¿Nos ayuda la Biblia al diálogo interreligioso?

Jorge Pixley

El diálogo interreligioso en la América Latina

En Asia, los cristianos se han visto forzados a explorar el diálogo interreligioso. Allí, la iglesia cristiana tiene una presencia minoritaria entre las poblaciones enormes de China, la India, Indonesia y otros países. El resto de la población practica su fe en el marco de las grandes tradiciones religiosas de ese continente, que son, principalmente, el budismo, el islamismo y el hinduismo. Al no poder gozar de los privilegios que tuvo en el período de expansión imperial europea, a la Iglesia no le queda otra opción que relacionarse con los vecinos y sus ricas tradiciones religiosas e imponentes monumentos. No es extraño que, en ese contexto, importantes teólogos se dediquen a la reflexión sobre una teología de las religiones y que muchos cristianos practiquen el diálogo diario con vecinos que cultivan su humanidad dentro de otras corrientes religiosas.

Ese no es el caso de la América Latina. En el siglo XVI, los europeos se encontraron con poblaciones sin defensas militares ni culturales suficientes e impusieron la fe cristiana por la fuerza de las armas. El encuentro típico se realizó bajo la consigna del “requerimiento”, mediante el cual el jefe militar requería la rendición de la población a los reyes españoles, y la aceptación de los postulados del cristianismo so pena de muerte bajo las armas superiores de los europeos. El encuentro religioso en el continente se llevó a cabo con tradiciones religiosas menos institucionalizadas que las tradiciones asiáticas, y, en consecuencia, los nativos tuvieron que aceptar la fe cristiana impuesta y preservar en lo posible su propia espiritualidad bajo las formas del cristianismo. El “otro” religioso para la iglesia cristiana en la América Latina ha sido el indígena, cuyas tradiciones religiosas, a falta de libros sagrados, se han preservado mediante la oralidad. Sin embargo, esas tradiciones contienen una fuerte influencia del cristianismo.

Los africanos traídos por los colonizadores a América tuvieron menos suerte, porque fueron arrancados de sus lugares sagrados y distribuidos aquí sin respetar sus propias comunidades de vida, sus idiomas y sus familias. El resultado en ambos casos es que el “otro” religioso en el continente ha sido quebrado en su tradición espiritual. De ahí que, para no continuar imponiendo el cristianismo, se hace necesario entablar un diálogo. No comenzamos desde cero. En el siglo XVI, algunos hombres de iglesia, entre ellos Bartolomé de Las Casas, tomaron en serio las tradiciones de los indígenas. No indagaron si habría algo en las religiones nativas que contribuyera a su propia fe como cristianos españoles, pero pensaron que la fe de los nativos era digna de estudio y respeto. Confiado Bartolomé en la superioridad de su religión, nunca dudó de que los nativos abrazarían el cristianismo cuando lo conocieran mejor. Esto permitiría desechar la violencia contra ellos, un método que Bartolomé condenaba. Sin duda, este fue el inicio de un diálogo interreligioso que, sin embargo, no tuvo seguimiento en los siglos siguientes.

En 1992, como parte del aniversario de la llegada de los europeos a América, se comienza a tomar en serio el diálogo con las tradiciones de los pueblos autóctonos. Elsa Támez escribe sobre la fe de los mexicanos, Jorge Pixley inaugura la teología de las religiones en Nicaragua, como Leonardo Boff, Marcelo de Barros y José María Vigil lo hicieran en Brasil.1 En ese país se ha desarrollado un diálogo con el candomblé, una práctica religiosa afrobrasileña. No estamos, pues, en cero.

Requisitos teológicos para el diálogo

Antes de explorar el testimonio bíblico que apoya el diálogo interreligioso es preciso examinar los obstáculos y los supuestos de un diálogo interreligioso fructífero. Veamos algunos puntos:

1. Mientras se conciba la revelación como algo fijo, independiente del devenir de la historia, no tendremos ni podremos tener una verdadera apertura a las revelaciones de otras tradiciones religiosas. Si logramos esa apertura, veremos que la revelación bíblica es la que históricamente nos pertenece. No podemos sino confesar que Dios nos habló en el éxodo del pueblo esclavo de Egipto, y en el ministerio, la crucifixión y la resurrección de Jesucristo. Nunca serán nuestras las iluminaciones del Buda, que orientan a millones de seres humanos. Ni tampoco el Qu´ran, que para tantas personas es la palabra dictada por el ángel Gabriel al profeta Mahoma. Por los accidentes de la historia, nuestra revelación es la revelación bíblica.2

