*Nuestra fe ante la realidad social y política
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En la explicación de nuestra fe es inevitable que los cristianos y cristianas tengamos que hacer también una interpretación de la realidad social, de la sociedad. Como cualquier colectivo social, nosotros/as también tenemos que buscar comprender lo que pasa en la sociedad para pronunciar una palabra relevante sobre nuestra razón de ser en el mundo. Sin embargo, no siempre esa interpretación social (que ha de llevar a una determinada posición y acción política) camina articulada con nuestra fe. Con mucha frecuencia, nuestra comprensión de la sociedad y su consiguiente posición sobre la política, aparecen separados de nuestra comprensión de Dios (teología). Entonces suele generarse un dualismo entre la fe y la política, dualismo que de manera más evidente se pone de manifiesto en la práctica y el posicionamiento que suelen asumirse ante los hechos o los conflictos sociales.
Acostumbrados a un discurso moral, a los cristianos nos sucede que aplicamos con frecuencia las mismas categorías y juicios morales para realidades que suponen procesos mucho más complejos, como son los asuntos sociales y políticos. Con frecuencia escuchamos en los pronunciamientos eclesiales-institucionales llamamientos muy abstractos a la “paz social” que no tienen mayor repercusión, sobre todo si no vienen acompañados de un análisis más profundo y un posicionamiento —en los hechos— más claro respecto a los conflictos sociales. Suelen ser llamamientos en abstracto, con alusiones generales, sin asumir posición, quizá hasta cuidando los grandes o pequeños privilegios que nuestras instituciones eclesiales han adquirido en la sociedad y ante las entidades del poder público.
Las iglesias con frecuencia pretendemos asumir una posición “neutral” en los conflictos, temiendo que la toma de posición pueda adulterar la integridad de nuestra fe. Sin embargo, es necesario cuestionarse, primero, si esta neutralidad es realmente posible para nuestra condición de seres humanos; y, segundo, si esa neutralidad es compatible con lo fundamental de nuestra fe cristiana. Si bien para juzgar con buen criterio los hechos sociales es necesaria una actitud básica honesta y autocrítica, la neutralidad no solo es imposible sino que, desde la perspectiva de una “memoria subversiva” como la cristiana (fe en aquel galileo crucificado-resucitado), esta pretendida neutralidad resulta hasta peligrosa.
Algunas consideraciones a tener en cuenta
Adelantando algunos elementos del itinerario de este módulo, podríamos decir que los cristianos y cristianas hemos de ser conscientes de que,
– Vivimos y formamos parte de una sociedad. Por tanto, nuestra comprensión de lo que ocurre en la sociedad está condicionada por nuestra posición en ella. Nuestra visión y comprensión de los hechos sociales no es neutral: está atravesada por nuestra posición social, nuestras vivencias y tradiciones particulares, nuestra ascendencia geográfica, nuestro color de piel, nuestro sexo, etc. – En la configuración de nuestras sociedades se llevan a cabo procesos que resultan autónomos respecto de la “acción divina” entendida ésta como una “acción física” (acción en las leyes y coordenadas físicas de la naturaleza y de la sociedad). Dicho de otra manera, en la Escritura encontramos demasiados elementos para pensar que la misteriosa y libre voluntad de Dios se sitúa frente a la creación y la historia de manera autoritaria o paternalista. Si bien podemos ver o intuir actitudes concretas de Dios frente a la realidad, no creemos que se “inmiscuya” demasiado. Pensar lo contrario nos llevaría a intentar justificar toda esta realidad (con el hambre y la injusticia de por medio) como voluntad del Señor. – En muchos casos, los conflictos sociales no se resuelven solamente con la “buena voluntad” de las partes en conflicto o con una dosis de “cambio de actitud moral”. Si bien esta actitud es necesaria para un avance en la solución de los conflictos, en estos están implicados un conjunto de procesos y estructuras que van más allá de la buena o la mala voluntad de los actores sociales individuales. Los conflictos sociales no tienen solo causas morales individuales, sino causas que tienen que ver con la estructura misma de la sociedad. Debemos pensar en forma dialéctica: las unas son causa de las otras, pero estas condicionan en última instancia a las primeras. – Por tanto, es necesario que comprendamos los procesos sociales con herramientas teóricas adecuadas, superando nuestra tendencia a juzgar los hechos sociales con recetas voluntaristas y moralistas de corto alcance y que con frecuencia suelen hacerle el juego a intereses de los sectores sociales poderosos en la sociedad. – La sociedad es un conjunto orgánico y dinámico, compuesto de elementos que tienen mucha interacción y contradicción entre sí. Nosotros y nosotras, a través de nuestras organizaciones –religiosas o no—, estamos involucrados de hecho en este conjunto orgánico y dinámico que es la sociedad. – Es necesario, por último, que situemos históricamente nuestra fe cristiana. A partir de ello nosotros, cristianos y cristianas de la América Latina, hemos de asumir el hecho histórico de que el cristianismo ha sido introducido en el Tercer Mundo en alianza con procesos de colonización y dominación de parte del mundo europeo sobre los pueblos originarios. Ello ha marcado estructuralmente en el cristianismo el imperativo de tomar posición por las víctimas de esta iniquidad histórica y ello representa, en la coyuntura mundial actual, asumir una posición anticolonial y antimperialista.
Lo político en el proyecto de Jesús
Describiremos a continuación tres espacios fundamentales determinantes de la vida y la acción de Jesús: la situación socioeconómica, la política y la religioso-cultural. Trataremos de esbozar estos tres elementos contextuales para encontrar los porqués de la práctica de Jesús y tratar de entablar una relación más directa con nuestro propio contexto.
Situación socioeconómica
Para comprender de manera profunda y crítica una formación social específica, hay que plantearse primero preguntas en torno a los temas económicos estructurales: ¿Cuáles son las fuentes principales de riqueza y quiénes dominan su propiedad? ¿Cuáles son las relaciones económicas dominantes en la sociedad? Y, a partir de todo ello, ¿cuáles son las contradicciones económicas principales?
En la Palestina del siglo I, la riqueza provenía de la agricultura, la industria y el comercio. La principal fuente de riqueza era la tierra, y por las características propias de esa sociedad, el templo era la otra gran fuente de riqueza, como explicaremos enseguida. En menor grado, lo eran también las pequeñas industrias de la época.
El trigo era el cultivo principal, así como la cebada, con la que se hacía el forraje de los animales y el pan de los pobres. Además, se cultivaban olivos, uva, higos para consumo interno y para exportación de vino y aceites. Por los campos también se podían encontrar rebaños de ovejas y vacas, que servían de alimento de los más pudientes, además de ser utilizados en los sacrificios rituales del templo.
La producción agrícola era distinta según las regiones. En Samaria y Judea, la agricultura era de subsistencia. En Galilea, en cambio, las fértiles tierras estaban en manos de latifundistas, que eran comerciantes ricos de la capital o amigos y familiares del Rey.
La única gran industria existente era la construcción bajo el auspicio del Estado. La construcción del templo empleaba unos dieciocho mil albañiles y otros obreros y administrativos permanentes entre carpinteros, orfebres, canteros, grabadores en piedra, funcionarios, sacerdotes, cambistas y vendedores. Esta gran obra tardó en construirse desde el año 20 A.C. hasta el 64 D.C. Además, hacia el año 20 D.C. Herodes, construyó la ciudad de Tiberíades en Galilea y fortificó Séforis.
Junto con esta industria existían talleres artesanales de lanas, sedas y alfarería, y familias que se dedicaban a la pesca en el lago de Galilea. Alrededor del templo, y con el fin de aprovechar las pieles de los animales sacrificados, se asentaban en Jerusalén diversos talleres de curtidores.
