Quiero darle las gracias públicamente al pastor Sergio Arce Martínez por una gran ayuda que me dio cuando yo era muy joven. En ese momento, estaba pasando del predominio de una convicción fundada en la actuación personal y en compartir los eventos tan grandes de la revolución que se había desatado en Cuba, a buscar fundamentos para esa convicción en la teoría revolucionaria marxista. Eso no era tan sencillo como sentarse a estudiar: eran cosas muy complejas en las que al inicio uno se jugaba la vida misma. Después, tuvimos que tomar decisiones sin ninguna seguridad de que estuviéramos en lo cierto; estudiar y pelear al mismo tiempo, enfrentarnos a una parte de nosotros mismos, en una época en que todo lo de la Revolución era sagrado. Es una historia larga, la menciono solamente porque viene al caso para el agradecimiento.
Me explico. El grupo al que pertenecía no podía aceptar el llamado ateísmo científico –le llamé y le sigo llamando una ideología burguesa europea hija de la lucha de ellos contra su antiguo régimen–, como no aceptaba la coexistencia pacífica como guía política del revolucionario, ni el dogmatismo teórico, que solía encubrir el reformismo político. Eramos marxistas, pero veíamos los graves problemas que padecía el marxismo y la necesidad de integrarlo al tronco de Cuba en revolución, en el sentido de la imagen martiana. Al mismo tiempo, condenábamos la colaboración con la contrarrevolución y con el imperialismo de tantas jerarquías religiosas, la historia negra de la Iglesia como institución en tantos momentos históricos y el signo conservador que a nuestro juicio tenían tantas creencias dentro de las religiones.
Los jóvenes que participan en luchas radicales no suelen ser tolerantes. Eso los lleva a errores que pueden ser muy graves, sobre todo cuando los más responsables no tienen madurez suficiente para educarlos mejor, o cuando los violentos conflictos y las situaciones límite o desesperadas se imponen a los juicios serenos. Debo distinguir, sin embargo, entre la intolerancia y el dogmatismo de casos como esos y la intolerancia y el dogmatismo de los burócratas, oportunistas o mandones que florecen en las situaciones que les son favorables y utilizan aquellos vicios como instrumentos para dominar.
Teníamos un problema difícil ante nosotros. Los jóvenes revolucionarios cubanos y los dogmáticos, ¿tendríamos que estar unidos contra la religión? La frase famosa de Marx, “la religión es el opio del pueblo”, ¿debía interpretarse como que las religiones le daban opio al pueblo para dormirlo, o como que el pueblo necesitado de alimento espiritual consumía religión porque era lo que estaba a su alcance, mientras que la cocaína era el opio del rico? Para mí lo cierto era –y es– lo segundo, pero si era así, la religión resultaba un alimento muy respetable, y éramos nosotros los que tendríamos que mejorar mucho hasta ser capaces de suministrarle al pueblo una dieta espiritual más balanceada.
En medio de todo eso descubrimos al pastor Arce, un Doctor en Teología cubano que había regresado desde los Estados Unidos, cuando otros se iban para allá. Necesitábamos con urgencia ideas y conocimientos para sustentar nuestro antiateísmo, en medio de mil tareas. Le hablamos, y vino al templo nuestro, el Departamento de Filosofía de la Universidad de La Habana, donde nos leyó su ensayo “Fundamentos bíblicos para una antropología”.
Eso fue en 1965. Me impactó mucho su palabra, porque expresaba un pensamiento extraordinariamente bien fundado y sugerente que me abría otra vertiente de los saberes humanos, y porque me hizo más claro que todas las cuestiones importantes son siempre mucho más complejas de lo que uno cree.
Para nuestro grupo “de la calle K” –siempre en formación – las ideas de Sergio Arce fueron un aporte decisivo en aquel campo, en el que estábamos siendo muy activos, y nos estimularon mucho a estudiar y profundizar. Sergio contribuyó a que nuestro grupo, al que la Reforma Universitaria le había encargado la docencia del marxismo, hiciera más capaz su crítica al ateísmo y avanzara un poco más en la comprensión de las personas y la sociedad cubanas.
De entonces a hoy ha llovido muchísimo, y ha habido también largos períodos de sequía. Por el camino leí todo lo que pude de este teólogo descollante y aprendí a conocer a Sergio Arce Martínez. Otros, mucho más capaces que yo, hablarán de él como teólogo. Sólo quiero comentar que en estos días he leído la antología de textos suyos ¿Cómo es que aún no entendéis?, que estamos presentando hoy, y me detuve especialmente en el ensayo “¿Es posible una Teología de la Revolución?”, publicado en Montevideo en 1971. Me han conmovido la naturaleza, los argumentos y la calidad teológica de ese ensayo, la profundidad filosófica de su análisis de la revolución socialista, y la creatividad, la audacia y la procedencia de sus criterios. Sergio nunca confunde su papel ni su objetivo: está haciendo teología. Y es a partir de su específica posición teológica que expone su concepción de la liberación humana y social a través de la Revolución cubana, y sus conceptos de actuación revolucionaria, revolución socialista, creación de un hombre nuevo, marxismo y un buen número de temas esenciales para el conocimiento de la Revolución y para guiar los pasos, las ideas, los sentimientos y los proyectos de los revolucionarios. Ilustraré mi opinión leyéndoles algunos pasajes, no para sintetizar su contenido, sino para mostrar su riqueza.