2. Esto implica la relativización de Jesucristo como Dios-hombre. Interlocutores budistas pueden entender a Jesús de Nazaret como un maestro que manifestó a sus seguidores la iluminación, y pueden entender a Cristo como expresión de Dios, el redentor que está dispuesto a tomar la parte de los humanos. Lo que no llegan a afirmar es que Jesús de Nazaret sea, en virtud de su resurrección, el Cristo mismo. Esa es una revelación que nos ha sido dada históricamente a nosotros. Así, habrá que entender la expresión bíblica “nadie llega al Padre sino por mí” (Jn 14,6) como una verdad relativa para los que dependemos de la tradición histórica cristiana. Otros verán en el Qu´ran la encarnación de la voluntad de Dios de redimir condescendiendo a los humanos. Y otros, en las diversas formas que el Buda toma entre ellos.3

3. Otro requisito para el diálogo interreligioso, implícito en lo dicho, es la apertura radical a otras culturas. Esta apertura exige que estemos abiertos al aprendizaje de elementos de otras culturas que no encontramos en la nuestra.4 También significa que cuando en otras culturas se entienda la creación, o la redención, o la familia, o cualquier cosa de una manera desconocida para nosotros, no presumamos de tener la verdad. Dios está más allá de lo que podemos imaginar y ninguna imagen que tengamos de Dios es Dios. Lo mismo debemos decir sobre la verdad. Tenemos una verdad, pero podemos descubrir que compañeros y compañeras de otras culturas tienen una verdad incompatible con la nuestra. En ese caso, tenemos que permitir que esa otra verdad goce de derechos plenos, sin abandonar la nuestra.

Con esos elementos básicos, podemos entender el diálogo interreligioso lo suficiente como para preguntar inteligentemente si nuestra Biblia dice algo al respecto y si nos apoya en ese diálogo.

El movimiento “Sólo Yavé”

La Biblia hebrea presenta en su conjunto a Israel como el pueblo (único) de Yavé, y a Yavé como el dios (único) de Israel. Ello está consagrado en textos tan importantes como el primero de los diez mandamientos: “No tendrás otros dioses ante mí” (Ex 20,3; Dt 5,7). En el quinto libro de Moisés esto se vincula a la orden de extirpar los objetos de culto de todos los otros dioses (Dt 12,2-3, y también en otros textos en Dt). Sin embargo, no resulta evidente que esto sea una implicación del primer mandamiento, el cual prohíbe más bien la coexistencia de otros dioses en el santuario de Yavé y exige solamente una lealtad primaria a Yavé por parte del pueblo que Yavé rescató de la esclavitud egipcia (el tú de Ex 20,3 y Dt 5,7). El primer mandamiento no hace alusión a la fuerza o debilidad de los otros dioses.

En los relatos sobre los primeros siglos de Israel en la tierra de Canaán, encontramos evidencias de la realización de diversos cultos en las tribus de Israel y en la monarquía temprana, si bien estos fueron depurados por los redactores deuteronomistas para imponer su criterio sobre las exigencias de Yavé a su pueblo, Israel. Es conocido el relato de Gedeón, hijo de Joás, del clan de Ofrá, de la tribu de Manasés. Joás era un israelita leal, pero tenía en su propiedad un santuario de Baal (Jue 6,25). Gedeón era un representante de la interpretación “sólo Yavé” de la fe y, en consecuencia, destruyó el santuario.
En diferentes momentos de la historia, los reyes de Israel y de Judá destruyeron imágenes de “otros” dioses (incluso en el templo que Salomón dedicara en Jerusalén a Yavé). Es el caso del rey Jehú en Samaria (2 R 10,18-27) y de Josías en Jerusalén (2 R 23,4-7). Estos reyes son los representantes del partido “sólo Yavé”, el único legítimo para los deuteronomistas. El hecho de que tuvieran que extirpar tantos santuarios e imágenes de otros dioses y diosas, aun en las capitales de Israel y Judá, indica la importancia que tuvieron esos cultos en la vida diaria de los israelitas.

Entre las pocas inscripciones que se han encontrado del siglo VIII A.C., se incluye la importante inscripción de Kuntillet-Ajrud en el Neguev, que dice: “a Yavé y su Aserá”, que indica que en ese lugar Yavé tenía una consorte, que era la diosa Aserá.5 En el siglo VII, Josías sacó del templo de Yavé en Jerusalén la imagen de esta misma Aserá (2 R 23,4).