En el ámbito comercial es necesario distinguir entre el gran comercio y el pequeño. El pequeño comercio se daba al interior de las aldeas y en los pequeños centros urbanos, a través de las ferias libres, los vendedores ambulantes y pequeñas tiendas comerciales. El gran comercio tenía a Jerusalén como su centro; allí se conectaban las grandes vías comerciales y se establecían los grandes comerciantes importadores y exportadores.
Debido al impuesto que todo judío debía pagar al templo (el diezmo, es decir, el 10% de las cosechas o ganancias), este se constituyó en el centro de la vida económica de Israel. Era allí donde se articulaba la gran industria de la construcción, se concluían los principales pactos comerciales y se revertían las ganancias de los latifundios. Por ello, la nobleza sacerdotal y laica vivía en medio del lujo y el derroche. El templo se convirtió, pues, en la institución financiera que polarizaba y dinamizaba toda la vida del país: era como un banco y un gran centro de cambio. Allí se centralizaban todos los impuestos. El tesoro del templo era la misma cosa que el tesoro del Estado en la actualidad.
La presencia en Palestina del Imperio romano tenía como propósito fundamental –como es usual en todo sistema imperialista— extraer riquezas y recursos. Esta exacción se hacía a través de un complejo sistema de tributos e impuestos. Había impuestos sobre la tierra y sobre la población, y derechos de aduana y peaje para el uso de puentes y caminos. Además, toda actividad comercial era controlada por el sistema de impuestos. Los romanos, a través de autoridades y funcionarios locales aliados, saqueaban grandes sumas de dinero y riquezas que salían hacia Roma.
Esta situación económica marcaba una situación social en la que encontramos tres clases sociales:
– los ricos, que tenían en sus manos la riqueza del país, los dueños de la tierra y los grandes comerciantes: – los menos ricos, que vivían de su trabajo artesanal; – la mayoría empobrecida del pueblo, que sobrevivía de lo poco que podía obtener de pequeñas porciones de tierra o de vender su trabajo en las ciudades y campos ajenos.
Por debajo de estos estratos sociales, ya al margen de la sociedad, se encontraban los esclavos paganos y todos los marginados debido a defectos físicos y enfermedades: cojos, ciegos, lisiados, leprosos, etc, quienes mendigaban o robaban para poder comer. Además, había otros marginados debido a situaciones morales, los llamados “pecadores”: las prostitutas, y en cierta medida los publicanos.
Situación política
En el año 63 A.C., Pompeyo inició el dominio romano en Palestina, luego de muchos años de intensa violencia producida por el sometimiento de los invasores griegos y las luchas internas de la dinastía de los asmoneos. Como ha sucedido en otras situaciones de intervención extranjera, en la época romana, el rey Herodes el Grande apoyó la intervención imperialista para cuidar de sus propios intereses. Al mismo tiempo, la alianza con Herodes era estratégica para Roma, a fin de defender su frontera de la amenaza árabe. Sin comprometer muchas fuerzas y recursos, Roma tenía en sus aliados palestinos –los gobernadores locales— un factor clave a su favor.
Aunque Palestina formaba parte del Imperio romano, mantenía una cierta autonomía. En la época del nacimiento de Jesús, el rey de Palestina era Herodes el Grande. Cuando murió (año 4 A.C.), el reino se dividió entre sus tres hijos, con el beneplácito del emperador Augusto. Herodes Antipas heredó Galilea y el sur de Transjordania. Filipo asumió el mando en la Transjordania, a la altura del lago de Galilea, y Arquelao fue el gobernante de Judea y Samaria, pero por poco tiempo, pues debido a su crueldad, el emperador Augusto habría de desterrarlo pronto (año 6 D.C.). A partir de entonces, Judea y Samaria pasaron a la supervisión de un gobernador romano que solía residir en Cesárea y que solo en las fiestas de Pascua y otras ocasiones especiales bajaba a Jerusalén.
El procurador se ocupaba de mantener el orden interno en su jurisdicción y de cobrar los impuestos y administrar justicia en los casos en que los tribunales locales judíos no tenían competencia, como era el caso de la pena de muerte.
Roma consolidaba su dominio sobre Palestina a través de los tributos. Además de una significación económica –enriquecer a Roma—, los tributos tenían un particular significado político, pues eran la señal evidente del dominio romano en las colonias; eran la expresión de la opresión económica y política. Los tributos romanos eran fuertemente opresivos para el pueblo. Existía un impuesto por los productos del campo y otro sobre las personas. Además de esos impuestos externos, los diversos reyes y autoridades locales, controlados por Roma, exigían tributos por el transporte de mercancías de una provincia a otra.
La tarea de recaudar los impuestos la hacían los publicanos, quienes arrendaban el cobro en una determinada región por una tarifa anual fija. La gente del pueblo los despreciaba porque, además de enriquecerse a costa del trabajo del pueblo, eran colaboradores directos del Imperio invasor.
Los romanos tenían el poder efectivo sobre Palestina, aunque dejaban a los judíos una gran autonomía para que funcionaran sus autoridades locales. En las aldeas, los problemas eran resueltos por un consejo de ancianos. En las ciudades, los ancianos del consejo eran los grandes hacendados y comerciantes ricos; participaban también los escribas y sacerdotes. En Jerusalén, el consejo de ancianos era el Sanedrín, compuesto por setentiún miembros y presidido por el Sumo Sacerdote, nombrado por el gobernador romano.
En los años 26 al 36 D.C., el puesto de procurador estuvo a cargo de Poncio Pilatos. Según documentos de la época, Pilatos era un personaje cruel y avaricioso. El evangelio de Lucas (Lc 13,1-4) afirma que Pilatos mandó a ejecutar a unos galileos y mezcló la sangre de estos con la de los animales que habían ofrecido en sacrificio.
En la época de Jesús, en Palestina había diversos grupos o movimientos políticos con fuertes implicaciones religiosas, ya que la misma ley organizaba los asuntos civiles y los asuntos religiosos. Los grupos que desempeñaban un destacado papel político-religioso eran los siguientes:
– Los saduceos, defensores del orden establecido y muy conservadores en lo religioso. Se decían descendientes de Sadoc, un sumo sacerdote de tiempos de David. No admitían como escritura sagrada más que los libros del Pentateuco. Sin embargo, en su forma de vida acomodada habían adoptado costumbres helenísticas, de las cuales no tenían mayor escrúpulo. No creían en la resurrección de los muertos y no esperaban un Mesías; ello era coherente con su convencimiento de que su riqueza era bendición de Dios. Colaboraban plenamente con el imperialismo romano y con las autoridades herodianas. Detentaban el poder y controlaban la administración de la justicia en los tribunales. A este grupo pertenecían las grandes familias sacerdotales y nobles de Jerusalén. – Los herodianos, partidarios del rey Herodes el Grande y luego de su hijo Herodes Antipas. Eran altos funcionarios de la administración real que actuaban sobre todo en Galilea. Sostenían en el poder al Rey Herodes el Grande, muy cuestionado por su origen y sus costumbres paganas. También eran muy conservadores y favorables a la presencia de los romanos. Tampoco tenían esperanzas mesiánicas. – Los escribas, maestros o doctores de la ley que representaban cierta “clase ilustrada” dentro del judaísmo. Entre ellos, algunos eran sacerdotes o fariseos y otros estaban ligados a la clase dominante. Eran muy venerados por el pueblo. Hacían funcionar las sinagogas con sus escuelas bíblicas y esperaban un Mesías gran maestro de la ley. – Los fariseos, un grupo muy numeroso de personas que procuraban vivir la ley con todo rigor, por lo cual se separaban del resto del pueblo. Vivían organizados en comunidades y solían ser comerciantes, artesanos o campesinos. Tenían una gran influencia en el pueblo, aunque por su altanería y desprecio hacia la gente sencilla también eran mal mirados por quienes sentían el peso de su rigorismo. Eran muy nacionalistas y contrarios a la dominación romana, pero aceptaban la política de la convivencia y practicaban una resistencia pasiva. Esperaban un Mesías que fuese un rey piadoso que gobernaría en un Israel sin paganos. – Los zelotes, miembros de un movimiento nacionalista radical y violento que al parecer se habría formado en la época del nacimiento de Jesús a partir de una revuelta galilea contra el censo impuesto por los ocupantes romanos. Querían una nación libre e independiente y se oponían a los romanos y las autoridades colaboradoras del imperio. Por ello, solían llevar a cabo acciones armadas en momentos oportunos. – Era un grupo organizado para expulsar, incluso por medios violentos, a los romanos de la nación. Por ello eran perseguidos por el poder romano y también por las autoridades judías, que los consideraban criminales y terroristas. Esperaban un Mesías guerrero que guiara la lucha nacional. – Los esenios, un grupo de personas que habían pertenecido a los fariseos piadosos y se habían separado de ellos buscando mayor radicalismo y pureza en el cumplimiento de la ley. En ruptura total con el judaísmo oficial, los esenios optaron por retirarse a vivir en el desierto. Esperaban un Mesías maestro de justicia y sacerdote que purificaría el templo.
