Desafíos de la teología: del pluralismo religioso a la fe tradicional

José María Vigil

La crisis de la religión hoy en día es multiforme y obedece a causas diferentes. En este estudio nos concentraremos en la crisis que produce la situación actual de pluralismo religioso y la teología emergente que acompaña la experiencia y la toma de conciencia de este pluralismo.

Al final de su vida, el 12 de octubre de 1965, Paul Tillich pronunció una conferencia programática titulada “El significado de la historia de las religiones para la teología sistemática”.1 Allí afirmó que le gustaría rescribir toda su teología desde la nueva perspectiva del diálogo de las religiones. No podía saber Tillich que aquella era su última conferencia, y que vino a ser su testamento teológico, en el que señaló proféticamente la visión de una nueva teología sistemática en el horizonte de las religiones del mundo, como una nueva tarea a realizar.

Yo suelo recordar que la Teología del pluralismo (TP) –como la Teología de la liberación (TL)– no es una teología sectorial (de genitivo, de la que el pluralismo sería su objeto material), sino que es teología fundamental (de ablativo, de la que el pluralismo es su objeto formal o pertinencia), por lo que la TP no tiene “un” contenido particular, propio, limitado, sectorial; su contenido es el contenido total de la teología, sólo que enfocado, leído, releído desde esa perspectiva concreta.

Viene esto a cuento de señalar –ya de entrada, al comenzar este estudio– que el campo de la TP no es limitado, sino inabarcable. Los temas y aspectos que aquí puedo abordar también lo son. Obviamente, deberé autolimitarme drásticamente.

El hecho del pluralismo religioso

Religiones, muchas religiones, las ha habido hace mucho tiempo, aunque no “desde siempre”. Al menos hace cuatro mil quinientos años. Pero la situación histórica normal de la humanidad ha sido la del aislamiento. A pesar de que, a largo plazo, no ha cesado de haber grandes migraciones y viajeros excepcionales, la mayor parte de la humanidad vivía en su hábitat local determinado, con un radio de movimientos que no excedía unas pocas decenas de kilómetros. Las influencias lejanas existían, pero se daban por caminos y en formas que no se hacían tan visibles a las masas humanas en su vida ordinaria. Es posible afirmar que, en general, estas vivían sumidas en un universo cultural y religioso homogéneo y estable, sin transformaciones perceptibles, experimentado como único y omnienglobante.

Hasta hace muy poco, la vida de las sociedades se caracterizó por esa homogeneidad y esa estabilidad local. Cada uno vivía en su cultura y en su religión, y no tenía experiencia directa de otras culturas o religiones. La mayor parte de la generación adulta mayor actual vivió su infancia en esta situación, y puede dar testimonio de cómo las generaciones inmediatamente anteriores (nuestros abuelos y antecesores) generalmente no tuvieron contacto con otras culturas y religiones.
En esa situación social era posible vivir configurado enteramente por la propia cultura, de la que normalmente la religión era la columna vertebral, su sentido profundo existencial. La religión daba a las personas la fuente principal de conocimiento existencial y de valores humanos.2 Las personas percibían el mundo, lo pensaban y lo sentían desde esa religión suya tenida por “única”.

La situación ha cambiado profundamente en los últimos tiempos. La mejoría y el abaratamiento de los transportes y las comunicaciones, el incremento masivo de las migraciones, el turismo, la interrelación creciente, los medios de comunicación social, han producido la “mundialización” de la sociedad actual, la integración de la humanidad en colectividades cada vez mayores y más interrelacionadas. El aislamiento, la homogeneidad, el desconocimiento de otros pueblos y culturas han pasado a la historia. La pluralidad cultural y religiosa se ha hecho característica de las sociedades actuales. Cada vez más, el hombre y la mujer de la actualidad experimentan la convivencia plural.

Los efectos de la vecindad religiosa plural

“Quien sólo conoce una, no conoce ninguna”.3 Goethe se refería a las lenguas, y actualmente se suele decir sobre todo aplicándolo a las religiones. Uno conoce mucho mejor su lengua cuando incursiona en el conocimiento y el estudio de otras. Porque la lengua materna, aunque se la domine perfectamente, se aprendió de un modo reflejo y automático, en una edad muy temprana, y sin conciencia explícita de sus estructuras, sobre todo de la arbitrariedad y contingencia de las mismas. Sólo cuando uno se adentra en el conocimiento de la estructura y las características de otras lenguas está en capacidad de hacer un juicio sobre su propia lengua y dar razón de ella con conocimiento de causa.

Lo mismo pasa con la religión. Cuando se ha nacido y crecido en el ámbito de una única religión, sin presencia alguna de otra, esa religión, asumida también de modo inconsciente y espontáneo desde la infancia, no permite hacerse cargo de muchas de sus perspectivas y da lugar a espejismos que sólo podrán confrontarse en la experiencia de otras religiones.

Además, es sabido que las religiones, tradicionalmente, sobre todo allí donde animan sociedades monorreligiosas, tienden a autoerigirse y autopresentarse como “la religión única y absoluta”, ignorando la existencia de otras y descalificándolas o incluso condenándolas. Es evidente, entonces, que la experiencia del pluralismo religioso es, para quien estuvo siempre en un ambiente monorreligioso, una experiencia realmente transformadora de su percepción de la religión, y por eso mismo, transformadora de su vida, lo que puede conllevar, lógicamente, una crisis, a veces profunda.

Pero esto no ocurre sólo con las personas individuales. Ocurre también con los grupos humanos, con los colectivos religiosos, las sociedades, las religiones. La actual situación social de pluralismo religioso es una situación históricamente inédita, nueva para la mayor parte de las religiones. Todo su capital simbólico se construyó en aquel antiguo y milenario ambiente de homogeneidad y unicidad. Por eso, los supuestos implícitos, las referencias que transpiran todos sus símbolos y formaciones clásicas, chocan con la situación y chirrían frente a las percepciones actuales.