Del rey Salomón, quien construyera el templo de Yavé en Jerusalén, se dice que erigió santuarios para los dioses de sus mujeres extranjeras (1 R 11,1-8). Es indiscutible que su padre, David, fue un fiel adepto de Yavé. David trajo el arca de Yavé a la ciudad jebusea que había conquistado e hizo su capital (2 S 6). Su gran amigo Jonatán tenía un hijo llamado Merib-Baal, por Baal (1 Cr 8,34). Durante su reinado, David mantuvo un gran templo en Gabaón, al que su hijo Salomón fue a adorar cuando se hizo rey (1 R 3). David retuvo al personal sacerdotal de la familia de Sadoq, probablemente sacerdotes de un culto a una de las manifestaciones de El, gran dios del panteón cananeo.

Antes del siglo VIII, la época antigua de la historia de Israel, prevalece El entre los nombres teofóricos (Eleazar, Samuel, Elías, Eliseo), aunque también aparecen nombres derivados de Yavé (Josué, Jonatán). Esto indica que El tenía un lugar importante en la vida de los israelitas. Los nombres derivados de Yavé llegarían a predominar posteriormente (Isaías, Jeremías, Miqueas, Josías, Joaquín, Joel), sin que desaparecieran los nombres derivados de El (Daniel, Ezequiel). Es evidente que las tribus de Israel –obsérvese el nombre del pueblo– fueron devotas también de El, Aserá y Baal, dioses del panteón común en la tierra de Canaán. Aunque en este primer período fueron destruidas ciudades como Hazor y Ay, otras, como Gabaón, Siquem, Betel y Jerusalén, se integraron a Israel con sus prácticas y santuarios a los dioses locales.

El grupo que impuso el culto de “sólo Yavé” parece tener sus orígenes en el siglo VIII A.C., con el profeta Elías, de quien se cuenta que mató a los profetas de Baal (1 R 18,40). Su discípulo Eliseo ungió a un rey, Jehú, para exterminar a los fieles de Baal (2 R 9,1-10), lo cual hizo con un río de sangre (2 R 10,1-11, 18-27). Así, los reyes de Samaria se volvieron defensores de la religión de “sólo Yavé”. En esa misma generación sucedió una revolución similar en Jerusalén, encabezada por el sacerdote de Yavé Yehoyadá (2 R 11,1-20), contra la reina Atalía, en la que se destruyeron imágenes de Baal y corrió la sangre de sus sacerdotes (2 R 11,18). Un siglo más tarde, en el 640 A.C., llegó a ser rey en Jerusalén Josías, de quien los historiadores deuteronomistas dicen que “hizo lo recto a los ojos de Yavé y anduvo enteramente por el camino de David su padre” (2 R 23,2). Con él, y su publicación del libro de la alianza (Deuteronomio), queda consagrado el partido de “sólo Yavé” como el único partido político-religioso legítimo.6

Si esta es la interpretación correcta del contexto histórico que reflejan los textos de la Biblia, entonces Israel en sus primeros siglos aprendió mucho de la religión de los habitantes de la tierra prometida, en la que prevalecían los cultos a El, Baal y Aserá. Si suponemos que en su culto de Yavé, el liberador, prevalecía la idea de la redención histórica que debían a Dios, parece que lo que aprendieron fueron dos elementos básicos: Dios creador y Dios dador de la lluvia y la fertilidad. Sin la creación de Dios, el orden del mundo carece de un ancla firme. Y sin un Dios dador de la fertilidad, el sustento de la vida queda sin sustento en la divinidad. Por supuesto, ahora el Dios creador y el dios de la fertilidad es Yavé, el redentor. El resultado de este diálogo interreligioso es una tradición religiosa enormemente enriquecida.

Mitos de creación

La Biblia contiene tres versiones de la creación del mundo: la creación mediante la palabra (Gn 1), la creación del ser humano a partir del suelo cultivable (Gn 2) y la creación como premio y coronación del Dios supremo, luego de su victoria sobre el enemigo de los dioses (a la que se hace alusión en diversos salmos). Es decir, estas versiones parten de dos relatos y de una versión ampliamente documentada y celebrada. Tanto la primera como la tercera versión son adaptaciones israelitas de los mitos de sus vecinos. Es probable que la segunda lo sea también, pero es más difícil demostrarlo.