Situación religiosa y cultural
En la Palestina de tiempos de Jesús, producto de la peculiar historia del pueblo de Israel, el factor religioso no solo constituía una religión, sino también una cultura: la cultura nacional que estaba en el sustrato de conformación de la sociedad israelita. La religión judía reflejaba no solo elementos formales de una religión sino que era, además, una cosmovisión, es decir, una forma de ver el mundo, la humanidad, la sociedad, la historia y Dios. Esta religión, que era la base fundamental de la cultura nacional, tenía dos instituciones sociales visibles que la fundamentaban: el templo y la ley.
El templo
El esplendoroso templo de Jerusalén, que tardaría en reconstruirse en la época de Jesús más de cuarenta años, era el centro de la vida religiosa de la nación de Israel. En él se celebraba un culto diario, consistente en dos sacrificios de animales: uno por la mañana y otro por la tarde. Pero en él también se celebraban algunas de las grandes fiestas religiosas nacionales como la Pascua. El templo se sostenía con las aportaciones de los judíos de todo el mundo, que pagaban anualmente un impuesto equivalente a dos días de jornal. En una nación tan fuertemente basada sobre su tradición religiosa, el templo se había convertido no solo en el centro de la vida religiosa, sino también, como ya se ha dicho, en el centro de la vida social, económica y política.
Los sacerdotes eran un círculo cerrado que poseía el derecho de ofrecer sacrificios. Según la ley, solo los descendientes de Aarón podían oficiar en el culto sacrificial del templo. Por ello, el sacerdocio formaba una clase sacra que debía mantener determinadas normas de pureza ritual.
El Sumo Sacerdote, elegido entre los miembros de unas pocas familias, no solo era el líder religioso, sino también el jefe político de la nación, por supuesto, bajo la supervisión del procurador romano. Alrededor del Sumo Sacerdote se agrupaba la aristocracia sacerdotal, perteneciente a las familias poderosas y encargadas de la administración del templo.
La ley
Por las características de la historia vivida por la nación de Israel, la ley había adquirido un papel igualmente fundamental en la conformación de la sociedad. Sobre una determinada interpretación de la ley se había constituido un sistema de poder que era determinante en la vida política y social. Esta interpretación, impuesta y hegemónica, era el llamado Código de Pureza, un sistema basado sobre la rígida distinción entre lo puro y lo impuro. Puro era quien cumplía la ley e impuro era quien no la cumplía.
Un judío tenía que respetar más de quinientos mandamientos. Resulta claro que un pobre sobrecargado de trabajo, o una madre con varios hijos, no tenían condiciones materiales para cumplir con tantas reglas. Por ello, en aquella sociedad, la impureza estaba fuertemente asociada a la pobreza.
La única manera de purificarse era subir al templo y allí ofrecer un sacrificio o una limosna, pagándola al sacerdote, ya que solo él podía limpiar a la persona de su impureza.
En la Palestina de aquella época, el sistema de lo puro y lo impuro servía también para orientarse en la geografía y en la sociedad. Geográficamente, todo estaba concebido a partir del templo, que era lo más puro de todo. En torno al templo estaba Jerusalén, la ciudad santa y a su alrededor Palestina, la tierra prometida. Más cerca de la morada de Dios estaba, por supuesto, Judea; y más alejadas –por tanto, menos puras— Samaria y Galilea.
Socialmente, este sistema de lo puro e impuro también marcaba los rígidos límites entre las clases sociales. El Sumo Sacerdote, los demás sacerdotes y los levitas estaban más cerca de Dios, y por ello eran considerados más puros. Luego venían los observantes de la ley, que buscaban cumplir rigurosamente todos los preceptos legales para conservarse puros; entre estos se destacaban los fariseos. El pueblo sencillo era considerado impuro. Por último, los enfermos y marginados sociales eran considerados pecadores. Cercanos a esta exclusión y esta marginación social estaban los paganos no circuncidados, quienes eran considerados gente que no tenía salvación, pues estaban muy lejos de Dios.
La ley tenía que ver también con el monopolio del saber y, por tanto, del poder. Si la ley era un factor de poder en la sociedad, su conocimiento era el vehículo de ese poder. Quien conocía la ley tenía poder en la sociedad. Solo los que conocían la ley tenían poder para decir lo que era cierto y lo que era errado, lo que era bueno y lo que era malo. En la Palestina de tiempos de Jesús había dos grupos que detentaban el monopolio del conocimiento de la Ley: los escribas y los fariseos. Y los lugares privilegiados para el ejercicio de este monopolio del conocimiento de la ley eran el Sanedrín y las sinagogas.
Los escribas traducían las escrituras y hacían funcionar las sinagogas. Eran temidos y respetados por el pueblo, pues ejercían sobre él un control ideológico. Comúnmente, la gente les llamaba “rabí” (“señor mío”, “monseñor”). Por su parte, los fariseos se entregaban al estudio de la Torá: monopolizaban la interpretación de la ley y exigían el más riguroso cumplimiento de esta interpretación.
Escribas y fariseos despreciaban al pueblo sencillo, que no tenía condiciones materiales para conocer ni observar todos los preceptos de la ley. A los ojos de los letrados, la gente sencilla ni siquiera sabía qué hacer para salvarse. Sin embargo, era frecuente que en las casas los padres enseñaran a los hijos la ley y la historia sagrada, por lo que el pueblo tuvo una cierta cultura religiosa que le permitía sentirse parte del pueblo de Dios.
Jesús y los pobres
Después de este marco general de datos y rasgos de la sociedad de Jesús, resulta pertinente para el objetivo de este capítulo situarlo en esa sociedad a él como persona, a sus acciones y a sus palabras. Así trataremos de comprender esa situación con los temas teológicos centrales que son puestos de manifiesto en los evangelios: ¿Dónde vivía Jesús? ¿Cómo se situaba y actuaba en esa sociedad? ¿Con quiénes se relacionaba? ¿Qué actitud tomaban frente a él los distintos actores? ¿Cómo comprender su vida, su palabra, sus acciones, su muerte y su resurrección en ese contexto histórico específico?… Vayamos por partes.