Me referiré sucintamente a los desafíos que esta situación comporta, a las trasformaciones que ha sufrido o está sufriendo concretamente la religión cristiana como efecto de esta nueva situación histórica de pluralidad religiosa. La teología del pluralismo religioso enfrenta reflexivamente y tematiza esos desafíos y transformaciones. De hecho, pues, se trata ahora de dar cuenta de los principales “puntos calientes” que se han acumulado en la “teología de las religiones” en las últimas décadas.

De un pluralismo negado y tenido como negativo a un pluralismo aceptado y apreciado como positivo

Generalmente, en la situación monocultural y monorreligiosa clásica, las religiones –y el cristianismo concretamente– no tuvieron en cuenta la pluralidad religiosa: las demás religiones no existían, o estaban demasiado lejos, o no sabíamos decir nada de ellas ni tampoco necesitábamos considerarlas. Prácticamente, la vida del creyente no se veía nunca en la necesidad de referirse a las otras religiones, y la teología no incluyó nunca una rama, ni siquiera un apartado, que tuviera en cuenta o que estudiara el sentido que pudieran tener las demás religiones.

Cuando la religión contemplaba la existencia de las “otras religiones”, la actitud más común era la de considerarlas negativamente: esas otras religiones son falsas, son un error, no son reveladas, son creaciones “simplemente humanas”, son religiones “naturales” y, por eso mismo, sin valor salvífico: no salvan. Todos estos supuestos avalan directamente la grandeza de la propia religión, que es “la” religión, o sea: la verdadera, la única querida por Dios, la revelada, la realmente salvadora, la que deberá salvar a la humanidad entera.

El carácter plurirreligioso que las sociedades modernas han adquirido tan intensamente ha producido y sigue propiciando una transformación de la mentalidad social en lo referido a este punto, lo que, a su vez, ha generado una transformación teológica (esta ha sido la causa del surgimiento y el desarrollo de la nueva “teología de las religiones”): la pluralidad religiosa comienza a ser un dato evidente de la realidad (ya no es posible seguir obviándola), y deja de verse como algo negativo para pasar a ser algo natural, lógico (forma parte de la identidad de cada pueblo y de cada cultura), por lo cual pasa a ser algo tolerado, consentido, reconocido y hasta considerado positivo (es parte de la riqueza y la variedad del patrimonio de la humanidad).4 Como resultado de todas estas transformaciones en la forma de percibirlo, el pluralismo comienza a ser visto también como algo deseado por Dios (se pasa así de un “pluralismo de hecho” a un “pluralismo de principio”).

Para las religiones tomadas una a una, este cambio significa un vuelco total: durante la casi totalidad de su existencia estuvieron afirmando su exclusividad y unicidad; el cristianismo, por ejemplo, no hace todavía cincuenta años que superó parcialmente el exclusivismo con la aceptación del inclusivismo; pasar ahora al paradigma del pluralismo se le antoja un cambio muy radical, y con razón.
Para una religión, aceptar la bondad del pluralismo religioso equivale a aceptar un cambio de estatuto ontológico: aceptar que ya no es “la” religión, para convertirse en “una” religión más. Se acabó ante sus propios fieles aquel estatuto privilegiado de unicidad y absoluto. Desde la nueva visión pluralista, todas las religiones son valiosas, queridas por Dios, y, por tanto, verdaderas, salvíficas, aunque a continuación tendremos que reconocer que todas son, también, limitadas, necesitadas de complementación.

Muchas religiones no han asumido todavía este cambio tan profundo –que puede considerarse una verdadera “conversión”– , y a muchas les crea una verdadera crisis enfrentarlo. La oficialidad católica, por ejemplo, está todavía enquistada en su rechazo a esta nueva visión: no puede aceptarla.5 En las sociedades de tradición católica mayoritaria y oficialmente reconocida, esta transformación le está costando a la iglesia oficial una grave crisis de inadaptación a la evolución social: se siente destronada, despojada de sus privilegios, despreciada, agredida. Los cristianos que viven en contacto profundo con la sociedad y su comunicación constante no tienen tanta dificultad para aceptar un modo de ver que se impone, lenta pero inexorablemente, por su obviedad. En el mundo de la teología, sólo algunos círculos minoritarios comienzan a aceptar esta nueva visión, y sólo ellos están capacitados para ayudar al pueblo cristiano a adaptarse a la situación actual, a asimilar el cambio y superar sanamente la crisis, sin vivir a la defensiva o en la esquizofrenia ni refugiarse mentalmente en el pasado.

De una revelación considerada exterior y casi mágica a una comprensión más integral de la revelación

El concepto de revelación es central en la religión, porque se presenta a sí misma como revelada. Y el concepto clásico de revelación, del que depende el concepto popular tradicional, adolece de grandes problemas que hoy, con la perspectiva comparativa que da el pluralismo religioso, aparecen más claros y más accesibles que nunca.

Las religiones han presentado la autoría divina de la revelación de una forma extrema: Dios directamente es el que habla y se comunica, él exclusivamente, sin intervención de los seres humanos, con un mensaje a veces literalmente venido de lo alto, caído del cielo, hasta “dictado” por Dios. En ocasiones la revelación llega a asumir un carácter mágico y fetichista: creemos escuchar directamente la palabra de Dios proclamada en la oración, o tocar el libro santo de sus palabras, o esgrimimos como “palabra de Dios” frases sacadas de su contexto como respuestas autosuficientes para los problemas humanos.

La autoridad divina que da la revelación se convierte así en el gran obstáculo para la renovación de la mentalidad religiosa. Todo lo que clásicamente hemos pensado y practicado en nuestra religión ha sido revelado por Dios –se dice–; todo es voluntad revelada de Dios y, por tanto, es intocable e irreformable. Toda renovación del pensamiento religioso en general, y teológico en particular, queda bloqueada por esa perspectiva “fundamentalista” que secuestra cualquier idea religiosa (que es nuestra, producida por los humanos), la atribuye a Dios y, con ello, la introduce en el campo de lo divino. A partir de ese momento, esa afirmación se torna indiscutible, inmutable e irreformable. El problema teórico subyacente a la teología de la revelación es el “fundamentalismo”.