Comencemos con la tercera versión. Los salmos que celebran a Yavé como rey, con su característico grito Yavé malak, celebran, en muchos casos, su victoria y dominio sobre el mar (yam) y el río (nahar). Así, en los salmos 29, 93 y 96. El salmo 74 personifica al mar como un monstruo marino llamado Leviatán:

Oh Dios, mi rey desde el principio,
autor de salvación en medio de la tierra,
Tú hendiste el mar con tu poder,
quebraste las cabezas de los monstruos de las aguas;
tú machacaste las cabezas de Leviatán
y los hiciste pasto de las fieras;
tú abriste manantiales y torrentes,
y secaste ríos inagotables;
tuyo es el día, tuya también la noche,
tú la luna y el sol estableciste,
tú trazaste todos los confines de la tierra,
el verano y el invierno tú formaste.
(Sal 74,12-17)

En este salmo podemos observar la vinculación entre una victoria que se estila cósmica sobre los mares, y el dominio (reinado) de Yavé. Porque Yavé derrotó a Leviatán, es digno de tomar el poder y es capaz de poner en orden la luna y el sol, el invierno y el verano.

En el libro de Isaías, encontramos un texto muy interesante que vincula la victoria sobre el mar (aquí Rahab) con la creación característica de la teología israelita, la creación de un pueblo mediante la liberación de Egipto. Se dice en Is 51,9-10:

¡Despierta, despierta, revístete de poderío,
oh brazo de Yavé!
¡Despierta como en los días de antaño,
en las generaciones pasadas!
¿No eres tú el que partió a Rahab,
el que atravesó al Dragón?
¿No eres tú el que secó la Mar,
las aguas del gran Océano (tejom);
el que trocó las honduras del mar en camino
para que pasasen los rescatados?
 
Este texto de Isaías nos permite hacer una comparación con el mito de la creación que se encuentra en las tablillas ugaríticas del siglo XIV A.C. Uno de los grandes mitos encontrados en esas tablillas es el de la victoria de Baal sobre Yam y Najar, el mar y el río, después de la cual Baal pudo reinar como Rey de los Dioses.7 Ese mito sobre el conflicto con la fuerza del agua no tiene base topográfica en la tierra de Canaán, pero sí para el pueblo de navegantes que residía en Ugarit, en la costa del Mediterráneo. Esto, y la fecha más antigua del texto ugarítico, nos permiten asegurar que Israel tomó este mito de los cananeos, de quienes los ugaríticos tenían influencia. Con ello, reconoce un hecho evidente: la creación es una imposición de orden contra una fuerza del caos que fue y sigue siendo amenazante. Para que Dios continúe siendo rey, tiene que contener a las fuerzas que amenazan el orden. En los salmos se celebra ese poder y esa voluntad de Yavé creador y vencedor del mar.

El mito de creación más conocido en la Biblia es el que afirma que Dios creó el mundo, incluyendo el mar y sus monstruos, por medio de su palabra. Esta obra duró siete días y culminó con la creación de los humanos, a quienes Dios ordenó someter a las otras criaturas, es decir, hacerse cargo de mantener el orden en ese mundo peligroso. El mito tiene su analogía en el famoso Enuma Elish, (“cuando en lo alto el cielo”), primeras líneas de un poema babilónico encontrado en las ruinas de la biblioteca de Assurbanipal, en Nínive. Marduk, un dios joven, recibe la promesa de los dioses de que será coronado como su rey, si es capaz de someter a Tiamat, monstruo de los mares. Marduk realiza la hazaña y luego divide horizontalmente el cuerpo de Tiamat. De su espalda hace los cielos y de su vientre, la tierra. De la sangre de Tiamat crea los cabezas negras (humanos), para que hagan las obras y alivien así la vida de los dioses.8

En Gn 1 se reflexiona y modifica este relato. Tiamat está presente en el tejom de Gn 1,1, un vacío que precede con Dios la obra de la creación. Probablemente también los tanninim (en hebreo, “grandes monstruos marinos”), creados el sexto día, son otra referencia a Tiamat. La creación de los humanos ese mismo día tiene una función parecida a la creación de los cabezas negras por Marduk: ellos deben someter a las criaturas que Dios creó y participar de esa forma, en un grado menor, en la creación-ordenamiento que supone la obra de Dios. En el relato no se asoma el carácter redentor de Dios, que es la característica más visible de Dios en Israel. En este caso, ese carácter ha sido desplazado por el de Dios ordenador del Enuma Elish.

