Nuestra ceguera blanca

Yusimí Rodríguez

De Alberto Guerra me habló por primera vez un amigo hace tres años. En su opinión, era uno de nuestros narradores jóvenes más talentosos, y yo no debía dejar de leer su libro Blasfemia del escriba (Letras Cubanas, La Habana, 2002). Casi todos los cuentos incluidos en el volumen han sido premiados. Alberto es el único escritor cubano que ha obtenido el premio Gaceta de Cuba en dos ocasiones consecutivas. Su cuento “Disparos en el aula” aparece en la antología Cuentos históricos de la piedra del átomo (Editorial Páginas de Espuma, España, 2003), que incluye a escritores tan reconocidos como Juan Rulfo y Jorge Luis Borges. Pero lo mejor, según mi amigo, era el hecho de que Alberto Guerra es negro.
En ese momento me molestó la aclaración. En ocasiones he pensado que a algunas personas negras les gusta automarginarse, se disgustan si los discriminan y, si no lo hacen, también. Crecí con la idea de que vivo en una sociedad donde no se hace distinción entre las personas por su religión, el sexo o el color de la piel. Todos tenemos las mismas oportunidades. Lo demuestra precisamente el hecho de que Alberto Guerra estudió una carrera universitaria y es un escritor reconocido. Pero quedan muchos que dicen: “el negro para sobresalir tiene que ser mejor que el blanco, que ser blanco es una carrera, que seguimos siendo discriminados o como mínimo ignorados”. Me alegró que Alberto Guerra no describiera a los personajes de la mayoría de sus cuentos, que además me parecieron excelentes. Tres de ellos fueron adaptados para la televisión: “Pequeñas maniobras”, “Disparos en el aula” y “Corazón partido bajo otra circunstancia”.
En los tres casos los actores escogidos para dar vida a los personajes creados por Alberto fueron blancos.
Supongo que los directores de televisión conocían a Alberto Guerra antes de las filmaciones. Sin embargo, ninguno pensó en actores negros. Nadie imaginó personas negras en esos roles. Ni siquiera yo, yo que había visto a Alberto antes de leer su libro, yo que además soy negra. ¿Por qué no me pasó por la mente que el protagonista de “Pequeñas maniobras” fuera negro, o el profesor de “Disparos en el aula”, aun después de saber que Alberto impartió clases de Historia; o el narrador en “Corazón partido bajo otra circunstancia”, que también es un escritor? Me sentía avergonzada, mientras él nos contaba en su taller literario cómo tuvo que negociar la presencia de actores negros en las adaptaciones de sus cuentos. Lo logró. En “Pequeñas maniobras”, que se desarrolla en una terminal de ómnibus, aparece un hombre negro con un portafolio, un loco y una recepcionista gorda y escandalosa. Los actores que encarnaron a los protagónicos eran blancos. Para que hubiese alumnos negros en “Disparos en el aula” fue preciso que llevara integrantes de su taller literario. ¿Habrá crisis de actores negros en el ICRT [Instituto Cubano de Radio y Televisión]? En cuanto a “Corazón partido bajo otras circunstancias”, no hubo un solo actor o actriz de nuestra raza.
Cuando leemos una historia, si el autor no describe a los personajes físicamente, gozamos de libertad para crearlos en nuestra imaginación de acuerdo a nuestros códigos estéticos y culturales. Alberto respeta esa libertad, solo menciona características físicas cuando tienen un peso ineludible en el cuento. ¿Cómo es posible que yo, una mujer negra, también haya pensado solo en personas blancas? No imaginé seres especialmente altos o atractivos, eran solo personas comunes y corrientes, es decir, blancas. Si eso me ocurre a mí, mujer negra, repito, no puedo culpar a los directores y asistentes de televisión, a quienes no sé por qué también imagino blancos. ¿Por qué tengo que realizar un esfuerzo tan grande para visualizar a un director de televisión o de periódico negro, un policía negro, un gerente negro?
