Los aterradores sucesos del 11 de septiembre del 2001 nos hicieron girar la mirada hacia el problema del fundamentalismo. Con un riesgo doble de focalizarlo en el Islam: el de difundir la creencia de que la fe islámica es fundamentalista per se, de un lado, o el de creer que el fundamentalismo sólo existe en ella, del otro. Creencia que, cuando combina los riesgos, puede lindar con el absurdo.
Se puede afirmar que el liderazgo chiíta en Irán y el empoderamiento del talibán afgano proporcionaron dos manifestaciones muy relevantes de la entronización política del fundamentalismo religioso en los últimos tiempos. Aunque no las únicas, porque no se puede pasar por alto, por ejemplo, la presencia de un fundamentalismo sunnita en la monarquía árabe saudita, aunque su asociación con los Estados Unidos le exima de inquietudes en términos de “peligrosidad”.
Muchos analistas han opinado que el temor compartido ante la creciente del fundamentalismo religioso de ambas partes llevó a Israel y la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) a la mesa de negociaciones en 1993, y también lo que ha frustrado con persistencia una solución negociada al conflicto. La verdadera campaña anti-Islam desencadenada ha potenciado la agresividad del fundamentalismo hebreo, que amenaza con barrer a fuerza de terror con los derechos del pueblo palestino. El Occidente reconocido –es decir, los centros capitalistas norteamericano y europeo– mira con tolerancia y justificación estos extremos de Israel, en tanto polariza sus argumentos condenatorios en la jihad islámica y el Movimiento de Resistencia Islámica (Hamas).
Un año antes del episodio terrorista que dejaría marcado el siglo que estamos comenzando a vivir, un estudioso latinoamericano observaba:
En los países con dificultades para superar el atraso económico, que concentran a la mayoría de la población mundial, la experiencia del fracaso puede abrir espacio para el fortalecimiento de las fuerzas políticas que atribuyen a la dominación occidental la principal responsabilidad por la pérdida de la soberanía económica e identidad cultural, lo que desencadena movimientos de retorno a las raíces originales, de fuerte contenido antiliberal y antioccidental. Un buen ejemplo en ese sentido es el fundamentalismo islámico.1
Tenemos que reconocer que, en efecto, el 11 de septiembre ha modificado las coordenadas políticas para reforzar los acentos del ejercicio del poder global. Sin embargo, no es este el propósito de las líneas que escribo, sino repasar algunas apreciaciones que nos ayuden a definir el fundamentalismo.
Algunos estudiosos reconocidos estiman que, para definir el fundamentalismo, o incluso para lograr una comprensión de lo que se trata sin aventurarse a la definición, no es relevante la búsqueda de los orígenes del concepto, ni tampoco de los orígenes del fenómeno, y que lo que se impone es, sobre todo, desbrozar su sentido dentro de la utilización moderna que de él hacemos.
Según afirma Françoise Smyth-Florentin,2 en materia de religión, el integrismo, el pietismo, el fundamentalismo y el tradicionalismo, designan el contexto de un discurso basado más en lo perceptible que en lo definible, pero todos apuntan sin discusión a una proyección cultural, al margen de las observaciones que pudieran levantarse en torno a las diferencias de connotación. Por analogía sabemos que el concepto de fundamentalismo se conecta con fanatismo, extremismo e intransigencia. O con doctrinarismo, denominacionalismo, disciplina, y otros conceptos afines. Pero las analogías no hacen una definición.
Para R. Scott Appleby, otro especialista de reconocido prestigio, el fundamentalismo religioso responde a una categoría propia, no definible en un sentido estricto como un nuevo movimiento, ni como una expresión tradicional, conservadora u ortodoxa de la fe y la práctica religiosa. En tanto se proclama defensor de una fe ya establecida, o de la correcta adecuación de sus prácticas, frente a la erosión de tradiciones y modos de vida, el fundamentalista tiende a laborar métodos nuevos, formular nuevas ideologías, y apropiarse de movimientos y estructuras novedosos.3
La distinción, aparentemente sutil, consistiría en que ser conservador o tradicionalista no basta para combatir la erosión de un pasado sagrado, representado por un texto, una tradición, la conducción de un líder carismático, o todo ello. El fundamentalismo comporta una agenda de “saneamiento religioso”. Por otra parte, es posible afirmar –con Gabriel A. Almond– que “la religión no es la única matriz de la cual emergen los movimientos de corte fundamentalista. La raza, el lenguaje y la cultura pueden servir, también, como las bases de la revitalización y la militancia”.4 Cabría añadir, a mi juicio con un subrayado grueso, la política, suelo en el cual hunden sus raíces fundamentalismos de todas las expresiones religiosas, junto a otros que les son propios.