En el mito bíblico, Dios es un creador solitario sin un contrincante digno. Puede domar las fuerzas de la oscuridad y las aguas sólo con su palabra. La soledad del creador refleja la lucha de los israelitas en la dispersión contra los dioses de las naciones, que acabaron diciendo que no eran nada más que la imaginación de sus pueblos. Tienen ojos y no ven, pies y no caminan, oídos y no oyen (Jr 10, Is 44,18-19), y, por supuesto, no pueden redimir como Yavé (Is 46,1-13).
Con este acercamiento a los mitos de creación en la Biblia, observamos nuevamente un campo en que la teología bíblica resulta del diálogo entre la teología de redención, característica del relato fundacional de Israel, y las teologías de sus vecinos.

La teología real

Según los libros de Samuel, una vez que David consiguió el aval de los ancianos de Israel para reinar sobre Judá y las tribus del norte, buscó para sí una ciudad capital. De esa manera, unía a Israel (un reinado fundado por Saúl de Benjamín y que David heredó de los familiares de este, en su mayoría asesinados) con un grupo de clanes que él mismo había unificado en la tribu de Judá. David necesitaba una capital que no fuera ni judía ni israelita, y para ello escogió a Jerusalén, una ciudad cananea jebusea que tenía su propio rey y sus tradiciones reales. Jerusalén tenía una posición geográfica ideal, al norte de Hebrón de Judá y al sur de las ciudades israelitas de Betel y de Siquem. David conquistó la ciudad por la fuerza de las armas de un ejército formado por soldados judaítas que habían huido de sus pueblos y se habían organizado durante el exilio de David en la ciudad de Gat.
En 2 S 5,6-10 se relata breve y escuetamente la toma de la ciudad. Parece que los jebuseos no opusieron mucha resistencia. A diferencia de las costumbres de otros reyes, David no edificó un templo para celebrar al Dios que le autorizaba su reinado. Trajo el arca de Yavé y la colocó en un lugar provisional, probablemente en la era del siervo Arauna, sitio en el que más tarde su hijo Salomón erigiría un templo.

En Jerusalén, David nombró a dos sumos sacerdotes en lugar de uno, Abiatar y Sadoq (2 S 8,15-17). Abiatar tenía una larga trayectoria como sacerdote de David desde los días de la clandestinidad. David lo había conocido tras la matanza de Saúl en el santuario de Yavé en Nob, de la que Abiatar fue el único sacerdote sobreviviente (1 S 22, 20-23). De Sadoq no hay genealogía ni origen en los libros de Samuel, aunque en las genealogías de los libros de Crónicas aparece como un descendiente de Aarón (1 Cr 5,27-41). Tanto su irrupción sin genealogía en Samuel y su genealogía “ortodoxa” en Crónicas sugieren que en el tiempo de David no tenía una genealogía israelita ni judaíta, cosa que ya había conseguido para la época del Segundo Templo y el dominio persa. Es probable que Sadoq fuera un sacerdote de los cultos jebuseos de Jerusalén y que su nombramiento se debiera a esa razón, ya que David quería ganarse a esa población.

Al ganarse a un sacerdote de una de las religiones jebuseas, David e Israel consiguieron una teología que reflejaba las de los reyes de toda la región. Esa teología la encontramos en los salmos reales que vienen del templo de Yavé que Salomón erigió en Jerusalén después de la muerte de su padre David. Dice el nuevo rey en la liturgia de coronación que es el Salmo 2: “Voy a anunciar el decreto de Yavé. El me ha dicho: Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy” (Sal 2,7). Desde Egipto hasta Babilonia, los reyes eran dioses o hijos de dioses, normalmente por nacimiento. En la adaptación israelita, el rey es hijo adoptado en el momento de su instalación como rey. La idea de la divinidad del rey está presente en el salmo 45, dedicado a las bodas del rey: “Tu trono de Dios por siempre jamás… Por eso Dios, tu Dios, te ha ungido con óleo de alegría…” (Sal 45,7).

La celebración de una alianza (berit) entre Yavé y el rey es aparentemente una versión israelita de la teología en la que se adecua la posición del rey a la del pueblo que pacta alianza con Yavé en el monte Sinaí (Ex 24,3-8). Dice Sal 89,4-5: “Una alianza pacté con mi elegido, un juramento hice a mi siervo David: para siempre jamás he fundado tu estirpe, de edad en edad he erigido tu trono”.
La alianza con David es, en realidad, una alianza con la casa de David, esto es, con David y toda su descendencia. De ahí en adelante cualquier pretendiente al trono sería, ipso facto, un rebelde contra el Yavé que redimió a su pueblo de la servidumbre y el Yavé padre que instala y defiende a su hijo, el rey, en Jerusalén.