Mi madre cuenta que en una ocasión, cuando yo tenía cuatro o cinco años, regresó a casa y nos encontró a mi padre y a mí disgustados. Quiso saber qué había ocurrido y él le contó que yo le había dicho: “Tú eres negro y yo no quiero negros aquí”. Entonces él me preguntó de qué color yo era, y le respondí: “Yo soy carmelita”. Mi papá le preguntó a mi madre dónde me habían enseñado eso. La anécdota ha pasado a formar parte de la colección familiar de recuerdos divertidos. Pero la pregunta quedó sin responder a través de los años. Mi madre no pudo y yo tampoco. Incluso ahora no puedo. ¿Dónde aprendí eso? ¿Dónde los niños aprenden esas cosas?
Quizás la pregunta sea: ¿quiénes fueron mis primeros héroes y heroínas, quiénes han sido los policías, los personajes positivos en las películas, y quiénes los delincuentes? ¿Quiénes fueron los príncipes y las princesas de mis fantasías infantiles? Blancanieves era blanca, Caperucita era blanca, Cenicienta era blanca. Claro, no puedo esperar que en países europeos, donde aún deben quedar personas que nunca han visto un negro, se escribiera un cuento protagonizado por alguien de mi raza. El rey Arturo y Robin Hood tenían que ser blancos. Un negro no cabe en una historia de corsarios y piratas o en una intriga en las cortes europeas, a no ser como esclavo traído de África. El mismo rol que nos toca en todas las telenovelas que reflejan la Cuba de los siglos xviii y xix. Cuando jugaba con mis amiguitas trataba de imitar a las actrices de la televisión y a las princesas de los cuentos de hadas, me ponía una toalla en la cabeza y la movía como si fuera pelo lacio. Nunca jugué a ser Oshún o Yemayá. Nadie me contó nunca una leyenda africana. En la escuela seguro me leyeron algún cuento donde el protagonista era un negro, pero no logro recordar ninguno.
¿Y qué sucede en las telenovelas que se desarrollan en la Cuba de los setenta, los ochenta, los noventa y el siglo xxi, esa Cuba posterior al triunfo de la Revolución, en la que todos tenemos los mismos derechos y oportunidades? ¿Por qué siempre son protagonizadas por personas de piel blanca? Los negros están, por supuesto, son los personajes secundarios o los delincuentes, con un poco de suerte, los deportistas. Digo con un poco de suerte porque en el serial Deporte y amor, ninguna de las jugadoras de voleibol era negra.
En 1996 fui modelo de la casa de modas La Maison. Recuerdo que a todas las mulatas les estiraban bien el pelo con torniquete y les ponían lentes azules. El resultado era que parecían trigueñas. A las negras les hacían el desriz, yo estaba pelada a rape. Un estilista me dijo una vez que mi cara era tan linda que el pelo estaba de más, sin embargo, a las muchachas blancas de caras muy lindas también no les sobraba el pelo. Había solo cuatro negras en La Maison en aquel momento, incluida yo; nunca coincidíamos en el mismo desfile de la noche, quizás no se presentaban muchas jóvenes de nuestra raza a las convocatorias para ser modelo en aquel momento. No sé si luego hubo más muchachas negras en el cuerpo de maniquíes de La Maison, solo estuve tres meses allí, no tengo la estatura adecuada para esa profesión, apenas mido 1,65. Había otras chicas de la misma estatura, pero fueron más afortunadas y pudieron permanecer en la casa de modas. Eran blancas.
En el año 1997 asistí a un desfile de ropa infantil en la Feria Habana Modas, ahora llamada FIMAE, y entre más de diez niños no había un solo negro o negra. Casi brinqué del asiento de alegría cuando vi aparecer una mulatica color cartucho, de pelo ondeado. Pero me asaltó una gran preocupación al final del desfile: ¿será que los negros no tenemos infancia?
Un amigo mío diseña ropas para niñas y adolescentes, tiene su propio grupo de modelos. Todas son blancas, rubias o trigueñas, pero blancas. Mi amigo dice que no quiere negras porque hay que hacerles desriz o trencitas. Ese amigo, a quien quiero mucho, es negro.