Jesús de Nazaret: laico, campesino y sin tierra
¿Dónde y cómo estaba ubicado Jesús en la estructura social antes descrita? Según testimonian los mismos relatos evangélicos (Ver Mt 13,53-58, entre otros), Jesús era un campesino galileo de una pequeña aldea llamada Nazaret. El oficio de carpintero (que probablemente, en realidad, era el de un artesano multifuncional, un “hacelotodo”) señala que era un campesino sin tierra, alguien que formaba parte de un pueblo privado del acceso a la tierra y que, por ello, tiene que vender de manera itinerante su fuerza de trabajo y sus destrezas manuales en distintos requerimientos. Su itinerancia en las narraciones de los evangelios da cuenta también de esta dedicación laboral.
Y Jesús no era sacerdote. Era un laico que aparecía ante el pueblo como rabino, pero sin autorización. Era un laico maestro de lo religioso, con características propias, totalmente al margen de la colegialidad de los rabinos oficiales y aun en conflicto con ellos y con la estructura que sostenían.
Estas dos características de la ubicación social e histórica de Jesús –ser un laico y campesino /artesano itinerante— son un elemento fundamental para comprender el mensaje y el significado de su vida, muerte y resurrección, así como las consecuencias para sus seguidores y seguidoras.
En efecto, si somos coherentes con elementos esenciales de la fe cristiana –fe en Jesucristo, verdadero ser humano y verdadero Dios—, los rasgos históricos de Jesús son inseparables de la fe en su divinidad. Es decir, nuestra confesión de fe en él como Hijo de Dios es inseparable de quién fue él en este mundo y en su sociedad. La confesión de la fe cristiana (Jesús de Nazaret como Hijo de Dios) fue en su momento profundamente problemática (“escándalo para los judíos, estupidez para los griegos”, I Cor 1,23), pues no era lo más usual en esa época afirmar que un hombre sencillo del pueblo, y mucho menos un ejecutado por blasfemo y sedicioso, fuera el Hijo de Dios. Como señala Jon Sobrino, “lo fundamental [en el Evangelio] no es el Hijo sin más, sino el Hijo que fue Jesús de Nazaret”. Lo problemático y lo esencial de la fe cristiana es confesar Hijo de Dios a Jesús de Nazaret, un laico campesino sin tierra que fue condenado a muerte y murió en una forma romana de ejecución –la crucifixión— aplicada a reos peligrosos.
La ubicación histórica de Jesús en la sociedad lo sitúa en un lugar específico desde donde se comprende y asume una posición sobre sus opciones y las formas en que estas han de manifestarse, es decir, en torno a lo político, a lo económico, a lo social. Ello se manifiesta de manera más evidente en su manera de relacionarse con los distintos actores sociales de su época.
Jesús y los pobres
Un primer conjunto de datos que podemos encontrar en las narraciones de los evangelios –que, como sabemos, contienen, a la vez, la fe de las primeras comunidades creyentes— es la indiscutible polarización de la vida de Jesús (acciones, palabra, conflictos, mensajes…) al lado de los pobres. Por ello, la relación de Jesús con los pobres de su sociedad marca unas líneas fundamentales de orientación para todo estudio que se quiera hacer sobre él. En nuestro caso, para comprender los elementos políticos fundamentales del Nuevo Testamento, estos testimonios sobre la estrecha y amistosa relación de Jesús con los sectores sociales excluidos de la sociedad (enfermos, mendigos, endemoniados, mujeres, niños, prostitutas, publicanos,…) son ineludibles y altamente significativos.
Jesús aparece en los evangelios permanentemente rodeado de pobres y excluidos de la sociedad. Se acerca a ellos, los escucha, los cura, los toma en cuenta. Su actividad está llena de acciones liberadoras hacia ellos y ellas (Mt 15,29-31; Mt.9,35-38; Mt 8,16-17; Mc 6,53-56, entre muchos otros pasajes de los evangelios). Pero, aún más, se deja interpelar por ellas y ellos (Mt 15,21-28; Mc 7,24-30), se llena de admiración y gozo al ver revelado en ellos el misterio de Dios (Lc 10,21-22; Mt. 11,25-27).
Pero su relación con ellos y ellas va más allá de una asistencia paternalista, como se tiende frecuentemente a interpretar. Los signos milagrosos realizados no señalan una actitud pasiva y adormecedora en ellos, sino todo lo contrario. Las señales milagrosas, las curaciones, son motivo para que esas personas excluidas recuperen su voz, su palabra, su dignidad y su capacidad de conquistar un lugar y un papel en la sociedad. De manera más profunda, las curaciones son auténticos momentos de liberación de profundas ataduras físicas, morales y sociales. Y en esos procesos de liberación el protagonismo no es solo de Jesús. Con frecuencia Jesús les dice: “Tu fe te ha salvado”, “Por lo que has dicho…” (Ver Mc, 5,21-43; Lc 8,40-56; Mt 9,18-26; Mc 7,24-30).
Su estrecha relación con los excluidos, y sobre todo sus acciones liberadoras hacia ellos y ellas, le ocasiona serios conflictos con los sectores dominantes (Mc 2,1-12; Mc 2, 13-17; Mc 3,1-6; Mc 11,27-33; Mt 12,22-24, entre muchos otros pasajes), conflictos que tendrán su trágica culminación en su ajusticiamiento violento en la cruz, acusado de blasfemo y sedicioso, es decir, de delitos religiosos y políticos respectivamente.
Los estudios e interpretaciones de los evangelios hechos desde la América Latina y desde otras latitudes han destacado que estos datos tienen un particular significado teológico-político. Señalan algo fundamental en torno al mensaje teológico que las comunidades autoras de los textos pretenden comunicar. Esta estrecha y liberadora relación de Jesús con los marginados y las marginadas se constituye en el gran signo de la inminente llegada del Reino de Dios (Mt 11,2-6; Lc 7,18-35). Y en los evangelios, el tema del Reino de Dios está puesto en un lugar prominente, al inicio de la misión de Jesús, luego del bautismo en el río Jordán (Mc 1,14-15; Mt 4,12-17; Lc 4,14-15). Es más, la noción de evangelio (buena noticia) está profundamente relacionada con los pobres y con el acontecimiento del Reino de Dios. Fijémonos en esta relación en un pasaje significativo del evangelio de Lucas.
El programa de Jesús propuesto en la sinagoga de Nazaret
En el evangelio de Lucas, en la introducción al desarrollo de la misión pública de Jesús, aparece en un lugar importante –a manera de un pórtico de presentación— el texto de su intervención en la sinagoga de Nazaret (Lc 4,14-30). Los paralelos de este pasaje en los otros dos sinópticos (Mc 1,13-15 y Mt 4,17) tienen elementos similares (en la Galilea de los gentiles, inicio y sentido fundamental de la misión de Jesús, predicación de la inminente llegada del Reino de Dios en Jesús, invitación a la conversión) que señalan un contenido fundamental en el mensaje teológico de los evangelios. La particularidad del evangelio de Lucas es que nos ofrece un episodio lleno de detalles con un particular significado teológico, que anticipa lo que vendrá después en la vida de Jesús y en el desenvolvimiento del Evangelio: la buena noticia para los pobres.
Jesús comienza predicando en un día sábado, en una sinagoga de Galilea. Define su misión partiendo del oráculo de Is 61,1-2, que considera cumplido “hoy” (v. 18-19 y 21). Al igual que el profeta, Jesús ha recibido el espíritu para proclamar la buena noticia a los pobres (Lc 7,22), para traer a los oprimidos la libertad y la luz. Pero no es un profeta como los otros: ha recibido la unción del espíritu en toda su plenitud (3,22; 4,1-14); con él comienza el tiempo de gracia (v.19-22). La buena noticia de la inminente llegada del Reino de Dios se realiza en la persona de Jesús y parte de una opción clara por los sectores empobrecidos y excluidos.