Otro elemento de la teología real es la doctrina de la elección de Sión como morada de Yavé. Jerusalén tenía menos credenciales israelitas que ciudades como Hebrón, donde Abraham y su mujer Sara estaban sepultados, o Betel, donde Yavé se manifestó al patriarca Jacob. Pero su elección queda ahora consagrada en la teología oficial y justificada por la leyenda de cómo David se esforzó por encontrarle un “reposo” al arca de Yavé. Véase un fragmento del salmo 132, que dice:

Acuérdate, Yavé, en favor de David,
de todos sus desvelos,
del juramento que hizo a Yavé,
de su voto al Fuerte de Jacob:
No he de entrar bajo el techo de mi casa,
no he de subir al lecho en que reposo,
sueño a mis ojos no he de conceder
ni quietud a mis párpados,
mientras no encuentre un lugar para Yavé,
una morada para el Fuerte de Jacob.
……
Porque Yavé ha escogido a Sión,
la ha querido como sede para sí;
aquí está mi reposo para siempre,
en él me sentaré, pues lo he querido.
(Sal 132,1-5 y 13-14).

Estas ideas interrelacionadas de que Yavé “escogió” a David para ser el rey de su pueblo y de que “escogió” a Sión como lugar de reposo entran en la Torá, en la legislación de Deuteronomio, que los estudiosos vinculan a la Reforma del rey Josías (641-609). El tema dominante de esta revisión de la legislación sinaítica es la unidad de Israel y de su fe en Yavé, y esta unidad está anclada en el culto exclusivo en la ciudad de Jerusalén. A partir de Deuteronomio (ver Dt 12,1-28) hay un lugar único donde se pueden ofrecer sacrificios aceptables. Para la teología oficial ese lugar era Jerusalén. Los salmos revelan una teología en torno al rey que estaba bien desarrollada en Israel y que es una expresión de las teologías reales de todos los reinados de esa esfera cultural afroasiática. El libro de Deuteronomio, en su ley sobre reyes (Dt 17,14-29), impone ya, cuatro siglos después de David, unos límites “constitucionales” a los reyes: deberán leer y cumplir las leyes de Moisés en su gestión de gobierno. El Dios del rey es un Dios que asegura la autoridad en la nación. Esto subsistió, como hemos visto, durante varios siglos en Jerusalén, aunque menos en Israel, el reino del norte. El esfuerzo por imponer límites de ley en Deuteronomio probablemente se debe en parte a la presencia en Jerusalén de sacerdotes y profetas que se refugiaron allí de la destrucción de Samaria por Senaquerib, rey de Asiria, en el año 722. Jerusalén no tuvo tiempo para demostrar si había aprendido la lección del encuentro entre el Dios autoritario y el Dios redentor. En 598, solamente once años después de la muerte de Josías, la ciudad fue invadida y su población deportada por Nabucodonosor, rey de Babilonia.

Podríamos examinar otras áreas de “diálogo interreligioso” en la Biblia, pero sería abusar de la tolerancia de la lectora o el lector. Podríamos hablar de cómo los sabios de Israel entraron en diálogo con los sabios egipcios o del importante encuentro de los sabios bajo los Tolomeos con los sabios griegos. Pero saltaremos sobre estos interesantes intercambios para llegar a Jesús, nuestro profeta y maestro por excelencia.
 
Jesús y los samaritanos

En tiempos de Jesús, entre judíos y samaritanos reinaba un desencuentro que tenía ya varios siglos de duración. Ambos confesaban su fe en Moisés y en los cinco libros de Moisés, y ambos creían descender de Abraham y los patriarcas del Génesis. Pero, como a veces sucede, este parentesco en tantas cosas llevó a que ambos lados sintieran que la otra parte había traicionado su tradición común. Los samaritanos leían en Dt 11,29 que Moisés había mandado que se erigiera un santuario en el monte Garizim al frente de la ciudad de Siquem. Y, como este era el único lugar en que Moisés habló de un lugar específico en la tierra prometida, se sentían seguros al interpretar que Garizim era el único lugar donde Moisés dijo que se debían hacer los sacrificios (Dt 12,1-28). No podían aceptar las pretensiones de los judíos de que Dios había escogido a David por rey y a Jerusalén por lugar de descanso. Ni podían aceptar como sagrados los libros proféticos, comenzando con los profetas anteriores (Josué, Jueces, Samuel y Reyes) que narraban la elección de David y de Jerusalén. Su Biblia era la Torá y nada más.