Hoy, sin embargo, la experiencia de la pluralidad de las religiones introduce la posibilidad del estudio comparativo. Afortunadamente, los estudios histórico-críticos, introducidos en el ámbito cristiano por el protestantismo, se han extendido a todo el cristianismo cultivado y han propiciado una comprensión más adecuada del concepto de revelación. Entendemos ahora la revelación como un proceso humano y, por tanto, como algo que está dentro de la sociedad y de la historia humanas. La revelación no cae del cielo hecha, no es un oráculo. Es un proceso, una evolución y una maduración de la experiencia religiosa de un pueblo, que se materializa finalmente en una expresión primero oral y después escrita. Y es una experiencia que se da en todos los pueblos, como nos muestra la experiencia del pluralismo religioso. Todas las religiones son “reveladas”; ya no es posible sostener la distinción clásica entre religiones “naturales” y religiones “reveladas”. Las religiones son experiencias y corrientes humanas en las que se condensa y densifica esa experiencia religiosa humana general.

A mi juicio, a partir de este nuevo abordaje del concepto de revelación entra particularmente en crisis el concepto clásico de “religiones del libro”: puede admitirse como concepto útil en el campo de la historia de las religiones, pero no ya como realidad religiosa válida para la actualidad. Una mentalidad abierta no permite ya hoy en día una “religión del libro”. Eso sería fundamentalismo. A partir de lo que hoy experimentamos que son la religión y la revelación, estas no pueden identificarse con un “libro”.

Aunque la revisión y la renovación del concepto de revelación a las que nos referimos se sustentan por sí mismas tanto sobre bases antropológicas como filosóficas y hasta teológicas,6 una de sus causas próximas es la experiencia del pluralismo religioso. La comparación vivida de las religiones, de sus ritos y sus dogmas, y, sobre todo, de sus “revelaciones”, produce inquietudes, sospechas,7 evidencias que, debidamente estudiadas con sentido crítico, llevan a las personas religiosas con una mentalidad abierta a esa nueva comprensión más humana de la llamada “revelación”.8 No se puede creer en la Biblia –o en la Torá, o en el Corán– de la misma manera, antes que después de tener acceso libre y fácil a las escrituras sagradas de otras muchas religiones, aparte de la propia.

Es bueno caer en la cuenta de que esta transformación del concepto de “revelación” es como la puerta que abre el acceso a todas las demás transformaciones; y esto es así porque la “revelación divina” es como la clave –realmente “la llave”– que abre, cierra, sujeta y bloquea todas las demás afirmaciones, al fundamentarlas como “revelación de Dios”. Afirmaciones, creencias, relatos, ritos, supuestos… creados por el ser humano, producidos por la experiencia religiosa milenaria de un pueblo, por un mecanismo perfectamente conocido y perfectamente normal, resultan sacralizados, es decir, pasan a ser atribuidos a la divinidad: es ella quien nos dice que las cosas son así, o quien expresa ahí su voluntad. A partir de ese momento las personas, los grupos, los pueblos, se sienten incapaces no sólo de alterar lo más mínimo esas creaciones suyas ahora tenidas por divinas, sino incluso de convertirlas en objeto de su reflexión o de someterlas a crítica. El mayor y definitivo obstáculo que muchas personas y grupos aducen frente a la Teología del pluralismo religioso (TPR) y a toda la renovación religiosa que ella plantea, es precisamente esa:9 no se podría tocar nada de lo que la TPR propone releer, porque es Dios mismo (o la Biblia) quien nos lo ha revelado. La relectura o reinterpretación del concepto de revelación funge como un desbloqueador de muchas otras afirmaciones o posiciones que, ulteriormente, también pueden transformarse y evolucionar, tanto en la persona como en la religión.

De un creerse “el pueblo elegido” a la aceptación de que no hay elegidos

En las condiciones clásicas de existencia de la especie humana, la religión ha sido la columna vertebral y la sustancia misma de la cultura de los pueblos. De nuestros indígenas americanos, los primeros antropólogos estaban extrañados de no encontrarles “religión” explícita.10 La moderna antropología acabó reconociendo que en los indígenas americanos todo era religión: el trabajo, la danza, el canto, el sexo, la alimentación… la vida entera.11 Entre los teólogos, Paul Tillich lo diría más tarde: la cultura es la forma de la religión, pero esta es la sustancia de la cultura.12 La identidad de los pueblos ha sido milenariamente una identidad religiosa: ha sido “el pueblo creado y querido por Dios”, y por eso, el pueblo “escogido” entre todos los demás.

Piénsese en lo que esto significa también, no en pueblos indígenas, cuyos orígenes se pierden en la noche de los tiempos, sino en pueblos nuevos como el estadounidense, que a pesar de ello se sienten pueblo formado por Dios mismo como el “Nuevo Israel”, la “Nueva Jerusalén”, la “ciudad sobre la colina” que iluminará a todas las naciones y las conducirá hacia el progreso, la democracia y la libertad.13 O para los países de larga tradición católica, convencidos de ser los depositarios de la verdad salvadora, con la misión universal de predicarla a todo el mundo y reducir la diversidad religiosa a la unidad de “un solo pueblo y un solo pastor”.