La reacción de sus paisanos ante este anuncio es negativa. Chocan con la persona de Jesús que creen conocer (v.22). Le piden milagros, como si tuvieran derecho a ello por ser sus compatriotas (v.23). Sin embargo, Jesús, apoyándose en el ejemplo de Elías y Eliseo (y con referencias a dos extranjeros marginales, la viuda de Sarepta y el leproso sirio Naamán), niega este derecho y deja vislumbrar así el anuncio de que esta salvación se abre a toda la humanidad desde los pobres (v.25-27). Sus compatriotas no solo no lo acogen, sino que intentan matarlo (v. 28-29). Toda la escena es un anticipo de lo que vendrá después.
La desconcertante violencia con que reaccionan los presentes en la sinagoga solo puede comprenderse desde una perspectiva socioeconómica, por la amenaza que significaba el año de gracia para los intereses de los terratenientes y los poderosos. En efecto, el año de gracia incluía una reforma agraria a favor de los sectores desposeídos de tierra; la tierra volvía a su dueño originario, Dios, y debía ser nuevamente repartida entre los pobres.
Esta presencia inminente del Reino mesiánico representa, pues, en un nivel sociológico, el cumplimiento de la justicia para los pobres, justicia que tiene expresiones concretas como el acceso a la tierra, una fuente de vida, la condonación de las deudas, la liberación de los presos, la vuelta a la vista de los ciegos, etc. Procesos y acciones que, para los intereses de los ricos y poderosos tienen un efecto obviamente negativo, pues tomando el ejemplo de la tierra, el hecho de que los pobres accedan a ella significa para los ricos la negación de su “derecho” al latifundio.
Para Lucas, pues, los pobres y los marginados son el criterio para entender y practicar la ley y el seguimiento a Jesús. Este mismo itinerario teológico, ético y político lo señalan las bienaventuranzas lucanas, que están acompañadas de maldiciones a los ricos y poderosos (Lc 6,20-26).
El Reino de Dios en la predicación y la acción de Jesús
La fe originaria del Antiguo Testamento era una fe en la presencia liberadora de Yahvé junto a su pueblo, en la perspectiva de construir colectivamente en la historia un sistema de convivencia social alternativo a los sistemas de dominación. El símbolo del Reino de Dios, tan intensamente recurrente en los evangelios, señala de alguna manera una actualización de esta fe ancestral.
Algunos estudiosos opinan que el símbolo/noción Reino de Dios tal como aparece en los escritos neotestamentarios (sobre todo los cuatro evangelios) procede del mismo Jesús. Si bien en el Nuevo Testamento ya no hay un pueblo geográficamente circunscrito, pues el cristianismo se asume como una propuesta válida para todo pueblo y todo tiempo de la historia, el símbolo Reino de Dios recupera los elementos éticos, políticos y teológicos centrales de la fe del Antiguo Testamento. Es así que el Exodo, los profetas y la tradición sapiencial liberadora son reinterpretados a la luz de la muerte y la resurrección de Jesús.
El término “Reino de Dios” (en griego, Basileia thou Theou y en arameo, Malkut Yahveh) no se refiere a un territorio, sino sobre todo a un poder de gobernar, a la autoridad que ejerce un rey, en este caso el Dios bíblico. Es un concepto dinámico que señala “la soberanía en ejercicio”. Por ello, la traducción más correcta es “Reinado de Dios”, designando con ello la soberanía de Dios que se ejerce y se experimenta efectivamente.
El símbolo del Reino de Dios, como ya dijimos, aparece en los sinópticos en un lugar preeminente, tratando de dar un significado global a las acciones, las enseñanzas y la misión de Jesús. Por ello, es ineludible preguntarnos: ¿qué significa el Reinado de Dios en la predicación de Jesús? ¿Cómo entiende él esta soberanía de Dios que anuncia que se realiza ya? La respuesta ha de obtenerse observando toda su vida y sumisión, pero sobre todo siguiéndolo. Veamos algunas pistas que nos ayudan a aproximarnos a estas respuestas
A diferencia de los fariseos y los sacerdotes (que identificaban el Reino de Dios con el cumplimiento de la ley y del culto, respectivamente), Jesús aparece anunciando el acontecimiento histórico de la soberanía de Yahvé, recogiendo así la corriente profética que prometía su realización en una nueva intervención salvífica. Tanto el Deutero Isaías (Is. 40-55) como Daniel están en el trasfondo bíblico que Jesús utilizó en su predicación. Los dos libros, nacidos en contextos de violencia, persecución y grandes sufrimientos del pueblo, sostienen la teología del Reino de Dios. Por ello, este símbolo utilizado por Jesús viene a anunciar la inminente consumación, en esta historia, de la acción salvadora de Dios. Dadas las contradicciones económicas y sociales que se viven en la sociedad, esta salvación se dirige preferentemente a los pobres y excluidos, y tiene por ello un particular contenido crítico de los poderes hegemónicos en la historia.
Sin embargo, respecto al tiempo de esta manifestación del Reinado de Dios se encuentran en los evangelios distintas versiones. Escrutando los textos evangélicos referidos a este tema, algunos exégetas encuentran en ellos la afirmación de que esta salvación se realizaría en un tiempo cercano a la misión de Jesús (Escatología consecuente, J. Weiss y A. Schweitzer); otros encuentran textos que señalan que el reinado de Dios se consuma con la persona y la misión de Jesús (Escatología realizada, Ch. Dodd); y otros, finalmente, entienden que los evangelios revelan una tensión fundamental que habla de una consumación efectiva (“ya sí”), pero que en los hechos narrados en los mismos evangelios y en la historia sigue aún pendiente (“todavía no”) (Escatología dialéctica o histórico salvífica). Esta tensión se ilustra de manera clara en las llamadas “parábolas vegetales”, que hablan de esta soberanía de Yahvé a modo de inicio, de germen, de potencialidad anónima y escondida, como un grano de trigo que crece silencioso bajo la tierra.
El Reino de Dios como experiencia de salvación para los pobres y para la humanidad desde a perspectiva de ellos y ellas
Al explicar su anuncio del Reinado de Dios en las bienaventuranzas, Jesús proclama que este es una buena noticia para los pobres: “Bienaventurados ustedes, los pobres, porque de ustedes es el Reino de Dios” (Mt. 5,3-12; Lc 6,20-26; Mt 11,5; Lc 4,18; 7,22).
La fe de las primeras comunidades cristianas comprende que el anuncio del Reinado de Dios –la cercana soberanía de Dios en la historia— es para toda la humanidad, pero es particularmente una buena noticia para los pobres, para los que sufren, para los marginados y aplastados, porque supone que ese Dios revelado ya en el Antiguo Testamento como defensor de los oprimidos, viene a hacerse presente hoy en la historia y a poner en cuestión el poder absolutizado de todo sistema de opresión.
Jesús anuncia y realiza este aspecto salvífico de la manifestación histórica del Reinado de Dios no solo con palabras, sino también con hechos y gestos. En Mt 12,28 dice explícitamente: “Si yo expulso demonios con el espíritu de Dios es que el Reino ha llegado a ustedes”. Las curaciones, el perdón de los pecados, los exorcismos son una manifestación de la soberanía misericordiosa y salvífica de Dios. En Lc 13,10-17 vemos cómo una mujer encorvada no solo es físicamente curada, sino que es llamada y considerada “hija de Abraham”, es decir, ciudadana de pleno derecho.
Las referencias al Antiguo Testamento que aparecen en torno a la actuación liberadora y sanadora de Jesús tienen esta insistente intención de decir que con Jesús se cumplen las promesas de salvación y las expectativas del pueblo (Ver Mt11,4-5; Lc 4,18-19, recogiendo a Is 29,18-19; 35, 5-6; 68,6; 61).