Los judíos se sentían descendientes directos de la tribu de Judá y del reino del sur que los davídidas habían regido por cuatro siglos. No dudaban de que el lugar único de culto que Moisés prescribió era el templo que Salomón había levantado en Jerusalén y que los profetas que habían escrito los libros de profetas anteriores y profetas posteriores eran auténticos enviados de Dios. Cuando las tradiciones de sus padres comenzaron a registrarse en libros escritos, aceptaron no solamente los de Moisés, sino también los de los profetas. Los israelitas del norte, según el libro segundo de los Reyes, habían sido todos deportados y en sus tierras se asentaron gentes traídas por los asirios de otros lugares, que profesaban otros cultos: eran los samaritanos de la época. Entonces, los judíos dudaban que los samaritanos descendieran de los patriarcas. Curiosamente, los galileos que habitaban las tierras que fueron de Neftalí, Zabulón, Aser e Issacar eran considerados judíos y no samaritanos. Esto se debía a que Judas el macabeo conquistó esos lugares y los incorporó a Judá asmonea en el siglo II A. C. Con este breve trasfondo podemos examinar la postura de Jesús ante los samaritanos.
El primer texto a considerar es Lucas 10,25-37. Este texto recuenta una conversación entre Jesús y un nomikós, maestro de la Ley, uno de los precursores de los rabinos. El maestro de la Ley le planteó a Jesús una pregunta capciosa: “Maestro, ¿qué debo hacer para heredar la vida eterna?” Lucas no dice dónde ocurrió este encuentro, pero Jesús ya había comenzado su viaje de Capernaúm a Jerusalén (Lc 9,51), de modo que era camino hacia la capital de Judá. La respuesta de Jesús fue más o menos convencional según los dos mandamientos de amor a Dios y amor al prójimo. No satisfecho, el maestro de la Ley le preguntó: “¿Quién es mi prójimo?” Y esto le dio ocasión a Jesús de contar una de las parábolas que caracterizan su mensaje.

El hombre de la parábola iba de Jerusalén a Jericó; era, por tanto, probablemente un judío. Tuvo la mala fortuna de caer en manos de una banda de lestáis, bandidos, quizás rebeldes políticos. En todo caso, los bandidos despojaron al viajero de su ropa, dejándolo en el camino medio muerto (hemithané). Después pasaron a su lado dos hombres de fe, un sacerdote y un levita, pero quien se paró a curar sus heridas fue un samaritano que, por casualidad, recorría ese camino. Después de darle los primeros auxilios, lo montó en su bestia y lo llevó a una posada en Jericó. Al partir a la mañana siguiente, dejó con el hotelero dos denarios para el hospedaje del herido y prometió cubrir los gastos al volver por allí si los dos denarios no eran suficientes. Y ahora viene la respuesta a la pregunta del nomikós en forma de otra pregunta: ¿cuál de los tres le parece prójimo al hombre que cayó entre bandidos? No había más respuesta que el samaritano, y así Jesús relativizó la interpretación legal judía que condenaba a los samaritanos por sus “herejías”. Ahora bien, si es lícito interpretar este episodio a la luz de la visión de Jesús sobre el juicio final en Mt 25,31-46, ello quiere decir que, para Jesús, un samaritano que atiende a un judío en apuro tiene la salvación eterna sin que sus creencias sean un obstáculo. Es la respuesta a la pregunta del nomikós: ¿qué he de hacer para heredar la vida eterna?

Hay un episodio narrado en Jn 4 que tiene que ver con la postura de Jesús frente a los samaritanos. Se trata del encuentro de Jesús con una samaritana en el pozo de Jacob. Nos limitamos al intercambio pertinente para nuestro tema, que aparece en Jn 4,19-24. La mujer le pregunta a Jesús sobre un punto fundamental de los debates teológicos entre samaritanos y judíos, que es el del lugar indicado por Dios para encontrarse con El. La respuesta de Jesús relativiza el debate: “Créeme, mujer, que viene la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al padre. Vosotros adoráis lo que no conocéis. Nosotros adoramos lo que conocemos, porque la salvación viene de los judíos. Sin embargo, llega la hora, y ya es, en que los verdaderos fieles adorarán al padre en espíritu y en verdad… Dios es espíritu y los que le adoran deben hacerlo en espíritu y en verdad”. Desearíamos que hubiera dicho lo último sin la afirmación de que la salvación viene de los judíos. Jesús era judío y en ese punto no trascendió sus limitaciones, pero al decir que ni en el monte ni en Jerusalén se abre a permitir un intercambio teológico que no presupone que los judíos tienen la verdad, sino que parece invitar a una búsqueda común de esa verdad. En esto y en su enseñanza al nomikós de que la vida eterna viene de acciones de misericordia, Jesús sienta las bases para un diálogo interreligioso entre judíos y samaritanos.
 