“La Iglesia, para serlo propiamente, ha de estar inmersa en su mundo, que será siempre específico y concreto, no abstracto ni generalizado, un mundo de un tiempo y lugar determinados” (p. 59). “No se trata de hacer una Teología de la Revolución. Propiamente hablando, eso no es posible. Se trata más bien de analizar críticamente, lo más objetivamente posible y dentro de los supuestos teológico-bíblicos cristianos, el testimonio de la Iglesia en medio de un proceso revolucionario y, en nuestro caso, en medio de la primera sociedad revolucionaria socialista en tierras americanas” (pp. 59-60). “La Teología tiene que clarificar para la Iglesia la cuestión de por qué la Revolución, desde el punto de vista teológico. Es decir, ¿qué es dentro de la economía divina la Revolución? ¿Qué significa la Revolución en la economía de Dios? A eso se circunscribe de manera general nuestra tarea en este caso” (p. 60).
Más adelante, Sergio plantea que la revelación bíblica es eminentemente antropocéntrica “…no existe tal cosa como una cosmogonía propiamente bíblica, y mucho menos puede haber una ‘hipótesis cristiana’ sobre el origen del Universo, de la vida o de las especies” (p. 64). La bondad –afirma el teólogo— no es dada al ser humano inicialmente: se va adquiriendo en un proceso. Y previene: “El hombre, sin embargo, estanca ese desarrollo de bondad; entonces la deteriora y hasta la pierde. Tal cosa sucede cuando absolutiza las estructuras que crea, cuando sacraliza los medios estructurales a través de los cuales obra su humanidad, cuando cree conocer lo bueno absoluto y lo malo absoluto. Cuando cae en esta ilusión, él mismo se anquilosa, hasta llega a aniquilarse como hombre, es decir, se deshumaniza, se aliena dentro de las estructuras absolutizadas” (p. 65).
Define entonces al individuo revolucionario, “liberado, salvado, a la vez que es liberador y salvador”. Y postula: “Todo salvador y redentor de pueblos tendrá que ser un escándalo para los ‘religiosos’ de su época, un escarnio para los creyentes ‘comunes’ en Dios, porque el mayor puntal de la sacralización de la estructura será el absolutismo que nos presta la idea de Dios, sobre todo, la institucionalización de su pretendido servicio. Para llegar a su ‘ateísmo’, el revolucionario necesita una gran dosis de fe, de esperanza y de amor” (pp. 66-67).
“‘No os llamaré siervos, sino amigos’, dice Jesús. El cristiano vive por fe y en esperanza, trabaja como una expresión de su amor… ‘Yo trabajo y Mi Padre trabaja’, dijo el Cristo” (p. 69). “La Iglesia tiene que aprender a analizar objetivamente la fenomenología de la salvación, a la luz de la Revelación, de modo que pueda atemperar su testimonio a los tiempos concretos en que vive” (p. 72). “Dios no es un Dios de abstracciones, no es un Dios de salvación fuera de la Historia, del Pacto con la criatura” (p. 75).
Es impresionante que este ensayo, que está a la altura de lo mejor que se estaba produciendo entonces en nuestro continente, se haya publicado en 1971, cuando caía en crisis y comenzaba a retroceder el pensamiento social cubano. Teología y revolución socialista fue sólo uno de los tantos déficit que tuvo nuestro pensamiento en aquellos años tan contradictorios. En mi caso personal, alejado de esas dedicaciones, tuvo que ser la Revolución sandinista –y vivirla allí en sus primeros cinco años– la que me devolviera a estas cuestiones cruciales. En 1980 acompañé a Frei Betto, en un campo en que no paraba de llover, en el desarrollo de un taller de Educación popular con campesinos iletrados. El material era el prólogo a la Contribución a la crítica de la Economía Política, de Carlos Marx. A la hora de sintetizar en una frase su discusión –en cartón de cajas vacías–, un grupo escribió con su plumón y su ortografía: “Necesitamos una Iglesia materialista y histórica”. Más adelante, en medio de una reunión que tenía con jóvenes combatientes, les dije: “¡Es que yo no soy ateo!” Una muchacha que traía fusil comenzó a llorar. Le pregunté: “Hermana, ¿por qué lloras?”, y me respondió: “¡Porque yo sabía que no podías ser ateo, vos!”
Entonces me di cuenta de que tenía que volver a estudiar, ahora sí con la mayor profundidad posible, y eso hice durante un buen número de años. Al regresar al tema en estos días, los escritos de Sergio Arce me muestran, dolorosamente, que me faltaron, que no los tuve en su tiempo para ir mejor preparado a la tarea que debía realizar en Nicaragua. Pero me ha producido una satisfacción muy superior saber que ahora sí los tenemos, que se ha publicado este libro, y que seguramente los círculos de estudios sobre “¿Es posible una Teología de la Revolución?”, que no se hicieron entonces, se van a hacer ahora. Y estoy seguro de que dentro de cinco años, cuando celebremos el noventa cumpleaños de Sergio, le van a traer de regalo, junto a los productos de los teólogos tenaces y esforzados de todas estas décadas, los trabajos teológicos de una hornada de jóvenes que le dará un impulso superior a la Teología de la Cuba revolucionaria.