Ahora bien, en un análisis en perspectiva sociopolítica, la afirmación histórica de la soberanía de Dios implica y exige una transformación no solo de los corazones (las personas tomadas individualmente), sino de aquellas situaciones y estructuras que deshumanizan a la gente (es decir, la dimensión social y política). Estructuras económicas y socioculturales de opresión, injusticia, racismo, discriminación de los “otros” y “otras” por motivos de género, pertenencia étnica, etc. quedan en cuestión y quedarán totalmente eliminadas con la llegada del Reinado De Dios.
El advenimiento del Reino de Dios tiene, por ello, unas indiscutibles implicaciones sociales y políticas, unas implicaciones de transformación y revolución social desde la perspectiva de los pobres y marginados, una propuesta política fundamentalmente crítica, transformadora y utópica, pues ella interpelará permanentemente a todo sistema hegemónico, propondrá siempre caminos de transformación estructural y recordará a todo sistema dominante, desde el hecho patente y el testimonio de los pobres y las víctimas de la historia, que una sociedad igualitaria, solidaria y justa aún no se ha realizado. “Un cielo nuevo y una tierra nueva” que no como quimera, sino como utopía creadora, revela siempre la caducidad y parcialidad de toda construcción social y política hegemónica. Los pobres, los excluidos y excluidas de todo sistema dominante tienen en su historia y en sus cuerpos esa capacidad de revelar las limitaciones, la finitud, la injusticia y los crímenes sobre los que suelen estar estructurados todos los sistemas de dominación. Al mismo tiempo, atesoran un potencial utópico y crítico que permanentemente abre perspectivas para avanzar hacia la construcción real y efectiva de estructuras sociales, económicas y políticas siempre alternativas.
*El Reino de Dios como revelación de un Dios no rey-soporte-institucional
sino padre desbordado de ternura.*
Al contrario de Juan Bautista, que anunciaba la llegada del Reino de Dios bajo la amenaza y el juicio (Ver Mt 3,10), Jesús lo anuncia como una buena noticia que se ofrece a disposición libre de las personas. Dios se acerca a la humanidad con una oferta de amor y perdón. Los seres humanos deben decidirse libremente, aceptarlo y corresponder al don que se les ofrece, convirtiéndose y entrando en la lógica de aquel que se les acerca, o todo lo contrario.
Esta lógica del Reinado de Dios, profundamente respetuosa de la libertad humana, guarda una estrecha relación con la revelación de Dios como padre tierno (“Abba”, como lo llama a Jesús en Mc 14,36 y otros pasajes). El Reinado de Dios consiste precisamente en la transformación personal y social de todas las situaciones y estructuras injustas e inhumanas que impiden la vida en plenitud, que comienza a afirmarse ahora, pero que está por llegar, y será, como su inicio, don de Dios que no elimina de ninguna forma la responsabilidad de las personas.
A partir de esta revelación de la bondad absoluta de Dios, el Reinado de Dios señala un lugar social para él que no res el de rey-soporte de un ordenamiento sociopolítico (es decir, como se concibe a Dios desde la filosofía griega, el “motor inmóvil”, el fundamento último de toda realidad, incluida la realidad social y política), sino como padre/madre desbordado de ternura, es decir, como alguien que en virtud de un amor tan grande, tan incondicional y gratuito, acaba en una posición de marginación en la sociedad, echado “a las afueras de la ciudad”, es decir, irrelevante o hasta incómodo y amenazante para el sistema político hegemónico.
Sin embargo, hoy nosotros, ciudadanos y ciudadanas de sociedades complejas –en las que, como hemos visto ya, los condicionamientos estructurales rebasan la buena voluntad individual—, nos hacemos algunas preguntas frente a esta lógica del Reinado de Dios: ¿Cómo realizar esta gratuidad del Reino de Dios en sociedades complejas? ¿Cómo hacer para que ese Reino, que es regalo gratuito de la bondad de Dios, no se comprenda ni se predique como algo superfluo e irrelevante para la complejidad de los conflictos y las injusticias sociales? ¿Cómo hacer para que ese carácter de gratuidad de un proyecto político no degenere en algo barato, un panfleto utilizado y manipulado por los discursos religiosos aliados de los sectores dominantes de la sociedad, pero sin mayor relevancia ni poder de transformación de las estructuras sociales?
Por lo pronto, y antes de responder de lleno estas preguntas, ahondemos en el estudio del significado de la muerte violenta de Jesús. Ese significado testimonia que la predicación del Reino de Dios en la vida y la enseñanza de Jesús no tuvo en ningún momento esas características de discurso barato e irrelevante frente a los sistemas de dominación y los poderes hegemónicos que los dirigen.
*De la memoria de Jesús a las implicaciones políticas de la fe cristiana *
De manera diametralmente opuesta a la relación amistosa y cercana de Jesús con los pobres, su relación con los poderosos es altamente conflictiva y violenta, tanto así que en el drama de la pasión ellos –en una inusual alianza pagano-judía— son sus acusadores, jueces y fiscales.
Si leemos los evangelios a partir de estas claves, veremos que la vida de Jesús está amenazada por las actitudes y los intereses de los sectores dominantes desde su mismo comienzo. Y el conflicto se va agudizando poco a poco de manera dramática a medida que se desarrolla la misión de Jesús y se va revelando su identidad, hasta llegar al trágico desenlace en la cruz.
Desde su mismo nacimiento, Jesús es perseguido por el rey Herodes, quien lo considera una amenaza (Mt 2,3,13-18). El inicio de su misión está rodeado de conflictos con las clases y grupos dominantes, que ya tempranamente maquinan la eliminación física de Jesús (Lc 4,16-29; 6,11; Mc 3,6). En la mayoría de las curaciones y los actos liberadores de los pobres y excluidos se levantan conflictos, ya sea con los fariseos (Mc 3,1-6; Lc11,37-44), los maestros de la ley (Mc 2,1-6; Lc11,45-52), los saduceos (Mc 12,18-27), los herodianos (Mc 3,6) o los sacerdotes (Jn18,19-23).
*Confabulación de los poderosos contra Jesús: juicio y ejecución injusta *
Todos estos conflictos de Jesús con los grupos y las clases dominantes desembocaron dramáticamente en la pasión y la muerte violenta en la cruz. Los relatos de la pasión presentes en los cuatro evangelios señalan de manera unánime el drama de una gran injusticia perpetrada contra el justo. En ellos se observa que todos los sectores dominantes, paganos y judíos, se confabularon para aprehender a Jesús (Mc 14,1-2; Lc11,53; Lc 20,20-26; Jn 11,45-53; Jn18,28-30, Mt 26,3-4), porque sus acciones, palabras y gestos representaban una amenaza al sistema económico, político y religioso.
Jesús es llevado ante el Sanedrín, donde están representados todos los sectores dominantes de la sociedad, sociedad teocrática, recordemos. Esta institución rectora de la sociedad de aquel tiempo, junto con la autoridad representante del Imperio romano, fueron las que decidieron en última instancia la ejecución de Jesús.
En el juicio a Jesús están juzgados todos los poderes hegemónicos
Si bien es cierto que la lógica del amor, la lógica del Reino predicado por Jesús, rebasa los mezquinos esquemas de juicio y condena que nos hacemos las personas, ello no quiere decir que la vida de Jesús no recoja la densidad y el drama de la realidad y la historia. Por ello, en los evangelios, a la par que se predica y se asume como algo central en el mensaje teológico el amor salvador de Dios manifestado en la vida y la persona de Jesús, se predica los procesos históricos y el contexto desde donde se produce esa salvación. Y en ese contexto, los relatos de la pasión, tan centrales en la primitiva memoria de las comunidades creyentes, señalan para la posteridad algo que es como un sello sin el cual el mensaje teológico queda hueco: Jesús fue juzgado y ejecutado por los poderes históricos, por las clases rectoras que tenían el poder. Y en los relatos de la pasión se ve una desconcertante dialéctica: al final de cuentas, los jueces aparecen siendo enjuiciados. Pilatos, Herodes, los sumos sacerdotes, los saduceos y todos los grupos que condenan a Jesús, aparecen en la narración interpelados y desautorizados.