En la actual situación de pluralismo y de transformación de la teología de las religiones, la categoría misma de “pueblo elegido” pierde plausibilidad hasta el punto de hacerse no sólo increíble, sino –para algunos oídos– casi ridícula. Hoy ya no es concebible que exista un Dios vinculado a una raza o una cultura, que las elige mientras deja en el abandono o en la penumbra a los demás pueblos sobre la faz de la tierra.14

La renuncia a la doctrina y a la conciencia del “exclusivismo”15 es algo que ya no nos sorprende ni asusta, porque aunque fue una doctrina vivida, creída, profesada y confesada con máxima intolerancia (ejecuciones de la Inquisición) y suprema generosidad (mártires confesantes) durante la mayor parte de la historia del cristianismo, hoy ya ha sido abandonada y oficialmente negada, digerida y olvidada. La renuncia a la doctrina y a la conciencia de la “elección”, por el contrario, ofrece una gran resistencia todavía hoy. Si bien no resulta agradable ni resuena bien su proclamación en un ámbito internacional o mundial, en el pequeño círculo de la liturgia comunitaria se sigue desconociendo olímpicamente su crisis.16 Es obvia y a la vez profética la propuesta de Andrés Torres Queiruga de proponer explícitamente la “renuncia al concepto de elección”.17

Ahora bien, es conocida y muy estudiada la crisis psicológica de “destronamiento” que conlleva el nacimiento de un nuevo hermanito para el niño o la niña que se sentía hasta entonces el centro del afecto de sus padres. Una crisis semejante están llamadas a vivir las religiones, que tienen que aceptar que ya no es posible seguir consideándose “el” pueblo de Dios, los elegidos por Dios para formar parte de la religión creada por Dios para ser la portadora de la verdad y la salvación a todos los demás pueblos y religiones de la tierra (o quizá del cosmos).18
Renunciar a la categoría de elección no es renunciar a una categoría teórica que no nos afecte, sino, muy por el contrario, significa afectar nuestro estatuto ontológico: dejamos de ser “los elegidos”. Es una auténtica conversión, una metanoia, que obligará –una vez más– a releer todo nuestro patrimonio simbólico. Tal vez deberemos decir lo mismo, pero ahora desde otro “lugar teológico”: ya no desde el sentirse elegidos, desde el escenario, sino desde abajo, desde el patio de butacas. Es el desafío de una verdadera conversión.

Es fácil enunciar todo esto así, lacónicamente, pero es necesario hacerse consciente de la crisis de humildad, de destronamiento, de desabsolutización, de “sana aceptación de la relatividad” de muchas cosas que se consideraron absolutas milenariamente. A nadie se le escapará que hablamos de una crisis seria, profunda, epocal, que la experiencia del pluralismo provoca en las religiones.

Un rencuentro con el Jesús histórico de vuelta del Cristo de la Fe

La cristología es, en el seno del cristianismo, el punctum dolens de los desafíos teológicos que conlleva la nueva situación de pluralismo de principio. La visión clásica tradicional (el exclusivismo) y la visión reciente, actual (el inclusivismo), se fundamentan ambas en el dogma cristológico clásico, que destaca la unicidad y absoluticidad de Jesucristo como la pieza esencial, central e intocable del edificio del cristianismo. Se ha dicho con frecuencia, con mucha razón, que los cuatro grandes concilios –llamados “ecuménicos”– de la antigüedad sustituyeron en la Iglesia cristiana a los cuatro evangelios. Hoy, afortunadamente, hace tiempo que recuperamos los evangelios, pero el constructo teológico cristológico que en cierto sentido los sustituyó sigue ocupando el centro del cristianismo como un enclave de fundamentalismo que se resiste a su estudio y reinterpretación, y mucho más a su reformulación. Sin embargo, esa pieza esencial e intocable del cristianismo es la que está crujiendo, presionada por la nueva presencia del pluralismo religioso y la transformación de perspectivas teológicas a las que nos hemos referido.

Es este el punto más sensible, porque es un elemento que ha sido considerado, sencillamente, el elemento “esencial”: la identidad cristiana se ha hecho depender tradicionalmente de la afirmación íntegra y literal del dogma cristológico en todos sus elementos. Es cristiano quien lo acepta indiscutidamente. No es cristiano quien pone en duda o reinterpreta cualquiera de sus elementos. Quien reinterpreta el dogma cristológico no es ya cristiano: está fuera del cristianismo.19 O tal vez está “más allá”, tal vez es “poscristiano”: ha dejado de ser cristiano.

¿Cuáles son los elementos principales del dogma cristológico que sufren ese efecto de presión que ejerce el pluralismo religioso, y que se ven abocados a una reconsideración teológica?

En primer lugar, está bajo una fuerte presión el “inclusivismo cristocéntrico” (visión en la cual Cristo es el centro decisivamente único de la salvación de la humanidad, y aunque se dan elementos salvíficos en otras religiones, no son sino presencias de la misma y única salvación ganada por Jesucristo). Prácticamente, la mayor parte de las iglesias cristianas ha evolucionado en el último medio siglo, a partir de la multisecular tradición exclusivista (la que decía “fuera de la iglesia no hay salvación”), hacia el inclusivismo. Hoy, la pluralidad multirreligiosa pide dar un nuevo paso adelante, hacia una posición teológica más consecuente, esto es, el “pluralismo” (por contraposición al exclusivismo y al inclusivismo), a saber, admitir que la salvación no sólo se da fuera y más allá del cristianismo, sino que pueda darse separadamente de Cristo y su mediación, procediendo directamente de Dios. Cristo sería único –a su manera– y absoluto en el cristianismo, pero no constitutivo o normativo universalmente. Esta posición escandaliza a los inclusivistas acérrimos –que a nivel profundo son, claro está, partidarios de un exclusivismo crístico–, pero hay que recordar que no es cierto que en el ensalzar a Cristo no hay límite posible: “En nuestra teología puede haber, como recordó a menudo Congar, un cristocentrismo que no es cristiano. Quién sabe si no es también uno de los sentidos del secreto mesiánico. Cualquier cristianismo que absolutice al cristianismo (incluso a Cristo) y su revelación, sería idolatría”.20

Dado el “exagerado cristocentrismo de la teología occidental”21 este punto suscita una excitada hipersensibilidad por parte de ese exaltado cristiano que todos llevamos dentro. La confesión de amor a Jesucristo de Dostoiewski, tan apasionada como irracional, no es el mejor modelo para este momento.22