Mientras escribo recuerdo la telenovela Salir de noche, que reflejaba la vida de las modelos, sus sueños, sus frustraciones, la competencia. Me llamaba la atención que ninguna de las actrices que encarnó una modelo, ninguna de las extras, era negra. Solo cuando escenificaban un desfile, o durante la presentación o el final de la novela aparecía una, creo que Laura Marlén, por un par de segundos.
Laura Marlén era la ídolo de todas las modelos negras en los noventa, la prueba de que sí se podía llegar. No recuerdo muchas cosas de mi vida en el año 1995, pero nunca voy a olvidar que ella ganó el concurso Miss Model de Turquía ese año. Nunca voy a olvidar sus proporciones: noventa centímetros de busto, sesenta de cintura, noventa de cadera: perfecta, con 1,76 de estatura. Ella era la sensación en los desfiles del Cubamodas 96, pero casi todos los elogios eran hacia su pelo: se le movía como el de las blancas.
A lo largo de mi vida, las frases más halagadoras que he escuchado hacia la belleza negra, incluso en boca de gente de mi raza, son: “qué linda, lo único que tiene de negra es el color”, “qué bonita esa muchacha, tiene facciones de blanca”. O peor: “para ser negra es muy linda”. Nos consideran, y tristemente nos consideramos, más bellos mientras menos negros somos, a medida que nos acercamos más a la raza blanca: la piel un poquito más clara, el pelo menos rizado, la nariz menos ancha. Los que poseen esas características se apresuran a abandonar el barco, a evitar sentirse incluidos en el término negro. Los que no pueden excluirse al menos tienen la esperanza de que sus hijos escapen, la eterna esperanza negra de “adelantar”. Adelantar no es estudiar una carrera universitaria, superarse, elevar el nivel cultural, sino casarse con un blanco o una blanca y que el niño o la niña sean mulaticos de pelo bueno, para no tener que pasarle el peine caliente o hacerle desriz. Mi hermana, negra como yo, aunque generalmente aceptada como mulata porque su piel no es tan oscura y se hace un desriz de muy buena calidad, tuvo su hija con un hombre que, como decimos aquí, pasa por blanco. Durante el embarazo mi hermana rezaba, y no exagero, para que la niña sacara el pelo del padre. Hace poco, mi amigo negro diseñador se encontró a mi madre y le preguntó por mi hermana y la niña. Mi mamá, abuela al fin, estaba preparada para darle una disertación de los progresos de la niña, lo grande que está, lo inteligente que es, lo bien que come. Pero mi amigo no estaba interesado en nada de esto, su única pregunta fue: ¿Por fin cómo sacó el pelo? Una de las mayores preocupaciones en la vida de una mujer negra es el pelo, si no lo pierde a causa de un producto de mala calidad que se lo tumba en su afán de estirarlo, tiene que dedicarle una buena parte de sus recursos al desriz, la crema, el acondicionador. Sufre una vez cada quince días, o menos incluso, pasándose el peine caliente desde la raíz del pelo, tratando de no quemarse el cráneo o las orejas y después reza para que un aguacero no destruya el resultado de tanto sacrificio. El desriz es a prueba de lluvia, pero no es compatible con la decoloración. Una puede pasar toda su vida intentando encontrar la peluquera y el producto ideal para estirarle el pelo, como se busca la Tierra Prometida. Mucha gente me dice que no se trata de renegar de la raza, es que el pelo estirado es más cómodo de peinar. Y tienen razón, si usted quiere peinarse como las mujeres blancas necesita un cabello lacio o que al menos lo parezca. Me pregunto qué peinados llevaría la gente en África antes de la llegada del hombre blanco. He visto revistas donde aparecen mujeres africanas luciendo peinados y formas de trenzar nuestro cabello crudo que son verdaderas obras de arte. Pienso que ellas simplemente han conservado tradiciones y las han enriquecido, así se peinaban nuestros ancestros libres, o dejaban su pelo crudo crecer libremente. Sin embargo, tras siglos de dominación blanca, hemos aprendido a considerar nuestro cabello como un defecto que se debe ocultar. Después de terminada la esclavitud, e incluso en una sociedad como la nuestra donde negros y blancos gozan de los mismos derechos, el negro sigue sintiendo que su meta es igualar al blanco. En el mundo existen industrias dedicadas a la elaboración de productos que “mejoran” el cabello del negro. La mayoría de las cantantes o actrices negras de éxito lucen su cabello lacio en las revistas y en la televisión. Siempre que vemos una propaganda de champú o acondicionador para nuestro cabello, aparece allí la imagen de una mulatica, con apariencia de trigueña un poco tostada por el sol, facciones bien finas, cabello casi lacio. Una sabe que el producto es para negras porque afuera dice “para cabellos crespos químicamente tratados”, porque se sobrentiende que una debe, necesita, estirarse el pelo. ¿Pero cómo llega una a ese convencimiento?