Ateniéndonos a esta aproximación, podríamos considerar que no siempre estamos obligados a buscar el fundamentalismo conformado a plenitud en una corriente (como el sikh, por ejemplo), sino lo que habría que identificar y estudiar con más detenimiento es la presencia de elementos de fundamentalismo en la trayectoria misma de las formaciones religiosas, en las conductas y en la espiritualidad religiosa misma.
Los fundamentalismos de la cristiandad protestante y católica, del islamismo sunnita y chiíta, así como del judaísmo, se diferencian a partir de historias distintas y retienen semejanzas, por compartir tradiciones que se remontan a Abraham. En tanto, lo que llamamos fundamentalismo en el sur de Asia lleva los signos del hinduismo, la religión sikh y el budismo.
Pienso que podrían consignarse, dentro de la historia del catolicismo, manifestaciones de “saneamiento religioso” incluso antes de la creación del Santo Oficio, de las Cruzadas y de la persecución de las herejías. El paso de religión perseguida a religión de los poderes dominantes en la sociedad, modificó radicalmente la función social del cristianismo primitivo y la visión de una misión hegemónica exacerbó las expresiones fundamentalistas en su seno.
En nuestros tiempos, debemos recordar la confrontación con el Vaticano de las proyecciones integristas del obispo francés Lefebvre hacia 1970: opositor activo a todo el aggiornamiento conciliar, terminó por ser suspendido a divinis por el Papa. Mientras, en sentido inverso, el respaldo pontificio al Opus Dei y al movimiento neocatecumenal sugieren, a mi juicio, una inclinación fundamentalista.
En este último movimiento, nacido a principios de los años sesenta, se revela la propensión fundamentalista en la recurrencia a consignas como “hacer que la familia cristiana sea como la Sagrada Familia”, o “la dimensión de la Cruz como paradigmática”.5 En todo caso, hoy parece evidente que el fundamentalismo católico tiende a configurarse en el seno del mundo creyente secular más que en el religioso.
Es sabido que en los Estados Unidos no se conoció el fundamentalismo a través del Islam ni a finales del siglo XX.6 En la literatura religiosa norteamericana el concepto apareció –y se conserva su uso con esta connotación– ligado a un movimiento, dentro del protestantismo, que hacia 1920 se manifestaba enérgicamente contra el auge del liberalismo y el ascenso de la secularización producida junto a la explosión urbanística desde los comienzos del siglo XX. Este movimiento se reconoció a sí mismo como fundamentalista.
Los defensores del fundamentalismo protestante subrayaban, entonces, cinco pilares de la doctrina cristiana: la veracidad literal y la infalibilidad de los textos bíblicos, la plena divinidad de Cristo y su nacimiento virginal, la resurrección del cuerpo en sentido literal, el efecto salvífico, redentor, también en sentido literal, de su sacrificio en la cruz, y su retorno, por segunda vez, en forma corporal, a la Tierra.
Llamo la atención sobre la presencia, en este fundamentalismo, de dos rasgos que considero de suma importancia: el literalismo y el mesianismo. Durante dos décadas, este movimiento dio lugar a agudas polémicas, entre otros muchos temas, en torno a la enseñanza de la teoría de la evolución en las escuelas. En Tennessee se llegó a votar una legislación, vigente de 1925 a 1927, que prohibía su inclusión en los programas educacionales del Estado.
Pero queremos evitar un “literalismo” de otro signo, aceptando que todo comenzó a principios del siglo pasado con el uso orgánico del término: recordemos que, mucho antes, sin que se hablara aún de fundamentalismo, el puritanismo de los pilgrims comportaba un código ético y una proyección doctrinal que se ajusta, en justicia, al calificativo de fundamentalista. Perseguidos por anglicanos y católicos, en busca de una nueva tierra donde pudieran vivir y adorar a Dios a su manera, se consideraron llevados por la divina providencia a colonizar la Nueva Inglaterra. Su espiritualidad pervivió en la religiosidad cristiana y se convirtió en un elemento fundacional de la ideología política de los Estados Unidos de América. Los “auspicios felices” que hicieron nacer a los Estados Unidos estaban presididos, según George Washington, por “la pura y suave luz de la revelación”.7 Literalismo y mesianismo devinieron componentes reiterados de una tradición típicamente norteamericana de movimientos de conversión, desgajados con frecuencia del cuerpo del protestantismo tradicional, directa o indirectamente. Religiones muy ligadas a la historia y/o a la idiosincrasia de la nación.