Conviene comprender este hecho en retrospectiva, hacia la vida de Jesús y sus relaciones con los otros actores sociales. En el juicio a Jesús, que viene a ser un juicio a los poderes de este mundo, aparecen reivindicados, junto a Jesús, los proyectos de liberación de los pobres y oprimidos. En efecto, lo que provocó la muerte violenta de Jesús fue la cercanía de él a los pobres, su actitud polarizada en torno a la liberación de estos grupos humanos marginados y excluidos. Eso fue lo que, en definitiva, lo condujo irremediablemente a la confrontación con los poderes hegemónicos y a la condena a muerte por ellos.
Por tanto, cuando se reivindica al justo se reivindican también los elementos fundamentales del proyecto histórico que ese justo asumió en su vida y que lo condujo a una muerte violenta. Este hecho tiene, para el cristianismo histórico, un significado teológico-político evidente: el desafío de asumir una posición política comprometida con la liberación de los sectores sociales excluidos y empobrecidos y la construcción de una sociedad justa y solidaria desde la memoria de las víctimas.
*La fe en la resurrección de Jesús: una afirmación de la perspectiva política
y ética contenida en su vida, pasión y muerte*
En primer lugar, como ya mencionamos anteriormente, el enseñoramiento de Jesús en la fe de la comunidad cristiana implica su reivindicación como víctima de los poderes de este mundo, una reivindicación del justo ajusticiado. E implica también una reivindicación de todas las víctimas de la historia.
Para el contenido esencial de la fe cristiana, con Jesús y en Jesús son reivindicadas todas las víctimas de la historia y es reivindicado el derecho y la ética que se funda en su defensa. Contrariamente a la función que suelen tener las religiones de legitimar y dar un último respaldo ideológico a los sistemas políticos hegemónicos, la fe cristiana primitiva se sitúa en un lugar diametralmente opuesto: en el lugar de las víctimas, esto es, en el lugar de quienes con su historia y su testimonio desenmascaran las falacias y las limitaciones de todo orden político vigente, de todo sistema de poder constituido.
Y esa fe que se traduce en un compromiso ético y político parte del carácter fundamentalmente gratuito de la salvación y lo profundiza. No es que ese compromiso en acciones éticas y políticas menoscabe la gracia de la fe sino que, todo lo contrario, la transparenta y la hace creíble.
*La fe cristiana contiene un proyecto político, ético y escatológico
*
Ahora bien, la fe cristiana entendida como crítica permanente a todo sistema político vigente, tampoco debe interpretarse como un radicalismo anárquico sin compromiso con las tareas de la historia. Contrariamente a posiciones políticas ahistóricas e idealistas, la fe cristiana, en su misma recreación en toda época histórica, ha de contener un proyecto político, ético y escatológico.
En primer lugar, la fe cristiana tiene unos contenidos y una intencionalidad marcadamente dirigida a las relaciones interpersonales y sociales. Las máximas más comunes que suelen plantearse como síntesis de la fe cristiana (“Ama a tu prójimo como a ti mismo”, “Amar a todos sin excepción”,…) tocan el meollo de esas relaciones humanas. Por ello, los temas éticos y políticos son centrales a la fe cristiana. A partir de esa centralidad, la interpretación y la recreación de la fe cristiana en toda época de la historia supone un esfuerzo de construcción de un proyecto ético y político relevante para la historia y la sociedad.
Sin embargo, esta proyección histórica de los contenidos de la fe cristiana cristalizados en propuestas éticas y políticas concretas no puede entenderse encerrada en los estrechos márgenes de “lo posible”. Por lo que decíamos más arriba (la estrecha relación de la fe cristiana con la memoria y la reivindicación de las víctimas de la historia) todo proyecto político-ético inspirado desde la fe cristiana, si quiere ser genuinamente tal, deberá tender a una proyección trascendente de esta historia, más allá de los límites que le señalan quienes monopolizan los beneficios de todo poder vigente, de todo sistema de poder dominante. Esta es la proyección escatológica, que no quiere decir la invención de “otra” historia, sino la conciencia de la caducidad de todo sistema dominante y su limitación estructural para consolidar los ideales de paz, justicia y solidaridad que predican como horizonte y que le dan legitimidad ante la sociedad.
Dicho en palabras breves, todo proyecto político-ético inspirado por la fe cristiana, al partir desde la memoria de las víctimas de la historia, empuja siempre a estar más allá de la propaganda de quienes de manera interesada anuncian un final de la historia identificándolo con la consumación de sus éxitos y su poder, frecuentemente a costa de la sangre de las víctimas. Lo escatológico en la fe cristiana nace de la memoria subversiva de la víctima que fue Jesús de Nazaret.
Esto es lo que las teologías del Tercer Mundo en el siglo XX han comenzado a poner en evidencia, no inventando nada nuevo, sino reactualizando los contenidos y desafíos primigenios de la fe cristiana a partir de las preguntas y la problemática del mundo de hoy. Desde el lugar social de los excluidos, las teologías del Tercer Mundo han puesto en el debate mundial unas interpretaciones de la fe cristiana que traducen de ella una proyección ética, política y escatológica. Por eso mismo, esas teologías (que en muchos casos han partido de en modelos eclesial-pastorales populares y se han traducido en ellos) han sido relevantes e interpelantes para el pensamiento contemporáneo y el debate de las problemáticas más agudas de la sociedad actual. La sangre derramada por los muchos mártires en las iglesias del Tercer Mundo (pastores, sacerdotes, laicos y laicas, religiosas, catequistas, obispos, teólogos, cristianos y cristianas “de a pie”…) da testimonio de que esta actualización de la fe cristiana no quedó en unas posiciones éticas y políticas etéreas, ni tampoco se redujo a legitimar determinados sistemas políticos o gobiernos específicos. Su compromiso con la suerte de los excluidos y las excluidas señala de manera clara el hecho de que la fe cristiana, para ser creíble, ha de contener siempre una proyección ética, política y escatológica.
Religiones y poder político: una relación constante
Cuando las religiones se institucionalizan
Cualquier estudio de sociología de la religión nos indicará que las religiones cumplen un rol importante en la conformación y reproducción de un determinado orden social. En efecto, las religiones suelen cumplir un importante papel, sobre todo en la transmisión de ideas, valores y pautas de comportamiento dominantes en la sociedad. Como hemos visto antes, todo orden social se sustenta en un conjunto de ideas y representaciones totalizadoras de la realidad social. Ello ocurre cuando las masas se apropian de esas ideas y representaciones de la realidad propuestas por los poderes de turno.
En este hecho participan con frecuencia las religiones, pues además de implicar a grandes masas de población, su lenguaje está referido a afirmaciones y representaciones totalizadoras de la realidad. De hecho, el discurso sobre los valores, el discurso moral que es central en el discurso religioso, tiene una estructura fundamental que lo sitúa como un discurso omnicomprensivo y soporte de la acción práctica de los individuos en la sociedad. Cuando hacemos un juicio moral, establecemos una pauta de acción y comportamiento válido para todos los miembros de la sociedad y en relación con el proyecto de esa sociedad, es decir, su proyecto político. Y en las religiones, el discurso moral tiene además el añadido de presentarse con un sustento de autoridad suprema que lo hace más incuestionable. En las religiones, el discurso moral se fundamenta en el mandato divino. Con ello adquiere una fuerza mayor que lo hace indiscutible y refuerza su influjo sobre las masas sociales. Más aún, el discurso moral fundamentado en el discurso religioso tiene incluso un efecto sobre la cosmovisión, la comprensión global del mundo y de la historia, la comprensión fundamental del papel de las personas en el mundo, en la sociedad y en la historia.