Cuando decidí dejarme crecer el pelo en el año 2001 las personas me preguntaban qué me iba a hacer: ¿peine, desriz de potasa o el de la tienda? Con la mayor inocencia yo respondía que no iba a estirármelo, a todo el mundo le parecía una broma o una excentricidad de mi parte.
La idea de que alguien no quiera estirarse las pasas resulta inconcebible y realmente son pocos los que se atreven a hacerlo, sobre todo los más jóvenes. Lo más interesante es que muchas de las personas que hoy critican a aquellas que no se desrizan el pelo (pienso ahora en mi madre), llevaron el afro en los años setenta, cuando Angela Davis lo impuso como protesta contra la discriminación y como muestra de su orgullo por pertenecer a nuestra raza. Mis padres estuvieron entre los que llevaron esa moda, pero actualmente les parece horrible que una negra no se estire el pelo. Peor, para ellos cualquier negro o negra joven que usa los dreadlocks, o ese mismo afro que ellos llevaron en su momento, es delincuente o jinetero. No son los únicos que piensan así, cualquier negro que vaya por la Habana Vieja con ese tipo de peinado tiene más posibilidades de ser detenido por la policía que uno que se corte el pelo de forma convencional. Otros quedan apenas justificados por el hecho de ser artistas, si son suficientemente conocidos. El afro o “espeldrúm” como le decían aquí, fue para la mayoría una moda pasajera con la que no se involucraron ideológicamente, tal vez porque pensaban que aquí el negro no tenía nada por qué protestar. En contraste con la situación del negro en otros países, el de aquí tenía la posibilidad de ir a las universidades, ser ingeniero, doctor, participar en elecciones e incluso ser elegido. Las personas negras fueron regresando a los procedimientos usuales para estirar el pelo y, una vez más, a llevar los peinados de las revistas de moda, lucidos por personas blancas. Hace meses mi madre vio una foto de Angela Davis en el periódico, todavía con su afro y me dijo: “Ella puede darse ese lujo porque no tiene el pelo tan malo, si tuviera la pasa bien dura, la historia sería otra”. ¿Quién ha visto una negra con la pasa bien dura sin estirar en la portada de una revista de modas, en un anuncio de champú, protagonizando una telenovela o como locutora en la televisión?
Cuando por fin mi pelo creció, muchas amistades decían que no lo tenía tan malo. He escuchado esa expresión toda mi vida y durante mucho tiempo encontré normal que las personas se refirieran a nuestro pelo como “malo” o “menos malo”. Pero cuando uno escucha la palabra “malo” en cualquier contexto, enseguida le viene a la mente algo negativo, todo lo contrario de agradable o bonito. Desde que somos niños oímos decir sin ofendernos que nuestro cabello es malo, y de hecho las personas al decirlo no intentan lastimarnos: simplemente, no parece haber otra forma para describir nuestro pelo. Aunque usted no reaccione con violencia cuando le dicen que su pelo es malo, o no se sienta herido conscientemente, en su interior usted desea corregir la deficiencia. Más aún si todas las personas a su alrededor lo hacen, si las protagonistas de los muñequitos y las aventuras son blancas. Si las muñecas con las que usted juega son blancas. En mi época las había también mulaticas, aunque con el pelo lacio. En realidad eran una versión más oscura que las muñecas blancas, porque ninguna tenía facciones toscas. Todas las que tiene mi sobrina ahora, más de diez, son blancas.
