazo de hilo y preguntó cortésmente si podía medir la cabeza del venerable y anciano general. La petición y la indignada respuesta de los interlocutores reflejaban las tensiones que definieron el final de la lucha independentista en Cuba y apuntaban a nuevas tensiones que emergerían en el nuevo orden imperial. A la desvergonzada pregunta del visitante, Gómez respondió con ira e incredulidad: solo ponía su cabeza, dijo, en manos de los barberos, y expulsó al visitante de su campamento. Además, añadió después, todavía indignado, no era un mono para que lo exhibieran. De ese encuentro desagradable Gómez dedujo, sencillamente, que el individuo debía ser un orate, lo cual era una conclusión plausible para una petición tan sin precedentes, y constituía un fuerte repudio a una ciencia que, tal vez sospechara, era contraria al mensaje antirracista de la revolución. Pero varios días después, Gómez cambió de opinión. Algunos amigos lo persuadieron de que las intenciones del visitante habían sido honorables, y de que el estudio que planeaba estaba a tono con las tendencias más recientes en boga entre los académicos (y las explicaron con gran detalle); y de que, con toda seguridad, el hombre solo quería tomar sus medidas para demostrar algo muy favorable sobre el general. Gómez dio su aprobación y el visitante regresó a medirle la cabeza.33
Gómez había sentido cuán descaminado era el propósito del extraño, pero, enfrentado al arsenal de la ciencia, cedió y permitió que lo midieran, literalmente, utilizando estándares que no estaba seguro de aceptar. Lo mismo les sucedió a los nacionalistas cubanos. Tras construir un movimiento independentista durante treinta años y luchar internamente para definir una posición con respecto a la raza, en 1898 les dieron la bienvenida a sus visitantes, quienes traían consigo sus propios patrones de medición. Al igual que Gómez, optaron por someterse a esos patrones, por consentir y por dejar a un lado, por el momento, convicciones que, aunque eran fundamentales para su movimiento, no servían a los propósitos inmediatos de probar su propia valía a los ojos del visitante. Esa decisión no fue siempre difícil, y muchos de los hombres con convicciones independentistas no tuvieron mayores problemas para aceptar las ideas norteamericanas acerca de la civilización y la modernidad. Si bien deploraban la falta de creencia norteamericana en su derecho al autogobierno y su capacidad para ejercerlo, lo cierto es que a menudo se inclinaban a aceptar los juicios norteamericanos sobre los derechos y las capacidades de sus compatriotas. Y nunca sabremos, por ejemplo, qué habría hecho Máximo Gómez si el visitante de la cinta métrica hubiese pedido medir la cabeza de un oficial o un soldado negro de su campamento (como harían poco después los antropólogos cubanos con los restos de Maceo). El hecho cierto es que el visitante fue al campamento de Gómez para medir su cráneo, del mismo modo que el cuestionamiento que plantearon los ocupantes norteamericanos no se refería solo a la capacidad de los cubanos negros, sino a la de todos los cubanos. Así, mientras que en vísperas de la paz los dirigentes blancos se preocupaban de las capacidades para la vida republicana de soldados y oficiales específicos, el desdén norteamericano sería mucho menos selectivo.
De ahí que en ese momento de transición que fue 1898 podamos vislumbrar otro conjunto de cuestiones y problemas: cómo se dibujaría, sobre el terreno trazado por la política racial local, derivada de la esclavitud colonial, la emancipación y la lucha por la independencia, un nuevo y palmario entramado de entendidos sobre las razas, derivados del encuentro imperial entre los Estados Unidos y unas pocas islas. En esta isla específica, los norteamericanos permanecerían –esa primera vez– durante tres años y medio. Dijeron que se marcharían cuando los nativos probaran que eran capaces de autogobernarse. Pero como prueba de esa capacidad, solo aceptarían que los cubanos sancionaran la Enmienda Platt, la cual (entre otras cosas) le concedía al gobierno de los Estados Unidos el derecho a intervenir en los asuntos internos de Cuba para preservar la independencia cubana y para proteger, según el texto, “la vida, las propiedades, y la libertad individual”. Y así, el 20 de mayo de 1902, ya aprobada la Enmienda Platt, los norteamericanos se marcharon, aunque retuvieron la potestad de intervenir cuando lo desearan.