En segundo lugar, el “gran relato” de la encarnación. A partir de su propia experiencia religiosa de entrega a Jesucristo y de su experiencia de pluralidad religiosa en los barrios de Birmingham, su ciudad, John Hick, presbiteriano, comenzó a cuestionarse el relato mismo de la encarnación. Sus estudios y reflexiones le llevaron a la publicación de un primer libro en 1977, The Myth of God Incarnate (El mito de Dios encarnado), que causó una profunda conmoción en las iglesias de Inglaterra y los Estados Unidos. Tras veinticinco años de debates y polémicas, ha ofrecido una posición final y matizada sobre el tema, en la madurez de su vida, en el libro La metáfora del Dios encarnado (colección Tiempo axial, Abya Yala, Quito, 2004). En síntesis, Hick propone la reconsideración de la encarnación “como metáfora, no como metafísica; como poesía, no como prosa”. Esto hay que completarlo con los estudios del origen mismo del dogma cristológico, con el desarrollo concreto de su construcción, para ver si se han dado saltos epistemológicos cualitativos indebidos, que no nos permitan instalarnos sobre una interpretación considerada como supuestamente eterna e irreformable.

En tercer lugar, convergentemente con los dos elementos anteriores, la expresión “Hijo de Dios” hace ya tiempo que está siendo reconsiderada. Estamos asumiendo el hecho llamativo, antes nunca atendido, de que el lector actual del Evangelio entiende la expresión “Hijo de Dios” en un sentido que no tuvo nunca en los evangelios sinópticos. En la mente del oyente actual, la expresión está ya “ocupada” por una determinada interpretación (la de “Hijo de Dios” como segunda persona de la Santísima Trinidad), que reviste a todos los textos evangélicos de una interpretación anacrónicamente forzada. Se hace necesario también aquí rexaminar el significado de la expresión. Pero revisar ese significado, o resignificar la expresión, es tocar la pieza más sagrada y central del cristianismo. La condena, por parte de la Iglesia católica (febrero de 2005, por el cardenal Ratzinger), del libro de Robert Haight, que se centra precisamente en ese tema, puede indicar lo altamente sensible que resulta.23

Obviamente, no es posible abordar aquí a fondo cada uno de estos problemas. Intento sólo presentarlos y plantearlos. Con lo dicho basta para observar que se trata de temas de profundo calado, que necesitan un tratamiento cuidadoso, y, por eso mismo, detenido y dedicado.

Por otra parte, es obvio que son problemas que no tienen respuesta adecuada en este momento. Apenas están siendo planteados. Es tiempo de exploración todavía. Las respuestas definitivas tal vez tarden varias generaciones en ser encontradas. El cristianismo histórico se tomó tres siglos para elaborar su respuesta a la pregunta de Jesús: “¿Y ustedes quién dicen que soy yo?” En esta nueva época histórica, tal vez se necesiten también varias generaciones para que podamos elaborar nuestra respuesta.

Si Cristo es el centro del cristianismo, podemos decir que si modificamos la imagen o el “concepto” de Cristo, modificamos el cristianismo que en él se fundaría. Reconceptualizar la cristología es mutar la identidad del cristianismo. ¿Nos encaminará esta reflexión hacia un cristianismo distinto, hacia un “poscristianismo”? En todo caso, sobre todo en el campo cristológico, la actitud teológica pluralista es anatematizada oficialmente como “identitariamente transgresora”: transgrede los límites tolerados, está en peligro de salirse de la identidad cristiana y dejar de ser cristiana. Es fácilmente imaginable la crisis que el afrontamiento de esta problemática teológica supone. Por lo demás, la crisis apenas comienza.

De una Iglesia “arca universal de salvación” a un replanteamiento de la eclesiología

La teología de la liberación ya planteó la necesidad y la realidad de una “nueva eclesialidad”.24 Desde su lectura histórica de la realidad y su reinocentrismo, la eclesialidad clásica resultaba claramente insuficiente, deudora del eclesiocentrismo.25 Desde la espiritualidad de la liberación la Iglesia no podía seguir siendo lo que había sido: era preciso reinterpretarla y, sobre todo, revivenciarla.

Paralelamente, el cambio de paradigma que conlleva el pluralismo religioso provoca también la necesidad de una nueva eclesialidad. Si nuestra religión no es “la” religión sino “una” religión, si todas las religiones son verdaderas, si en cada una de ellas los seres humanos podemos vivenciar la salvación, nuestra iglesia concreta ya no puede ser tenida por “el arca universal de salvación”, sino por un instrumento, no el único, uno entre muchos, no imprescindible, no central. Un buen fundamento para este nuevo planteamiento ya lo había adelantado Vaticano II, cuando definió a la Iglesia como “germen del Reino”, no como “el” germen del Reino.26 El centro, el objetivo, el absoluto, es el Reino, y este tiene muchos caminos: no sólo el camino de nuestra Iglesia, sino el de muchas religiones, incluso el de la ética laica.27

Para una visión pluralista, la nueva eclesialidad es más humilde, más de servicio al Reino, más “una entre muchas”. Muchas iglesias podrán hacer una reconversión a esta nueva eclesialidad derivada de la situación de pluralidad religiosa, pero, por ejemplo, para la Iglesia católica, que ha estado históricamente asentada en su trono de unicidad y de poder, incluso social, la aceptación de esta nueva eclesialidad comporta una crisis realmente dura y difícil. También aquí se trata de una profunda conversión.