Estimo que su primera manifestación relevante –en rigor, la primera gran religión autóctona estadounidense– se manifiesta en el éxodo colonizador de los mormones8 hacia el Oeste cerca de 1830 –una nueva peregrinación por el desierto buscando tierras de libertad–, al término del cual se establecieron, fundando Salt Lake City y el estado de Utah. Su religión, que combina la lealtad doctrinal con un marcado sentido pragmático, ocupa hoy el sexto lugar en orden de importancia en los Estados Unidos, y en las últimas cuatro décadas ha mostrado una expansión apreciable por todo el mundo.
En el curso del siglo XIX, encontraremos otras expresiones norteamericanas importantes de conversión institucionalizada en el Adventismo del Séptimo Día (hacia la década de los cincuenta), los Testigos de Jehová9 (hacia la década de los setenta), la Ciencia Cristiana (hacia la década de los ochenta), por citar algunas de las denominaciones más significativas. En todas ellas podemos identificar elementos de literalismo o de mesianismo –o de ambos–, y siempre una severa filiación institucional. Además, la historia y el presente de estos movimientos pone de manifiesto que no hay contradicción, en sentido estricto, entre el fundamentalismo religioso y el liberalismo económico, el cual ya ha desembocado, de hecho, en una concepción fundamentalista del mercado.
Recordando la referencia de Gabriel A. Almond, páginas atrás, sobre la existencia del fundamentalismo también al margen de la matriz religiosa, no es posible olvidar la presencia histórica de un componente racista acentuado en la cultura norteamericana, que dio lugar a una prolongada discriminación racial en el plano de las ideas y en el de las instituciones. Y en este contexto, a organizaciones de un fanatismo frenético como el Ku Klux Klan, que se pronunciaba y obraba en aras de un “saneamiento racial” de la sociedad norteamericana.
El fundamentalismo religioso en los Estados Unidos, en el último cuarto del siglo XX, ha engendrado, de igual modo, el terror. La modalidad de que lo que hoy se conoce como “sectas de destrucción” se mostró en escena en 1977, cuando una congregación norteamericana del Templo Solar, liderada por su pastor, protagonizó un suicidio colectivo de casi mil miembros en un campamento de la selva guyanesa. Desde entonces, se han repetido episodios similares, reportados por la prensa y presentes en la memoria colectiva como algunos de los grandes escándalos de nuestro tiempo.
Suicidio ritual, homicidio ritual, sexo ritual, drogadicción ritual y terrorismo ritual, son rasgos de algunas denominaciones, que van dejando una estela de sangre y devastación paralela a la de otros fundamentalismos en el mundo de hoy.
A lo que tendremos que añadir la respuesta al atentado del 11 de septiembre: la “cruzada” –cruzada de Occidente, cruzada de la civilización liberal– que conduce a sacar el conflicto de cualquier cauce de solución y convertirlo en una verdadera confrontación sin fin de fundamentalismos. El terror contra el terror.
Nos vemos ahora, sin duda, en un debate muy nuevo sobre un fenómeno muy viejo, que nos exigirá mucha dedicación y análisis en los años venideros.
Notas
1—Ver Luis Fernando Ayerbe: Los Estados Unidos y América Latina: la construcción de la hegemonía, Fondo Editorial Casa de las Américas, La Habana, 2001.
2—Ver Françoise Smyth-Florentin: “A Christian Understanding of Fundamentalism”, en John S. Augustine: Religious Fundamentalism. An Asian Perspective, South Asia Theological Research Institute, Bangalore, 1993.
3—Ver R. Scout Appleby: Religious Fundamentalism and Global Conflict, Headline Series, Foreign Policy Association, n. 301, Ithaca, 1994.
4—Citado por R. Scott Appleby: op. cit.
5—Sobre el respaldo a este movimiento, ver II Cammino Neocatecumenale nei Discorsi di Paolo VI e Giovanni Paolo II, Centro Neocatecumenale, Roma, 1984.
6—A pesar de que su auge llegó a ser tan preocupante que la American Academy of Arts and Sciences (AAAS) comisionó un proyecto sobre el tema en 1988: el equipo que lo realizaba llegó a contar con doscientos académicos, los cuales, después de cinco años de intensa actividad, dejaron un texto enciclopédico de cinco volúmenes, publicados, entre 1993 y 1995, por la University of Chicago Press.
7—Lo expresa en un texto de 1783.
8—Iglesia de Jesucristo de los Santos del Ultimo Día, llamados también “Los Santos” en lenguaje popular.
9—Watchtower Bible and Track Society, denominación de difícil traducción al español.