Alrededor de un año después de la evacuación, un profesor norteamericano publicó un libro de ensayos sobre temas que aparentemente no guardaban ninguna relación con los sucesos recientemente acaecidos en Cuba. El segundo ensayo del libro comenzaba con una frase que ya es famosa y que en general se considera inobjetable: “El problema del siglo xx es el problema de la línea del color, el de la relación entre las razas claras y oscuras de África y Asia, en los Estados Unidos y las islas del Caribe”. Con esa frase, W.E.B. du Bois profetizaba la antítesis del siglo imaginado por Martí: “no el siglo de la lucha entre las razas, sino el de la afirmación de los derechos”.34 Obviamente, la predicción de Du Bois fue la que se cumplió. Pero la historia que se cuenta en este libro apunta quizás a la existencia de una contracorriente: que la verdad y la fuerza del planteamiento de Du Bois descansaba, en parte, en el desmantelamiento de la frágil promesa anticolonial y antirracista de la revolución del siglo xix cubano. En ese desmantelamiento, cubanos y norteamericanos fueron participantes activos, si bien dispares.
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Notas
1—Las cifras de población son del Cuadro Estadístico (1846), Comisión de Estadística, Cuba. Las de la trata de esclavos son de Bergad, Iglesias García y Barcia: Cuban Slave Market, p. 38 [En los casos en que la publicación original en español no incluyó los datos relativos a la edición, se ha mantenido esa omisión, dada la imposibilidad de encontrar dicha información tanto tiempo después (n. de las E.)]; Eltis: Economic Growth and the Ending of the Transatlantic Slave Trade, p. 245; Rawley: Transatlantic Slave Trade, p. 428; y Curtin: Atlantic Slave Trade, p. 88. Sobre la esclavitud en Cuba, ver F. Knight: Slave Society in Cuba; R. Scott: Slave Emancipation in Cuba, cap. 1; y Ortiz: Los negros esclavos, [s. n.], La Habana, 1916.
2—Acerca de la conspiración de 1844, conocida como la Conspiración de la Escalera, ver, especialmente, Paquette: Sugar Is Made with Blood; con respecto a la conspiración de 1864, ver “Documento que trata de un conato de insurrección de esclavos en el partido de El Cobre”, en ANC, CM, legajo 124, exp. 5. La cita es del testimonio de un esclavo de veinticinco años llamado Domingo.
3—José Antonio Saco, citado en Ibarra: Ideología mambisa, Instituto del Libro, La Habana, 1972, p. 25.
4—La cifra de 40 % está tomada de Pérez: Cuba between Empires, p. 106; la de 60 %, de Ibarra: Cuba, 1898-1921, p. 187. Ambas cifras son solo estimados, porque los registros del ejército durante la última guerra de independencia no incluyen datos sobre la raza de los soldados. Sobre la creciente ausencia de categorías raciales en los registros oficiales del movimiento, ver A. Ferrer: “Silence of Patriots” e “Insurgent Cuba”, capítulo 6.
5—Antonio Maceo, citado en Ibarra: Op. cit., p. 51. Muchos de los más importantes independentistas –blancos, no blancos; civiles, militares– en algún momento escribieron algo en este sentido. Entre ellos se encuentran José Martí, Antonio Maceo, Juan Gualberto Gómez, Martín Morúa Delgado, Manuel de la Cruz, Manuel Sanguily, Rafael Serra y Montalvo y otros. Ver capítulo 5. Acerca de la noción de “presentes míticos”, ver L. Hunt: Politics, Culture, and Class in the French Revolution.
6—Acerca de las teorías raciales del siglo xix, ver Hannaford: Race; Mosse: Toward the Final Solution; y Stocking: Race, Culture and Evolution. Sobre esas teorías en contextos coloniales, ver Young: Colonial Desire. Sobre su impacto en la América Latina, ver Graham: Idea of Race in Latin America; y Stepan: “Hour of Eugenics”. Para un análisis sobre los vínculos entre modernidad, liberalismo e ideas sobre las razas, ver Goldberg: Racist Culture.
7—Ambas citas son de José Martí. El