Hay que señalar que las dificultades especiales que la oficialidad católica con esta “conversión eclesiológica” no provienen directamente de la confrontación con las exigencias del paradigma pluralista, sino con los atrasos acumulados por la no aceptación de los replanteamientos eclesiológicos derivados del paradigma liberador, sobre todo de la necesaria superación del eclesiocentrismo en pro del reinocentrismo. La doctrina oficial tiene dificultades, al parecer insuperables, para reconocer la evidencia histórica del eclesiocentrismo,28 y para aceptar no sólo práctica, sino teóricamente incluso, la primacía absoluta del reinocentrismo, que se sigue evidenciando como la gran revolución copernicana eclesiológica de todos los tiempos, propuesta y madurada fundamentalmente por la teología y la espiritualidad de la liberación.29 Las nuevas perspectivas del paradigma pluralista no son más que nuevas exigencias acumuladas, que agravan la gravedad del atraso histórico que arrastramos.30

La crisis de la misión clásica

Decía San Agustín que non progredi, regredi est (no avanzar es retroceder). Los cristianos somos actualmente un tercio de la humanidad, unos dos mil millones. Por crecimiento vegetativo, el cristianismo sigue aumentando en números absolutos, pero en números relativos decrece. Hace un siglo, el cristianismo estaba convencido de que un renovado esfuerzo misionero iba a resultar prácticamente en la conversión de la totalidad del planeta a Cristo en el plazo de tres o cuatro décadas. El siglo XX se ha encargado de mostrar la inviabilidad de aquella perspectiva. En el transcurso de ese siglo la humanidad pasó de 1 619 millones de habitantes a 6 055 (casi cuatro veces más), mientras que los cristianos pasaron del 34,5% al 33%. Simultáneamente, los no creyentes (ateos, agnósticos…) pasaron de 3 a 778 millones, es decir, del 0,2% al 12,7% (se multiplicaron por más de sesenta). En la actualidad, extrapolando las estadísticas sociométricas, no es previsible la conversión de la humanidad al cristianismo.

Pero un nuevo gran factor de crisis se suma a esta situación. Se trata de la crisis de la misión, de sus fundamentos teológicos mismos, como efecto de la teología del pluralismo religioso, en la línea de lo que ya hemos dicho hasta aquí:

. Si ahora pensamos que todas las religiones son verdaderas, ya no tiene sentido predicar la nuestra como si las demás no sirvieran;

. si fuera de la Iglesia hay salvación, y la hay sobre todo en las demás religiones, ya no tiene sentido aquella misión clásica que creía llevar la salvación a los infieles;

. si Jesucristo no es el Salvador único, absoluto y normativo para todos los pueblos, aunque tenga mucho sentido difundir su conocimiento, ya no tiene el mismo sentido que tuvo hasta ahora;

. si ya no parece posible, si ni siquiera parece deseable que haya una única religión mundial,31 la “conversión de los pueblos a nuestra Sancta Fe Católica” deja de ser un objetivo de la acción misionera, que debe pasar a tener un objetivo de diálogo, intercambio y mutuo enriquecimiento.

La crisis que los misioneros tradicionales experimentaron cuando el Concilio Vaticano II admitió que fuera de la Iglesia había salvación, se redita ahora por los citados temas de la cristología y eclesiología. La oficialidad de la Iglesia católica reacciona repitiendo intemperantemente que la misión misionera mantiene intacta su vigencia, sin aportar nada a la digestión de las dificultades y a la necesaria reinterpretación y reformulación. Si no atendemos a los problemas, estos se resolverán sin nosotros, tal vez en la dirección que no prevemos.

La crisis de la moral

La virtud de la religión ha sido presentada clásicamente –por Santo Tomás por ejemplo– como acogida de la relación con Dios, sumisión ante la voluntad de Dios, aceptación de la norma que El propone. Sumisión, acogida, aceptación, obediencia, fidelidad. Esta concepción, asumida como práctica en una sociedad, aseguraba el control de la misma, su estabilidad, su norma. La religión ha sido, de hecho, el software de programación de las sociedades en lo que se refiere a sus valores más íntimos, que han sido presentados como valores venidos directamente de Dios (por tanto, valores absolutos, sagrados, indiscutibles, que exigen una sumisión absoluta). La sociedad ha sido, en este sentido, heterónoma, con una heteronomía atribuida a Dios. La moral era así porque Dios mismo era así. El ser humano “ha sido criado para alabar y servir a Dios nuestro Señor, y mediante ello salvar su ánima”.

La convivencia actual con otras religiones, y la inevitable comparación de valores e imperativos morales de cada una de ellas le permite a la sociedad comprender que la moral no proviene sólo de Dios, sino que es también una construcción humana, cultural, contextual, en buena parte aleatoria y, también, inconscientemente autónoma: somos nosotros mismos, los seres humanos, quienes hemos creado nuestras propias normas, sólo que lo hemos hecho por los procedimientos –que desconocemos– de la evolución de la sociedad, pero hemos finalmente atribuido a Dios nuestra propia creación, declarándola “revelada”, y hemos acabado como “expropiados” de nuestra construcción, viviendo nuestra moral como una sumisión heterónoma a la supuesta voluntad de un Dios exterior que la habría dictado.

El pluralismo religioso no es sólo el de las diversas religiones, sino el de la diversidad de posiciones que la misma religión ha ido acumulando a lo largo de su larga historia.32 Opiniones e imperativos morales que en una época determinada son impuestos con fuerza y hasta con violencia, en otras épocas son olvidados y hasta contradichos. Cuando el estudio y el conocimiento histórico se difunden entre los miembros de una religión, estos perciben que el pluralismo también es interno, esto es, que existe en una misma religión a lo largo de tiempo. Ese “pluralismo transversal a la historia” también desafía la visión de la religión –y de la moral en particular– que profesan las personas. Si unos preceptos morales afirmados en su momento con toda contundencia cambiaron significativa o incluso radicalmente, los adeptos de esa religión toman conciencia de que también los preceptos hoy afirmados pueden cambiar; pese al proclamado carácter absoluto de los mismos, lo que las personas perciben es su relatividad histórica: la experiencia de ese “pluralismo” ha transformado también la mentalidad de los miembros de esa religión.33 Todo ello produce en la sociedad moderna, cada vez más, un desajuste no pequeño entre la moral oficial y la moral real asumida y aceptada por los miembros de una religión cuya oficialidad se niega a evolucionar.

La pluralidad de religiones, por la simple vía de la comparación, introduce la “hermenéutica de la sospecha”, para desentrañar tantos influjos que han intervenido en la construcción de nuestra moral, que hoy, al descubrirse como construcción autónoma equivocadamente tenida por revelada, pierde la fuerza de la sacralidad divina de su origen, con la que estaba investida.