Al implicar a grandes masas y al referirse a visiones totalizadoras de la realidad, las religiones se constituyen naturalmente en un factor de poder en la sociedad. Este poder social de las religiones está asociado, pues, a su papel en la conformación, vigencia y reproducción de un sustrato de creencias y valores comunes, necesarios para que una sociedad funcione.
En la perspectiva de las escuelas de sociología crítica, las religiones son un elemento clave del subsistema ideológico que permite, por la vía de la persuasión, la reproducción de una formación social fundamentada en un determinado modo de producción. Por ello, desde cualquier perspectiva que sean vistas, las religiones desempeñan un rol decisivo en la sociedad.
Para un efectivo cumplimiento de este rol, las religiones se institucionalizan, es decir, sus creencias se convierten en un sistema de creencias; adquieren unas estructuras dogmáticas y orgánicas, una normativa, unas estructuras internas de poder, unos rituales determinados y, por fin, una determinada forma de relacionarse con el poder social institucionalizado. Este proceso de institucionalización de las religiones suele tener relación con el cumplimiento de su rol de legitimación y facilitación de la reproducción de un determinado orden social y político, pues la institucionalización (es decir, la creación de entidades sociales visibles: iglesias, instituciones religiosas, congregaciones, asociaciones,…) lleva a ejercer ese rol social de manera consciente y no solo por impulsos de masas.
El poder social que tienen las religiones se ejerce de manera abierta cuando crean entidades sociales que las visibilizan y las constituyen como actores sociales. En el caso del cristianismo, las entidades que hacen efectiva su institucionalización se denominan iglesias. Desde una perspectiva sociológica, las iglesias son actores sociales colectivos que tienen que gestionar y desarrollar la ineludible implicación sociopolítica de la fe cristiana.
Ahora bien, para las comunidades de fe (las iglesias) ellas existen por una fundamental motivación de fe. Ellas se autocomprenden no como una institución social cualquiera, sino como una institución carismática, es decir, fundamentada en una iniciativa divina o, más propiamente, en una experiencia religiosa. Es importante tener en cuenta este hecho porque, sin negar la legitimidad de esta creencia, es necesario reconocer que ella hace que muchos miembros de las iglesias, no tengan suficientemente en cuenta los condicionamientos históricos que toda comunidad de fe tiene. Aun reconociendo la legitimidad de una fundamentación carismática, hemos de reconocer que toda comunidad de fe es una institución social terrena como cualquiera. El aura de carácter divino en su justificación con frecuencia hace que la dimensión institucional pase a un segundo plano. Una eclesiología madura y sensata ha de explicar su fundamentación carismática, y sus objetivos finales (la misión evangelizadora) bajo la elemental comprensión de ser a la vez un actor social sometido a los condicionamientos históricos de todo actor social colectivo.
*Articulación de la fe y la política: asunto eclesiológico
*
Por ello, el asunto de la articulación entre fe y política es un asunto fundamentalmente eclesiológico. es decir, que implica una comprensión acerca de qué es ser iglesia, cómo se es, para qué está, cuál es su relación con el mundo y con la historia, cómo ha de situarse ante los distintos actores sociales, cómo ubicar su rol en los profundos conflictos sociales, cuál es su relación con el poder político constituido, etc.
La visibilización de las religiones en la sociedad a través de sus entidades sociales (las iglesias) las pone en una necesaria posición política, consciente o no. Las religiones, en su vigencia y acción en la historia, tienen que asumir –conscientemente o no— una posición en torno a temas que tienen que ver con lo público. Y, siendo realistas, el espacio público es un ámbito de profundos y permanentes conflictos de intereses. Por tanto, el desafío que tienen las religiones –si quieren ser relevantes a las expectativas históricas de la humanidad— es asumir una posición reflexionada y consciente frente a los conflictos sociales.
A lo largo de la historia de la humanidad, en toda sociedad se ha dado una estrecha relación entre las expresiones sociológicas de las religiones y las entidades que encarnan el ejercicio del poder público (monarcas, emperadores, señores feudales, Estado, poderes públicos modernos, etc.). En el caso específico del cristianismo, la relación entre iglesia y poderes públicos ha tenido características diversas que podríamos clasificar en tres modelos, que hasta ahora encontramos vigentes en las diversas expresiones sociológicas del cristianismo. En este capítulo presentamos una síntesis global de estos modelos. Sin embargo, hemos de advertir que, más allá de una comprensión rígida de estos modelos esquemáticos, en los hechos, la relación específica que las iglesias tienen con el poder político suele tener matices muy diversos. Asimismo, al interior de una misma tradición o al interior de una misma congregación puede darse el caso de presentarse los tres modelos a la vez. Pese a ello, esta categorización de la relación iglesias/poder civil nos ayudará a reflexionar sobre nuestra propia posición.
Modelo dualista: la iglesia en una pretensión de aislamiento social
Un primer modelo de esta relación entre las iglesias y el poder público es el que podríamos denominar modelo dualista. En este, la comunidad de fe se autocomprende en una situación aislada de la sociedad, o por lo menos alejada de ella. Para el modelo dualista, la vida de fe está separada de la vida política. La comunidad de fe tiene una existencia y un itinerario que están al margen de la sociedad y sus estructuras de poder.
Este modelo suele darse en las primeras fases de creación de las iglesias o congregaciones, cuando sus estructuras son muy elementales y prevalece aún la dimensión carismática. Prevalece fuertemente la motivación de fe en la existencia de la comunidad creyente y, por su carácter inicial, las relaciones entre sus miembros suelen ser horizontales y directas.
En cuanto a su teología, este modelo eclesial suele enfatizar los componentes escatológicos del cristianismo, y con frecuencia genera una visión dualista sobre la relación entre escatología e historia, es decir, se comprende lo escatológico de la fe cristiana como un “más allá” al margen de la historia presente. Los temas y géneros apocalípticos suelen tener mayor énfasis. Doctrinalmente, se predica una dualidad entre lo sagrado y lo profano, los asuntos “divinos” y los asuntos “humanos”. Su teología suele traducir un pesimismo frente a lo mundano y humano.
Este modelo eclesial suele darse en ámbitos populares, en congregaciones que viven una intensa vida religiosa, en formas de vida cristiana con tendencia al aislamiento del mundo. Sin embargo, este modelo también aparece en algunas iglesias que tienen, en los hechos, fuertes vínculos con el poder hegemónico. En este caso, en su discurso y forma de presentación suelen pretender mostrarse en una posición de “neutralidad” externa a la sociedad, en una pretendida ahistoricidad o apoliticidad, pero en los hechos su implicación y hasta alianza con el poder hegemónico es real.
Modelo monista: identificación de la iglesia con el poder
El modelo monista, que en líneas generales es una identificación de la iglesia con el poder civil, suele darse a través de tres formas:
– absorción de la iglesia por el poder civil, – fusión con el poder civil, – posición rectora/tutora de la Iglesia sobre la sociedad a través de su estrecho vínculo con el poder hegemónico.
Los actores de esta identificación de la iglesia con el poder civil suelen ser los estamentos de dirigencia de las iglesias (la “clase sacerdotal”, los estamentos sociales “sagrados”, etc.) y no tanto los estamentos populares de las mismas, aunque también sea muy frecuente encontrar en la teología de estos estamentos populares una interiorización de este modelo.
En el modelo monista se produce una especie de sacralización del poder. En el imaginario social, lo sagrado opera –de maneras muy diversas— funcionalmente a la producción y reproducción del poder civil, pues, como ya dijimos, las religiones tienen capacidad de traducir una fuerza de poder social, un “plus” de poder al poder hegemónico.