Hace dos años recorrí varias tiendas buscando una muñeca negra por encargo de mi madre que practica la santería. No tuve más remedio que comprar una de trapo, de esas artesanales que venden en la Habana Vieja, porque en las tiendas solo había muñecas blancas. Mi sobrina no va a tener que hacerse desriz, porque sacó el pelo “bastante bueno”, mi hermana termina de estirárselo con una crema especial cuando la peina. Yo sí traté de pasarme el peine lo antes posible, se lo pedí a mi madre por primera vez a los nueve años, mi hermana tenía doce y ya se lo pasaban cada quince días. Tuve que esperar hasta los once, era una tortura y temía que me fueran a quemar una oreja. Luego mi mamá me ponía los rolos y yo pasaba toda la noche pensando en cómo me iba a quedar el pelo cuando me lo soltara.
Mientras duraba el efecto del peine la gente me decía mulatica, las pocas veces que alguien me dijo negra cuando chiquita fue para ofenderme, o al menos ese era el resultado.
En realidad, a casi ninguno de nosotros le dicen negro. Nosotros somos los “de color”. Existe el miedo de que nos ofendamos si se nos llama negros. Si es necesario recurrir a un eufemismo para hablar de nosotros es porque en la mente de las personas negro es todavía un término peyorativo, una palabra que implica inferioridad. Mis amistades se refieren a mí como mulatica o jabaíta, todo menos negra. Pero con el tiempo he empezado a preguntarme por qué debe molestarme que me digan negra si los blancos no se avergüenzan de su color. ¿Por qué hay que disfrazar tanto la palabra, darle vueltas, buscar sinónimos que llegan a ser ridículos? Si nosotros somos los de color, entonces los demás (incluyo a todos aquellos mulatos, jabaos o personas de piel menos oscura que se apresuran a aclarar que no son negros, o sea, de color) son los pálidos o transparentes. Cuando yo insisto en que soy negra mis amistades me dicen: “Sí, pero tú eres una negra fina”. Se supone además que debo sentirme complacida con esa afirmación. ¿Qué significa ser una negra fina, la excepción dentro de una generalidad de negros vulgares y de chusma? Puede parecer que esa acotación la hacen personas blancas. Tal vez a nadie se le ocurre que un negro haga semejante distinción entre personas de su propia raza. Pero sí, muchas veces es alguien tan negro o negra como yo, quien lo dice sin percatarse de la carga racista que lleva el comentario. Peor aún, en la televisión vemos chistes en los que aparecemos reflejados como mal hablados, ignorantes y hasta ladrones. Los actores que hacen esos chistes son negros, y nosotros, los negros de este lado de la pantalla, nos reímos. Y tristemente me incluyo.
Lo que tiene que ver con las personas negras aún es cuestión de risa. Esa era la expresión del editor de un periódico al que le entregué un artículo sobre el tema. Pero a medida que fue avanzando en la lectura se le borró la risa del rostro. Yo tenía mis esperanzas cifradas en el hecho de que ese editor era negro, no jabao, ni mulato, sino negro. El año antes había intentado publicar el artículo en mi propio periódico, me dijeron que no era oportuno. Esas fueron también las palabras de ese editor negro: “No es oportuno. Es un tema delicado y debe esperar”. Sigo esperando que ese momento oportuno llegue. Seguimos esperando por nuestras heroínas y héroes negros, nuestros personajes protagónicos, nuestro cabello crudo y nuestras narices ñatas en un anuncio de champú o acondicionador. Entre tanto, unas corren a desrizarse el pelo, muchos aspiran a “adelantar”. Otros se dan baja de la raza, porque con esos truenos, quién quiere ser negro. Por eso le pido a Alberto Guerra que, mientras ese esperado momento oportuno no llegue, por favor describa físicamente a los personajes de sus cuentos, sobre todo cuando sean negros. Le puedo asegurar que si son blancos no será necesario.

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