La religión –y lo que es peor, la sociedad misma– se queda sin la moral tradicional y sin su también tradicional divina fundamentación. La sociedad se queda a la intemperie en cuanto a valores axiológicos predeterminados y comprende que debe rehacerse y reconstruir su moral autónomamente. Estamos solos. No hay arriba un Dios exterior que nos haya dado una moral “revelada”. Los defensores de las posturas de la religión tradicional interpretan esta situación como un caos ético o como un intento de destruir moralmente tanto a la religión como a la sociedad.

Esta es una crisis generalizada en muchas sociedades actuales.

Conclusión

Se podrían enumerar muchos otros elementos de la crisis que hemos querido reflejar. Como se afirmaba al principio, es toda la teología, toda la cosmovisión religiosa la que resulta afectada por este cambio de paradigma. Por eso resulta imposible un abordaje completo del tema o una enumeración exhaustiva de sus principales elementos.34 Concluyo, entonces, con unas breves anotaciones finales.
Aunque coinciden en el tiempo, la crisis provocada por la asunción consciente del pluralismo religioso es independiente de la crisis de la religión generada por el cambio cultural producido por el fin de la edad agraria y el advenimiento de la “sociedad del conocimiento”. Se desarrolla por otros caminos y con contenidos propios. Aunque la edad agraria se prolongara y la sociedad del conocimiento no adviniera, la crisis que el pluralismo religioso está produciendo en las religiones seguiría dándose. Aun cuando los efectos de ambas crisis se suman y se fusionan, las causas que les dan origen son distintas, aunque también se sumen y se entrelacen, y con frecuencia sean difíciles de deslindar. La situación de “mundialización”, al provocar de una manera inédita el encuentro entre las religiones, crea un horizonte epistemológico nuevo, que les posibilita y provoca una reconceptualización de sí mismas –de cada una de ellas–, y posibilita a nivel humano-científico una reconceptualización también de la religión en general, en sí misma.

Creo que es plausible pensar que algunas religiones van a afrontar este desafío y van a emprender poco a poco una relectura de sí mismas. Como instituciones –como iglesias en el caso de la religión cristiana– les va a costar mucho. A las personas, las comunidades y los teólogos más libres no les resultará tan difícil, pero también les va a costar un esfuerzo notable. Ese esfuerzo es uno de los factores importantes que hará avanzar la transformación social de la religión en el siglo XXI.

Es posible que este ambiente, esta nueva situación, propicie la aparición de una teología y quién sabe si también de una religiosidad “más allá de las religiones” (“posreligional”, más que posreligiosa). Algunos la intuyen como una world theology, una teología que ya no será ni cristiana ni musulmana, ni budista ni hinduista, sino todo ello a la vez y sin ninguna de esas caracterizaciones en exclusiva. Estará ubicada en la perspectiva del homo gnoscens, que ya se siente más allá de la pertenencia a una “religión” de épocas superadas, pero que asume y se vale con libertad de las riquezas de sabiduría espiritual contenidas en todas ellas.

La crisis de la religión provocada por el pluralismo religioso es tanto teórica o teológica como práctica y experiencial. Se siente más en las regiones fuertemente interreligiosas, pero cada vez más se experimentará por igual en todas partes, dado que los modernos medios de comunicación hacen presente el pluralismo religioso incluso en aquellos sitios donde no ha penetrado físicamente.
En la América Latina apenas está empezando a sentirse esta crisis, todavía de un modo no explícito, más bien reflejo y suave, sin presión. Las quejas y llamados de alerta de muchos responsables eclesiásticos respecto al retroceso del catolicismo en la región, por ejemplo, todavía no son capaces de relacionar estos signos con la descripción teológica de la crisis. Por su parte, en el mundo teológico latinoamericano el cuerpo de teólogos está comenzando a confrontarse con la temática.35 El tiempo está a favor de esta evolución, que, sin duda, será más rápida de lo que podemos prever.

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Notas:

1—Paul Tillich: “The Significance of the History of Religions for the Systematic Theologian”, en J. C. Brauer (ed.): The Future of Religion, Harper & Row, Nueva York, 1966, pp. 80-94.
2—José Maria Vigil: Teología del pluralismo religioso, El Almendro, Córdoba, 2005, pp. 235-264.
3—F. M. Müller: Introduction to the Science of Religions, Trübners, Londres, 1873, p. 16.
4—Si en otro tiempo la diversidad se tenía por una deficiencia o algo negativo, porque la Verdad y la Unidad se consideraban sinónimas (Unum et Bonum), hoy la sensibilidad dominante es, cada vez más, la contraria: es tolerable y deseable la diferencia, es preferible la variedad a la uniformidad, es mejor el pluralismo que el exclusivismo. Y si es positivo y es mejor que su contrario, tiene que formar parte de lo que podríamos llamar “planes de Dios”. El panorama de un mundo convertido a una sola religión (“un solo rebaño y un solo pastor”) hoy parece una posibilidad descartada, fuera de las coyunturas reales hacia las que se encamina la historia. Pero, además, ya no se considera deseable, ni parece plausible entenderla como supuesta “voluntad de Dios”.
5—La declaración Dominus Iesus, por ejemplo, niega explícitamente el “pluralismo de derecho o de principio” (número 4).
6—Una excelente exposición de esta nueva visión puede encontrarse en Andrés Torres Queiruga: La revelación de Dios en la realización del hombre, Cristiandad, Madrid, 1987.
7—Ver el capítulo dedicado a la “hermenéutica de la sospecha”, en José María Vigil: op. cit., pp. 41 y ss.
8—Soy de la opinión de que, dada la transformación de perspectiva que hemos experimentado, la realidad que tradicionalmente hemos llamado “revelación” debe denominarse con otro vocablo más pertinentemente esencial. Sólo hasta cierto punto es verdad que ce nominibus non est quaestio. La palabra “revelación” evoca espontánea e inevitablemente un sentido que hoy, más que revelar, vela el significado de nuestra actual percepción de lo que clásicamente se llamó revelación. Lo mismo ocurre con otras palabras como “fe”, “cielo”…
9—P. Knitter: “Hans Küng’s Theological Rubicon”, en Leonard Swidler (ed.): Toward a Universal Theology of Religion, Orbis Books, Maryknoll, 1988, p. 227.
10—Es curioso que a Cristóbal Colón ya le pareció notarlo el mismo 12 de octubre de 1492, en su primer desembarco en Abya Yala: “Creo que fácilmente se harían cristianos, que me pareció que ninguna ‘secta’ tenían”, escribe en su diario (Agenda Latinoamericana 1992, p. 151; http://agenda.latinoamericana.org/archivo).
11—“La vida era mi culto”, dirá el indio en la Missa da Terra sem males, de Pedro Casaldáliga, en el acto penitencial.
12—J. M. Mardones: Para comprender las nuevas formas de la religión, Verbo Divino, Estella, 1994, p. 40.
13—Ver la abundantísima literatura existente en Internet respecto a los orígenes del pueblo de los Estados Unidos y su “Destino Manifiesto”.
14—“Yaciendo en tinieblas y en sombras de muerte”, como dice el salmo 107 (v. 10), que los papas y la Iglesia católica en general han aplicado a los pueblos “infieles”, “paganos”, o sea, a los simplemente “otros”, no cristianos. Por ejemplo, Maximum Illud, 7 (Benedicto XV, 1919); Evangelio Praecones, 228 (Pío XII, 1951).
15—“Fuera de la Iglesia no hay salvación”.
16—Ver el misal romano, empapado de principio a fin del supuesto de la “elección”.
17—J. M. Mardones: op. cit., p. 40.
18—Hace apenas cuarenta años que en el catolicismo recuperamos la olvidada y bíblica expresión de “pueblo de Dios”, en el luminoso capítulo segundo de la Lumen Gentium, y no se nos ocurrió entonces, ni por un momento, pensar que no somos “el” pueblo de Dios, “el único”, sino “un” pueblo de Dios.
19—Hay que recordar que fue ya el propio Concilio de Calcedonia el que prohibió reformular, reinterpretar, expresar de otra manera las fórmulas dogmáticas conciliares, ni aun con la mejor de las intenciones (catequéticas, teológicas, pastorales).
20—J. M. Mardones: op. cit. p. 40.
21—Jon Sobrino: Jesucristo liberador, UCA Editores, San Salvador, 1991, p. 22.
22—“Si alguien me demostrase que Cristo no está en la verdad y que estuviera matemáticamente probado que la verdad no está en Cristo, preferiría, con todo, quedarme con Cristo que con la verdad” (F. M. Dostoiewski: Correspondance I, Calmann-Lévy, París, 1961, en carta a la baronesa von Wizine).
23—Se trata del libro Jesus, Symbol of God, Orbis Books, Nueva York, 1999 (N. de los E.).
24—Pedro Casaldáliga y José María Vigil: Espiritualidad de la liberación, 1992, parte III. Disponible en http://www.servicioskoi-nonia.org.
25—Ver lo que a mi juicio constituye el paradigma central de la teología y la espiritualidad de la liberación en “¿Cambio de paradigma en la teología de la liberación?”, Revista Latinoamericana de Teología (RELaT) n. 193. Disponible en http://servicioskoinonia.org/relat.
26—Lumen Gentium n. 5.
27—Mt 25,31 y ss.
28—La Dominus Iesus sólo llega a referirse a “un supuesto eclesiocentrismo del pasado”, puesto en boca de otros y dubitativamente (número 19).
29—Ver una amplia exposición en Pedro Casaldáliga y José María Vigil: op. cit., apartado “Reinocentrismo”.
30—Quisiéramos creer que en este campo no se va a cumplir la ley histórica de atraso de la Iglesia, que J. I. González Faus ha creído poder establecer en “dos siglos y medio” (Autoridad de la verdad, 1996, p. 109).
31—J. Hick: God has Many Names, Westminster Press, Filadelfia, 1982, pp. 21-27; Andrés Torres Queiruga: op. cit., p. 37.
32—“Quien conoce bien la historia de los dogmas y de la teología moral, sabe que muchas cosas consideradas en el pasado como definitivamente establecidas y como doctrina indiscutible fueron posteriormente revisadas o sencillamente cayeron en el olvido. Y en el campo de la moral, el cambio es aún más significativo que en el campo de la dogmática” (B. Haering: Está todo en juego: giro en la teología moral y restauración, Promoción Popular Cristiana, Madrid, 1995, p. 111).
33—“En el fondo, se produce una toma de conciencia de que el carácter absoluto de la Iglesia se deshace a partir del hecho mismo de que ella ha rehecho en el Concilio muchas de sus enseñanzas, costumbres y prácticas, tenidas por irreformables, y de que hasta ha confesado sus faltas y errores. Si los del pasado fueron reformados, los de hoy podrán serlo mañana. Está creada la actitud de distancia crítica y de cierta relatividad con respecto a las enseñanzas y prácticas actuales de la Iglesia. En esa situación, el fiel retorna al arcano de su conciencia y su libertad propias, y ya no espera de leyes y normas externas la respuesta a sus preguntas” (João Batista Libanio: Igreja contemporânea: encontro com a modernidade, Loyola, São Paulo, 2000, p. 91).
34—Remito a mi Teología del pluralismo religioso, en la que abordo de un modo sistemático toda esta problemática.
35—La colección de libros que la Comisión Teológica de la Sección Latinoamericana de la Asociación de Teólogos/as del Tercer Mundo (Asett) ha programado y en cuya publicación ya avanza (en la “colección Tiempo axial”, Editorial Abya Yala, Quito. Disponible en http://latinoamericana.org/tiempoaxial) podría ser el signo más expresivo de ello.

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