Conclusión

Es necesario confesarlo: la Biblia en su mensaje central no promueve el diálogo ni la teología interreligiosa. Está dominada por la victoria del partido “sólo Yavé” en la Reforma de Josías. Esta Reforma, aunque no pudo imponerse en Judá, logró inspirar los libros que llegaron a formar nuestra Biblia. El “no tendrás otros dioses ante mí” se interpreta como un rechazo de la verdad de las otras religiones y los otros dioses. En las palabras de Jer 10 esos dioses son nada, hével, vanidad. El único Dios verdadero es el nuestro.

Sin embargo, sobreviven en la Biblia evidencias de una práctica generalizada mucho más tolerante. Los israelitas hasta Josías acostumbraban frecuentar santuarios de Yavé y también de Baal u otros dioses. Si Yavé redimía de los enemigos, Baal y/o Aserá aseguraban la fertilidad. Y esto fue legítimo ante los sacerdotes del templo de Salomón y los otros templos de Yavé hasta la imposición de la ley de Deuteronomio por Josías. Esta ley tuvo un éxito no tan asombroso entre los exilados en Babilonia, que eran los mismos funcionarios que administraron la Ley desde Jerusalén. Más asombroso es que también logró dominar al resto de la diáspora en lugares como Egipto y Siria.

Pero de la época anterior se preserva en la Biblia suficiente evidencia de que eso que podemos llamar “la doctrina bíblica” no está consciente de los importantes elementos que debe a largos diálogos con otras tradiciones religiosas no israelitas de tiempos anteriores. Y Jesús parece haber estado dispuesto a considerar una postura más abierta que la que solían tener los judíos de su época.
Sea como fuere, no podemos en el siglo XXI, en un momento en que las religiones se encuentran en cualquier vecindario del mundo, sino aprender a abrir ese diálogo necesario con las otras religiones que no son la nuestra.

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Notas:

1—Elsa Támez: “Quetzalcoatl y el Dios cristiano: alianza y lucha de dioses”, Pasos, n. 35; Elsa Támez: “Los indígenas nos evangelizan”, Pasos, n. 42; Jorge Pixley: “La teología indígena nos cuestiona”, Xilotl, n. 16, 1996, pp. 97-114; Leonardo Boff: Paixâo do Cristo, paixâo do mundo, Vozes, Petrópolis, 1977; Marcelo de Barros: “Cristologia afro-amerindia, discusión con Dios”, Alternativas, n. 27, 2004, pp. 187-200; José María Vigil: Teología del pluralismo religioso. Curso sistemático de Teología Popular, Abya Yala, Quito, 2005, y El Almendro, Córdoba, España, 2006.
2—El asunto de la historicidad de la revelación fue explorado hace muchos años por H. Richard Niebuhr en The Meaning of Revelation.
3—Esta cuestión ha sido explorada por el teólogo español Juan José Tamayo Acosta: “Hacia un nuevo paradigma teológico intercultural e interreligioso”, Alternativas, n. 27, 2004, pp. 57-88.
4—Esto está siendo estudiado exhaustivamente por Raúl Fornet Betancourt. Ver su Interculturalidad y globalización: Ejercicios de crítica filosófica intercultural en el contexto de la globalización neoliberal, DEI, San José, 2000.
5—Z. Meshel: “Did Yahweh Have a Consort? The New Religious Inscriptions from Sinai”, Biblical Archaeologist Review, n. 5, 1979, pp. 24-34.
6—Quien planteó con claridad esta interpretación de la historia de Israel fue el investigador Morton Smith, en Palestinian Parties and Politics that Shaped the Old Testament, Columbia University Press, Nueva York, 1971.
7—La mejor versión de estos mitos se encuentra en Gregorio del Olmo Lete: Mitos y leyendas de Canaán según la tradición de Ugarit, Cristiandad, Madrid, 1981. Una versión menos crítica es la de James B. Pritchard: La sabiduría del antiguo Oriente, Garriga, Barcelona, 1966.
8—El libro citado de Pritchard contiene una traducción del Enuma Elish.

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